12
A base de enredar con la pulsera la albina consiguió que se le deslizara de la muñeca, cayendo al suelo. Se agachó a recogerla. Sucedió lo que temía. Con aquella blusa escotadísima, al agacharse, se le salió una teta.
—Sargento… —exclamó Schwimmer, embargado por la emoción.
No se trataba de un accidente. Aquello estaba impregnado de premeditación. Autoritaria, la Mantis se interpuso entre nosotros.
—Teniente: déjese de gilipolleces y entrégueme el arma.
Schwimmer parecía petrificado por la exhibición de aquel globo lechoso con el pezón pintado de purpurina.
—Teniente: está usted detenido.
Schwimmer no se movió. Ni siquiera pestañeaba, como si temiese que un pestañeo fuera suficiente para que le escamotearan el pechazo.
—Teniente: le prevengo de que cuanto diga a partir de ahora podrá ser utilizado en contra suya.
Como Schwimmer seguía paralizado, la albina estiró la mano agarrando la muñeca armada sin conseguir arrebatarle la automática.
—Teniente: a los cargos puedo unir el de resistencia a la autoridad.
Y Schwimmer, hipnotizado por la teta. Betty Jo le dobló la muñeca con las dos manos. Sonó un plop apagado. Schwimmer pegó un salto hacia atrás, rebotó contra la pared y cayó al suelo. Una mancha oscura comenzó a extendérsele por el pecho.
—Lo he hecho para que cumpla conmigo el ritual de la Mantis religiosa, Trevillyan… —dijo, recuperando el habla al fin.
—La confesión, teniente —exclamó, tendiéndole una hoja de papel y la estilográfica.
—Me muero, sargento… —firmó en blanco el herido.
Bajo las inexistentes cejas de la Mantis, los ojos hundidos en sus cuencas le llenaron por completo el rostro.
—La herida es mortal de necesidad… —gimió el asesino.
Las aletas de la nariz de la Mantis se dilataron como si tuviese dificultad para respirar.
—Usted copula con los criminales que captura, cuando van a morir… —recordó el caído.
La piel se había tensado en los pálidos pómulos y en las sienes de la Mantis marcando los contornos de la calavera.
—Tengo mis derechos policiales, criminales y constitucionales… —insistió el moribundo—. Cumpla mi última voluntad.
Con inhumana frialdad la Mantis empezó a desnudarse.
Cogí la bolsa de papel de Schwimmer y salí de puntillas. A mí numeritos macabros, no.
Antes de alejarme por el pasillo, como me sentía en deuda con Betty Jo, colgué del pomo de la puerta el cartelito de «no molestar».
Subí a mi auto.
Acababa de coronar con éxito una brillante misión más. Aunque fuera carambola, los resultados son los que cuentan.
Había trabajado duro, arriesgado la vida, recibido golpes y sufrido ultrajes. Ocurre a menudo. Es el oficio. Quien algo quiere, algo le cuesta.
Me dirigí a Rodeo Drive, esquina con Wilshire Boulevard.
El caso estaba cerrado. Faltaba la guinda. La guinda se llamaba Teo Connally.
Faltaba decirle que había atrapado al asesino como quería, tener una explicación sincera, decir que pelillos a la mar, refugiarme en su amoroso pecho y reanudar una relación que los acontecimientos y las insidias truncaron tiempo atrás. No era demasiado tarde. Nunca lo es cuando se ama de veras y bajo la cota de malla de rudeza que te obliga a llevar la sociedad conservas tierno el corazón. Había vuelto a encontrarlo y no lo perdería. Al final de un arduo camino se tiene derecho a la compensación.
—¿Dónde va, míster Flower? —preguntó el portero.
—Al apartamento de mi secretario, naturalmente.
—Míster O’Malley ya no vive aquí.
—¿Se está quedando conmigo, Potter?
Soltó el mazazo.
—Esta mañana temprano canceló el alquiler. Salió con las maletas en compañía de un amigo. Oí su nombre; algo así como Teo. —Me tendió una carta—. Dejaron esto para usted.
Rasgué el sobre con temblorosos dedos.
Otro mazazo.
Pat abandonaba el empleo para marcharse con su novio.
Y el tercer mazazo.
Su novio se llamaba Teo Connally.
No sé cómo llegué a South Reeves Drive, 275, en Beverly Hills. Sólo recuerdo que crucé la acera haciendo eses, que entré en el portal con pasos inciertos, que subí tres pisos a tropezones y que llamé a la puerta de modo vacilante.
Teo y Pat habían entrado en contacto a través de un club de amigos por correspondencia.
Me abrió Dorothy Malone envuelta en un batín de raso blanco con pieles de armiño en los puños y el cuello. Se quejó de que la hubiese dejado plantada en el party. Dijo que todo el día había estado llamándome a la oficina sin que le cogieran el teléfono. Pero se alegraba de mi presencia. Quiso besarme. No estaba para bromas. La rechacé.
Teo acudió a Los Ángeles para conocer a Pat. En cuanto se vieron, se hicieron novios.
Le entregué la bolsa de Schwimmer a la Malone. Miró dentro encontrando las bragas de Greta Garbo, las ligas de Barbara Stanwick y entre otras varias cosas femeninas, los eslips de Errol Flynn.
Cuando Pat rechazó mis avances en la oficina diciendo que estaba comprometido, era cierto. Su novio era Teo.
Dorothy cotorreaba muy contenta que Flower era el mejor detective de California. Gracias a él Humphrey Bogart olvidaría sus angustias y Lauren Bacall podría continuar su romántico idilio hacia el happy end.
Cuando le dije a Pat que telefonease a la residencia de Cole Porter no me preguntó el número porque lo sabía de memoria, de tanto llamar a Teo cada día.
Dorothy Malone trató de echarme los brazos al cuello. La envié de un empellón contra el diván, donde cayó de mala manera, estupefacta, con las rodillas al aire. Abrí el mueble de las bebidas y cogí una botella de tequila.
Al llevar a Tea al apartamento de Pat para que lo ocultase fingieron no conocerse para que no supiese lo suyo, temiendo represalias.
Bebí el tequila sin respirar, sin importarme el calor que abrasaba la garganta, sin recordar que lo mío es el pipermín, ante la mirada de la Malone, inundada por la sorpresa y el temor. Debía tener un aspecto terrible.
Teo y Pat hablaron durante la noche entera decidiendo que lo mejor era fugarse. En la nota pedían perdón, decían que debía comprender. Escapaban porque se amaban demasiado, que no tratara de seguirles.
Bebí hasta quedar sin aliento. Quería beber más que Errol Flynn, más que Humphrey Bogart y Mayo Methot. Hasta atontarme, embrutecerme y lograr un piadoso olvido.
Los cuernos que me habían puesto.
Medrosa, temiendo mi reacción, Dorothy me apoyó una mano en el hombro con la suavidad de un pájaro.
—Traje lo que deseabas. Me encargaste un trabajo y lo he cumplido. No me molestes, Dorothy. Me estoy emborrachando.
—¿Qué sucede, Flower? —preguntó muy dulcemente—. Deja que te ayude.
—Nadie puede hacerlo, Dottie. Quiero estar a solas con mi sombrero. Ya no me importan las luces de Hollywood, ni los brillantes jardines con el aire embrujado como si pequeños ojos salvajes te estuvieran mirando vigilantes desde detrás de los arbustos, como si el mismo sol de cada mañana tuviese algo misterioso en su luz. Ha sido un sucio caso plagado de muertes estúpidas éste de los calzoncillos de Bogart. He amado y he sido profundamente herido en mis sentimientos. Otros han muerto. Yo no he tenido esa suerte. La herida me producirá un dolor eterno. Quiero mitigarlo con el alcohol.
Separó la mano. Lo que decía escapaba a su comprensión.
Permaneció en pie, erguida, mordiéndose los labios y con ojos inquietos. Por fin dio media vuelta y se dirigió hacia el pasillo con su cimbreo natural; el raso marcando los contornos de su figura, con ese vaivén que sólo consiguen las estrellas de la pantalla.
—De acuerdo, querido. Si me necesitas estaré en el dormitorio.
Quedé solo en el living.
Lou Kid, Reavis, Siddons y Schwimmer estaban muertos. Flower seguía vivo. Pero ¿qué importaba la vida? ¿En un sucio sumidero o en una torre de plata en lo alto de una colina? Ellos dormían para siempre sin importar la suciedad donde se murió o donde se cayó. Flower seguía vivo y era parte de esa suciedad ahora. Yo seguiría viviendo, condenado al dolor eterno. Mis pensamientos eran grises, con sabor a ceniza.
Continué bebiendo hasta acabar la botella.
THE END
Diciembre 1982-febrero 1983.