Era débil. Muy débil. Y se estaba volviendo loca. Demasiado tiempo para pensar, ese era el problema. Había empezado a cuestionarse su comprensión de la realidad, a preguntarse si aquello le estaba sucediendo de verdad a ella o si solo era un sueño horrible, una pesadilla tan clara que pudiera estar segura de poder despertarse en cualquier momento. Quizá fuera uno de esos despertares sobresaltados: cuando sientes como si cayeras por un precipicio y te despiertas con la sensación de haber recibido un batacazo en el corazón. Tal vez el terror estaba aumentando hasta el punto de que la hiciera despertar. Esperaba que fuera así.

Pero tanto si estaba despierta como dormida, ahora sabía lo que se sentía al estar encerrada e incomunicada. ¿Cómo lo llamaban? Lo había oído en alguna parte. La tortura invisible, eso es. Nadie ve las marcas, pero vuelve locas a las personas.

Intentó pensar en estrategias para mantenerse cuerda. Una vez había visto una película en la que alguien hacía ejercicio cada día en su celda de la prisión. Pero ella no podía. Estaba demasiado débil, y además le podía provocar sed. Eso sería un desastre. Incluso había intentado lamer sus propias lágrimas, pero no estaba segura de que le siguieran brotando si no tenía agua para beber.

Y su cabeza no paraba de divagar. Necesitaba centrarse; de otro modo, cuando fuera a por ella, porque seguro que iría, ya no la querría. Y si no la quería, no sabía qué haría con ella.

Así que lo mejor que podía hacer era pensar en cosas buenas. Recordar las cosas buenas en su vida.

Buscó en su memoria un día en que hubiera estado contenta de estar viva. Por fuerza tendría que haber alguno. Había tenido sus sueños: el sueño de salir de la pobreza; el de ser una modelo famosa; el de una vida llena de amor y risas. Pero todos los sueños que tuvo se habían hecho añicos.