17
Tom llegó a la oficina a tiempo para escuchar el final de la puesta al día nocturna por parte de dos agentes de Operación Maxim, el equipo de tráfico de personas de la Policía Metropolitana. Le entregaron un papel que los identificaba como la inspectora Cheryl Langley y el inspector jefe Clive Horner. Juntos hicieron sonreír a Tom: ella era baja, rechoncha y sonriente, y él era alto y desgarbado, con una cara larga y lúgubre. Cheryl estaba resumiendo sus hallazgos para el caso de sir Hugo.
—Realizó un trabajo estupendo, en circunstancias muy difíciles. El tráfico de personas es un problema importante, como estoy segura de que sabrá. En cuanto las chicas llegan aquí, se dan cuenta de que no tienen escapatoria. Les dan a entender que la única forma de alcanzar la libertad es comprándola, lo que resulta imposible porque las bandas les quitan el ochenta por ciento de lo que ganan y luego exigen más de veinte mil libras por cada una de ellas, a veces incluso cuarenta mil.
Tom tardó apenas un segundo en deducir que incluso si la Fundación Allium pagaba el «precio de compra» bajo, debía desembolsar un mínimo de dos millones de libras solo para comprar la libertad de las chicas y sacarlas de sus miserables vidas como prostitutas a la fuerza. Y después, por supuesto, estaban todos los costes relacionados con el funcionamiento de la organización.
Cheryl hizo un gesto con la cabeza a su colega, que tomó la palabra. Su tono de voz ligeramente agudo contrastaba con su aspecto.
—Sir Hugo hacía mucho más que limitarse a comprar la libertad de las chicas y encontrarles un hogar. La organización tenía una serie de centros con varios empleados e incluso casas seguras. Las jóvenes que no estaban encerradas bajo llave podían ir a pedir ayuda voluntariamente, aunque a menudo el miedo a las repercusiones hacía que no se atrevieran a correr ese riesgo. Había varias campañas en marcha dirigidas a desanimar a los hombres que querían utilizar a las chicas, aunque nadie creía que tuvieran muchas garantías de éxito en ese punto en particular.
La conversación había atraído el interés de todos en la oficina, y uno de los nuevos reclutas planteó una pregunta a Clive.
—Supongo que soy el único que no lo sabe, pero ¿cómo introducen a las chicas de Europa del Este en el Reino Unido?
La seguridad de Clive en sí mismo iba en aumento; se apoyó en el borde de la mesa y sonrió.
—No es una mala pregunta. Se podría pensar que existen numerosos puntos en los que se las podría interceptar. Pero, hace unos años, muchos países de Europa firmaron lo que se denominó el Tratado de Schengen. En la práctica abrió las fronteras entre los países miembros, sin necesidad de utilizar pasaporte. Sin controles fronterizos, solo tienen que sacarlas a escondidas de sus países de origen y cruzar libremente Francia, Italia, Alemania y otras partes del continente. A algunas las introducen en Italia por barco, a otras por tierra. Y entonces solo queda cruzar a Inglaterra. Por mucho que queramos cerrar nuestras fronteras, la realidad es que es imposible registrar todos los camiones o contenedores que entran en el país. Dependemos de una mezcla de inteligencia y suerte para encontrarlos cuando llegan.
Por interesante que fuera la explicación, Tom tenía un asesinato por resolver.
—En su opinión —preguntó—, ¿creen que esas bandas tendrían algún interés en asesinar a Hugo Fletcher?
Fue la inspectora quien respondió.
—Sinceramente, nos parece poco probable. Se ha hablado mucho del peligro que corría, pero no nos lo creemos. No me malinterpreten pero, por mucho que admire el trabajo que realizaba, creo que el elemento de riesgo no era más que buena publicidad. Pagas bien a las bandas por las chicas, las compras. Ellos ponen el precio y él lo acepta, de modo que no es probable que tengan ningún motivo para matarlo. Incluso sus campañas para convencer a los hombres de que no utilicen los servicios de las chicas pueden ser vistas por las bandas como publicidad gratuita. Para ellos sirve aquello tan antiguo de que ninguna publicidad es mala publicidad.
A Tom le sorprendió esta respuesta. Como todos, se había tragado la exageración y creía que Hugo arriesgaba su seguridad personal por las chicas.
Le habría gustado tener tiempo para escuchar la sesión de preguntas y respuestas, pero no lo tenía. Necesitaba contarle a James Sinclair lo que había averiguado durante su charla con Annabel. Debía guardar alguna relación con el asesinato, aunque no tuviera ni la más remota idea de cuál.
Tom repitió su conversación con la exesposa de Hugo casi al pie de la letra al comisario, que escuchó atentamente y en silencio.
—Bueno —dijo Tom cuando terminó—, ¿qué te parece? No podemos ignorar la relación entre lo que ella afirma haber visto y lo que encontramos en el escenario del crimen, pero ella solo podría haberlo sabido de haber estado allí y haberlo contemplado con sus propios ojos, porque de momento es información confidencial. No lo habría descrito con tanto detalle de haber sido la asesina, ¿no? —Tom no esperó una respuesta antes de seguir hablando—. Sí me dijo que quería muerto a Hugo, pero también que jamás se habría ensuciado sus manos perfectamente arregladas, o algo por el estilo. Si he de ser sincero, no la veo como asesina. Pero, por supuesto, es posible que no fuera la única que estaba enterada de las aficiones de Hugo. Podría haber otra persona que también le hiciera chantaje, y siempre existe la posibilidad de que Annabel le contara a alguien los gustos insólitos de Hugo, por mucho que ella jure no haberlo hecho.
James Sinclair sacudió la cabeza con preocupación.
—Pero no nos da ninguna pista de quién puede ser, ¿no es así? Dale vueltas, Tom, y mañana lo discutimos. Te hace falta despejar la cabeza.
—Creo que es mejor que de momento nadie más se entere de esto; no quiero que la gente se distraiga con el escándalo. Solo les contaré los hechos: se llamaba Tina Stibbons, era la enfermera de la madre de Hugo y se cambió el nombre de pila cuando se casó, porque por lo visto pensaba que Tina no tenía clase.
—Como quieras, Tom —dijo James, e hizo una de sus muecas—. Me da la sensación de que tenemos todas las piezas del rompecabezas, pero no sabemos cómo juntarlas.
Tom asintió, consciente de que era su trabajo unir las piezas, pero de momento desconocía cómo sería la imagen final.
—Una última cosa y me voy. Esta noche he tenido la impresión de que nadie cree que Hugo corriera peligro; incluso su mujer se ha mostrado burlona sobre ese punto. ¿Para qué tenía entonces los guardaespaldas? ¿Era realmente una mera cuestión de relaciones públicas, o era consciente de un peligro que nadie más conocía?
Fue un gran alivio para Tom introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta de su acogedor piso. Cuando apretó un interruptor, todas las luces de la habitación se encendieron, y manteniéndolo pulsado hizo que la intensidad disminuyera a la mitad, creando el ambiente tranquilo y apaciguador que buscaba. Seleccionó un disco de Natalie Merchant en el equipo de música y lo programó para que se escuchara en todas las estancias del piso. Fue de habitación en habitación, se desnudó en el dormitorio y entró en el baño para darse una ducha rápida. Todo lo que había oído aquel día le había hecho sentir sucio, y la ducha se convirtió en un diluvio del agua más caliente que fue capaz de tolerar. Se puso unos pantalones cortos negros de deporte, viejos pero muy cómodos, y una camiseta blanca. Luego fue a la cocina para prepararse una cena sencilla.
Se sirvió una copa de Pinot Noir, puso un cazo de agua a hervir y echó un chorro de aceite de oliva en una cazuela. Sacó un paquete de panceta de la nevera y lo vació en el aceite caliente, donde la dejó chisporroteando. Partió varios tomates cherry, arrancó media docena de hojas de albahaca y añadió pasta al cazo de agua hirviendo.
No estaba del todo seguro de que fuera capaz de comer, pero sabía por experiencia que no hacerlo no servía para nada. Al menos eso era rápido y sencillo. Mientras esperaba a que se cociera la pasta, se sentó con la copa de vino entre las manos y reflexionó. ¿Quién era Hugo Fletcher? ¿El parangón de virtudes que todos habían creído siempre? ¿O el hombre que había descrito Annabel? Y si lo era, ¿qué impacto había tenido en la vida de Laura? Nada encajaba. Era como si estuvieran contemplando a dos hombres completamente diferentes.
Sonó el temporizador, y Tom se levantó para añadir los tomates a la panceta los dos últimos minutos. De forma mecánica, añadió un par de vueltas de pimienta negra molida, y a continuación la pasta escurrida a la cazuela con un poco más de aceite y la albahaca triturada. Lo echó directamente en un plato, ralló un poco de parmesano, rellenó la copa de vino y se sentó, sin haber avanzado nada en sus deducciones aparte de lo que ya sabía cuando entró por la puerta.
Acababa de meterse el primer bocado de la sencilla pero deliciosa comida en la boca cuando lo interrumpió el timbre del interfono. Desde el taburete alto donde estaba sentado en la cocina veía la imagen de vídeo de la pantalla, y le preocupó ver que era Kate. Corrió a descolgar el receptor, olvidándose por completo de la comida.
—Kate, ¿qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Lucy?
—No, Lucy está bien. Está con una canguro. ¿Puedo subir? Tengo que hablar contigo.
Aliviado al saber que Lucy estaba bien, y bastante molesto por el hecho de que su exmujer interrumpiera su cena si no tenía nada que ver con Lucy, apretó el botón de la puerta y abrió el pestillo de la puerta. Después fue a sentarse para seguir comiendo. No había olvidado la forma en como le había hablado ella el día anterior.
La miró cuando entró en la cocina e intentó disimular su sorpresa. Su belleza exótica estaba realzada por un maquillaje cuidadoso, y en lugar de su habitual coleta informal, sus largos cabellos oscuros caían sueltos y brillantes por debajo del hombro. Resistió el impulso de hacer un comentario y señaló la nevera.
—Hay vino blanco en el frigorífico, si aún sigue gustándote. Las copas están allí. —Tom indicó un armario en la pared junto a la nevera—. Espero que no te importe que termine de cenar, pero llevo horas pensando en esto.
—Siempre fuiste mejor cocinero que yo. Es una de las cosas que echo de menos.
Tom no levantó la cabeza, pero pensó que era muy raro. Kate nunca le había dado ninguna indicación de que él tuviera alguna característica que lo redimiera, al menos desde que nació Lucy.
Kate se sirvió una copa de vino y se sentó en un taburete frente a él, al otro lado de la barra. Miró alrededor con una media sonrisa.
—Qué piso tan bonito. Te ha ido muy bien, Tom.
Tom podía imaginar que a ojos de Kate aquello era el colmo del lujo urbano. El piso tenía todo lo que se podía desear, menos alma. Él no había elegido nada, venía completo. Los sofás de piel marrón oscuro, la pantalla plana enorme y la cocina blanca y reluciente eran de la mejor calidad, era cierto. Pero no decía nada de él, aparte de los libros y los discos compactos amontonados en el suelo. Por lo visto no se esperaba que el hombre moderno leyera, porque no se habían previsto estanterías.
Todavía muy desconfiado con aquella visita de última hora, Tom respondió sin calor.
—Los dos sabemos que mi sueldo como inspector jefe no da para esto. ¿A qué viene la visita sorpresa? No estuviste muy amistosa la última vez que hablamos, que yo recuerde.
—Perdona. No fui muy educado. Es que me están pasando muchas cosas, y estoy un poco distraída. No pretendía ser tan desagradable.
Para Tom solo había una respuesta posible a eso, pero se calló. Kate suspiró y continuó.
—Debo decirte algo. —Tom levantó un momento la cabeza, sin dejar de llevarse el tenedor a la boca—. Quería que supieras por mí que Declan y yo nos separamos. No ha funcionado, y ha llegado el momento de terminar. Perdona si ayer estuve antipática por teléfono, pero eso era parte del problema.
Tom se quedó sinceramente sorprendido. Era la primera noticia que tenía de que las cosas no iban bien entre ellos, aunque la verdad era que no se había interesado nunca. Lucy siempre parecía contenta, y esta era su mayor preocupación.
—¿Qué ha pasado?
Kate tragó saliva. Parecía nerviosa.
—Te dejé por muchas razones, Tom. Sabes que me volvía loca con tus horarios y que Declan era muy atento. Tú siempre estabas distraído y pensando en tu último asesinato o en lo que fuera.
Tom recogió su plato y echó las sobras en el cubo de la basura. Había perdido el apetito. Ya había oído eso mil veces, y no entendía por qué lo sacaba de nuevo a colación.
—Oh, no me mires así. Para mí fue muy difícil. Declan también trabaja mucho, pero tiene un horario normal, así que sabía lo que podía esperar. No me importa que se levante temprano por la mañana para llegar a la oficina antes de que amanezca, porque yo también tengo que preparar a Lucy para la escuela. Y aunque vuelva tarde a casa, al menos es previsible y siempre lo hace.
Kate dejó de hablar. Tom veía que le estaba costando, pero no tenía ninguna intención de echarle una mano.
—Por desgracia —continuó ella—, su carácter atento no ha pasado desapercibido a una de sus colegas, y recientemente ha tenido muchas salidas de trabajo. Fue por pura casualidad por lo que descubrí que sus salidas de trabajo eran siempre con una sola colega. Él asegura que la relación ha terminado y que no fue más que una tontería, pero yo no quiero saberlo. No estamos casados, y no estoy dispuesta a quedarme con él y arriesgarme a que vuelva a ocurrir dentro de unos años. Tendré que buscar un lugar donde vivir y mudarme.
Tom estaba estupefacto. Le habían pintado a Declan como una especie de santo, y aunque se vieran cuando recogía a Lucy y cuando la llevaba de vuelta, durante mucho tiempo Tom no había querido saber nada de él. En realidad, era lo máximo que podía hacer para no romperle los dientes. Pero aquella ira hacía tiempo que se había esfumado.
—Lo siento si te ha hecho daño, Kate. Sé por experiencia cómo duele cuando crees que tu pareja prefiere a otra persona.
Sabía que estaba siendo mezquino pero, después de la facilidad con la que ella lo había apartado de su lado para irse con el maravilloso Declan, le costaba mostrarse comprensivo.
—Eso no era necesario, Tom. Pero siento mucho haber sido tan insensible. Debería haber apreciado tus cualidades y no dejarme seducir simplemente por las atenciones y los cumplidos. Ahora sé que, con diferencia, tú eres mucho mejor hombre.
Aquellas palabras no conmovieron a Tom lo más mínimo, porque él sabía que Kate se había sentido muy atraída también por los ingresos de seis cifras de Declan, por no hablar de su enorme bonificación anual. No estaba seguro de lo que pretendía Kate, pero sabía que no le gustaba. Una cosa le preocupaba más que ninguna otra.
—¿Dónde piensas vivir, Kate? Acabo de mudarme aquí para estar cerca de Lucy. No llevo ni cinco minutos y ya me hablas de mudarte. ¿Adónde?
—Oh, para ya. Sabes que te encanta tener tu trabajo aquí. Es el puesto de tus sueños, de modo que no me voy a sentir mal por haber hecho que te mudaras al sur, por mucho que sea posible que yo no me quede.
Tom no podía creer lo que estaba escuchando. Desde que Kate lo había dejado habían sucedido muchas cosas, todas desagradables. Y por fin estaba empezando a poner orden en su vida. Cuando se marchó, ella se había llevado a Lucy a la otra punta del país sin preocuparse lo más mínimo por él. A Tom no le resultaba fácil conseguir tener los fines de semana libres, y viajar a Londres lo había arruinado en una época en que apenas se lo podía permitir. El divorcio era un proceso muy caro, y para Tom era importante que fuera él, y no Declan, quien mantuviera a Lucy.
Después murió su hermano Jack. De esta manera había perdido a su esposa y a su hermano y, de no haber encontrado ese empleo, prácticamente habría perdido también a su hija. Lucy habría crecido viéndolo apenas un fin de semana de vez en cuando, y él no estaba dispuesto a aceptarlo.
—¿Adónde piensas ir, Kate? ¿Y por qué te planteas marcharte? Ahora Lucy tiene amigos, y parecía que a ti te gustaba esta vida.
—Es muy sencillo: no puedo permitirme vivir aquí, al menos no con el nivel con el que he vivido hasta ahora, y no quiero que el nivel de vida de Lucy cambie.
Ah, vaya, conque era eso, pensó Tom. Estaba claro que cuando lo había dejado Kate había pensado que el sueldo de Declan era una opción mejor. Pero luego Jack había muerto y le había dejado todo a Tom en herencia, una cantidad de dinero extraordinaria porque su hermano acababa de vender su próspera empresa. No hacía falta pensar mucho para deducir qué era lo que buscaba Kate.
—Te compraré una casa, Kate. ¿Qué te parece? Te compraré una casa decente, en un barrio decente, y te mantendré sin protestar hasta que encuentres a otro hombre, lo que no tardarás mucho en hacer. Sabes que Lucy no tiene por qué preocuparse, eso está resuelto. ¿Te quedarás?
—Tom, no he venido por eso.
Él resistió la tentación de reírse pero, cuando la siguiente canción de Natalie Merchant resultó ser «My beloved wife», una de sus preferidas, la ironía lo hizo sonreír. Sin embargo, el ambiente que había intentado crear estaba arruinado, y fue a apagar la música. Se quedó rígido cuando sintió a Kate detrás de él. Ella le rodeó la cintura con los brazos, y él sintió sus grandes pechos apretándose contra su espalda a través de la fina tela de la camiseta.
—Tom, mírame.
Tom se volvió con cierta aprensión. Kate levantó los brazos y le rodeó el cuello. Contempló sus ojos marrones, aquéllos que lo habían cautivado hacía años. Vio súplica en ellos, y se dio cuenta de que Kate no era el tipo de mujer que se siente completa sin un hombre. En ese momento él era probablemente la mejor opción, si no la única.
—Lo siento, no sabes cuánto lamento lo que hice hace dos años. Fue un error tremendo, y nunca me he arrepentido tanto en mi vida.
—Kate, tuviste una aventura. Me dejaste. Prácticamente me destruiste. Pero ahora estoy bien, y no pienso volver a pasar por lo mismo.
Después de descubrir que Kate tenía una aventura, Tom se había atormentado con la culpa. Tardó mucho tiempo en darse cuenta de que el problema era el deseo de su esposa de buscar emociones. Su amor constante y sin complicaciones no había sido suficiente. Pero ella nunca lo había visto así.
—Venga. Sabes que no es tan sencillo. No pude resistirme. Sé que suena manido, pero me sentía sola y él me prestó mucha atención. No sabes lo que es, Tom. A ti nunca te ha ocurrido.
Tom le agarró los brazos y se la quitó de encima. Luego fue hasta la otra punta de la habitación, donde ya no podía tocarlo. Se daba cuenta de que, después de tanto tiempo, aún estaba enfadado con ella.
—¿De verdad piensas que nunca tuve la oportunidad o el deseo de dormir con otra mujer? ¿Crees que eres la única a la que le ha ocurrido? ¿Que no sé lo que es sentir ese latido de excitación cuando alguien entra en la habitación, y sabes que te desea tanto como tú la deseas a ella?
—Oh, vamos, Tom. Eres policía. No puedes tener una aventura con una de tus agentes, porque no quieres arriesgar tu empleo. Y nunca ves a nadie más.
Tom mantenía a raya como podía su ira y su frustración. Kate siempre había creído que las cosas le ocurrían a ella y que estaban fuera de su control. No entendía que era responsable de sus propios actos.
—Dos cosas, Kate. Primera, veo a montones de personas en mi trabajo, como sabrías de haber mostrado el más mínimo interés. Y segunda y más importante, no me resistiría para conservar mi trabajo: me resistiría para conservar mi matrimonio. Si piensas que era posible para mí resistir por miedo a perder mi trabajo, ¿por qué no te era posible a ti resistir por miedo a perder a tu marido?
Kate, que no pensaba dejarse desanimar, lo siguió al otro extremo de la habitación. Le puso las manos en los hombros. Tom sintió que se ponía tenso. Kate era una belleza. Su cuerpo estaba reaccionando, pero su mente le gritaba que no. No se movió, ni para rechazarla ni para responder.
—Cometí un error, Tom. Me equivoqué. Soy humana, y no tengo tu fortaleza de carácter. Pero no quiero vivir en una casa bonita de un barrio bonito sola con Lucy. Al menos en Manchester tenemos amigos, aquí no tengo a nadie. A nadie excepto a ti, claro.
Kate se acercó para besarlo. Hacía dos años, Tom habría dado el brazo derecho por ese momento. Le puso las manos en la cintura y la mantuvo a distancia. Ninguno de los dos habló, y ninguno sabía qué sucedería a continuación. No podía permitir que lo besara, pero mirando esos labios suaves y rosados habría sido muy fácil rendirse.
Kate rompió el silencio.
—¿Por qué no podemos volver a ser una familia? ¿Tú, yo y Lucy? A ella le encantaría, y a mí también. Me avergüenzo de mi comportamiento, y te prometo por la vida de Lucy que nunca volveré a hacer una cosa así. ¿Qué me dices? Fuimos felices, podríamos volver a intentarlo. Por Lucy.
Ahora estaba jugando el as de la baraja, por supuesto. La idea de vivir con Lucy cada día y verla cada noche era enormemente tentadora. Pero, sin percatarse de ello, Kate había roto el hechizo. El sentido común se había impuesto, y él sabía exactamente cuál era su juego. Se dio cuenta de que su belleza no merecía la pena: era superficial, nada más. No era mala persona, pero era superficial. No se le había ocurrido antes, pero comprendió que Kate no tomaba decisiones proactivas; se limitaba a reaccionar a los sucesos. Apartó las manos de la cintura de Kate y le quitó los brazos de sus hombros.
—Me encantaría ver a Lucy cada día. Pero tú y yo… hemos pasado el punto de no retorno. Por ahora permíteme que te encuentre un lugar donde vivir, para que puedas dejar a Declan, y después ya veremos.
—¿Eso es un no definitivo o un «quizá volveremos a estar juntos»?
Tom le agarró las manos, en parte para asegurarse de que no volvería a tocarlo, y en parte porque sabía que la estaba ofendiendo.
—Digamos que necesitamos tiempo para que se pose el polvo. Luego hablaremos de cuál es la mejor solución.
Tom sabía que un no definitivo sería la señal para que Kate tomara el primer tren a Manchester. Necesitaba darle un poco de esperanza, aunque él creyera que no podía volver con ella ni siquiera por Lucy, sabiendo que su dinero era su principal atractivo. Por ahora, sin embargo, tenía que mantener las cosas como estaban.
Kate parecía creer que había hecho algún progreso. Sonrió y le apretó las manos.
—¿Por qué no buscamos un sitio que no esté muy lejos? Podría empezar a mirar mañana. Así podrías ver a Lucy siempre que quisieras, y si solo alquilamos la mudanza será más fácil cuando estés listo. ¿Qué te parece?
—Echa un vistazo, dime de qué mal he de morir, pero no te comprometas a nada. De todos modos tendré que firmar yo el contrato de alquiler, así que prométeme que solo mirarás hasta que hables conmigo. Si necesitas dejar a Declan urgentemente, instálate en un hotel. Yo pagaré la factura.
Kate le sonrió, y él vio un atisbo de victoria en sus ojos. No tuvo valor para destruir sus sueños todavía.
—Sabía que lo solucionaríamos. Te llamaré mañana cuando haya encontrado algo.
Le besó con suavidad la mejilla sin afeitar, sonrió y salió triunfalmente por la puerta.
Ahora Tom tenía dos cosas en las que pensar: el caso y su exmujer. No le parecía probable que disfrutara de la noche de descanso que se había prometido a sí mismo.