La chica ya no vigilaba a través de la ventana. Estaba perdiendo energía a marchas forzadas. Hacía días que había empezado a racionar el agua, pero ya no le quedaba nada. No recordaba cuándo había comido por última vez, y en su cuerpo quedaban muy pocas reservas a las que recurrir.
No podía creer que la dejara allí tanto tiempo. Él le había dicho que le enseñaría una lección, pero cuando la encerró con escasas provisiones de galletas y agua ella creyó que estaría fuera dos o tres días. Pero no tanto.
Tenía mucho frío. Apretó la seda fina del négligé color crema alrededor del cuerpo esquelético e intentó acurrucarse bajo las mantas. Le hubiera gustado quitarse las medias porque el liguero se le clavaba en la carne, pero necesitaba el calor. Y le daba miedo quedarse dormida. Los sueños la asustaban. Sabía que estaba empezando a delirar.
Era una sensación terrible, y estaba sucediendo cada vez con mayor frecuencia. Se sentía despierta, pero era extrañamente incapaz de reaccionar a los estímulos. Estaba segura de que había alguien en la habitación con ella. Sentía su presencia, pero no podía obligar a sus ojos a moverse o a su cuerpo a funcionar. Y entonces supo con seguridad que él estaba de pie frente al colchón donde ella estaba tumbada. Avanzaba hacia ella despacio, muy despacio, amenazadoramente. Ella intentó levantar el brazo para rechazarlo, pero sus extremidades no obedecían sus órdenes. Intentó gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Finalmente se despertó con el cuerpo bañado en sudor frío, demasiado asustada como para mirar lo que le esperaba.
En un raro momento de lucidez reconoció el origen de su miedo. No era nada más siniestro que una larga peluca roja, colocada en una cabeza de maniquí sobre una cómoda lejana.
Entonces volvió el delirio, y ella se hundió de nuevo en el abismo del terror.