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Aparcamos junto a una boca de riego y pasamos dos horas sentados, mirando la puerta del edificio de Patricia Utley a través del parabrisas y la lluvia que lo barría. El agua distorsionaba las cosas, fundía los colores y curvaba las líneas rectas del barrio alto del este. Pero veíamos lo suficiente y, si alguien reparaba en ello, un coche con el limpiaparabrisas en marcha, aparcado dos horas seguidas, habría sido una señal delatora.

Seguía lloviendo cuando Lionel y April salieron del edificio de apartamentos. El portero les paró un taxi. April le dio una propina. Hawk puso el limpiaparabrisas en marcha y, detrás del taxi, cruzamos el parque de nuevo hasta la casa de Lionel. Se apearon los dos y entraron en el edificio. El taxi nos dejó y aparcamos en doble fila detrás de una camioneta de fontanero, aparcada a su vez en doble fila. Hawk apagó el limpiaparabrisas.

—El trabajo de detective es emocionante —dijo Hawk—. No me extraña que sea el trabajo de tu vida.

Eché la cabeza atrás y estiré el cuello. Fuera, el agua caía verticalmente, con fuerza.

—Creo que voy a quedarme en este puesto de vigilancia —dije—. Si sale uno de ellos, uno de nosotros saldrá detrás.

—¿Uno de nosotros? —dijo Hawk.

—Oye —dije—, ¿somos amigos o qué?

—¿Amigos?

—Sal y pimienta —dije—. Blanco y negro. Amistad que se salta la frontera racial, que comparte las cosas.

—No pienso seguir a nadie con esta lluvia, blancucho —dijo Hawk.

—Chingachgook haría ese favor a Calzas de Cuero —dije.

—¡Ajá!

—Jim haría ese favor a Huck.

—No voy a seguir a nadie con esta lluvia, Huck.

—Toro haría ese favor al Llanero Solitario.

—No soy tu fiel compañero indio —dijo Hawk.

—Ahora se dice «fiel compañero nativo americano» —dije.

Hawk asintió como si acabara de darle información valiosa.

—Ni con nieve ni con aguanieve, kemosabe.

No nos movimos del coche. No dejaba de llover. La tarde se oscureció. Las luces del tráfico, blancas al acercarse, rojas al alejarse, dibujaban bonitos borrones entre el agua del parabrisas. El verde esmeralda del semáforo de Central Park West, filtrado por la lluvia, era muy agradable. Hubo cambio de turno en la portería del edificio de Lionel. Entraba y salía gente del edificio. No eran April ni Lionel. La cuestión de quién seguiría al sospechoso bajo la lluvia seguía siendo discutible, y los dos lo sabíamos. La charla intrascendente había decaído hacía rato. Seguíamos allí, mirando en silencio la entrada del edificio. El silencio no nos incomodaba. Hawk tenía una capacidad ilimitada para el silencio, y yo podía soportarlo mejor que de costumbre. A las siete y treinta, los dos estábamos convencidos de que April no iba a salir ya. La situación derivó en un concurso de resistencia. Hawk permanecía inmóvil al volante. Eran las diez. Yo tenía hambre y me moría por un trago. Sabía que se tarda días en morir de inanición, así que no temía por mi vida.

—Tengo entendido que, en la muerte por inanición, el hambre siempre acaba por dejar de notarse al cabo de un tiempo —dije.

—Nunca me he muerto de inanición hasta ese punto —dijo Hawk.

Seguía lloviendo sin tregua, como si la lluvia se hubiera apostado con nosotros en la larga espera.

A las once y cinco dije:

—¿Sabías que la ingestión moderada de bebidas alcohólicas es buena para el HDL?

—HDL —repitió Hawk.

—Estar sentados aquí sin nada que beber —dije— es muy malo para salud.

—Sí —asintió Hawk—. Creo que estoy un poco paliducho.

Asentí. Seguimos allí quietos.

A las once y veinte Hawk dijo:

—¿Crees que va a pasar la noche ahí?

—Eso parece —dije—, y estás un poco paliducho.

—Tú tampoco tienes buena cara —dijo Hawk—, estás como descolorido.

—Según tu baremo —dije.

Hawk se encogió de hombros.

A las doce y quince puso en marcha el limpiaparabrisas y los faros.

—Tú ganas —dijo.

Señalé en dirección este, hacia el hotel, que estaba en el extremo opuesto de Central Park. Hawk encendió el motor.

—Dejémoslo en tablas —dije.