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La librería, de gestión privada, estaba a unos cinco minutos a pie de su casa. Desde el otro lado de la calle, envuelto en la oscuridad, Chen pudo ver que aún tenía las luces encendidas.

El propietario de la librería, Fei el Barbudo, había abierto la tienda con la esperanza de ganar dinero vendiendo libros de calidad mientras escribía una novela posmoderna. Cuando, al cabo del tiempo, sus esperanzas se hicieron pedazos como huevos estrellados contra una pared de cemento, Fei se convirtió en un librero práctico y llenó su tienda de superventas que causaban sensación y de basura poco interesante. Sin embargo, en una minúscula estantería sus clientes aún podían encontrar algunos buenos libros: era su única concesión a la nostalgia. Y abría hasta muy tarde, según afirmaba, por el insomnio que le causaba la novela posmoderna que nunca consiguió acabar.

Para Chen, era una bendición que la librería abriera hasta tan tarde. Además, a la vuelta de la esquina había un agradable restaurante que servía empanadillas. A veces, después de comprar un par de libros, Chen entraba en el restaurante y se ponía a leer mientras comía una ración de empanadillas, al vapor o fritas, y se tomaba una cerveza. La camarera, vestida con un corpiño parecido a un dudou, se movía con brío sobre sus chapines de madera de tacón alto, como si acabara de salir de los versos de Wei Zhang:

Más brillante que la luna,

sirve el vino junto a la tinaja,

con las muñecas de un blanco deslumbrante,

como la escarcha, como la nieve.

La camarera siempre se mostraba amable, tanto con él como con los otros clientes.

—Bienvenido —lo saludó Fei con su habitual sonrisa, mirándolo a través de unas gruesas gafas de culo de botella, mientras se peinaba su cada vez más escaso cabello con un peine de plástico.

Nunca habían mantenido una conversación prolongada, pero quizá fuera mejor así. Fei no habría hablado tan abiertamente de haber sabido que Chen era inspector de policía. A diferencia de quienes habitaban las casas shikumen de los barrios viejos, los inquilinos de los nuevos complejos residenciales de esta zona apenas se conocían.

En lugar de pedirle el libro en cuestión, Chen decidió echar primero un vistazo, como solía hacer cada vez que acudía a la librería. No tenía sentido despertar sospechas innecesarias.

Para su sorpresa, Chen encontró varios libros sobre óperas revolucionarias de Pekín, las únicas óperas que podían representarse durante la Revolución Cultural.

—¿Por qué un interés tan repentino en las óperas? —le preguntó a Fei.

—Bueno, los aficionados a este tipo de ópera pasan ahora de los cuarenta. Sienten nostalgia por el pasado, por su juventud idealista. Fuera como fuese la realidad, no quieren borrar de un plumazo sus años juveniles. Por eso estos «libros rojos de anticuario» se venden muy bien. ¿Adivina cuál es el más popular? —Fei hizo una pausa teatral—. El Libro rojo de Mao.

—¿Qué? —exclamó Chen, sorprendido—. En su día se imprimieron miles de ejemplares. ¿Cómo pueden considerarlo un libro de anticuario difícil de encontrar?

—¿Usted todavía conserva uno en casa?

—No, claro que no.

—Pues ya lo ve. La gente se deshizo de ellos poco después de la Revolución Cultural; en cambio, ahora vuelven a estar de plena actualidad.

—¿Por qué?

—Bueno, para los que no se han visto beneficiados por las reformas materialistas, Mao se está convirtiendo de nuevo en una figura mítica. El periodo de Mao se ve ahora como una especie de época dorada en la que no había brecha alguna entre ricos y pobres, ni corrupción incontrolada en el Partido, ni mafias y prostitución. La gente tenía acceso a servicios sanitarios gratuitos, pensiones estables y viviendas estatales.

—Es cierto. Los precios de la vivienda están por las nubes. Pero ahora hay muchos edificios nuevos en Shanghai.

—¿Usted puede permitirse vivir en ellos? —preguntó Fei con una sonrisa sardónica—. Quizás usted sí, pero yo no. «Mientras el vino y la carne se estropean sin que nadie los consuma en la mansión pintada de rojo, / la gente se muere de frío y de hambre en la calle.» ¿No ha oído el último dicho popular?: «Habéis trabajado a brazo partido por el socialismo y por el comunismo durante décadas, pero, de la noche a la mañana, volvéis al capitalismo».

—Es bastante ingenioso. —Entonces Chen preguntó de pasada—: Por cierto, ¿tiene un libro titulado Nubes y lluvia en Shanghai? Es un libro sobre la época de Mao, según creo.

Fei lo miró de arriba abajo.

—No es el tipo de libro que suele comprar, señor.

—Esta semana estoy de vacaciones. Me lo han recomendado.

—Se agotó hace algún tiempo, pero conservo un ejemplar que me quedé para mí. Si es para un antiguo cliente como usted, se lo puedo vender.

—Muchísimas gracias, señor Fei. ¿Realmente se ha vendido tanto?

—¿Nunca había oído hablar de él?

—No —respondió Chen. El ministro le había hecho la misma pregunta—. ¿No trata sobre el trágico destino de una joven?

—Sí, pero también de otras cuestiones. Tiene que leer entre líneas.

—¿De otras cuestiones? —preguntó Chen, ofreciéndole un cigarrillo a Fei.

—Habrá oído hablar de Shang.

—¿La estrella de cine?

—Sí. Era la madre de Qian, la supuesta heroína del libro. Hay una máxima famosa en el Tao Dejing: «En la desdicha está la fortuna, y en la fortuna la desdicha». Es muy dialéctica. —Fei dio una larga calada a su cigarrillo—. A principios de los cincuenta, la carrera de Shang había empezado a declinar, pero de pronto resurgió. ¿Por qué? Porque bailó con el presidente Mao, susurrándole secretos al oído y apoyándose en su ancho hombro… Sólo Dios sabe cuántas veces viajó Mao a Shanghai para estar con ella, hasta bien entrada la noche, y después hasta la madrugada. Mientras bailaban, el cuerpo de Shang se estrechaba suavemente contra el suyo, como las nubes, como la lluvia…

—¿El libro menciona todo eso?

—No, si lo mencionara no lo habrían publicado. El autor fue con mucho cuidado al escribir el libro. Con todo, la historia de la vida de Shang era más que sugerente. Mao podría haber elegido a cualquier pareja de baile, en cualquier momento, en cualquier lugar, pero Shang contaba con el favor imperial. Todo el mundo la envidiaba. Sin embargo, acabó pagándolo muy caro: a principios de la Revolución Cultural llegó una escuadra especial enviada desde Pekín que la aisló y la sometió a un interrogatorio, eso la llevó al suicidio.

—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué la aislaron y la sometieron a un interrogatorio?

—Según el libro, la escuadra especial intentaba coaccionarla para que confesara «haber conspirado contra nuestro gran líder Mao y haberlo difamado». Sin embargo, en el libro no se menciona ningún comportamiento sospechoso, salvo que, después de su primer baile con Mao, Shang le comentó a una amiga: «El presidente Mao es grande, en todos los sentidos».

—Venga, señor Fei, «grande» puede significar sencillamente «magnífico». La gente siempre decía que Mao era un líder magnífico —afirmó Chen, acariciándose de nuevo la barbilla—. Entonces, ¿por qué la persiguieron?

—¿Todavía no lo entiende? La señora Mao estaba furiosa. Shang era más joven y más guapa que ella, además de ser la favorita de Mao, al menos durante algún tiempo. Cuando se volvió poderosa gracias a la Revolución Cultural, la esposa de Mao envió a aquella escuadra de investigación especial a Shanghai como venganza. Ésta es la auténtica historia detrás de la historia de Qian que relata el libro.

Era una historia que cualquier lector medio podía imaginarse fácilmente, pero no explicaba el repentino interés de las autoridades de Pekín por Jiao. Chen decidió volver a tentar la suerte.

—Hablando de Mao, ¿tiene el libro que escribió su médico particular?

—Si encontraran ese libro aquí, me cerrarían la librería de la noche a la mañana. Usted no será un poli, ¿verdad?

—No, se lo preguntaba por curiosidad, porque estábamos hablando del tema.

—No, no lo vendo y no lo he leído, pero un amigo mío sí. Está lleno de historias sobre la vida privada de Mao, e incluye detalles sórdidos y muy gráficos que nunca aparecerían en ninguna publicación oficial.

—Ya entiendo.

—Deje que le busque Nubes y lluvia en Shanghai —dijo Fei, desapareciendo tras una estantería.

Chen escogió un libro sobre la historia de la industria cinematográfica de Shanghai y otro sobre intelectuales y artistas durante la Revolución Cultural. Puede que estas obras, además de Nubes y lluvia en Shanghai, le permitieran recomponer la historia de Shang. También metió en su cesta un nuevo volumen de poesía de la dinastía Tang. No quería que Fei sospechara que estaba investigando la vida de Shang.

Fei volvió con un libro en la mano. Tenía una fotografía de Qian en la portada, con un recuadro en el que aparecía otra fotografía, la de Shang, descolorida y casi perdida en el fondo.

Mientras Chen sacaba la cartera frente al mostrador, a Fei pareció ocurrírsele algo.

—Mírela —dijo, señalando la imagen de Shang—. ¡Qué tragedia! A veces me pregunto si murió asesinada.

—¡Asesinada!

—Muchas figuras célebres se suicidaron durante aquellos años, pero muchas otras fueron acosadas o golpeadas hasta la muerte. El suicidio, sin embargo, no era culpa de nadie, sólo del muerto, una conclusión más que conveniente para el Gobierno del Partido.

—¡Ah! —exclamó Chen con cierto alivio. El comentario de Fei no hacía sino reflejar lo que todos sabían sobre lo sucedido en aquella época.

—En cuanto a la escuadra especial de Pekín, existe otra posible interpretación —siguió explicando Fei. Chen era el único cliente en la tienda, y Fei no parecía dispuesto a dejarlo marchar—. Puede que Shang conociera algún secreto terrible, por lo que la silenciaron para siempre. ¿Recuerda el juicio a la Banda de los Cuatro? La señora Mao fue acusada de perseguir a las estrellas de cine con las que se relacionó en la década de los treinta.

Aquello era cierto. Las actrices habían sufrido el acoso de los Guardias Rojos porque conocieron a la señora Mao cuando ésta era una actriz de poca monta. Sin embargo, Shang habría sido demasiado joven en aquella época.

Chen dio las gracias a Fei y se fue con sus libros hacia el restaurante que servía empanadillas.

Cuando llegó a la esquina, sufrió una decepción al encontrar una boutique de vestidos mandarines donde antes estaba el restaurante. La tienda parecía cerrada, y en el escaparate sólo había un maniquí en pose coqueta, ataviado con un vestido rojo desabrochado.

Chen sabía de otro restaurante que abría hasta muy tarde y no quedaba demasiado lejos, pero el inspector jefe había perdido las ganas de cenar fuera. Decidió volver a casa andando, cargado con los libros.

De vuelta en su piso, Chen empezó a leer con el estómago vacío. A lo lejos, una sirena perforó el aire nocturno. «Absurdo», pensó, pasando una página. «Es imposible ofrecer un relato racional de la existencia humana.» Chen no tardó en adentrarse en la trama y en la historia que se contaba entre líneas.

Al cabo de unas dos horas, el inspector jefe terminó de leer por encima Nubes y lluvia en Shanghai. Estirando su dolorido cuello, se desplomó en el sofá como hiciera Shang sobre un puesto de pescado en la escena de su muerte que se narraba en el libro.

La historia no era muy distinta de lo que había imaginado. Trataba sobre el sufrimiento de una mujer hermosa, y reproducía un tema arquetípico sobre la «suerte fina como una hoja de papel» que tiene una mujer bella. El escritor era astuto y centraba la narración principalmente en Qian, dejando a Shang en un segundo plano. Como en la pintura de un paisaje chino tradicional, el libro invitaba a los lectores a adivinar lo que ocultaban sus elipsis.

Sin embargo, apenas se hacía mención a Jiao. Cuando Qian murió, Jiao sólo tenía dos años, por lo que esta omisión parecía comprensible dada la estructura del libro.

Chen se levantó y se puso a deambular por la habitación. Tras encender un cigarrillo, creyó tener una idea aproximada sobre la relación de Shang con Mao, aunque no se le ocurrió qué podía haberle entregado Mao a Shang.

No tardó en hacerse otra pregunta: ¿podría Mao haber sabido algo sobre la escuadra especial de Pekín? Después de todo, Shang no era sólo una de las «artistas negras». Tal vez las cosas fueran más complicadas de lo que había afirmado el ministro Huang.

¿Qué podía hacer el inspector jefe Chen?

Le sería imposible negarse a participar en el caso. Aun así, podría intentar llevar a cabo la investigación con cierta rebeldía, de forma que tuviera sentido para él, aunque no lo tuviera para los demás.

Como casi todos los de su generación, Chen no se había tomado demasiado en serio las cuestiones relacionadas con Mao. De niño había idolatrado a Mao, pero la Revolución Cultural le hizo perder la fe en el presidente, particularmente después de la temprana muerte de su padre. A partir de entonces, su vida cambió de forma drástica. Ahora, como miembro de la «élite triunfadora» en la sociedad actual, Chen intentaba convencerse a sí mismo de que su fe en el Partido le proporcionaría seguridad. Por esa razón no estaba en condiciones de pensar demasiado en Mao, y su trabajo como inspector jefe era la excusa para no hacerlo. Mientras los periódicos del Partido seguían ensalzando a Mao, en la práctica muchas cosas estaban cambiando. Así que ¿para qué iba a molestarse?

Chen había oído diversos rumores sobre la vida privada de Mao. Después de la Revolución Cultural, guardaespaldas y enfermeras de Mao habían publicado sus memorias, que, en cierto modo, volvían a resaltar el lado más humano de Mao al referir, por ejemplo, su peculiar pasión por el tocino o su aversión malsana a lavarse los dientes. Estos libros se vendieron bien, debido posiblemente al interés de la gente en lo que se escondía detrás de esas anécdotas. Existían también otras historias que no se publicaron pero que fueron muy comentadas. Dado que el archivo de Mao continuaba cerrado y clasificado como confidencial, Chen ni creía ni dejaba de creer las «otras» historias.

Además, Chen pensaba que Mao era una figura histórica demasiado compleja para juzgarla. Al fin y al cabo, él no era historiador, sólo era un poli que tenía que investigar un caso tras otro. En años recientes, sin embargo, cada vez le parecía más difícil —incluso como policía— evitar la historia de la nación durante el régimen de Mao. En China, numerosos casos y situaciones tenían que verse desde una perspectiva histórica, y la sombra de Mao aún era alargada.

Había llegado el momento de investigar un caso relacionado con Mao: el caso Mao. Al menos tendría una perspectiva histórica más rigurosa gracias a la investigación.

Y el caso también lo mantendría ocupado; esperaba al menos que lo absorbiera lo bastante para no pensar en su crisis personal.

Tras volver a sentarse a la mesa, el inspector jefe cogió un folio en blanco, fue anotando las ideas que le venían a la cabeza y se esforzó en conectarlas de modo que constituyeran un plan viable. Finalmente, vio dos vías de investigación. Por una parte, Chen cooperaría con el Departamento de Seguridad Interna para investigar a Jiao. Por otra, actuaría por cuenta propia para investigar en torno a Mao.

En primer lugar, debía descubrir qué objetos o documentos eran aquéllos, tan comprometedores que podían usarse contra Mao, y lo haría investigando la raíz del asunto: la relación que mantuvieron Mao y Shang. Como la historia detrás de la historia en Nubes y lluvia en Shanghai, la suya sería una investigación detrás de la investigación.

Para empezar, necesitaba conocer a fondo aquel periodo de la historia. Lo más indicado sería contactar con la escuadra especial de Pekín, pero eso era prácticamente imposible: todo había sucedido mucho tiempo atrás, y las personas involucradas se pondrían en guardia cuando él empezara a hacer preguntas.

También tendría que ponerse en contacto con el autor de Nubes y lluvia en Shanghai, quien quizá no hubiera incluido en el libro toda la información de que disponía sobre la muerte de Shang. Entretanto, Chen tendría que hacerse con un ejemplar de las memorias del médico personal de Mao. Además, intentaría interrogar en secreto a quienes hubieran conocido bien a Qian y a Shang.

Pero ¿cómo lo conseguiría sin ayuda? Los minutos seguían pasando, de forma casi imperceptible. El inspector jefe Chen, a diferencia del personaje de un ridículo cuento de hadas que había leído, no tenía tres cabezas y seis brazos.

Tras echar un vistazo al reloj, vio que eran casi las dos de la mañana. Tardaría en dormirse, así que se tomó un par de somníferos con un sorbo de agua fría.

Tendido en la cama, volvió a abrir Nubes y lluvia en Shanghai y buscó el capítulo sobre el primer encuentro entre Mao y Shang en el Pabellón de la Amistad Sino-rusa, donde las melodías inundaban la magnífica sala de baile y los pasos de Shang eran suaves como una nube, ligeros como la lluvia…

Al cabo de unos quince minutos Chen notó que las pastillas empezaban a hacerle efecto. Entre oleadas de somnolencia, le vino a la cabeza un fragmento de un poema de Li Shangyin. Casualmente, Li también era el poeta de la dinastía Tang preferido por Mao.

Oh, la estrella de anoche, el viento de anoche,

al oeste de la cámara pintada, al este del salón de las casias.

Desprovistos de las alas poderosas de un vistoso fénix,

nuestros corazones hablan a través del cuerno del rinoceronte mágico…