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Llovía en Nueva York. Estaba cerca del parque, mojándome, en la acera de enfrente del edificio de Lionel. Hawk hacía guardia un poco más arriba, aparcado en doble fila. Me estaba calando. Llevaba la gorra del campeonato mundial de 2004 de los Red Sox y la chaqueta de cuero de color coñac. Tenía la cabeza seca gracias a la gorra, y la pistola a cubierto gracias a la chaqueta. Todo lo demás chorreaba. La lluvia se me colaba cogote abajo por más que me ajustara el cuello de la chaqueta. Los vaqueros y las zapatillas no podían absorber más agua.
Hacia las diez treinta de la mañana, un Porsche Boxter plateado se detuvo ante el edificio de Farnsworth; April se apeó calzada con botas y con un abrigo rojo intenso; llevaba un pequeño paraguas rojo. Dio las llaves al portero y entró en el edificio. El portero se llevó el coche a la vuelta de la esquina a toda prisa y regresó al cabo de unos minutos, después de aparcarlo en algún lugar.
Ojalá hubiera tenido un ayudante fiel al que decir: «Saltó la liebre» o «¡Ajajá!». Podía cruzar la calle y decírselo a Hawk, pero sabía que le parecería una sandez. Así que me conformé con felicitarme asintiendo con la cabeza, de modo que se me coló más agua por el cuello.
Sabía que Hawk la había visto. Siempre lo veía todo. Si volvía a salir y se metía en el coche, o en un taxi, él la seguiría. Si salía y se iba a pie, la seguiría yo y Hawk nos seguiría tranquilamente, sin inmutarse por la furia de algún que otro taxista. En las tres horas siguientes no pasó nada, más que la lluvia. Entonces, April salió del edificio con Lionel. Se quedaron al abrigo de la marquesina mientras el portero les paraba un taxi. Los días lluviosos no son buenos para parar taxis, en Manhattan. Incluso para los profesionales. Cuando el portero encontró un taxi por fin, volvió, cubrió a April y Lionel con un gran paraguas de golf y los acompañó. El paraguas los tapaba y, mientras subían al taxi, crucé la calle corriendo y me metí en el coche de alquiler con Hawk al tiempo que el portero cerraba la portezuela y daba un manotazo en el techo del taxi.
No pude evitarlo.
—Saltó la liebre —dije.
Hawk sacudió la cabeza.
—¿Qué cojones te pasa? —dijo.