25

Después de decirle a Tom que creía saber dónde estaba la caja de las pelucas, Laura escapó al desván. Necesitaba un momento para respirar; para calmar su corazón acelerado.

Y tenía que pensar. No solo sobre las pelucas, sino también sobre cómo responder a las preguntas acerca de su salud mental, por no hablar del Rohypnol. ¿Cómo había podido ser tan descuidada? Sabía que el tema de su depresión surgiría y estaba preparada para ello, pero por lo visto Becky había oído demasiado. Tras escuchar las condiciones del testamento, Tom ya sabía que Hugo distaba de ser perfecto. Pero el auténtico Hugo no podía salir a la luz. Jamás.

Oyó un grito en el hueco de la escalera.

—¿Laura? ¿Estás arriba?

—Sí, finjo estar buscando algo para la Policía.

La cara de Imogen apareció en el hueco de la escalera, seguida de su cuerpo. Laura sabía que su amiga había estado trabajando desde el almuerzo y se alegró de tenerla cerca en aquel momento.

—¿Cómo ha ido la reunión con el abogado? Eres rica, ¿no?

Laura resopló.

—No seas tonta. Estamos hablando de Hugo. Te lo contaré después, porque ahora tengo otras preocupaciones.

—¿Se puede saber qué buscas aquí arriba?

—Pelucas. Bueno, no las busco. Sé dónde están. Pero hago ver que las busco.

—¿Qué? Por Dios, sabía que no podía dejarte sola. ¿Qué ha pasado? ¿Qué has contado?

Laura pensaba que a veces Imogen la trataba como si no tuviera una sola neurona. Le explicó rápidamente todo lo que Tom le había dicho sobre las pelucas. Luego señaló una gran caja redonda en el suelo.

—Mira, ahí está la caja de las pelucas.

La miró sin deseo alguno de tocarla. Sabía que sería como la caja de Pandora: en cuanto la abriera, el mal y todos los recuerdos asociados la invadirían y se la tragarían. Pero no tenía más remedio. Tomó aire con un estremecimiento, se inclinó y levantó la tapa. Separó las pelucas varias veces con las manos. Había algo raro; los cabellos estaban todos pegados. Quizá se equivocaba. Tenía que equivocarse. Las sacó otra vez, reteniendo el pánico hasta que tuviera la certeza. Miró a Imogen.

—Mierda, Imo. Solo hay tres.

Laura se sentó en un viejo baúl. Tenía la mente en blanco. No encontraba explicación; tampoco hallaría respuesta para la Policía. Imogen recorrió la distancia que la separaba de Laura y le rodeó los hombros con el brazo.

—¿Qué te preocupa? Piénsalo racionalmente. No dejes que algo tan trivial te desequilibre. Cualquiera podría haber cogido una peluca de aquí en cualquier momento. La señora Bennett podría haberse llevado una para venderla en un mercadillo, quién sabe. Y si la vieja bruja no paraba de encargar pelucas, también cabe suponer que alguna se estropeara y la tiraran. Que falten dos pelucas no tiene por qué significar nada.

—No, es posible que no. Pero ¿pensará lo mismo la Policía?

La verdad era que no tenía ni idea de por qué había solo tres, y el hecho en sí la angustiaba.

Permanecieron sentadas en silencio mientras Laura trataba de serenarse. Al cabo de un momento se levantó con determinación del baúl.

—Veamos. Esto es lo que diré, y esperemos que me crea. Cuando Alexa era pequeña, jugábamos a disfrazarnos y nos poníamos las pelucas. Era demasiado niña como para acordarse ahora. Diré que no tengo ni idea de dónde ha ido a parar. Pero, ahora que lo pienso, creo recordar que Hugo dijo que a su madre la habían enterrado con una de las pelucas. ¿Te parece razonable? —preguntó mirando a Imogen esperanzada.

—Genial. Esperemos que esto frene un poco a nuestro delicioso inspector jefe, aunque no sé por qué crees que debes justificarte; en serio que no. —Imogen se levantó. Pero Laura era consciente de que inventar una historia para la Policía no solucionaba el problema fundamental. Allí tendría que haber más de tres pelucas, y no tenía sentido que no estuvieran. Decidió que era mejor darle todas las malas noticias a su amiga.

—Espera, Imo. Antes de que bajes, hay otro problema. Tom quiere que le hable de mi enfermedad, de lo que me sucedió y por qué estuve tanto tiempo ingresada. ¿Qué crees que debería decir?

Imogen miró a Laura y se encogió de hombros.

—Tienes que darle las pruebas que tienen. No necesitas darle la causa.

—Pero él no es tonto, ¿no? Querrá saber qué me sucedió para que me pusiera así. —Laura creía estar preparada para eso, pero no estaba preparada para Tom Douglas y su capacidad para meterse en su cabeza.

—Tal vez deberías decirle la verdad.

Laura levantó las manos para agarrarse la cabeza, en un gesto de frustración ante la afirmación más estúpida que había oído nunca de Imogen.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loca? ¿Qué esperas que le diga? Bueno, Tom, mi marido me había dado un rufi, pero aquella noche tuve la picardía de no tomarme el vino. Así que lo pillé en uno de sus juegos enfermizos, le dejé claro que me daba asco y que lo que hacía me parecía abominable, y mi castigo fue el encarcelamiento durante dos años en una clínica para enfermos mentales.

—Laura, pero ¿qué dices? ¿Rufis? Pensaba que no me habías creído.

—Me di cuenta hace tiempo de que te había drogado, Imogen. Y a pesar de eso, tardé mucho en reconocer que me estaba haciendo lo mismo a mí. —Laura estaba perpleja. ¿No has leído las cartas?

Imogen bajó la cabeza.

—Lo siento, me lo he tomado con calma. Sé que quieres que las lea, cielo, pero en cierto modo me siento como una mirona.

—Sé que te pido mucho. Al principio no quería que las leyeras y ahora necesito que lo hagas. Ve, Imogen. Ve a leerlas. Está claro que si no puedo contártelo a ti a la cara, menos podré hacerlo con Tom. Lee la próxima. Te esperaré aquí.

Laura volvió a sentarse y apoyó la cabeza en las manos. Se dio cuenta de que había olvidado decirle a Imogen que la Policía estaba al tanto de su conversación de la mañana, pero la importancia de esto disminuyó ante los recuerdos que la inundaron.

MARZO DE 2004

Querida Imogen:

Voy a empezar a escribirte de nuevo, aunque no pueda verte o hablar contigo. Hacerlo me permite fingir que la vida es normal. Dejé de escribirte hace años porque, sinceramente, no tenía nada que decir. Todos los días eran iguales. Todas las noches eran iguales. Solo Alexa me daba alguna alegría. La quiero mucho, pero no sé qué puedo hacer para ayudarla. Su madre no sirve para nada. Pero estoy divagando. Quizá estoy loca. Quizá tengan razón.

Estoy en una clínica para enfermos mentales. Bueno, la disimulan con nombres bonitos, pero es una clínica para perturbados mentales (aunque no lo digan nunca). Hugo me ingresó aquí. Es el único modo que tiene de taparlo todo. Así, cualquier cosa que yo diga se considerará parte de mi enfermedad. Cabrón. No sé si podré escribir acerca de cómo llegué a este lugar. Lo intentaré, pero ya llevo meses aquí y todavía no lo he asumido. Es por esto por lo que te escribo. Puede que me sirva de ayuda.

Está claro que debo empezar por el principio y ver hasta dónde llego antes de ser incapaz de contar el resto; estoy segura de que alcanzaré ese punto. No me entretendré hablando de los años pasados entre mi última carta y ésta. Basta con decir que fueron más de lo mismo. Por fuera todo estaba bien; por dentro, todo estaba menos bien. Nunca una palabra airada, porque para entonces yo siempre hacía lo que él me decía.

Sin embargo, Hugo ha cometido un error. Cree que mandándome aquí me volverá más obediente aún. Pero se equivoca.

Estoy aquí por lo que descubrí. Todo empezó con una copa de vino; una que no bebí. Llevaba tiempo despertándome con la cabeza cargada, como si no hubiera descansado. Pensé que estaba bebiendo demasiado vino, pero cuando Hugo me servía mi gran copa habitual no me podía negar. Se lo tomaba como un insulto personal a su elección, y cualquier posibilidad de cenar en armonía se iba a pique; siempre encontraba una forma sutil de castigarme por mi supuesto desprecio. De modo que decidí beber muy poco durante el primer plato. Cuando me levanté para llevarme los platos a la cocina, se dio cuenta.

—No te has bebido el vino. ¿No te gusta? ¿Mi elección no es de tu gusto?

—No, Hugo, es delicioso, como siempre. De hecho, creo que me lo llevaré a la cocina conmigo mientras termino de preparar el pescado. Será un minuto.

Para entonces, siempre contestaba de aquella manera servil. A Hugo le encantaba.

Yo no quería beber más vino, así que lo tiré al fregadero y llené la copa con una mezcla bastante asquerosa de zumo de manzana y agua, para conseguir el color adecuado. Pero era mejor que beber vino.

Después de cenar, noté que Hugo me miraba con mucha atención; tal vez demasiada. Caí en la cuenta de que me estaba comportando de un modo raro. ¡Claro! A esa hora de la noche normalmente tenía mucho sueño. Hugo sugería a menudo que me fuera a la cama temprano, y yo siempre me dormía enseguida. Fue un momento repentino de claridad, porque una copa de vino grande no podía de ninguna manera representar una diferencia tan considerable. ¡Me había estado drogando! ¡El cabrón me había estado echando algo en el vino! Pero ¿por qué? No tenía sentido, porque en ese estado no podía seguirle la corriente en sus jueguecitos. Por suerte, aquellas ocasiones eran cada día más escasas. Él no apreciaba mi falta de entusiasmo.

De manera que fingí un par de bostezos.

—Creo que me iré a la cama, si no te parece mal.

—Me parece estupendo. Que duermas bien. —Hugo sonrió, pero lo hizo sin el menor rastro de afecto.

Como te puedes imaginar, no era capaz de conciliar el sueño. Estuve un par de horas dando vueltas, y entonces oí un ruido. Un ruido insólito en aquella casa, y parecía proceder de la habitación contigua. Eran risas apagadas pero inconfundibles. Escuché con atención. ¿Eran risas o podía ser Hugo escuchando la radio? Las paredes de la casa eran gruesas, pero distinguía la voz grave de un hombre y una risa más aguda. Me puse el albornoz, me lo ceñí bien con el cinturón y abrí la puerta del pasillo. Para entonces deseaba haberme bebido el vino, porque me enfrentaba a uno de esos horribles momentos de indecisión. Sabía que no quería ver lo que había detrás de la puerta, porque saberlo tendría consecuencias inevitables, pero también sabía que no podía ignorarlo.

Apoyé la mano en la manilla y abrí la puerta con cuidado.

Los siguientes momentos fueron demasiado horrendos como para que ahora sea capaz de describirlos con palabras. No pude evitar contener la respiración, horrorizada. Hugo me oyó, por supuesto. No mostró ninguna vergüenza cuando se volvió hacia mí, desnudo y erecto. En lugar de eso, se burló de mí.

—Ah, Laura. Como siempre, has venido a estropear la diversión. ¿O te apetecería unirte a nosotros, querida?

No puedo contarte lo que vi, Imo. Todavía no. Pero todo el horror de los últimos años palideció ante el retablo que se mostraba ante mí. Todo mi cuerpo temblaba, y estaba segura de que iba a vomitar. Nunca había tenido una emoción tan pura, y esa emoción no era otra cosa que miedo. Miedo puro y sin adulterar. El amor es una emoción potente, pero no es nada en comparación con la reacción física violenta del odio.

Luché contra mis deseos de gritar, pero de algún modo me salió la voz. Tenía que intentar mantenerla bajo control. No te diré todavía por qué, pero tenía que hacerlo.

—Hugo, quiero hablar contigo ahora, por favor. En mi habitación. Puede que me haya pasado los últimos cinco años cediendo a todos tus deseos, pero esta vez no, Hugo. Esta vez no.

—Bueno, Laura, como puedes ver, estoy ocupado. Iré a hablar contigo más tarde, si insistes.

Temblando de rabia y repugnancia, me quedé mirándolo. Él me leyó el pensamiento. Sabía exactamente lo que haría a continuación. Sabía que con un simple acto podía hacer que su mundo se desmoronara. Y lo haría. Pero primero tenía que sacarlo de la habitación.

Él suspiró con teatralidad.

—Eres tan tediosa y provinciana, Laura… No tengo por norma ceder al chantaje, pero veo que en esta ocasión no tengo alternativa. Iré a verte en diez minutos, si eres capaz de resistirte a ser previsible tanto tiempo.

Sin decir nada, me volví y salí. Temblaba con tal violencia que creí que las piernas no me sostendrían. Mientras esperaba a Hugo, mi ira y mi asco fueron en aumento. Durante años Hugo había conseguido que me cuestionara todos mis pensamientos, pero por una vez —solo una vez— yo sabía que tenía razón. Pensé en marcharme, pero no pude. No aquella noche. Aquella noche tenía un trabajo que hacer. Pero ya no volvería a dormir, así que me vestí deprisa con lo primero que encontré.

Pensaba exponer públicamente a Hugo justo por lo que era. Y él lo sabía.

Por fin, Hugo abrió la puerta de mi habitación. Vestido con unos pantalones negros y una camisa deslumbrantemente blanca, estaba claro que había decidido que el ataque era la mejor de las defensas. Si yo esperaba excusas o disculpas, no las recibiría. Debería haberlo imaginado.

—¿Qué te crees que haces, Laura, entrando sin llamar donde no eres bien recibida? No lo toleraré.

Yo estaba lívida. Y no tenía intención de ceder. Me acerqué a él hasta que estuve a unos centímetros de distancia. Hubiera abofeteado su miserable cara, o le habría clavado un cuchillo de haber tenido uno a mano. Pero solo tenía palabras.

—Eso ha sido lo más asqueroso, lo más repugnante que he visto en mi vida. Eres un cabrón pervertido, Hugo Fletcher. Sé que tienes un problema grave con el sexo, pero hacer lo que estás haciendo es… No tengo palabras. —Me di la vuelta y me alejé de él, furiosa por no encontrar las palabras que pudieran expresar mi horror. Pero entonces me volví de golpe—. No, sí tengo palabras. Eres un depravado. Ésa es la palabra. Una buena palabra. Me das asco.

Prácticamente le escupí.

Él avanzó hacia mí. Si no hubiera tenido las manos en los bolsillos, tratando de mostrarse despreocupado y seguro de sí mismo, habría creído que iba a pegarme por primera vez. Pero me daba igual. Le devolvería el golpe. Habría perdido, pero no sin luchar, y me habría servido para desahogar mis emociones reprimidas.

No obstante, debería haber imaginado que Hugo no sentía ningún remordimiento.

—¿A qué te refieres cuando dices que tengo un problema con el sexo? No soy yo, estúpida puta pueblerina. ¡Eres frígida! No sabes relajarte, ni sabes lo que les gusta a los hombres. ¿Sabes por qué? Porque nunca se te enseñó como es debido. Me imagino que la primera vez que te acostaste con alguien fue con un chico de la escuela, probablemente a los dieciséis. Sí, como si lo viera. Los dos toqueteándoos y sin saber qué hacer, pero tú perseveraste. Y cuando te hiciste mayor te acostumbraste al sexo, pero nunca entendiste que era un arte. Sin mí, te habrías pasado el resto de tu vida fingiendo que sabías cómo hacer el amor, pero lo cierto es que no tienes la más remota idea. Abrazos, besos y toqueteos —concluyó con sorna.

Me reí en su cara arrogante. Le borraría aquella sonrisa engreída.

—¿De verdad crees que me importa lo que pienses de mí, Hugo? ¿Después de lo que he visto? Gracias a Dios, no tendré que fingir nunca más. ¿Y sabes qué, sir Hugo? Nadie se acercará ni a un kilómetro de ti. Te mantendrás alejado de esa habitación y yo haré una llamada, y haré todo lo que esté en mi mano para que vayas al infierno por esto, Hugo, así que…

Lo que sucedió a continuación está borroso. Solo recuerdo que Hugo avanzó hacia mí y me agarró el brazo derecho con la mano izquierda. Luego sacó algo del bolsillo. Era una jeringuilla.

Cuando por fin recuperé el conocimiento, me encontraba fatal. Tenía los ojos pegajosos y el cuerpo dolorido. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, ni sabía dónde estaba. No reconocí la habitación. Estaba completamente vacía. Sin muebles, ni alfombra; el suelo y las ventanas sucios de polvo antiguo. No tenía fuerzas para levantarme. Me sentía vacía de energía. Y entonces me di cuenta de que estaba desnuda. No podía entender cómo había llegado allí, y no tenía idea de dónde estaba mi ropa.

De entrada, apenas tenía un vago recuerdo de lo sucedido, pero era suficiente para que me diera cuenta de que había fracasado. Y entonces lloré. Grandes sollozos sacudieron mi cuerpo, porque sabía que a partir de entonces estaría indefensa. Había perdido la fugaz ventaja que había tenido, y de algún modo la había desaprovechado. Me había centrado en el momento presente, cuando debería haber pensado en el futuro. No sé cuánto tiempo estuve llorando aquella primera vez, pero sí sabía que no sería la última.

Había agotado las pocas fuerzas que tenía llorando, de modo que me arrastré a cuatro patas hasta la puerta y la golpeé, pidiendo ayuda. Por supuesto, estaba cerrada. Debía de encontrarme en una de las alas de la casa que no se utilizaban. En una ocasión, cuando Hugo no estaba, había explorado todo Ashbury Park, y todas aquellas habitaciones vacías que ocultaban quién sabía qué historias del pasado me habían puesto los pelos de punta.

En el fondo sabía que nadie me oiría, de manera que volví a mi rincón. Era evidente que Hugo sabía dónde estaba y vendría cuando lo considerara oportuno. Me tumbé en el suelo y me encogí en posición fetal. No podía dejar de temblar, pero no era el frío lo que agitaba todo mi cuerpo, sino el miedo.

No sé cuánto tiempo esperé, pero me parecieron horas. Entonces se abrió la puerta. Sabía que sería Hugo y no me atrevía a mirarlo. Solo quería tapar mi desnudez ante él, salir de allí y de su vida. Pero no antes de asegurarme de que lo que había visto aquella noche no volviera a suceder.

—Hola, Laura.

Oí pasos que caminaban amenazadores hacia mí sobre el suelo de madera, pero no miré.

—Estúpida e inútil Laura. He venido a traerte una bebida. Estoy seguro de que tienes sed. Venga, agarra el vaso.

Aparté la cabeza. No quería nada que me ofreciera él. Me aferró los cabellos y tiró de mi cabeza hacia atrás con rabia. Me gritó en un tono que nunca le había oído.

—¡Bebe! ¡Si quieres salir algún día de esta habitación, bebe! Nadie sabe dónde estás, y nadie tiene por qué saberlo.

Le creí. Qué estúpida. Estaba claro que no podía permitirse dejarme marchar. Tendría que haberlo adivinado. Yo era demasiado peligrosa. Tendría un plan; siempre lo tenía. Debería haber imaginado que no era solo agua lo que me daba, y apenas pasó un momento antes de que me durmiera otra vez. La siguiente ocasión en la que me desperté, volvió y de nuevo me obligó a beber. Mi cuerpo estaba flojo y gradualmente fui perdiendo la conciencia. Una vez, después de tomar la bebida y cuando estaba apenas despierta, me apartó los brazos del pecho y tiró de mis piernas. Me las separó y se me quedó mirando. Yo sabía lo que hacía, pero estaba demasiado débil para moverme. Luego se rio. Después de esto, cada vez que venía colocaba mi cuerpo indefenso en una posición diferente, como si fuera su muñeca. Mis extremidades cubiertas de suciedad se torcieron en toda clase de posiciones degradantes que se le ocurrían, exponiéndome a sus ojos depravados y de vez en cuando a sus dedos. Pero no fue más lejos. Gracias a Dios. Yo no le interesaba. Solo quería presenciar mi humillación, y mi miedo. Miedo a lo que podía hacerme mientras estaba comatosa.

En un momento de rara lucidez, me horroricé al darme cuenta de que tenía la vejiga llena. Probablemente fue lo que me despertó. Me agaché en el rincón más alejado; lo más lejos de la puerta que pude. Me agaché allí con las lágrimas resbalándome por las mejillas. No podía soportar que Hugo se regocijara con mi vergüenza más de lo que ya lo había hecho.

Tras lo que me parecieron semanas, oí un grito. No era la voz de Hugo.

—¡Sir Hugo, la he encontrado!

La puerta se abrió de golpe y entró Hannah corriendo. Por mucho que la despreciara, me alegré de oír su voz. Se paró de golpe, con una expresión de asco, probablemente por el olor que emanaba del rincón húmedo. Hugo estaba detrás de ella en la puerta, con una sonrisa de triunfo en los labios. Sin embargo, en cuanto Hannah se volvió a mirarlo, su cara expresaba preocupación.

—Oh, querida, estábamos tan preocupados. ¿Qué ha pasado? Nadie viene nunca a esta parte de la casa, ya lo sabes. No se nos ocurrió buscarte aquí. ¿Dónde está tu ropa? Debes de haber pasado casi dos días aquí. Te hemos buscado por todas partes. Hannah, llama al médico. Llama al doctor Davidson, encontrarás su número en mi agenda del escritorio. Dile que se dé prisa.

Con una última mirada de horror y asco, Hannah se marchó corriendo. Hugo se volvió hacia mí. Sonreía con crueldad.

—Veamos, un pequeño arreglo de la manilla…

Sonrió desagradablemente y sacó un pequeño destornillador del bolsillo. Lo miré con los ojos nublados, sin saber si realmente lo estaba viendo o si formaba parte de mi sueño inducido por las drogas. Volví a quedarme inconsciente y no me percaté de la llegada del médico.

No tardó nada en diagnosticarme una depresión crónica, me tapó con una bata y llamó a unos camilleros para que me trasladaran a la ambulancia privada que esperaba fuera. Intenté protestar y decir que me habían encerrado, pero vi que Hugo le estaba mostrando con expresión triste al médico que la puerta se abría con facilidad desde ambos lados y que, de hecho, no había cerradura. Hannah lo corroboró, intentando no parecer demasiado satisfecha. Yo sabía que de un modo u otro Hugo había liberado el bloqueo de la manilla desde dentro, pero no podía demostrarlo.

Y ahora estoy aquí. Sé muy bien por qué Hugo ha elegido este lugar. Es evidente que hizo investigaciones mientras estuve «desaparecida» y que encontró una clínica que necesitaba fondos con urgencia para no quebrar. Se puede decir que continuará existiendo gracias a mí.

Por supuesto, Hannah fue de gran ayuda para que me internaran. Sé que describió con todo detalle cómo me encontró, que estaba desnuda y sucia; que podría haber salido de haber querido; que había usado el suelo como excusado a pesar de que había un baño en el pasillo, aunque no se utilizara desde hacía años. Lo sé porque el buen doctor me hizo preguntas que solo podía saber a través de sus explicaciones.

Y lo otro son las drogas. Hugo intentó que me prohibieran todas las visitas, pero impedir que viniera mi madre era demasiado difícil. Ella no se dejaría amedrentar. Así que el médico me droga cada vez que ella viene. Estoy segura de que cree que estoy enferma. Y no puedo decirle lo que sé, porque las drogas me dejan zombi. Solo puedo pensar cuando estoy sola, sin haber ingerido drogas.

No sé cuánto tiempo me mantendrán aquí. Hugo puede sobornarlos todo el tiempo que quiera, supongo. Debo sufrir la indignidad de las sesiones de grupo, la terapia individual y todo lo que te puedas imaginar, pero aquí me siento segura. Más que en casa. De hecho, si no fuera por una cosa, no me importaría quedarme aquí. Pero el reloj avanza. Necesito un plan.

Ahora sé sin ninguna duda que tenías razón con el Rohypnol, Imo. Si te hubiera creído entonces, ¿cómo habrían sido las cosas para nosotras?

Solo puedo decirte que lo siento mucho.

Con afecto, siempre,

Laura

Tom agradeció tener unos minutos para poner orden en sus pensamientos mientras Laura buscaba las pelucas, aunque le pareció que tardaba demasiado en encontrarlas. En cuanto ella salió de la habitación, el inspector jefe recibió una llamada desesperada de Annabel, quien, en vista del duro impacto financiero que tendría para ella que aquello se hiciera público, se arrepentía de lo que le había contado el día anterior. Tom le aseguró que trataría su declaración con la máxima confidencialidad posible, pero que no podía prometerle nada.

Después de colgar, Tom fue a sentarse en la silla de Becky en el extremo de la mesa del comedor. Ella le había dicho que la lista de pasajeros del Eurostar no había proporcionado ninguna información interesante, lo cual era decepcionante pero no sorprendente. Las declaraciones de los testigos que decían haber visto a una mujer pelirroja tampoco habían conducido a ninguna parte, porque se la había visto desde West Ruislip hasta Lewisham. Pero si la teoría de Becky sobre el Eurostar era correcta, lo más probable era que hubiera cambiado de metro en Green Park para ir a St. Pancras, aunque también había otras opciones. Algunos testimonios se ajustaban a esta teoría, pero también había otros que la situaban en un tren de Paddington a Plymouth, y de todos modos Tom sabía que se estaba agarrando a un clavo ardiendo.

Becky había dejado en la casa el portátil, abierto. Tom se quedó mirando el salvapantallas mientras reflexionaba. Tuvo la sensación de estar perdiendo el tiempo en Oxfordshire. Sabía que Becky estaba empeñada en que Imogen Kennedy era una sospechosa factible, pero hasta que no descubrieran qué había sido de Mirela Tinescy —la última chica desaparecida de la organización— no estaría tranquilo. Esperaba que su equipo hubiera hecho progresos respecto a ella, así como respecto a Jessica Armstrong, la candidata más probable a ser la amante de Hugo.

No obstante, necesitaba una imagen completa de la vida de la víctima que solo Laura podía darle, y aún había muchos huecos por llenar. Cuanto más sabía de Hugo, menos le gustaba. ¿Por qué entonces una persona como Laura se había quedado con él? No lograba comprenderlo.

A pesar de que su cabeza no cesaba de dar vueltas a todo tipo de ideas, Tom decidió investigar un poco para ver si encontraba algo más sobre la familia. Con el portátil de Becky se conectó a Internet, y a continuación tecleó el nombre completo de Hugo en Google. Por supuesto, sabía que, dados los sucesos de los dos últimos días, habría muchos resultados. Tom afinó y volvió a afinar las búsquedas, dejando pasar el tiempo mientras reflexionaba sobre hechos e hipótesis, hasta que un titular llamó su atención.

Se inclinó hacia delante, olvidándose de pelucas, chicas de Europa del Este y enfermedades mentales, al encontrar lo que parecía una biografía no autorizada de sir Hugo Fletcher. Le sorprendió comprobar que contenía un relato de la muerte del padre de Hugo. Si bien coincidía más o menos con lo que le había contado Laura, había algunas anomalías. De hecho, el veredicto había quedado abierto porque, aunque se encontrara una nota, algunos aspectos de la muerte eran difíciles de explicar. Con la pericia forense actual, Tom estaba convencido de que se habría llegado a una conclusión más definitiva, pero seguía siendo una lectura interesante.

Tom advirtió que el nombre de lady Daphne Fletcher estaba marcado como enlace e hizo clic sobre él. Recordaba haber oído en alguna parte que la madre de Hugo había sido hija de un conde y ostentado el título de cortesía de «lady», mientras que el padre era un simple «señor», aunque fuera muy rico. Tal vez eso explicara por qué Hugo deseaba tanto obtener un título. Siguió pinchando enlaces hasta que encontró una página de imágenes. Entre ellas había una fotografía formal de Daphne Fletcher vestida con traje de noche.

Tom amplió la imagen y se quedó mirando fijamente la pantalla. Creyendo que la memoria podía estar jugándole una mala pasada, buscó entre las carpetas de Becky. Sacó una fotografía de una de ellas y la sostuvo junto a la pantalla.

—¡Dios santo! —susurró.

No sabía qué pensar pero, mirara como lo mirara, no encontraba ninguna explicación aceptable para su descubrimiento.

Stella estaba en la cocina, ocupada preparando la cena para todos. Cortar verduras era para ella una actividad terapéutica, y estaba ensimismada en sus pensamientos cuando Becky volvió de casa de Annabel.

—Qué bien huele, Stella.

Stella la miró y sonrió. Becky no la engañaba con su aire inocente, pero era una buena chica y tenía un trabajo que hacer.

—¿Te quedas a cenar con nosotras, Becky?

—Eres muy amable, pero no quiero abusar, así que me he traído un bocadillo. Me alojo en la pensión que hay más abajo, de forma que pueda llegar en un momento si ocurre algo, aunque sea de noche.

—No abusas. Eres bien recibida.

—Gracias, pero no creo que sea correcto. Laura os tiene a ti y a Imogen para hacerle compañía. Si no fuera así, no la dejaría sola.

—¿Y Tom? ¿Todavía está aquí?

—No. Ha recibido una llamada y ha tenido que marcharse. He estado con él un par de minutos antes de que se fuera. Ha surgido algo. Estoy esperando a Laura para explicarle por qué se ha ido, y entonces yo también me marcharé. Parece que le estaba respondiendo a algunas preguntas, pero pueden esperar. Menos mal que estás aquí para cuidarla y procurar que coma como es debido.

—Bueno, Laura cocina muy bien, así que no puedo limitarme a servir un huevo con patatas fritas. Eso sí, necesita recuperar energías. Antes no estaba tan delgada; era más bien voluptuosa. Hubo una época en que Laura Kennedy e Imogen Dubois eran las chicas con las que cualquier chico soñaba con salir; ambas podían elegir a su antojo, aunque para Imogen siempre fue Will.

Stella siguió parloteando, pero observando la expresión preocupada de Becky se dio cuenta de que su mente estaba a kilómetros de distancia. En vista de que era imposible que se debiera a algo de lo que había estado diciendo ella, dejó a Becky absorta en sus pensamientos y continuó preparando la cena.