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La profesión de investigador privado es la más dura que existe. Uno se toma la mayores molestias, se arriesga, corre peligros sin cuento para rematar con éxito su trabajo y cuando cree rozar el triunfo con los dedos comprueba que todo se derrumba a su alrededor como un castillo de naipes.

—Chou Chou… Chou Chou…

En la oscuridad Errol Flynn seguía estrujándome los senos de pacotilla.

Cuando te dedicas a la investigación privada no reparas en esfuerzos y en ocasiones para maldita la cosa que sirven. Había perdido la mitad del día disfrazándome de señora para ver los calzoncillos del dueño del General Custer pensando que llevaría los de Humphrey Bogart y resultaba que tenía puestos los de Tyrone Power.

—Chou Chou… Chou Chou…

En el diván Errol Flynn seguía pegado al caucho.

Si te ocupas en misiones de detección crees que lo mejor es aplicar el pensamiento lógico. Si Lou Kid me entregó los calzoncillos robados a Bogart que eran los de Errol Flynn, lo lógico sería que Flynn hubiese llevado los de Humphrey Bogart.

—Chou Chou… Chou Chou…

En la negrura, mi acompañante no paraba.

La lógica brillaba por su ausencia. Podía investigar qué calzoncillos tenía puestos Tyrone Power. A lo mejor eran los de Bogan o los de Flynn, aunque nada me garantizaba que no le viese los de Ray Milland. Podía investigar qué calzoncillos usaba Ray Milland. A lo mejor eran los de Flynn o Bogart, aunque tampoco contaba garantías de no tropezarme con los de Gary Cooper. Y la pesquisa se prolongaría hasta el día del Juicio Final. De ahí que pensase que el mío es un duro y cochino oficio.

—Chou Chou… Chou Chou… Chou Chou…

En las tinieblas Errol Flynn estaba lanzadísimo.

Cavilé que ya era hora de desembarazarme de él. Alguien intervino entonces dando las luces de la cabina.

—Chou Chou, Chou Chou… —remedó el recién llegado en tono burlón—. ¿Jugando a los trenes, parejita?

Entrecerré los párpados para acostumbrarme a la violenta claridad.

En lo alto de la escalerilla se encontraba el tipo que menos deseaba ver del mundo: el teniente Schwimmer, de la Brigada del Vicio.

Brillantes como bolas de acero, a ambos lados de la saliente y venosa nariz en el rostro caballuno, sus ojos tenían expresión triunfal. Debió andar fisgando por el puerto, que le ofrecía mayores posibilidades que Purissima Canyon, y al reconocer mi automóvil en el muelle subió a bordo a ver qué pasaba. Lo que el muy bastardo no podía imaginar es que la fortuna le sonriese hasta el extremo de pillarme en atuendo femenino, despechugada, tirada en el catre, con un tío encima.

—Así quería agarrarte, hermosura —dijo—. Esta vez no te salva ni el Presidente.

Me cubrí castamente con la blusa mientras reparaba en el vendaje sobre la frente que le asomaba bajo el sombrero. En el cuello tenía verdosos cardenales, recuerdo de mis manos de hierro. Bajó cuidadosamente los escalones, envarado, como si tuviese las costillas dañadas después del repaso que le di en el despacho de O’Mara. Pese a lo comprometido de la situación su aspecto vapuleado me produjo cierta alegría.

—¿Quién es usted? —Flynn le cortó el paso—. ¿Con qué derecho invade una propiedad particular?

Por toda respuesta Schwimmer le plantó la placa delante.

—Me llevo a su amiguita, compañero. Agradezca que no haga lo mismo con usted.

—¡No puede entrar en mi barco sin un mandamiento!

—Ya lo he hecho.

—¡Se la está jugando, polizonte! No está con un don nadie. ¡Soy Errol Flynn!

—Le he reconocido, míster Flynn, que los polis también tenemos nuestra cultura. Usted tampoco habla con un guindilla cualquiera. Soy el teniente Schwimmer, de Costumbres.

Me empujó hacia la salida.

—¡Quite las sucias manos de la señorita o se las verá con mis puños, pies planos!

Admiré su valor. Pesaba sobre él la demanda por doble violación de menores, le sorprendían in fraganti con otra chica aparente y era lo bastante caballero como para defenderla. No puede decirse Io mismo de otros. Que conste.

Schwimmer no se anduvo con rodeos. Con ademán mundano sacó su automática y la abatió fríamente sobre la cabeza de Errol. El pobrecillo cayó fulminado.

—Salvaje…

—Andando, muñeca. Veremos cómo sales de ésta cuando te vean en Jefatura con esos pelos y esos trapos.

—Mi zorro, teniente. Y el sombrerito, coño.

Me hundió el cañón en los riñones. Dejamos el General Custer.

Cuando entré en el barco no me podía figurar que terminaría encontrándome con Schwimmer, de la Brigada del Vicio. Cuando salió del barco el teniente tampoco imaginaba que acabaría tropezándose con Marion Fulwider, de la Brigada de Homicidios.

Había aparcado un sedán negro sin distintivos policiales detrás de mi Chevrolet, fumaba con petulancia un punto largo y delgado como un lápiz y aguardaba plácidamente como si se figurase lo que iba a suceder.

Cuando se la mira por primera vez uno ve simplemente una joven de color alta y esbelta de cortos cabellos ensortijados, pómulos prominentes y la enorme boca propia de las de su raza con los gruesos labios proyectados hacia adelante. Observándola con más atención es cuando se advierte una amplitud de hombros superior a la normal, la anchura de las muñecas reveladora de una fuerza muy poco femenina y la firme solidez de sus miembros que la hacen adoptar una postura erguida como una espada. Fulwider es una fanática del culturismo y la gimnasia, sólo un punto menos fuerte que una apisonadora, mano derecha de la Mantis religiosa. La albina pone la mala leche y la morena la brutalidad. En los casos que hemos coincidido me ha demostrado que pese a estar algo chiflada es eficiencia pura.

Se recostaba contra la carrocería, el humo del cigarro envolviéndola en una nube perezosa. Llevaba una gorra de jockey, finos aros de metal dorado de gran diámetro colgando de las orejas, una gargantilla de oro alemán en torno al cuello, camisa de lino blanco abierta por arriba, chaleco y ajustados pantalones de piel de tiburón color naranja; botitas tejanas con buen tacón y un bolso de larga correa en bandolera remataban el conjunto.

Para ser negra no iba demasiado estridente. Para ser policía no resultaba demasiado hortera. La tela del pantalón dibujaba los músculos abultados de las pantorrillas y los muslos. Irradiaba seguridad en sí misma.

Con el índice y el pulgar catapultó el puro, que tras describir un rojizo arco de chispas fue a caer al agua.

—Gracias, Schwimmer —dijo con sarcasmo—. Me ha ahorrado entrar en la cáscara de nuez para coger a Flower.

—El marica es mío —avisó el teniente—. Lo he atrapado haciendo porquerías con un señor.

—Entréguemelo.

—Nones. Lo llevo detenido bajo acusación de prácticas homosexuales.

—Se ha cometido otro asesinato y es el sospechoso número uno. Cuando hay homicidios tengo prioridad.

—Soy teniente y le digo que el prisionero me pertenece. —Soy agente-detective y le contesto que con un crimen por medio me paso su graduación por donde se figura.

—¡Lárgate, negra! —escupió, amenazador, Schwimmer.

—Los prejuicios raciales no se llevan en California. Tampoco están bien vistos en el Cuerpo, teniente —replicó, sin alterarse.

—La degenerada de tu sargento me quitó a Flower dejándolo suelto. Ahora vuelves con la misma canción… No, prenda. Dile a Trevillyan que me joden las mujeres policía. Entérate de que me jodéis las negras.

Quiso llevarme consigo.

Fulwider estiró el brazo para impedirlo.

Schwimmer sacó la diestra que ocultaba en mi espalda blandiendo el arma empuñada para repetir la hazaña de unos minutos antes.

Me dio lástima.

Marion Fulwider no es Errol Flynn.

Como si lo hubiera estado esperando paró el golpe con el filo de la zurda. Luego proyectó la derecha con los dedos rígidos contra el estómago del tío. No pareció esforzarse, pero el teniente reculó como un proyectil, chocó contra mi automóvil con tanta violencia que seguro que lo oyeron hasta en Detroit, cayó sobre el húmedo suelo y se quedó quieto. Fulwider envió la pistola lejos, de un puntapié.

—Me fastidian los racistas… —comentó con voz de quien acaba de sacudirse un insecto molesto.

—Estoy contigo.

Me examinó de pies a cabeza con ojos chatos y duros. Respiró hondo.

—¿Qué haces con esa pinta?

—Investigo.

—Vaya modo de trabajar…

—No tenía otro camino. Para sacar lo que quería he tenido que hacer el papel de Chou Chou LaVerne.

—Chou Chou LaVerne —repitió suavemente—. Guapa chica…

—Te agradezco que me libraras del pelmazo, cajita de betún. Lo del nuevo asesinato ha sido un invento genial.

—No me lo he inventado —frunció el ceño—. Hay otro crimen. Bill Reavis. —Me cogió por el codo—. Vamos.

—Espera. ¿Quién es ese Reavis?

—No te hagas el tonto, joder. El socio del Kid en sus raterías. Betty Jo está que parte clavos porque el fiscal la responsabiliza por haberte dejado libre como un pájaro. El lío que tenemos por tu culpa.

—Te juro que es mi primera noticia sobre la existencia de alguien llamado Reavis, ni de que el primer fiambre contase con asociados.

Cerró los dedos sobre la carne y los huesos, triturándomelos.

—Sin cachondeos, Flower. Estás trabajando en el caso. Fisgando en torno a Lou Kid es fácil dar con su compañero.

—Sigo otras pistas. —Cuidadosamente liberé el codo. No parecía que tuviera nada roto, pero lo notaba como dormido—. Me asombra que me hayas localizado.

—Llamé a tu oficina. Tu secretario dijo que andarías por aquí.

El muelle estaba desierto. Sólo se escuchaba el suave frotar de unas embarcaciones contra otras empujadas por la leve marea. Recostándose contra el radiador del sedán, la rodilla doblada, un tacón descansando en el parachoques y el pulgar introducido en el cinturón se pasó una lengua color berenjena por los gruesos labios. No parecía tener prisa.

—¿Por qué soy sospechoso?

—Con Reavis se ha seguido el mismo sistema que con el Kid; primero lo destrozan por el culo metiéndole una botella; luego, un balazo. En resumen: Flower, el candidato ideal.

—Valiente estupidez. Un investigador con mi historial, con montones de crímenes brillantemente resueltos, no se ensucia las manos, que eso es recurso de novelas baratas.

—A mí no me enredes. Hay detectives particulares que asesinan, como polis con magnífico expediente que un mal día se pasan al otro lado de la Ley. Lo sabes mejor que yo.

—¿A qué hora se han cargado a Reavis?

—El forense fija la muerte entre el mediodía y las dos p.m. de hoy.

Suspiré con alivio.

—Entonces Betty Jo y tú podéis descansar. Tengo una coartada de hierro desde bastante antes hasta bastante después. Estaba en Rotingham Avenue con Cole Porter. Él y el servicio lo confirmarán… ¡Cuidado, Marion!

El grito de aviso lo di porque Schwimmer se había despertado y lo primero que hacía era cargar contra la agente. Dedos como blancas salchichas se cerraron sobre la muñeca morena para doblarle el brazo hacia atrás. Con el otro brazo le rodeó el cuello con la sana idea de ahogarla.

Fulwider se inclinó hacia adelante sin esfuerzo y Schwimmer voló por los aires para caer sobre un charco sin hacer apenas ruido. Antes de incorporarse metió la mano en el bolsillo para mostrar una siniestra navaja. Sus ojos tenían el brillo del caparazón de los escarabajos.

—¡Vamos, negra! —La cólera saltaba en sus cuerdas vocales haciéndole estridente—. ¡Voy a ver el color de tus tripas!

La Fulwider descolgó el bolso y tomándolo por la correa lo giró sobre la cabeza como una onda. Cuando alargó el brazo para golpear, el teniente lanzó un viaje que seccionó la correa muy cerca de los nudillos de la chica. Completó el movimiento con un tajo de abajo hacia arriba y la punta de acero cortó la manga de la blusa desde la muñeca hasta el hombro. La manga blanca de la negra se puso roja.

Fulwider replicó con una patada centelleante que alcanzó la mano armada. La navaja cayó al suelo. El hombre se agachó sobre ella. Con la misma celeridad la muchacha puso el tacón de su bota sobre la muñeca del teniente.

Vi cómo los músculos se hinchaban bajo la pernera del pantalón mientras reía aplicando una presión salvaje. Schwimmer soltó un aullido. Marion una risotada. Los huesos chascaron al quebrarse. La negra se apartó media yarda y le soltó un rodillazo contra el pecho. Schwimmer chocó contra uno de los coches y quedó sentado, la mirada atormentada y vacía.

Los labios de Marion Fulwider se replegaron mostrando los dientes en una mueca feroz. Agarró al tipo por la corbata, lo alzó como una pluma, lo arrimó contra el maletero y se dedicó a aporrearle la boca, los pómulos y las cejas sin prisas, metódicamente, como si tuviese toda la noche para la faena. Sus carcajadas dementes se sucedían sin orden de continuidad.

Los brazos de Schwimmer pendían a lo largo del cuerpo. Tenía los ojos en blanco. El rostro se le fue convirtiendo bajo los pétreos nudillos en una cosa fea y tumefacta, cubriéndose de cortes, chirlos y machacaduras. La boca era una masa ensangrentada. Las cejas habían perdido cualquier forma que recordara lo que fueron una vez. Bajo la carne cortada de un pómulo se veía el hueso.

La negra lo pasaba fenómeno desquitándose de siglos de opresión autoritaria y machista de la raza blanca. Como la he visto en trances parecidos, que es capaz de matar al que tiene delante porque no raciocina, y si liquidaba a un poli la crucificarían, intervine:

—Jolín, Marion, que te pierdes.

Detuvo la masacre. Me miró con ojos flotantes, como si acabase de aterrizar de un planeta remoto y fuese la primera vez que me veía. Examinó mi melena, mis ropas elegantes, las medias de seda, los zapatos puntiagudos. Inclinó la cabeza aprobadoramente.

—¡Jesús! —gruñó—. ¡Qué nena!

Soltó su presa que se derrumbó como un saco de ropa sucia. Como en un relámpago comprendí lo que pasaba por su mente y eché a correr hacia el almacén más próximo.

Aunque es la única tía del mundo que cuando ve a Flower no se pone lujuriosa, resulta una negra de lo más masculino, y si voy vestida de señora, con faldas, y ella de hombre, con pantalones, pierde los estribos. Y si previamente se ha desatado su violencia, si ando en plan travesti, me juego la virtud.

Una lámpara polvorienta iluminaba pobremente el desierto local ocupado por balas de lana y cajas de cartón. Por el suelo, desperdigadas, había botellas viejas y latas de cerveza vacías. No me dio tiempo a interponer entre nosotros la puerta salvadora. Me atrapó por el pescuezo obligándome a girar y enfrentarme a su mirada alucinada. El sudor le caía desde las cejas como una cortina de agua. De sus fosas nasales escapaba un calor de horno.

—¡Maciza! —graznó; y me besó a lo bestia.

Creí que me había saltado la dentadura.

Noté su acre olor africano mezclado con el del tabaco.

Me sentí desfallecer entre los atléticos brazos que me oprimían el talle, pero recordé a mi dulce Teo y eso me dio fuerzas para golpearle el pecho con los puños cerrados como una damisela pudibunda, aunque sin demasiada energía, ésa es la verdad.

Puso cara de loca y me soltó una castaña con la palma de la mano abierta que me arrojó sobre una de las balas. Vino en mi busca, tragando con dificultad. Bajo la gargantilla algo se agitó como un pollo decapitado.

—No, Marion —dije, débilmente—. Deja que te explique…

No me hizo caso. Se me tiró encima moliéndome a bofetones y porrazos.

Qué hombre. Qué negro.

Después del espectáculo de la violencia contra Schwimmer su brutalidad desatada hizo que me olvidara de Teo y de todo. La masculinidad exigente me puede. Perdí la noción de las cosas y perdí el decoro. Mientras me desgarraba la blusa y me arrancaba la falda gruñendo como una fiera, me abracé a aquella masa de músculos de acero pidiendo entrecortadamente que me hiciera suya.

Dijo que dolería.

Contesté que no era la primera vez y que no importaba.

Me volvió sobre la bala como un filete en la parrilla. Algo cilíndrico y enorme me forzó por detrás. Con la gorra de jockey en la cabeza, con una botella entre nuestros cuerpos, me cabalgaba como un jinete.

Me aplastó contra la bala.

El cilindro me atravesó.

Si no ululé fue porque tenía la boca llena de lana.

Después de un tiempo indeterminado giré sobre un costado. El menor gesto me producía dolores y quebrantos. Había sido una experiencia atroz, pero inolvidable.

Marion Fulwider se había arremangado el brazo herido, lamiendo el corte de la navaja como un perro vagabundo que no da más importancia a los rasguños de una pelea callejera. Encendió otro purito, inhaló el humo profundamente y se ajustó los pantalones.

Sin dirigirme una mirada, sin interesarse por mí ni hablar de llevarme a la comisaría estiró la visera de la gorra sobre sus cejas, giró sobre los tacones y abandonó el almacén.

Me dije que aquello era un violador como debe ser y no el presuntuoso de Errol Flynn.