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Cuando Chen volvió a su piso ya eran más de las ocho.
La habitación, en clara correspondencia con su estado mental, tenía un aspecto desolador: la cama por hacer, la taza medio vacía sobre la mesilla de noche. En el cenicero vio una pepita de naranja cubierta de moho que parecía un lunar, el lunar que tenía Mao en la barbilla.
Chen presionó a fondo la tapa del termo. No salió ni una gota de agua. Puso la tetera al fuego, con la esperanza de que una taza de buen té lo ayudara a aclararse las ideas.
Pero lo primero que le vino a la cabeza fue, inesperadamente, una imagen fragmentada de Ling sirviendo el té en una casa de Pekín con patio interior. Ling, que llevaba un vestido veraniego blanco, desmenuzaba pétalos con los dedos y los echaba en la taza de Chen, de pie junto a la ventana de papel. Su silueta se recortaba en la oscuridad como un peral en flor…
La noticia de su matrimonio no lo había pillado por sorpresa. Ella no tenía la culpa, se dijo de nuevo; no podía evitar ser hija de un miembro del Politburó.
De hecho, él tampoco podía evitar ser un poli.
Con el puño apretado contra la mejilla izquierda, como si combatiera un dolor de muelas, Chen se esforzó por concentrarse en el nuevo caso. No quería involucrarse en una investigación relacionada con Mao, ni siquiera de forma indirecta. El retrato de Mao aún colgaba en lo alto de la puerta de la plaza Tiananmen, y, para un policía miembro del Partido, podría constituir un suicidio que lo asociaran, aunque sólo fuera tangencialmente, con los secretos vergonzantes de la vida privada de Mao.
Chen sacó un trozo de papel y, cuando intentaba anotar algo que lo ayudara a aclararse las ideas, recibió la llamada del secretario del Partido Li.
—El ministro Huang me ha hablado de su misión especial. No se preocupe por su trabajo en el Departamento —dijo Li—. Y no tiene que contarme nada sobre el caso.
—No sé qué decir, secretario del Partido Li. —El agua empezó a hervir, y la tetera a silbar. Li, que antes fuera mentor de Chen en el Departamento, lo consideraba ahora un rival—. Aún no sé casi nada sobre este caso, pero no puedo rechazarlo.
—El ministro me ha solicitado que se le dé acceso a los recursos de que dispone el Departamento. Así que dígame lo que necesita.
—Bueno, en primer lugar, no hable con nadie acerca de ello. Diga que voy a tomarme unos días de permiso por razones personales. —Luego añadió—: El subinspector Yu debería ponerse al frente de la brigada de casos especiales.
—Anunciaré su nombramiento temporal mañana. Sé que usted confía en él. ¿Va a contarle algo?
—No, no sobre este caso.
—Me encargaré de todo lo que haya que hacer en el Departamento. Llámeme cuando necesite cualquier cosa.
—Lo haré, secretario del Partido Li.
Tras colgar, Chen deambuló por la habitación durante uno o dos minutos antes de dirigirse a la tetera, que ya hervía, pero entonces descubrió que la caja del té estaba vacía. Rebuscó por el cajón, sin resultado. Tampoco tenía café, lo que no importaba demasiado, porque la cafetera llevaba semanas estropeada.
Chen inclinó la cabeza hacia atrás y se acarició la barbilla. Se había cortado al afeitarse por la mañana. El día había sido aciago desde el principio.
De repente llamaron a la puerta. Para su sorpresa, recibió un paquete enviado por correo urgente con el expediente sobre Jiao que había abierto el Departamento de Seguridad Interna. No esperaba recibirlo tan pronto.
Chen se sentó a la mesa con una taza de agua caliente y comenzó a revisar el extenso expediente, repartido en varios sobres de papel manila. En Seguridad Interna habían realizado un trabajo exhaustivo: el expediente no sólo contenía información sobre Jiao, sino también sobre Qian y Shang, de modo que abarcaba las tres generaciones.
El inspector jefe decidió empezar por Shang. Encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de agua. La calidad del agua era pésima, y le supo muy rara sin hojas de té.
Shang había nacido en el seno de una «buena familia». Cuando estudiaba en la universidad, fue nombrada «reina universitaria» y apodada «fénix» antes de que un director cinematográfico la descubriera. No tardó en destacar como actriz joven y elegante. A partir de 1949, debido a sus antecedentes familiares y a los problemas políticos de su marido, la carrera de Shang se resintió. Se dijo que el declive de su carrera también se debió a la imagen que había ofrecido antes de 1949: era conocida principalmente por interpretar a damas de clase alta que habitaban en magníficas mansiones y vestían prendas elegantes; dichos papeles habían desaparecido casi por completo de las pantallas de la China socialista. Mao manifestó que tanto el teatro como el cine debían plasmar las vidas de obreros, agricultores y soldados. De pronto, sin embargo, la fotografía de Shang volvió a aparecer en los periódicos, ilustrando artículos que afirmaban que el presidente Mao había instado a Shang y a sus colegas a filmar películas revolucionarias. Shang protagonizó de nuevo varias películas, en las que interpretaba a obreras o a campesinas, y recibió premios importantes por dichos papeles. El inicio de la Revolución Cultural volvió a truncar su carrera. Al igual que otros artistas de renombre, fue sometida a persecuciones y a la crítica de las masas. El Grupo para la Revolución Cultural del Comité Central del Partido Comunista envió incluso a una escuadra especial para que la interrogara. Poco después, Shang se suicidó, dejando huérfana a su hija Qian.
Una historia triste, pero bastante frecuente en aquella época, pensó Chen mientras se levantaba y volvía a hurgar en el cajón. Esta vez descubrió una minúscula bolsa de té de ginseng. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí escondida. La echó en la taza esperando que, de algún modo, el ginseng le insuflara energía. Se había saltado la cena por culpa de la llamada telefónica de Pekín.
Bebiendo el té de ginseng a sorbos, Chen se sentó de nuevo frente al expediente y empezó a leer lo relativo a la segunda generación, Qian, heroína del superventas Nubes y lluvia en Shanghai.
Huérfana tras la muerte de Shang, a Qian le costó mucho adaptarse al drástico cambio que había sufrido su vida. La difícil vida de Shang la persiguió como si fuera su sombra: Qian fue obligada a conocer con todo detalle lo que el expediente describía como la «vergonzosa historia sexual» de Shang, y, al crecer, la hija se convirtió en una «fulana desvergonzada». En aquellos años, se suponía que una muchacha procedente de una familia «negra» (cuestionable políticamente) debía comportarse con especial cuidado; sin embargo, Qian se dejó llevar por la pasión juvenil y se enamoró de un joven llamado Tan, que también procedía de una familia negra. Enfrentados a un futuro desesperanzador en China, intentaron entrar clandestinamente en Hong Kong; pero fueron capturados y los obligaron a volver a pie a Shanghai, donde Tan se suicidó. Qian sobrevivió porque estaba embarazada. Dio a luz a una hija y al cabo de poco tiempo se enamoró de un muchacho llamado Peng, unos diez años más joven que ella, de quien decían que guardaba cierto parecido con Tan. Peng fue a parar a la cárcel, acusado de perversión sexual. Algún tiempo después, hacia el final de la Revolución Cultural, Qian murió en un accidente.
Chen depositó el expediente sobre la mesa y se acabó el amargo té de ginseng. Era una tragedia propia de la Revolución Cultural, que abarcaba dos generaciones. Cuanto sucedió durante aquellos años parecía ahora absurdo y cruel, y resultaba casi increíble. Era comprensible que el Gobierno de Pekín quisiera que la gente olvidara el pasado y mirara hacia delante.
Finalmente, Chen esparció sobre la mesa las hojas del informe acerca de Jiao, y se centró en los detalles que la hacían sospechosa. Jiao había nacido después de la muerte de Tan. El accidente mortal de Qian tuvo lugar cuando Jiao era aún muy pequeña. La niña creció en un orfanato. Como el «hierbajo pisoteado» de una canción popular muy sensiblera, Jiao no consiguió que la admitieran en la escuela secundaria, y tampoco encontró un trabajo decente. A diferencia de otras chicas de su edad, no tenía amigos ni ocasión de divertirse: vivía prisionera de los trágicos recuerdos de su familia, aunque otros hubieran olvidado casi por completo aquella parte de la historia. Al cabo de dos o tres años de sinsabores, en los que pasó de un trabajo mal pagado a otro, la muchacha empezó a trabajar de recepcionista en una empresa privada. Tras la publicación de Nubes y lluvia en Shanghai, Jiao dejó repentinamente su empleo, se compró un piso lujoso y comenzó a llevar un estilo de vida muy distinto al anterior.
Se sospechaba que Jiao había obtenido mucho dinero por las ventas del libro, pero la editorial negó haberle pagado cantidad alguna. Entonces la gente supuso que habría algún hombre detrás de su metamorfosis. Los «bolsillos llenos» solían exhibir a sus mantenidas como si fueran pertenencias valiosas, y la identidad de dichos «protectores» siempre acababa saliendo a la luz. Sin embargo, los agentes de Seguridad Interna no habían conseguido averiguar nada sobre la vida privada de Jiao. Pese a vigilarla muy de cerca, no vieron a ningún hombre entrar en su piso o pasear en su compañía. También cabía la posibilidad de que hubiera heredado mucho dinero, pero Shang no dejó nada en herencia a su familia: los Guardias Rojos confiscaron sus pertenencias de valor a principios de la Revolución Cultural. El Departamento de Seguridad Interna inspeccionó la cuenta bancaria de Jiao y descubrió que tenía muy poco dinero. Había comprado el piso al contado —«con un maletín lleno de dinero»— sin tener que solicitar una hipoteca.
Su vida, pese a ser tan joven, estaba rodeada de misterio. Con todo, los agentes de Seguridad Interna creían que Jiao no era la única persona sospechosa.
El Departamento también sospechaba de Xie, a cuya mansión solía acudir Jiao con cierta frecuencia en fechas recientes. El abuelo de Xie, propietario de una gran empresa en los años treinta, construyó una casa enorme para su familia, la Mansión Xie, por aquel entonces considerado uno de los edificios más suntuosos de Shanghai. El padre de Xie se hizo cargo del negocio familiar en los años cuarenta, pero fue tachado de «capitalista negro» en los cincuenta. Xie creció escuchando historias sobre glorias pasadas y celebrando fiestas y veladas sociales tras cerrar a cal y canto todas las puertas y ventanas de la casa. Protegido por la magnífica mansión, y por la fortuna de que aún disponía su familia, Xie coqueteó con la pintura en lugar de buscar un empleo corriente. Fue casi un milagro que consiguiera mantener la casa intacta durante la Revolución Cultural. A mediados de los ochenta volvió a dar fiestas en su casa, pero la mayoría de asistentes eran muy parecidos a él: pasaban de la mediana edad y lo habían perdido casi todo, salvo los recuerdos de sus otrora ilustres familias. Las fiestas de Xie les permitían mantener vivos sus sueños, siquiera por una noche. Gracias a la oleada de nostalgia que invadió la ciudad, las fiestas se hicieron muy populares. Algunos invitados se enorgullecían de acudir a la Mansión Xie, como si la casa simbolizara su posición social. Los taiwaneses y los extranjeros también comenzaron a asistir a las fiestas. Un periódico occidental escribió que éstas eran «el último vestigio de la antigua ciudad que estaba a punto de desaparecer».
Fueran o no el último vestigio, la existencia del anfitrión no era precisamente idílica. Al carecer de trabajo fijo, Xie apenas podía mantener la casa y pagar las fiestas. Su esposa se había divorciado de él y había emigrado a Estados Unidos varios años atrás, dejándolo solo en el caserón vacío. Xie se consolaba coleccionando antigüedades de los años treinta: una máquina de escribir Underwood, una vajilla bañada en plata, un par de gramolas con forma de trompeta, varios teléfonos antiguos, un brasero de latón y otras cosas por el estilo. Después de todo, éstos eran los objetos de los que sus abuelos y sus padres tanto le habían hablado, unos objetos que aparecían en álbumes de fotos familiares amarillentos por el paso de los años, y que Xie contemplaba una y otra vez para combatir su soledad. Con el tiempo, su colección contribuyó a alimentar la leyenda de la mansión.
En los últimos años, Xie había empezado a impartir clases de pintura en su casa. Se decía que tenía una norma no escrita a la hora de seleccionar a sus alumnos: sólo admitía a muchachas jóvenes, guapas y con talento. Según los que lo conocían desde hacía tiempo, parecía que Xie, a sus más de sesenta años, estuviera imitando a Jia Baoyu, el protagonista de Sueño en el pabellón rojo.
Jiao asistía a las clases de pintura de Xie pese a que éste apenas había recibido formación académica como pintor; asimismo, la muchacha acudía a las fiestas aunque la mayoría de los invitados eran viejos, o anticuados, o ambas cosas.
Como explicación a todo esto, Seguridad Interna había concebido una hipótesis: Xie habría actuado como intermediario, presentando a Jiao a personas interesadas en el material de Mao que obraba en su poder. Varias editoriales extranjeras estarían dispuestas a pagar un sustancioso anticipo por un libro sobre la vida privada de Mao, como habían hecho con las memorias de su médico personal. Las fiestas habrían facilitado el encuentro entre Jiao y compradores potenciales.
El plan de acción que proponía Seguridad Interna consistía en efectuar una redada en la mansión tras acusar a los invitados de conducta obscena o indecente, o con cualquier otro pretexto que ocasionara problemas a Xie. Según los agentes de Seguridad Interna, no sería demasiado difícil hacerlo hablar. Cuando por fin cantara, podrían encargarse de Jiao.
Sin embargo, a las autoridades de Pekín no les gustaban las «medidas contundentes» propuestas, y tampoco estaban convencidas de que resultaran eficaces. Por eso habían ordenado llamar a Chen.
Junto con el expediente, Seguridad Interna no había incluido ningún ejemplar del libro que había publicado el médico personal de Mao: estaba prohibido en el país. Tampoco había un ejemplar del superventas Nubes y lluvia en Shanghai.
El título del libro lo intrigó. En la literatura china clásica, «nubes y lluvia» era un símil habitual para referirse al amor sexual. Evocaba a los amantes transportados en una esponjosa nube flotante, y la lluvia cálida que se avecinaba. Su origen se remontaba a una oda que describía la cita del rey de los Chu con la diosa de la montaña Wu, la cual afirmó que volvería de nuevo a su lado «con las nubes y con la lluvia». Pero la frase «nubes y lluvia» también formaba parte de un proverbio chino: «Con un giro de la mano, la nube, y con otro giro de la mano, la lluvia», en alusión a los cambios continuos e impredecibles en un contexto político.
¿Podría tener el título un doble significado?
Chen miró el reloj que reposaba sobre la mesilla de noche. Las diez y cuarto. Decidió salir a comprar un ejemplar de Nubes y lluvia en Shanghai en una librería cercana que abría hasta muy tarde, a veces hasta la medianoche.