11
Una buena parte del plató estaba ocupada por un decorad que representaba el interior de una librería brillantemente iluminado por los focos. Lo rodeaba el heterogéneo personal del estudio con las cámaras y los micrófonos dispuestos entre la maraña de cables extendida por el suelo. Distinguí a Marlowe y en una silla de lona, de las de tijera, a un hombre muy alto, de cabello gris muy corto y anchos hombros. Adiviné que se trataba del genial Howard Hawks porque resultaba muy interesante con sus ropas informales y elegantes, emanando inteligencia y una autoridad indiscutible.
Míster Hawks se llevó una bocina de cine a la boca, ordenando:
—¡Silencio! ¡Motor! ¡Acción!
Humphrey Bogart entró en la falsa tienda por la puerta que daba a la calle imaginaria, con gafas oscuras y el sombrero con el ala levantada sobre la frente. Dejó que la puerta se cerrase suavemente detrás suyo y marchó sobre una mullida alfombra azul que cubría el suelo de pared a pared. Había butacones de cuero azul con mesitas para fumador a su lado. Algunos grupos de libros de encuadernaciones fileteadas, sujetas entre soportes, estaban expuestas en estrechas mesitas pulidas. Había más encuadernaciones de lujo en pequeñas vitrinas adosadas a las paredes. Mercancía de hermoso aspecto que los ricos comprarían por metros para mandar poner en ella sus ex libris. Al fondo se veía un tabique de separación con otra puerta cerrada. En el ángulo del tabique con una de las paredes, una mujer se hallaba sentada tras un escritorio. Reconocí en ella a la joven Dorothy Malone.
La chavala se levantó lentamente y fue hacia el recién llegado cimbreándose. Sus muslos eran largos y andaba con un vaivén que no se ve en las librerías. Sus ojos estaban orlados por largas pestañas. Llevaba un atuendo severo y uñas plateadas. Pese a su traje tenía un aspecto equívoco y no propio ni frecuente en el personal de una librería.
Las manecillas de mi reloj de pulsera marcaban las once en punto de la mañana. Era el momento justo de mi prueba. La oportunidad para obtener el pasaporte a la gloria y la inmortalidad.
Desde que la industria del cine se implantó en Estados Unidos cada norteamericano ha soñado con alcanzar el estrellato. Quien diga lo contrario, miente. Fábrica de mitos, máquina de hipnosis del público y también vehículo de información, el cine es el mayor protagonista de esta primera mitad del siglo. Por Hollywood pululan millares de aspirantes que se sacrifican en escuelas de arte dramático, que patean hasta quedarse sin suelas en los zapatos los despachos de los agentes artísticos y viven en pensiones infectas estirando hasta el último centavo en espera de su oportunidad. La mayoría no llega ni a un mal papel de extra. Sólo unos pocos alcanzan la meta. Pero sus nombres jamás se olvidarán: Gary Cooper, Jimmy Stewart, Leslie Howard, Clark Gable. Forman las luminarias más rutilantes del star system, y cada vez que asisten a una premiére la policía es incapaz de contener el entusiasmo de los admiradores.
Yo iba a realizar mi prueba. Tenía ante mí un porvenir sensacional. Los demás actores interpretan lo que les escriben los guionistas. Flower es cinematográfico por su propia profesión. Simplemente debía ser yo mismo.
A otros aspirantes les dan la escena para que se la estudien con tiempo. A mí, ni una indicación. No me arredré. No me importó. Lo que se estaba rodando correspondía al momento en que Marlowe-Bogart entra en el negocio de A. G. Geiger y pide un libro a la empleada. Lo había leído en la novela que inspiraba la película que estaban rodando y poseo una excelente memoria[25].
Abandoné a Lauren Bacall, corrí de puntillas para no hacer ruido mientras rodeaba el decorado y me colé por la puerta de la calle falsa.
La empleada de la librería se había acercado al Marlowe-Bogart con amabilidad seductora suficiente para levantar los cascos a los más sesudos hombres de negocios, e inclinado la cabeza para arreglarse un mechón rebelde de pelo sedoso y suave. Su sonrisa era estereotipada, de circunstancias; y podía mejorarse bastante. Estaba preguntando:
—¿En qué puedo servirle?
Di un paso adelante, tapé el plano a Bogart y dije:
—A él en nada. A mí mucho, muñeca. ¿Tendría por casualidad un Ben Hur mil ochocientos sesenta?
Aunque las luces me deslumbraban percibí que mi entrada había sido gloriosa. El religioso silencio del plató se hizo tan sólido que podía cortarse.
La Malone dilató las pupilas, más deslumbrada por mi presencia que yo por los focos, pero disciplinada como todas las actrices se ciñó a la historia. No preguntó: «¿Qué?», si bien se quedó con las ganas de hacerlo. Inclinó la cabeza a un lado, con coquetería.
—¿Una primera edición?
—Tercera —dije—; la que tiene una errata en la página dieciséis.
Bogart trató de interponerse entre nosotros.
—¿Qué pretende, Flower? ¡Ese libro me interesa a mí!
—No le haga caso —hablé a la dependienta—. Es un don nadie.
—No le hago caso, buen mozo. Usted es muchísimo más guapo. Pero lo siento. En este momento no tenemos lo que desea.
—¿Y un Caballero Audubon, mil ochocientos cuarenta?
Bogart quiso desplazarme. Lo alejé sin esfuerzo, porque mi corpulencia es notable.
—Pues tampoco —contestó la empleada.
—¿Venden ustedes libros? —dije con, mi tono más cortés.
La sonrisa de Dorothy Malone colgándole de los párpados y los dientes amenazaba con llenar todo el semblante. Bogart realizaba desesperados gestos para atraer su atención, pero ella ni enterarse. Sólo tenía ojos para mí. Señaló con un ademán las encuadernaciones de las vitrinas.
—Entonces, ¿qué es eso? ¿Naranjas? —inquirió, mordaz.
—¡Oh! Ese tipo de libros apenas me interesa, ¿sabe usted? Seguramente tienen grabados en acero baratos y vulgares. Cosa corriente. No, gracias[26].
El director gritó por la bocina:
—¡Corten! ¡Corten! ¿Quién es ese loco? ¿Quién lo dejó entrar? ¡Ha arruinado la escena! ¡Qué lo detengan!
Bogart cayó sobre mí tratando de atizarme. Lo hice caer con una zancadilla.
El estudio se transformó en un manicomio. Vi que el Marlowe auténtico avanzaba a mi encuentro con los puños cerrados y aviesas intenciones y lo tumbé de un directo al estómago. Quise escabullirme porque no entendía ni jota con la que se estaba armando, cuando la Malone me echó los brazos al cuello besándome con frenesí al tiempo que murmuraba: «¡Guapo mío, guapo mío! ¡Hazme tuya aquí mismo!» y dos peluqueras la agarraban para quitármela de encima y ocupar su puesto, salidísimas.
Luego electricistas y operadores me atraparon, me inmovilizaron y me sacaron en volandas a la luz del día.
Diez minutos después me encontraba en el despacho de Hawks, en su casita frente a la de Hal B. Wallis, arreglándome el traje arrugado y quitándome de la cara el carmín con que me había pringado la asquerosa de Dorothy Malone.
—Así que usted es Flower… —dijo, ceñudo.
—Ése es el nombre —contesté, tan ceñudo como él.
—¿Se puede saber qué mosca le ha picado?
Su pregunta no me gustó.
—La mosca le habrá picado a usted, oiga, que ha mandado cortar la escena que nos estaba quedando divina.
Se esforzó en ser educado, conservando la calma.
—¿Está en su sano juicio? Entra en el plató, se mete en la escena, le roba los parlamentos a Bogey y porque ordeno cortar, se ofende.
—A ver si nos entendemos, míster Hawks —me atufé—. Yo, a usted, no le había pedido nada. Usted mandó ayer a su telefonista que le conectase conmigo. Sugirió someterme a una prueba. Me dio las once de esta mañana como hora de la misma. Ni siquiera tuvo el detalle de ofrecerme un libreto. Yo me visto como creo que debe hacerlo un detective en el cine, vengo, me maquillo, entro en el estudio, veo lo que están rodando, da la casualidad que me sé el argumento al dedillo, hago mi entrada en el set a la hora acordada por usted y usted pierde la chaveta y nos corta en lo mejor. ¿Es eso justo?
De repente estalló en risas incontenibles. Tenían la misma calidad de su voz y eran dos octavas más altas. Decidí no hacerle reír más si era posible.
—¡Ahora lo comprendo! ¡Ha sido un puñetero equívoco, igualito al de la mejor de mis comedias! Ésa no era su prueba. Usted no debía meterse en la librería.
—Si era así, ¿por qué no cortaron en cuanto entré? —dije, con mosqueo.
—Nos dejó estupefactos, Flower. Tardé en reaccionar y el equipo, disciplinado, siguió el rodaje. Le debo una explicación por este malentendido. No le propuse una prueba: dije que le pondría a prueba. Como detective.
—¿No como actor?
—Desde luego que no. Ésa ha sido la confusión.
Me fijé en él con más atención. No era tan alto como parecía. Su vestimenta, mirada con más detalle, lejos de revelar elegancia demostraba un gusto de lo más vulgar. Al escucharle se notaba que no era inteligente, sino que tiraba a burdo. Y en cuanto a lo de que resultase un director genial, propaganda y nada más. Las películas que recordaba de su filmografía no eran nada del otro jueves.
—Así que me confundí…
—Reconozco mi culpa. Callé que deseaba ponerle a prueba dentro de su profesión. Además olvidé la hora de la cita continuando en el plató en lugar de venir al despacho y dejar la escena en manos de mí ayudante. Asumo la responsabilidad.
Podía haberle preguntado que ya que a fin de cuentas había realizado una prueba, qué tal había quedado. Me abstuve.
El cine es una industria estúpida. Promociona nombres como los de Gary Cooper, Jimmy Stewart, Leslie Howard ó Clark Gable, de los que se reirá la posteridad. Integrarse en el star system es cooperar con la superestructura en el embrutecimiento de las masas, para domesticarlas y continuar su explotación de un modo tan cómodo como inmoral. Asistir a una premiere en la que los policías se ven impotentes para contener el entusiasmo de los infelices admiradores resulta despreciable. El porvenir de cada nuevo astro es colaborar con la más ruin de las industrias. Los sueños de los norteamericanos y las norteamericanas que aspiran al estrellato revelan su mentecatez. El cine, una porquería. Los que trabajan en él, gentuza que no sirve para maldita la cosa[27].
—Bien, míster Hawks: ¿de qué modo pensaba ponerme a prueba como detective?
—He oído hablar bastante de usted, pero antes de seguir adelante me gustaría saber qué concepto tiene de sí mismo.
—Tengo piel de rinoceronte y corazón de piedra. Dígame de qué se trata.
—Me gusta como habla. Parece más profesional que Marlowe, y todas esas porquerías que hacemos en el cine.
—Por favor; comparaciones ofensivas, no.
—De acuerdo. Mi prueba es un trabajo.
—Diga qué clase de trabajo.
—Debe conseguirme los calzoncillos de Bogey.
—¿Los que lleva ahora?
—Los que tenía puestos el jueves último y le robaron un poco antes de que usted le recogiera en su coche, le detuviese la Policía y yo influyese para su puesta en libertad evitando un escándalo con Bogey que habría perjudicado a la Warner.
—¿Puedo preguntar para qué desea tal prenda?
—Puede.
—¿Para qué la desea, míster Hawks?
Dejó flotar una sonrisa por los labios.
—No pienso decírselo.
—De acuerdo. Está en su derecho. De todos modos voy a ahorrarle un dinero. Los calzoncillos que Humphrey Bogart llevaba el jueves cuando se los robaron, no eran los suyos. Pertenecían a Errol Flynn.
—¿Puedo preguntarle cómo lo sabe?
—Puede.
——¿Cómo lo sabe?
Dejé flotar por los labios una sonrisa mucho mejor que la suya.
—Secreto profesional.
Se pasó la mano por el mentón. Sus ojos se hicieron más profundos que el mar más allá de Santa Catalina. Tras breve reflexión dijo en tono tenso:
—Entonces me interesan mucho más todavía. Búsquelos, Flower.
—Los buscaré, míster Hawks.
—Localícelos, Flower.
—Los localizaré, míster Hawks.
—Cójalos, Flower.
—Los cogeré, míster Hawks.
—Tráigamelos, Flower.
—Se los traeré, míster Hawks.
—En eso consiste la prueba de que le hablé, Flower.
—Le costará cincuenta diarios más los gastos, míster Hawks.
Del bolsillo posterior del pantalón sacó una gastada cartera y contó cinco billetes de a cien.
—Esto es a cuenta. Le daré otro tanto cuando haya coronado con éxito la prueba.
La Bacall, hasta que le hicieron la suya, si mis informes eran fidedignos, había percibido cincuenta a la semana. Mis ingresos, en la mía, sin contar la gratificación serían siete veces superiores. Resulta mucho más rentable ser investigador privado que meterse en el mundo del cine. Un detalle que mucha gente ignora.
—Desde luego —dijo—, nadie ha de saber la índole de su trabajo. Y menos que nadie deben enterarse Bogey o la señorita Bacall.
—En cine podrá enseñarme mucho. No así en mi oficio, míster Hawks.
Tomé una servilleta de papel de su mesa empezando a desmaquillarme. Perc Westmore había hecho una buena labor, y de haber sido de noche y tener que reunirme con mis amistades la hubiera conservado. Habiendo de ponerme en campaña de inmediato, no. Demasiada sensación causo con mi carita lavada, como para arriesgarme a ir por ahí todo arreglado. Montaría el tumulto.
Me acerqué a la ventana y separé cuidadosamente los visillos. En la entrada remoloneaban Marlowe y Bogart en compañía de Dorothy Malone y Lauren Bacall. Los hombres, seguramente ansiosos de tomar un desquite por lo sucedido en el plató; las chicas, porque habrían caído bajo el hechizo Flower.
Pedí a mi nuevo cliente que me despejara el campo.
Hawks salió de la casa, se dirigió al grupo y habló con ellos. Hubo un vehemente intercambio de palabras, pero el hombre alto era un director cinematográfico y en los estudios su palabra es ley. A regañadientes se pusieron en marcha siguiéndole hacia el edificio donde se rodaba la película.
Cuando ya no quedaron moros en la costa monté en el Chevy y partí.