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El cuarto estaba constituido por una simple y angosta pieza rectangular, en la que la cama apenas si dejaba espacio pare moverse. El lado izquierdo lo ocupaba un armario empotrado. En una esquina, unas cortinas de hule acotaban un aseo minúsculo. Junto a la cabecera de la cama, en una mesilla de noche de madera de pino, una pequeña lámpara dejaba escapar una escasa y tamizada luz.

La cama tenía huellas demostrativas de que Siddons había estado sentado en ella. Sobre la colcha aparecían unas vaporosas braguitas negras, una caja plana de cartón y una estilográfica. Tuve la impresión de que el chófer se disponía a guardar las bragas y a rotular la caja cuando le sorprendí.

Abrí el armario, curioso. En las perchas colgaba un segundo uniforme y tres trajes de lo más cursi. También había unas botas lustradas y cuatro pares de zapatos. En los cajones, camisas y ropa blanca. No era aquello exactamente lo que andaba buscando.

Golpeé con los nudillos la pared del fondo y luego las laterales. Nada. Me arrodillé, repitiendo la operación. Tuve más suerte. Sonó a hueco.

La larga tabla de madera sobre la que reposaba el calzado ocultaba un departamento secreto. Utilizando un calzador como palanca conseguí levantarla. En el compartimiento había una colección de cajas iguales a la de la cama con los nombres de Lana Turner, Greta Garbo, Claudette Colbert, Kay Francis y Barbara Stanwick escritos en la tapa. Cuando se tiene olfato siempre se realizan descubrimientos sensacionales.

Aunque sabía lo que iba a encontrar, las abrí. En efecto: bragas, sostenes, ligas, ligueros y combinaciones. Pero ni el menor rastro de calzoncillos.

Encendí un cigarrillo, meditabundo.

En la entrada Siddons había dicho que no le hacían ilusión las tías ni los tíos. Lógico. Debía ser un fetichista completo, de esos que sólo consigue despertar el instinto sexual con prendas muy sugerentes para su pobre mente desviada. Los desviados me dan pena. Aquella misma noche se emboscó en el invernadero y mientras la sádica azotaba a Bogart, Flynn y Tyrone Power, se apoderó de sus bragas.

Lo malo es que nada de esto encajaba en mi caso. Siddons era fetichista de la cosa femenina exclusivamente. Una verdadera lástima porque me dejaba como al principio.

Llamaron a la puerta.

Imaginé que sería Teo que venía a hablar con el chófer. Me iba a oír.

Abrí y me cayó encima una montaña.

Del estómago me vino a la boca un sabor amargo mientras me desvanecía.

La sangre latía en mis sienes como el café en la cafetera a punto de hervir. Yacía de costado sobre algo que era más blando que duro. Levanté la cabeza y la luz hirió mis ojos como el dardo lanzado por una cerbatana. Mis dedos estaban en contacto con algo húmedo y viscoso. Permanecí quieto un momento mirando la lámpara sobre la mesilla de noche de Richard Siddons, notando la aspereza de la piel entumecida en mi frente. Un sudor frío me cosquilleaba el rostro y las sienes.

Me las compuse para incorporarme y dar un vistazo general a la situación. Si no grité fue porque soy de lo más entero, que hasta el más duro de los detectives habría soltado el alarido.

La mano me reposaba en el charco de sangre que todavía manaba del abierto gaznate del chófer de Cole Porter. Le habían rajado la garganta como a una oca. Además, estuve caído sobre su espalda. Tenía los pantalones abajo, con el estrecho cuello de la botella del agua en el ano. La escabechina era atroz. La sangre le empapaba las nalgas y el pantalón. La misma operación que la llevada a cabo con Lou Kid y Bill Reavis.

Me puse en pie de modo dificultoso. Las cajas de la colección de fetiches habían desaparecido, así como las bragas recién capturadas. Con la fría serenidad que sólo es capaz de exhibir Flower en estos trances, comprobé que no había permanecido privado de conocimiento más de siete minutos. Al menos eso indicaba mi reloj de pulsera. No mucho, pero el tiempo suficiente para que el asesino llevase a cabo su siniestra misión y dejase una vez más una serie de pruebas en mi contra. Me dije que podía haberme liquidado igualmente. Si no lo hizo sería porque deseaba que me atrapase la Policía. Debía tenerme un rato de rabia.

Me figuré que ya habría telefoneado a la comisaría más próxima para que vinieran los polizontes y me atrapasen en una trampa de la que me sería imposible escapar. Lo malo es que no contó con mi capacidad de recuperación. Ni con mi helada serenidad.

Pasé un pañuelo por la botella violadora y por todos aquellos lugares en los que podían aparecer mis huellas. Cogí el bastón y salí dejando entornada la puerta.

Cuando separaba el Chevrolet de la acera aparecieron los coches policiales por el otro extremo de Rockingham Avenue, en plena exhibición de luces destellantes y sirenas enloquecidas.

No repararon en mí. No les hice caso.

Me fui a mi apartamento.

Tenía dos tareas por delante: reflexionar y ducharme. Reflexionar sobre el tercer asesinato y sus implicaciones, y ducharme para alejar miasmas de muerto, que tocar cadáveres me da asco.

Mientras duró la ducha no reflexioné, que cada cosa a su tiempo y la limpieza corporal ha de ser a conciencia. Hasta que no me enjaboné tres veces no quedé tranquilo. Arrollándome una toalla a la cintura salí del baño. Ya podía cavilar sobre la relación entre la muerte violenta de Siddons y el resto del caso.

No me dejaron.

No, porque sonó el timbre de la puerta.

Rechiné los dientes, como al despertar en el dormitorio de la Malone, pero con más fuerza. En el cuarto de Siddons abrí confiando en que sería Teo y me pusieron fuera de combate. Ahora no me sorprenderían. Flower no tropieza dos veces en la misma piedra.

Empuñé la 38, agarré el pomo y abrí de un tirón. Ahora sí era Teo. No siempre se acierta.

El muchacho pegó un bote hasta el techo, no sé si al verse encañonado o al encontrarme sólo cubierto por la toalla.

—¿Qué puñeta haces aquí?

—Busco ayuda. Estoy en dificultades, Gay…

Me hice a un lado para que pasase. Llevaba su pequeño maletín de cuero.

—Han asesinado a Richard…

—Ya lo sé.

—Tengo problemas —siguió como si no me hubiera oído—. Si la policía me interroga descubrirá mi verdadera identidad. En cuanto se entere mi ex esposa me echará sus abogados encima. Perderé el dinero a que tengo derecho. Será mi ruina, oye.

—Pues la acabas de hacer buena, corazón. Al huir te has incriminado. La bofia ya debe estar tras de ti. Anda, dime cómo te ayudo.

—Muy sencillo: descubriendo al asesino, oye.

Era tan hermoso como ingenuo. Con su huida se convertía en sospechoso y acudía a mi apartamento sin sospechar que después de él, para sospechoso servidor. No había tenido tiempo de pensarlo, pero la Trevillyan y sus huestes podían presentarse en cualquier momento.

Tenía ganas de estrecharlo entre mis brazos después del baile, sobre todo ahora que estaba con la toalla en torno a la cintura.

Tenía que preguntarle sobre su vuelta a Los Ángeles y nosotros. Las dos cosas habrían de esperar.

No había un minuto que perder.

Le di el número de Pat O’Malley para que llamase mientras me vestía a toda velocidad. Se equivocó dos veces porque el verme desnudo le turbaba, lo comprendo, mas al fin consiguió la comunicación.

—Pat —dije a mi soñoliento secretario—; esto es una emergencia. Salgo para tu casa con un amigo al que darás cobijo para que esté fuera de la circulación durante veinticuatro horas. ¿Comprendido? —Y colgué.

Salimos tarifando por la escalera de incendios, que era lo más indicado. Nos alejamos a pie, sin utilizar el Chevy, porque habría sido una pista tan clara como una luz en un túnel, y tomamos un taxi. Cambiamos tres veces de vehículo para embrollar el rastro. El último nos dejó en la esquina de Rodeo Drive y Wilshire Boulevard, en el edificio de apartamentos donde vive Pat. La poli buscándonos por toda la ciudad, sin saber lo cerca que estábamos de Jefatura. Irónico, ¿no es cierto? A eso le llamo el estilo Flower.

Pat nos aguardaba en la puerta, con una redecilla en los pelos y un batín sobre el pijama. Se enfrentó a Teo con cara de piedra. Teo puso cara de póquer. Los presenté.

Tomé el teléfono, en plan trepidante, y llamé a Ulabenzi, del ghetto de Watts. Es un negrazo macarra que controla un amplio equipo de fulanas en Sunset. Le había sacado buenas castañas del fuego no hacía mucho y dijo que contase con él siempre que fuera preciso. Ahora era preciso. Milagrosamente estaba en casa.

—Necesito un par de favores —dije, tras identificarme.

—Cuente con ellos, Flower.

—Favor número uno: un lugar donde esconderme hasta mañana a las veinte horas.

—Venga aquí. Mi casa es suya.

—Favor número dos: que sus chicas hagan correr ahora mismo la voz de que mañana, a partir de las veintiuna, estará en la habitación 217 del Mansion House un tal Pete Blaney, de Detroit, conocido traficante de fetiches, dispuesto a comprar prendas íntimas de figuras célebres, para las viciosas y viciosos de allá. Deben decir que Blaney puede llegar a pagar precios de hasta cinco cifras.

—Entendido, sabueso. Lorena Rose Lee está conmigo. Le manda cariños. Le pongo un cohete en el culo y sale a pasar el mensaje a las mozas. —Rió de modo cavernoso—. La noticia se extenderá como reguero de pólvora y usted conseguirá sus propósitos, cualesquiera que sean. Le espero, Flower. Estaré encantado de que sea mi huésped.

Mi plan era una copia de las maniobras de Perry Mason, el abogado, que lo he leído en las relaciones de sus casos que escribe Erle Stanley Gardner. Mason utiliza la triquiñuela de ocultar los tipos de los que sospecha la poli, llevándolos con Della Street, su secretaria, para que los despiste. En realidad no los esconde; finge que se trata de una invitación amistosa para que si los pillan, no puedan acusarle de ocultación. Y en ese tiempo resuelve el misterio. Yo iba a hacer lo mismo, pero utilizando a Pat O’Malley, mi secretario. Y con la ayuda de las chicas de Ulabenzi también aclararía el enigma en las horas siguientes.

Pat nos sirvió pipermín. Le gusta a él. Me gusta a mí. No sabía que también le encanta a Teo. Su intuición le hacía comportarse como si lo conociera de tiempo atrás.

Di un trago a mi copa, lo enfrenté y dije:

—Desembucha, que acabó tu tiempo y mi paciencia.

Soltó la historia. No hay nada como el que la gente esté con el agua al cuello para que cante.

Había venido a Los Ángeles con el propósito de ver la manera de recuperar su fortuna y hacerse de nuevo con el control de la Connally Oil Company, con tan mala suerte que la primera persona con la que se tropezó en la estación de autobuses al echar pie a tierra fue Richard Siddons, antiguo chófer de su empresa. Siddons conocía los pormenores de su divorcio y las condiciones económicas impuestas por la zorra de Tatiana Proskouriakoff, su esposa. Inmediatamente amenazó con denunciarle su presencia si no obedecía sus órdenes.

Como la Proskouriakoff es de armas tomar, no sólo le habría cerrado vitaliciamente los cordones de la bolsa, sino hasta es posible que se arreglara para meterlo en chirona bajo la acusación de homosexualismo. Teo no tuvo más salida que tragar.

—Siddons era un tarado, oye. Lo único que deseaba era apoderarse de ligueros, sujetadores y cosas por el estilo, de las estrellas famosas. Me obligó a’ trabajar en sus residencias con diversos nombres y disfraces y a robar para él.

Pat, sentado frente a nosotros, me dedicó un gesto por si necesitaba que tomase la declaración en taquigrafía. Sacudí la cabeza, negando.

—Después hizo que entrase al servicio de Cole Porter, oye, a su lado. El viejo monta cada jueves un party como el que has visto, que termina como ya sabes. En los parties me aprovechaba del follón y robaba otras porquerías para sus vicios, oye. El domingo tuviste que aparecer, corcho. Te puedes figurar la impresión que me llevé. Pensé que me habías olvidado, que sufriría por tu culpa tanto como sufrí cuando Tatiana me alejó al destierro, así que quise marcharme de la casa. Richard me interceptó. Le dije que te temía porque eres listísimo. Contestó que lo único que había de hacer era mantener la boca cerrada y quedarme, porque convenía a sus intereses. Y las amenazas de siempre, oye.

Eso explicaba lo que había presenciado desde el salón de Porter y su actitud en el supermercado. Decía la verdad.

—Una cosa más, Teo: ¿qué tienen que ver en todo esto Humphrey Bogart, Errol Flynn y Tyrone Power?

—Con nosotros, nada, oye. Lo que hacen es darse en cada party sesiones secretas en el invernadero con esa nueva estrella tan puta que se llama Beryl Barnes.

Por algo la voz femenina del invernadero me había resultado familiar.

Dijo Beryl Barnes[42] y todas las piezas encajaron de golpe, como en un rompecabezas magnético.

De Beryl Barnes lo conocía todo.

De Beryl Barnes sabía que bajo la apariencia de recato se escondía una viciosa monumental, cuya vocación consistía en azotar y atormentar a los hombres después de ponerlos a cien.

Si Humphrey Bogart era una de sus víctimas se explicaba su temor a ser descubierto, porque entonces Lauren Bacall le daría el cese en su noviazgo. Como los calzoncillos perdidos constituían la prueba fatal, Bogart andaba con la depre. La noche que le recogí en la zona del puerto debía volver borracho del party. Lou Kid le robó. Ahí empezó el calvario.

La sustracción dé los calzoncillos y el fetichismo de Siddons eran asuntos diferentes.

El robo de la colección Siddons y su asesinato por el mismo sistema que el seguido con el Kid y su socio, sin embargo, conectaba los dos asuntos.

Y yo iba a aclarar quién conectaba los dos asuntos porque tenía, al fin, una sospecha muy clara, algo que había estado pugnando por aflorar a mi mente sin conseguirlo.

El lazo que en ese mismo instante estarían tendiendo las furcias de Ulabenzi se cerraría en torno al cuello de la persona que cometió los tres crímenes con la pretensión de cargarlos a mis espaldas.

El lazo iba a agarrar a la presa.

Teo no me había puesto los cuernos.

Era feliz.

Miré a Teo con ternura. Me habría gustado pasar la noche con él, pero en el apartamento de mi secretario y con él en casa era pasarse.

Le dije a Pat que me lo cuidara mucho y salí hacia Watts.