22

Chen recibió un mensaje de texto en su móvil a primera hora de la mañana siguiente.

He hablado con una amiga que trabaja en su residencia. Te concertará una visita para hoy. Se llama Fang, y su número es el 8678866.

El mensaje era inequívoco, pese a que Chen no conocía el número del remitente.

Chen salió apresuradamente del hotel, se metió en un taxi y se dirigió de nuevo a la plaza Tiananmen.

El tráfico no era demasiado denso en la avenida Chang'an aquella mañana. Esta vez, el taxista apenas hablaba y miraba fijamente hacia delante con expresión adusta. Su rostro, en el retrovisor, parecía casi tan gris como el cielo. Chen bajó la ventanilla. El zureo de una paloma en lo alto podía oírse cada vez más débil.

Sólo tardaron quince minutos en llegar a la Puerta de Xinhua, la majestuosa entrada principal del Mar del Sur Central, situada justo al oeste de la Puerta de Tiananmen.

Originalmente, el Mar del Sur Central había sido una especie de ampliación de la Ciudad Prohibida, con jardines, lagos, mansiones, bosques, pabellones y estudios destinados a la familia imperial. Después del derrocamiento de la dinastía Qing, Yuan Shikai, el primer presidente de la República China, ubicó la sede de su Gobierno en el Mar del Sur Central. Para Yuan, quien después no consiguió convertirse también él en emperador, se trataba de una elección con un significado simbólico, porque el Mar del Sur Central se identificaba con la Ciudad Prohibida.

Después de 1949, el Mar del Sur Central fue convertido en complejo residencial para los principales dirigentes del Partido. El complejo, rodeado de altos muros, ofrecía todos los lujos imaginables a quienes residían en él, así como la privacidad y la seguridad necesarias.

Aquella mañana, la fachada del Mar del Sur Central no parecía haber cambiado mucho desde los tiempos de la dinastía Ping. La puerta aún era de color bermellón, las paredes rojas, y los azulejos vidriados, amarillos. Dos soldados armados hacían guardia frente a la entrada principal. A través de la puerta entreabierta se divisaba una gran pantalla, en la que podía leerse el lema de Mao en letras doradas: servir al pueblo.

Chen marcó el número que aparecía en el mensaje de texto.

—Ah, es usted, Chen —respondió Fang—. Por favor, acérquese hasta la entrada lateral.

Chen se dirigió a la bocacalle flanqueada de árboles donde se encontraba la entrada lateral, que también estaba custodiada por un soldado armado. Fang lo esperaba en una cabina exterior. Era una hermosa mujer de poco más de treinta años, con ojos almendrados y nariz recta, vestida con uniforme del ejército. Fang salió de la cabina y le dio la mano de forma enérgica. Llevaba una gorra verde, de la que se había escapado un mechón rebelde.

—Usted debe de ser Chen. La residencia está cerrada al público desde 1989. Hoy será un visitante especial. Ling me ha dicho que es muy nostálgico.

—Muchísimas gracias por tomarse tantas molestias, Fang —respondió Chen, convencido de que Ling no habría revelado la verdadera razón de la visita—. Es uno de los lugares que siempre he querido ver.

—No tiene que agradecerme nada —respondió Fang en un tono algo seco―. Ling nos llamó a mi jefe y a mí. Somos amigas, me ha hablado alguna vez de usted. Me pidió que hiciera todo lo posible por ayudarlo. Para empezar, le haré de guía. Si le parece bien, por supuesto.

—Se lo agradezco, pero primero me gustaría dar una vuelta. Si necesito cualquier cosa se lo haré saber. ¡Ah, sí! ¿Quizás un mapa?

—Algunos dirigentes del Partido aún viven aquí. Se supone que sólo puede recorrer la zona en la que vivió Mao. Aquí tiene un mapa. Ling también me ha dado algo para usted —dijo Fang, entregándole un sobre grande además del mapa.

La forma abultada del sobre delataba que había un libro en su interior. Chen imaginó de qué libro se trataba. Una vez más, Ling le había prestado su ayuda, y no sólo para que tuviera acceso al Mar del Sur Central. El inspector jefe prefirió no abrir el sobre en presencia de Fang.

Chen le echó un vistazo al mapa y se dirigió al Jardín de la Cosecha, antiguo nombre de la residencia de Mao. En la dinastía Qing, el Jardín de la Cosecha había hecho las veces de pintoresco estudio imperial. Se asemejaba en su construcción a una gran casa cuadrangular, con cinco habitaciones en hilera a cada lado y un patio en el centro.

El Jardín de la Cosecha parecía desierto aquella mañana. El inspector jefe entró en el edificio y curioseó por todas partes. Algunas de las estancias estaban cerradas con llave, pero Chen pudo abrir de un empujón la puerta del dormitorio.

Nada más entrar, se extrañó al ver el gigantesco tamaño de la cama. Más grande que una cama doble y, al parecer, hecha a medida. Sin embargo, era muy sencilla. Una cuarta parte de la cama estaba cubierta de libros. Parecía como si Mao hubiera dormido rodeado de libros.

Chen alargó el brazo y cogió uno. Zizhi Tongjian, a veces llamado el «Espejo de la historia». Era un libro de historia escrito por Sima Guang, célebre erudito confuciano de la dinastía Song. El autor analizaba la historia de tal manera que los emperadores pudieran extraer lecciones valiosas al leerlo. Se decía que Mao lo había leído siete u ocho veces. La mayoría de los volúmenes esparcidos sobre la cama eran obras clásicas y libros de historia.

Según Mao, la historia es un proceso continuo en el que una dinastía sucede a la anterior. Los que están abajo se alzan en rebelión para derrocar al que está arriba, el rebelde que ha triunfado inevitablemente se convierte en emperador, y acaba siendo tan corrupto y opresivo como su predecesor. Mao, que formaba parte de la historia china moderna, y, de hecho, había forjado esa parte de la historia, que a su vez lo había forjado a él, afirmó: «Todas las teorías del marxismo pueden resumirse en una frase: la rebelión está justificada». Como rebelde ambicioso y consumado que marchaba bajo las banderas del marxismo y del comunismo, Mao hizo un buen uso de los conocimientos que había adquirido en aquellos libros de historia, algunos de los cuales sostenía ahora Chen en las manos.

Chen no pudo evitar imaginarse a Mao a solas en la habitación, leyendo hasta bien entrada la noche. Según las publicaciones oficiales, la señora Mao no vivía con su marido. En los últimos diez años de su vida, Mao vivió sin otra compañía que la de sus secretarias personales, enfermeras y ordenanzas. Tras la máscara de dios comunista, Mao debió de ser un hombre solitario que veía cómo se iba esfumando su sueño de consolidar un imperio grandioso. No estaba preparado para guiar al país a lo largo del siglo XX, pero parecía ansioso por demostrar que era un emperador más grande que todos los que lo habían precedido. Así, esgrimía términos como «lucha de clases» y «dictadura del proletariado» mientras lanzaba un movimiento político tras otro y ahogaba las voces de la oposición, hasta que la situación alcanzó un punto crítico durante la Revolución Cultural. Por la noche, sin embargo, rodeado de sus libros antiguos, obsesionado con los «compañeros de ruta capitalistas» que pretendían usurpar su poder y «restaurar el capitalismo», Mao sufría de insomnio y apenas si podía moverse debido a sus problemas de salud…

Chen se inclinó hacia delante y tocó la cama. Había una tabla de madera a modo de colchón, como leyera en aquellas biografías donde se afirmaba que Mao, siempre ocupado en mejorar el bienestar del pueblo chino, se preocupaba muy poco de su propia comodidad. Chen se preguntó si Mao habría pensado alguna vez en Shang mientras yacía en esa cama.

A continuación, el inspector jefe examinó el cuarto de baño. Además de un retrete convencional, había otro en el suelo, en forma de palangana de porcelana, sobre el que era preciso acuclillarse. Lo habían diseñado especialmente para Mao, que no perdió en la Ciudad Prohibida el hábito que había adquirido cuando era campesino en un pueblo de Hunan.

Se trataba de otro detalle sorprendente, aunque no relevante para a su investigación. Chen aún no había conseguido ver a Mao como a un sospechoso al que debía investigar. En lugar de eso, se encontró en presencia de otro hombre, un hombre misterioso que llevaba años muerto, pero que no era el dios que Chen recordaba de sus años escolares.

El inspector jefe salió al jardín con el sobre grande en la mano. Le parecía sacrílego leer el libro que Ling le había enviado mientras estaba en la habitación de Mao. No obstante, quería leerlo aquí y no en el hotel, mientras contemplaba los aleros inclinados del palacio refulgir entre el follaje, como si el lugar donde lo leyera fuera muy importante.

Se sentó en una losa de piedra, sobre la que tal vez Mao se habría sentado muchas veces. Un kylin de piedra que en otros tiempos escoltara a los emperadores parecía mirarlo fijamente. Mientras encendía un cigarrillo, Chen recordó que Mao también fumaba, más que él. El inspector no tenía el menor deseo de imitar a Mao.

Efectivamente, como había supuesto, el sobre grande contenía las memorias del médico personal de Mao. Había otro sobre en su interior, cerrado y más pequeño, probablemente los poemas de amor que había escrito a Ling tiempo atrás. Chen no iba a leerlos ahora, y abrió el libro por la introducción. El autor afirmaba haber sido el médico personal de Mao durante más de veinte años, razón por la que conocía los detalles más íntimos de su vida.

En lugar de leer desde el principio, Chen saltó al índice del final. Le decepcionó descubrir que no aparecía el nombre de Shang. A continuación se puso a hojear el volumen, tratando de encontrar algún dato relevante.

El libro no se centraba exclusivamente en la vida personal de Mao. El médico también escribió acerca de su propia vida: de cómo el estudiante universitario idealista que era en su juventud pasó a ser un superviviente sofisticado en aquellos años caracterizados por las luchas de poder. Para la mayoría de los lectores, sin embargo, el atractivo del libro radicaba en la descripción de la vida de Mao, un emperador tanto en la Ciudad Prohibida como fuera de ella. El capítulo que ahora leía Chen trataba sobre los lujosos viajes de Mao en su tren especial, donde el presidente se acostó con una joven asistente llamada Fénix de Jade, de unos dieciséis o diecisiete años. Después, la llevó con él al Mar del Sur Central como secretaria personal. Con el tiempo la muchacha acabaría teniendo más poder que los miembros del politburó, porque sólo ella entendía lo que farfullaba Mao después de su ataque de apoplejía. Fénix de Jade era una de las pocas personas en las que el presidente confiaba. Sin embargo, no era más que una de las muchas mujeres «favorecidas» por Mao, quien escogía a sus amantes por todo el país y en cualquier circunstancia, como en los bailes que le organizaban en Shanghai y en otras ciudades.

Mao parecía tener preferencia por las chicas jóvenes y sin educación, no demasiado inteligentes ni sofisticadas; simplemente, cuerpos tibios y tiernos junto a los que pasar las noches más frías. Shang era distinta al tipo de mujer que solía atraer a Mao. Por otra parte, una actriz célebre tenía también sus atractivos. Nada impedía a un emperador acostarse con decenas de concubinas imperiales.

El libro confirmó lo que Chen ya había leído u oído. Al igual que los emperadores, Mao no valoraba a sus mujeres, a las que consideraba meros objetos con los que satisfacer sus necesidades sexuales «divinas».

Un arrendajo pasó volando. Chen creyó vislumbrar un destello de luz de sol en sus alas.

Dejando a un lado las acciones de Mao como dirigente supremo del Partido, lo que le hizo a Shang era inexcusable y no podía pasarse por alto fácilmente, ni siquiera desde la perspectiva de un policía. El inspector jefe Chen estaba demasiado deprimido para seguir pensando en eso durante más tiempo.

Sacó el sobre pequeño, en el que Ling tal vez le había metido una nota.

Para su sorpresa, en lugar de sus poemas encontró una carpeta de papel Manila con la inscripción «Expedientes de la Escuadra Especial del Grupo para la Revolución Cultural del CCPC: Shang».

¿Cómo había obtenido Ling una información tan importante? Debía de haber corrido un riesgo muy grande, como sucediera en otro caso años atrás.

Aunque nadie podía meterse dos veces en el mismo río.

Chen empezó a leer los papeles que había en la carpeta, toda una serie de informes elaborados por la escuadra especial. La mayoría estaban escritos en el «lenguaje revolucionario» de la época, por lo que Chen tuvo que adivinar lo que se ocultaba tras la jerga y los eslóganes políticos.

Según Sima Yun, jefe de la escuadra, sus miembros cumplían órdenes de un «destacado camarada» de Pekín que colaboraba con el Grupo para la Revolución Cultural del CCPC. No debían vacilar en emplear cualquier método para obligar a Shang a entregar un objeto importante, posiblemente relacionado con Mao. No les explicaron, sin embargo, de qué objeto se trataba. Los miembros de la escuadra recurrieron a las palizas y a la tortura. Shang les dijo que, de haberlo sabido, el presidente Mao no habría permitido que la trataran así. Sima le respondió que la señora Mao estaba enterada de lo sucedido, y que si ella lo sabía también lo sabría el propio Mao. Después de aquello, Shang no volvió a mencionar a Mao hasta su suicidio. La escuadra recibió órdenes de regresar a Pekín y sus miembros llevaron consigo todo lo que encontraron, incluyendo varios álbumes de fotos.

El informe confirmaba un par de puntos sobre el caso, que Chen ya había contemplado.

En primer lugar, la escuadra especial no había sido enviada directamente por la señora Mao, sino por otra persona. No se daba ningún nombre, pero el «destacado camarada» no era ella. La esposa de Mao aparecía citada únicamente como «colaboradora».

En segundo lugar, los propios miembros de la escuadra especial no tenían claro qué debían conseguir de Shang. Sólo sabían que los intereses del Partido estaban en juego, y que se trataba de cierto material relacionado con Mao. Por lo que sometieron a Shang a interrogatorios brutales para obligarla a confesar.

Frotándose el puente de la nariz, Chen examinó un informe escrito en una hoja de menor tamaño, posiblemente por otro miembro de la escuadra. Para su asombro, el informe estaba datado en una fecha muy posterior: a finales de 1974.

Al parecer, el material de Mao continuaba preocupando a los altos cargos de Pekín. En 1974, el año en que Tan y Qian fueron capturados cuando trataban de cruzar la frontera, algunos de los miembros originales de la escuadra especial recibieron de nuevo la orden de obtener información por cualquier medio. Los jóvenes amantes fueron sometidos a un interrogatorio brutal. Se sospechaba que intentaban sacar algo del país clandestinamente, pero tampoco aparecía descrito en el informe qué era.

Según la declaración de Tan, intentaban dirigirse a Hong Kong porque no veían ningún futuro en la China continental. Él asumió toda la responsabilidad. Su muerte provocó la interrupción repentina de la investigación, pese a que el comité local había elaborado una lista de conocidos de Tan y de Qian a los que interrogar.

Cuando Chen estaba a punto de leer la última página del expediente lo sobresaltó la aparición de un hombre entrecano que se acercaba arrastrando los pies desde el otro extremo del jardín, con una bolsa de lona verde colgada al hombro. El hombre miró a su alrededor, cogió una hoja del suelo con la mano que tenía libre y después la metió en la bolsa. No parecía jardinero, ni la bolsa parecía pensada para ese menester. Chen volvió a meter el libro y la carpeta en el sobre grande a toda prisa.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre de cabello gris con aire autoritario—. ¿Cómo ha entrado aquí?

—Me llamo Chen. Siempre he soñado con venir aquí, desde que era un niño —explicó el inspector jefe—. Una amiga trabaja en el complejo, y me ha permitido entrar.

—Entonces, ¿ha venido a rendir homenaje a Mao? ¡Así se hace, joven! Sé que la gente aún lo adora. Por cierto, yo me llamo Bi. Serví como guardaespaldas del presidente Mao durante veinte años.

—¡Caramba! Es un gran honor conocerlo, camarada Bi.

—Estoy jubilado, pero aún vengo por aquí de vez en cuando. ¡Cuántos años inolvidables junto a nuestro gran líder! Convirtió un país pobre y atrasado en una nueva China socialista. Sin el presidente Mao, sin China.

«¿Sin el presidente Mao, sin China?» Chen no preguntó. Le recordaba una frase de una canción popular muy coreada en los años sesenta, salvo que entonces no era una pregunta.

—¡Qué gran hombre! —siguió diciendo Bi con voz emocionada—. Durante tres años de catástrofes naturales, Mao se negó a comer carne.

—Sí, millones de personas murieron de hambre bajo las Tres Banderas Rojas en aquellos años —replicó Chen.

Los supuestos tres años de catástrofes naturales fueron una manera de no admitir la culpa por los desastres que provocaron las decisiones políticas de Mao. Según otra versión de lo sucedido, Mao afirmaba no comer carne, pero comía pescado y piezas de caza, algunas de ellas capturadas vivas en el Mar del Sur Central. A Mao nunca le faltó la comida en la Ciudad Prohibida.

—No puede hablar así de la historia, joven. En aquella época China estaba amenazada por imperialistas y revisionistas que trataban de sabotearla. Fue el presidente Mao quien nos ayudó a salir del túnel.

Ésta era la versión oficial. Chen sabía que no tenía sentido seguir discutiendo con un viejo como Bi, que había pasado tantos años junto a Mao. El inspector jefe decidió cambiar de táctica.

—Tiene razón, camarada Bi. Acabo de visitar el dormitorio de Mao. Es tan sencillo que ni siquiera tiene un colchón en la cama. Responde a la excelente tradición de nuestro Partido de trabajar duro y vivir con sencillez. De hecho, muy pocos tuvieron el privilegio de trabajar con Mao. Usted también ha contribuido a la grandeza de China.

—El privilegio de trabajar a las órdenes de Mao, para ser más exactos —repuso Bi con una sonrisa desdentada.

—Por curiosidad, en el dormitorio de Mao hay una cama enorme, cubierta de libros. Pero poca cosa más. ¿Vivía aquí la señora Mao?

—No.

Chen no quiso presionar al anciano. Sacó un cigarrillo, se lo encendió respetuosamente a Bi, y aguardó.

—La señora Mao fue una maldición —explicó Bi, exhalando ruidosamente.

Otra afirmación que contaba con el beneplácito oficial. En los periódicos del Partido, la Revolución Cultural había sido atribuida a la Banda de los Cuatro, encabezada por la señora Mao.

—Entonces, ¿Mao vivía aquí solo? —sondeó Chen con cautela.

—¿Sabe? Mao llevaba tiempo distanciado de ella. Si ella quería verlo tenía que concertar una cita, y hablar conmigo primero.

—¡Caramba! Mao debía de confiar mucho en usted.

—Sí, le impedimos el paso varias veces. Intentaba entrar sin permiso, pero Mao ordenó que nadie irrumpiera aquí sin informarnos a nosotros primero.

Era un comportamiento poco habitual entre marido y mujer. Bi no explicó a qué se debía, pero aquello coincidía con lo que Chen acababa de leer en las memorias del médico. Ningún guardia habría tenido las agallas de impedirle el paso a la esposa de Mao, a menos que el propio Mao, por alguna razón, hubiera dado órdenes específicas.

En lugar de explicar cuál pudo ser el motivo, Bi se agachó, apagó el cigarrillo aplastándolo contra una losa de piedra y metió la colilla en la bolsa que llevaba al hombro.

—Tengo que hacer mi recorrido habitual. A usted no le ha sido fácil entrar, quédese el tiempo que quiera. Así podrá empaparse de la grandeza del presidente Mao.

Bi se marchó arrastrando los pies y tarareando una canción en voz baja. «Rojo es el este, y por allí sale el sol. China nos ha dado a Mao Zedong, un gran salvador que trabaja en pos de la felicidad del pueblo.»

Era una tonada que los chinos cantaban todos los días durante la Revolución Cultural. Y que el gran reloj situado en lo alto del edificio de la Aduana del parque Bund tocaba cada hora. Mientras veía alejarse a Bi por el jardín desierto, Chen pensó en un poema de la dinastía Tang titulado «El palacio exterior».

En el antiguo palacio exterior, ahora desierto,

florecen las flores

en una explosión escarlata

de esplendor solitario.

Esas damas palaciegas, abandonadas hace ya tanto,

permanecen sentadas allí, con el cabello blanco,

y hablan, ociosas,

sobre el emperador Xuan.

Por un momento, Chen se sintió confundido. No era ningún político ni tampoco un historiador. Y ya no era un poeta, según Ling, sino un poli que ni siquiera sabía qué hacer ahí.

El arrendajo lo sobrevoló de nuevo; aún tenía las alas relucientes, como en un sueño perdido. Su móvil sonó de repente, interrumpiendo aquel momento de confusión. Era el subinspector Yu, desde Shanghai.

—Tenía que llamarlo, jefe. El Viejo Cazador me ha dado este número de móvil, dondequiera que esté. Han matado a Song.

—¿Cómo?

Chen se levantó.

—No sé los detalles de su muerte, sólo que lo atacaron en una bocacalle.

—¿Lo atacaron en una bocacalle? ¿Quién?

—Seguridad Interna no quiere darnos ninguna información. Pero por lo que he oído, es posible que lo atracaran unos gángsteres. Le propinaron un golpe mortal que le partió el cráneo con una barra de hierro o con algún objeto similar.

—Una barra de hierro… —El arma era reveladora para Chen—. ¿Quién está al frente de la investigación?

—Otro agente de Seguridad Interna. Llamaron al Departamento exigiendo saber dónde se encontraba usted. El secretario del Partido Li me lo preguntó a mí, con la cara larga como la de un caballo.

—Volveré hoy, Yu —dijo Chen—. Búsqueme el nombre del agente de Seguridad Interna, y también su teléfono.

—Así lo haré. ¿Algo más, jefe?

—Ha estado preguntando acerca de los amantes de Qian, tanto del primero como del segundo, ¿verdad?

—Sí, el Viejo Cazador le habrá hablado de Peng, el segundo.

—En cuanto al primero, Tan, una escuadra de Pekín lo estuvo investigando antes de su muerte.

—¿Ha averiguado algo sobre esa investigación?

—No. Vuelva a ponerse en contacto con el comité vecinal de Tan. Con el policía del barrio, quiero decir, porque lo conoce bien. En aquella época, el comité vecinal proporcionó a la escuadra de Pekín una lista de personas a las que interrogar. Una lista de personas cercanas a Tan y a Qian.

—Iré hasta allí y conseguiré la lista —aseguró Yu—. ¿Algo más?

—Llámeme inmediatamente si hay alguna novedad.

Mientras cerraba el móvil, Chen decidió que debía salir cuanto antes del Mar del Sur Central.

No tenía ganas de volver a las habitaciones de Mao, pese a haber bautizado el asunto como el «caso Mao», nombre que en su momento le pareció apropiado.