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Quedé con Bev en el café de la librería Barnes &; Noble, cerca de Burlington Mall.

—Aquí nadie nos verá —dijo—. Ninguno de mis amigos es aficionado a la lectura.

Llevaba una cinta de pelo de color rosa. Había dejado un chaquetón de plumón bien doblado en el respaldo de la silla. Era de color negro y tenía cinturón. Con la sudadera rosa y las zapatillas Nike parecía una joven ama de casa de zona alta como muchas de las que se ven en cualquier paseo a cualquier hora del día. No le quedaban señales de la paliza que le habían dado.

—¿Está trabajando en otro sitio? —pregunté.

—No hay ningún otro sitio donde pueda hacer el trabajo que me gusta —respondió.

—¿Ha pensado en dedicarse a otra cosa?

—¿Como llevar la contabilidad? —dijo— ¿Tenga, este es mi currículo? No, no creo. Me gusta hacer la calle, es para lo que estoy preparada.

—«Sigue la dicha» —dije.

—¿La dicha?

—Es una frase de Joseph Campbell.

—¿Joseph Campbell?

Sacudí la cabeza, saqué la foto de Ollie DeMars del bolsillo interior y la puse en la mesa ante Bev.

—¿Lo conoce? —le pregunté.

Lo conocía. Vi que se ponía tensa y que se le demudaba el semblante. Pero negó con un gesto de la cabeza.

—Lo conoce, ¿verdad? —dije.

—No.

—En esta foto ha salido un poco distinto —dije. Sacudió la cabeza otra vez.

—Está muerto —dije.

Apoyó la espalda en el respaldo y me miró como si no entendiera.

—Lo mataron de un tiro —dije.

—¿De un tiro? —dijo ella.

—Sí. Está muerto.

—Yo... —calló.

—Es un asesinato, Bev. No sé hasta cuándo podré seguir conteniendo a la policía. O me lo cuenta a mí o se lo cuenta a ellos.

Asintió.

—Háblame de la última vez que se vieron —dije.

Los dos habíamos pedido café. Bev miraba el suyo pero no lo probaba. Tomó aire y lo expulsó.

—Fue el que me dio la paliza —dijo.

—Ya. ¿Lo había visto antes de la paliza?

—Sí.

—¿Cuándo?

Volvió a suspirar hondamente.

—Lo vi salir de la habitación de April una madrugada —dijo.

Asentí sin palabras.

—Iba a pasar la noche fuera, pero el cliente tuvo que irse del hotel a las cinco y media para volar a no sé dónde, por eso volví a la mansión sobre las seis, y fue cuando lo vi salir.

—¿Le dijo algo?

—No. Sólo se llevó un dedo a los labios, ya sabe, pidiendo silencio, y me clavó una mirada atravesada... Pero la noche de la paliza, cuando volvía de Copley Place, me agarró y me preguntó si le había dicho a alguien que lo había visto aquel día. Le dije que no. Pero a veces me pongo chula y supongo que le solté un par de insolencias. Entonces me dio un bofetón y dijo que si se lo contaba a alguien me mataría. Después siguió pegándome, para que le prestara atención, dijo. Me pareció que le gustaba pegarme.

—Y por eso se fue usted —dije.

—Desde luego. No sabía lo que pasaba, pero entre April y ese cerdo había algo, eso seguro. No me interesaba meterme en medio.

—¿Le dijo algo a April?

—No, es decir, quizá fue ella quien le mandó que me diera una paliza. Yo sólo pensaba en salir de allí.

—No me extraña —dije—. ¿Tiene alguna idea de lo que podía haber entre April y él?

—Cuando alguien sale de la casa de otra persona a las seis de la madrugada, no es muy difícil adivinar lo que han hecho.

—Al margen de eso.

—No, no tengo ni idea. ¿Cree que están conchabados?

—«Conchabados.»

—¿Qué?

—Hacía mucho tiempo que no oía esa palabra, «conchabados».

—¿No? No sé. Mi madre la decía constantemente.

—Bonita palabra —dije.

—¿De verdad? —dijo Bev—. Pensaba que era normal y corriente.

Se alegró de haber utilizado una palabra bonita. Supuse que, en general, la alabarían por motivos más viscerales.

—Entonces, ¿le parece que sí? —me preguntó—. ¿Que de verdad están conchabados?

Acababa de crear un monstruo. Seguro que, a partir de ahora, sacaría el conchabamiento a relucir siempre que pudiera. Me pareció una lástima pensar que a la mayoría de gente a la que fuera a soltarle la palabra le importaría un rábano.

—Sí —contesté—, creo que están conchabados.

—¿Y para qué se han conchabado?

—No lo sé.

—¿Lo va a averiguar? —me preguntó.

—Sí.

—Por favor —dijo—, le pido que no me mezcle en el asunto.

—No la mezclaré, si puedo evitarlo —dije—. No puedo prometerle más.

—¡Ay, Dios! —dijo.

—Y a ella tampoco —dije.