38
Estaba en el centro de la ciudad, en el segundo piso del Moynihan, el palacio federal de justicia, en la sección de archivos de consulta, con Corsetti. Ante mí tenía una gran caja de cartón con un enorme historial de un caso.
—A mí no me mire —dijo Corsetti—, yo lo he traído aquí. Bucear en esa mugre le toca a usted.
—¿Y usted va a quedarse ahí sentado?
—Sí.
—¿Sin hacer nada?
—A lo mejor apoyo los pies sobre la mesa —dijo Corsetti—, entorno los ojos un rato y descanso al tiempo que vigilo por si alguna tía estupenda se deja caer por aquí.
—Hasta ahora nada me ha hecho suponer que vaya a pasar ninguna —dije.
Corsetti me sonrió, echó la silla hacia atrás, levantó los pies y cerró los ojos.
—Ya veremos —dijo.
Empecé a bucear en el fárrago documental. Al cabo de diez minutos, creí que me extinguía. Si los dinosaurios no se hubieran extinguido por culpa de un meteorito, unas pocas horas de lectura de lenguaje legal habrían acabado con ellos. Corsetti no se movía, pero estaba alerta, salvo los momentos en que roncaba. Al final de la tarde había extraído seis nombres y direcciones de las arenas movedizas del archivo. Todos eran de mujer, todos en el mismo ámbito triestatal. Toqué el pie de Corsetti y abrió los ojos.
—¿Ha visto alguna mujer guapa? —dije.
—No.
—A lo mejor hay suerte, de camino a la zona alta de la ciudad —dije.
—¿Del este o del oeste? —dijo Corsetti.
—Sutton Place —dije.
—Seguro que habrá unas cuantas —dijo Corsetti.
—¿En realidad ha trabajado alguna vez en el Departamento de la Policía de Nueva York? —le pregunté mientras me llevaba por avenida Franklin.
—Vigilarlo a usted es un auténtico ejemplo de protección y servicio —dijo.
—A lo mejor, un día de estos consigue trincar a alguien y todo, por aquí.
—¿Sería emocionante o qué? —preguntó Corsetti.
—Hay un homicidio en el caso, por lo menos —dije.
—En Boston.
—Pero podría tener relación con alguien de por aquí —dije.
—Si continúa invitándome a comer... —dijo Corsetti.
—¿Le importaría que usara su nombre por una causa justa? —le pregunté.
—¡No, hombre, no! —dijo Corsetti.
Saqué el teléfono móvil y marqué un número.
—¿Señora Carter? —dije—. Le habla el oficial Eugene Corsetti, de la policía de Nueva York.
—Dígame.
—Todavía estoy atando unos cabos sueltos del caso de propiedad inmobiliaria del que fue víctima.
—Creía que se había terminado todo y que el cabrón había ido a la cárcel.
—Se lo explicaré cuando llegue a su domicilio —dije—. No tiene de qué preocuparse, es pura rutina de seguimiento. Sólo quería comprobar si estaba usted en casa.
—Aquí estoy —dijo—. No será nada malo, ¿verdad?
—No, no. Mi compañero y yo llegamos enseguida.
—Mi compañero —repitió Corsetti—. Qué bonito. Así que cuando lleguemos, la mujer se creerá que usted también es policía.
—Dígale la verdad, si quiere.
—Procuraré no decirle nada, si no es necesario —replicó.
Corsetti aparcó en la Calle 52 y paró el coche, ante un apartamento, cerca del río. Puso la luz policial en el techo del vehículo.
—Así, los putos buitres de tráfico no se lo llevarán al depósito —dijo—. ¿A quién vamos a ver?
—A una mujer llamada Norah Cárter —dije—, una de las personas a las que Farnsworth estafó.
—Por lo visto, no se lo llevó todo —comentó Corsetti mientras esperábamos el ascensor del edificio de Norah Cárter—. Vivir en este barrio cuesta más que lo que podríamos reunir entre usted y yo rascándonos los bolsillos.
La puerta del ascensor se abrió. Entramos. Pulsé el botón del sexto. La puerta se cerró.
—¿Cómo sabe que no soy rico? —le pregunté.
—Veo cómo viste —dijo Corsetti.