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Era inútil preguntar a April por su conversación con Leonard. Por otra parte, eso me dejaba sin nada que hacer ni donde ir. Lo único que se me ocurría era volver a acechar a Lionel. Sin nada que hacer, me aburriría, estaría incómodo y hasta empezaría a pensar que había progresado algo.

Para vigilar de verdad a alguien hace falta más de un vigilante, de modo que Hawk me acompañó a Nueva York.

A la mañana siguiente de nuestra llegada, cruzamos el parque y nos apostamos en la acera de enfrente, desde donde podíamos vigilar el apartamento de Farnsworth discretamente. Hacía fresco. Acababa de nevar en Nueva York y la nieve estaba limpia todavía. Había mucha gente en el parque, la mayoría, mujeres; la mayoría, guapas, con la típica crispación neoyorquina.

—Da la impresión de que estudies a cada mujer que pasa por aquí —dije a Hawk.

—Lo hago por asegurarme de que Farnsworth no nos pase desapercibido, si le da por travestirse —dijo Hawk.

—Pero si a Farnsworth sólo lo has visto en una fotografía policial de hace diez años —repliqué.

—Precisamente por eso tengo que prestar mucha atención —dijo Hawk.

Una mujer atractiva pasó ante nosotros con unos vaqueros extraordinariamente ajustados y una cazadora corta de piel. Hawk la miró atentamente.

—Podría ser él —dijo.

—No es él —dije.

—Vale la pena estar alerta —dijo Hawk.

La seguimos con la mirada hasta que entró en el parque. Dejamos de verla en la curva hacia el sur que describía el sendero.

—¿Por qué tenemos que estar dos vigilando a ese tal Farnsworh? —dijo Hawk—. ¿Y los dos a un tiempo?

—Ya sabes que hace falta más de uno —dije—. Aunque no coja un taxi en ningún momento, habrá que ir a mear de vez en cuando.

—¿A mear? —dijo Hawk—. ¿Nosotros? ¿Has visto alguna vez a Superman preparándose para volar por encima de un rascacielos y que de pronto se pare y diga: «Ay, oye, tengo que ir a mear»?

—En cuanto veamos a Farnsworth y estés seguro de que lo puedes reconocer —dije—, haremos turnos.

—¿Es ése? —dijo Hawk.

Era Farnsworth, estaba a la puerta de su edificio esperando a que el portero le pidiera un taxi.

—Qué instinto rastreador tengo —dijo Hawk—. Lo heredé de mis antepasados, que rastreaban leones en África.

El portero hizo una seña a un taxi de Central Park West. Sujetó la puerta hasta que Farnsworth hubo montado en el coche, después la cerró y el taxi se alejó en dirección al centro.

—Los taxis son un problema —dije—. ¿Tus antepasados atropellaban a los leones?

—Podían, si querían, pero casi siempre esperaban a que el león volviera, por ver si traía algo consigo.

Esperamos. Farnsworth volvió al cabo de tres horas, entró y se quedó hasta que Hawk y yo cerramos el chiringuito y nos fuimos a casa a pasar la noche.

Habíamos ido en el Jaguar blanco de Hawk, que parecía un poco llamativo para seguir a alguien. Así pues, al día siguiente, alquilamos un coche discreto y aparcamos en doble fila, junto a otros muchos, en la calle de la izquierda del apartamento de Farnsworth; su calle era de una sola dirección. Yo iría a pie. Hawk se quedaría con el coche. Si se iba andando, lo seguiría yo. Si cogía un taxi, lo seguiría Hawk. Hicimos lo mismo tres días seguidos, sin sacar en limpio nada más que el hecho de que Farnsworth iba y volvía. Compró en Barney’s. Comió con una mujer en Harry Cipriani’s; paseó por el parque; tomó copas con una mujer en Pierre; compró víveres en D’Agostino, en Colombus Avenue.

La cuenta del hotel iba subiendo, lo cual siempre es motivo de cierto desasosiego. Además era un trabajo de duración indefinida por el que no me pagarían. Así pues, esa noche cenamos en la misma cafetería de Madison en la que había comido un sándwich de lengua con Corsetti.

—¿Cuánto va a durar esto? —preguntó Hawk.

—¿La cena en esta cafetería Viand’s? —dije.

—Rondar el apartamento de Farnsworth de balde.

—¿Tus antepasados africanos no te enseñaron a cultivar la paciencia?

—Si hubieran preferido aburrirse cultivando —dijo Hawk—, no se habrían dedicado a la caza.

—Ahí queda eso —dije.

—¿No se te ocurre nada que hacer?

—No.

—Pero eres tan cabezota que no quieres dejarlo.

—Hay una respuesta —dije—. Y la tiene Farnsworth.

—¿Quieres que lo interrogue yo? —dijo Hawk—. Puedo interrogarlo con firmeza.

—Ni siquiera sé qué quiero preguntarle —dije—. Se está cociendo algo en lo que están implicados April, Farnsworth, Patricia Utley y el difunto, el gran Ollie DeMars, y no sé lo que es.

—Podríamos preguntárselo a él —dijo Hawk.

—Y si se niega a contestar y no consigues sacárselo, nos quedamos donde estábamos pero él ya está sobre aviso.

—Podría arrancarle la respuesta a hostias —dijo Hawk.

—Apuesto a que cantaría enseguida. No tendrías que esforzarte mucho, calculo. Pero ¿cómo sabríamos si dice la verdad? He hablado con unos cuantos, y todos me han mentido sistemáticamente. No quiero más cuentos, quiero hechos.

—¿Hechos?

—Fenómenos observables —dije.

Hawk había pedido un sándwich de pavo caliente. Le dio un mordisco.

—Es bueno el sándwich de pavo caliente que hacen aquí —dijo.

—La pechuga tampoco está mal —dije.

—¿Y si lo mato? —dijo Hawk.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—No podría contarnos nada más —añadió Hawk—, pero a lo mejor desaparecían las preguntas.

—No. Voy a averiguar qué es lo que pasa con April.

—Era sólo una idea —dijo Hawk.