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Becky hizo todo lo que estuvo en sus manos para llegar a la M11 lo antes posible. Intentó concentrarse en la carretera para no oír la, en apariencia, difícil conversación telefónica que su jefe estaba manteniendo, pero le resultó imposible. Especialmente porque oía la voz estridente de una mujer muy enfadada al otro lado de la línea.

La conversación acabó con brusquedad, y Becky oyó al inspector jefe Douglas suspirar lentamente mientras se apoyaba en el reposacabezas. Se arriesgó a lanzarle una mirada, y vio que tenía los ojos cerrados. Por primera vez se dio cuenta de que desprendía cierto halo de tristeza y de que tenía ojeras, como si no durmiera bien. Le entraron unas ganas absurdas de aferrarle la mano y apretársela con afecto. Menuda tontería. Se obligó a tomárselo con calma. Buscó durante unos segundos alguna forma de romper el silencio, pero él se le adelantó.

—Perdona, Becky. Ojalá no lo hubieras oído.

—No se preocupe, señor. Lo siento por usted.

—Dadas las circunstancias, creo que podemos saltarnos las formalidades. Cuando estemos solos, llámame Tom. Al fin y al cabo, acabas de oír a mi exesposa regañándome y haciéndome sentir más cabrón de lo que ya me sentía.

—Prerrogativas de exesposa, señor… Perdona… Tom. Mi madre le gritaba a mi padre a todas horas.

Tom sonrió con desánimo.

—No la culpo por estar enfadada, la verdad. Hoy tenía que recoger a mi hija. Debía quedarse a dormir conmigo por primera vez desde que me instalé en Londres. A los dos nos apetecía mucho.

—Seguro que tu hija lo entiende —dijo Becky.

—Lucy solo tiene cinco años. Lo único que sabe es que su padre no puede estar con ella este fin de semana como le había prometido. Y ¿crees que su madre le presentará los hechos de una forma positiva?

Tom miró por la ventana, como si no esperara respuesta. Después de una breve pausa, se volvió a mirar a Becky con una sonrisa de disculpa.

—Bueno, volvamos al trabajo —dijo—. Antes de que mi exesposa me echara la bronca, he telefoneado a Ajay a la oficina para comunicarle los datos del vuelo de lady Fletcher. Le he dicho que llamara a la línea aérea y pidiera a uno de los asistentes de vuelo que lleve discretamente a Laura Fletcher a una sala privada en cuanto aterricen.

Becky miró a Tom.

—Sabes que vuela con una compañía de bajo coste, ¿no? —La chica se percató de que Tom no se daba cuenta de la importancia de este dato—. No hay asignación de asientos, es como un autobús. Entras y te sientas donde te apetezca. Y con un avión lleno de italianos, no precisamente famosos por su afición a las colas, no creo que sea un ambiente muy relajado para alguien con el dinero y la posición de Laura Fletcher.

—Vaya, entonces, ¿cómo la localizarán? Supongo que la llamarán por megafonía. ¿Qué demonios hace Laura Fletcher en un avión de bajo coste?

—Tendrás que preguntárselo a ella. Con los millones de su marido, cualquiera pensaría que tendrían su propio avión privado o algo así.

—Es intrigante, pero no es exactamente relevante para la investigación. Por cierto, ¿le has sacado algo interesante a la mujer de la limpieza?

—La verdad es que no, excepto que por lo visto hoy no tenía que haber ido a Egerton Crescent. Los sábados no trabaja, pero el viernes anterior se había olvidado el bolso. Me ha contado una historia larguísima sobre una discusión con su marido, que no quería darle dinero para llevar a sus nietos al McDonald’s; por eso ha tenido que tomar el autobús para ir a buscar el bolso. Por suerte para ella, la discusión le hizo perder el primer autobús; si lo hubiera tomado, habría llegado más o menos a la hora en que murió sir Hugo. Ha dicho que en circunstancias normales no habría subido al piso de arriba, pero se ha dado cuenta de que la alarma estaba desconectada y ha pensado que sir Hugo estaría en casa. Ha subido a explicarle lo que había ido a hacer allí. Entonces ha encontrado el cadáver, y se ha asustado tanto que se ha encerrado en la sala de personal durante una hora por si el asesino seguía en la casa. No hay teléfono, de modo que no ha podido llamarnos.

—He oído que mencionaba a Alexa —dijo Tom—. La hija de sir Hugo, supongo.

—Sí. Vive con su exmujer.

Becky estaba a punto de hacer un comentario poco delicado sobre las exesposas cuando afortunadamente sonó su móvil. Después de manosear brevemente el auricular que llevaba detrás de la oreja, respondió.

—Sargento Robinson. —Nada—. Sargento Robinson —repitió.

Con un chasquido irritado de la lengua, tiró del objeto inútil que llevaba en su oreja y lo lanzó por encima del hombro al asiento trasero.

—Qué asco de bluetooth. Nunca funciona cuando hace falta. Si te parece bien, cuando sea quien sea vuelva a llamar, conectaré el manos libres.

El móvil volvió a sonar casi inmediatamente, y Becky pulsó el botón del dispositivo.

—Sargento Robinson.

—Sí, Bex. ¡Por fin! Soy Ajay. ¿Estás con Galán?

Tom volvió la cabeza y miró a Becky con una ceja arqueada. Becky pestañeó.

—Sí, Ajay, está aquí.

—Conecta el altavoz para que él también pueda oír.

—Una idea magnífica, Ajay, aunque llegue un poco tarde.

—Oh, mierda. Lo siento, señor. —Ajay decidió que era mejor seguir hablando y esperar que su metedura de pata se olvidara—. He pensado que querría saber que Laura Fletcher se encuentra a bordo del avión y ha facturado una maleta. No se ha descargado ninguna maleta por pasajeros no presentados, y el manifiesto de vuelo dice que está a bordo. Antes de aterrizar la llamarán y se pondrán en contacto con usted en este número para que se reúna con ella.

Cuando la conversación terminó, Becky colgó y miró a Tom un poco nerviosa. Sabía que se había ruborizado. Ojalá el tonto de Ajay hubiera sido más cuidadoso. Tenían apodos para todos los jefes, pero normalmente guardaban la precaución de mantenerlos en secreto.

—¿Me lo cuentas, Becky?

Becky suspiró.

—Siempre me toca el trabajo sucio. Voy a matar a Ajay. Bueno… ¿te acuerdas cuando viniste a hacer la entrevista? Florence, de oficinas, te vio y dijo que eras todo un galán. Cuando te concedieron el puesto te convertiste en «el Galán» y, abreviado, «Galán». Así de fácil.

Tom no dijo nada, pero Becky era incapaz de estarse callada.

—Por si no lo sabías, ¡Florence tiene noventa años y está más ciega que un topo!

—Ah, bueno, entonces no pasa nada —respondió Tom con sarcasmo.

La verdad es que es guapo, pensó Becky. No era su tipo, ella los prefería más espontáneos. Un poco más sueltos, para ser sincera. Pero no lo echaría de su cama, y su cuerpo no estaba nada mal.

Becky cambió rápidamente de tema señalando la carpeta del asiento trasero.

—Échale un vistazo. Mientras estabas arriba con el cadáver he pedido que me mandaran unas fotos que he impreso en el despacho de la secretaria. Los técnicos me han dicho que podía usar el ordenador. Te interesarán.

Tom agradeció poder dejar de hablar de sí mismo y de su aspecto. No conocía mucho a Becky, pero sospechaba que la última hora había sido bastante clarificadora para ambos. Tampoco creía que fuera una cotilla. Era dura y ambiciosa, y estaba bastante seguro de que respetaría su intimidad. La poca que le quedaba.

Abrió la carpeta.

La primera imagen era de una mujer joven y llena de vida. Los cabellos rojizos y ondulados le caían sobre los hombros. Llevaba un vestido de noche de seda gris oscuro, escotado y con tiras anchas en los hombros, y tenía una figura estupenda. No delgada, sino esbelta y con unas curvas maravillosas. Lo que más llamó la atención de Tom fue su sonrisa deslumbrante. Le iluminaba toda la cara, y parecía estar en la cima del mundo. Becky le echó un vistazo.

—Laura Fletcher. Esta foto se hizo hace diez años. Acababa de conocer a su marido y era su primera aparición en público. ¿Te has fijado en que es pelirroja? Creería que habíamos encontrado algo si no fuera porque Laura Fletcher estaba en Italia.

Tom examinó el resto de las fotos. En aquellos casos, las estadísticas apuntaban a la esposa y la convertían en la sospechosa principal. Pero había demasiadas cosas que no encajaban. Aparte de que por lo visto estaba fuera del país, la escena del dormitorio —el champán, los pañuelos de seda— no casaba con la idea de una cita con una esposa, y menos cuando las pruebas indicaban que ella apenas pisaba el apartamento. Todo apuntaba más a un encuentro con la amante: la esposa fuera del país, vidas separadas durante la semana… Una oportunidad perfecta para la visita de otra mujer, en opinión de Tom.

Cuando llegó a la última foto del montón, no pudo evitar soltar una exclamación.

—¡Caray! ¿Qué le ha pasado?

—Sabía que reaccionarías así cuando la vieras —dijo Becky—. Aunque las otras también son interesantes. Se tomaron a lo largo del tiempo, pero ella parece distinta. ¿Qué piensas?

Tom estudió las otras fotos. Laura Fletcher no brillaba en ninguna de ellas como en la primera. Sin duda sus trajes eran caros, pero en cada una de ellas parecía un poco menos sexy. Todavía era bonita, pero más delgada. Y en la tercera de las fotos formales sus cabellos ya no eran pelirrojos. Su pelo era moreno, y le quedaba bien. Pero también parecía tensa e incómoda con un vestido con escote en V que le subía hacia los hombros y no la favorecía. Volvió a mirar la última foto.

—¿Sabes cuándo se hizo esta fotografía? —preguntó.

—Creo que hace unos seis meses. Parece que en los últimos cuatro o cinco años le han sacado muy pocas fotos. Ha dejado de acompañar a su marido a los actos, y ha pasado mucho tiempo entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas privadas. Al menos un par de estancias, bastante largas, que nosotros sepamos. Esta última foto la sacó un fotógrafo de prensa muy oportunista que había ido al hospital a visitar a su madre. No reconoció a lady Fletcher, pero sí el coche que había ido a recogerla. El coche de Hugo Fletcher tiene una matrícula muy particular.

Tom volvió a contemplar la foto. Aun sabiendo que Laura Fletcher no tenía más de treinta y cinco años, la mujer de la foto podría pasar perfectamente por una de cincuenta. Vestía unos pantalones al menos dos tallas por encima de la suya, un jersey amplio y unos zapatos planos. Los cabellos, recogidos, eran de un color apagado y ratonil, no pelirrojos, y la mujer tenía un aspecto pálido y mustio. Solo se le ocurría que tenía que haber estado muy enferma para haber cambiado de una manera tan drástica. Era una foto triste, y Tom se preguntó en qué medida habría afectado a la activa vida pública de Hugo la enfermedad de su esposa. Detestaba reconocerlo, pero la hipótesis de la amante empezaba a parecer muy plausible.

—¿Sabes qué problema tiene, Becky?

Becky había investigado un poco.

—Hemos contactado con el hospital pero, por supuesto, la confidencialidad entre médico y paciente les impide revelarnos información alguna. De todos modos la verás dentro de un par de minutos, porque estamos a punto de entrar en el aeropuerto. Hemos tardado poco; lo más probable es que todavía no haya recogido la maleta.

—Esperemos que la compañía aérea haya cumplido.