9

Saqué de la cartera un espejito de bolsillo y me examiné la nariz. Hasta ese momento no había podido hacerlo. Por fortuna no presentaba el menor rastro de las caricias de Schwimmer. Tan perfecta como siempre. Di mentalmente las gracias a la Providencia por haber velado por mí y comencé a hablar.

—Te lo contaré desde el principio —dije—. Empezó el jueves por la noche, cuando me encontré en la calle a Humphrey Bogart enmoñado y desnudo de cintura para abajo. Le habían robado los pantalones y los calzoncillos.

—Un momento —chirrió la Mantis como una puerta con los goznes mal engrasados—. El que estuviese desnudo de cintura para abajo no quiere decir que le hubieran robado los pantalones y los calzoncillos.

—Los pantalones y los calzoncillos —insistí.

Su cara adoptó una expresión dura y astuta.

—Podía no usar calzoncillos…

—Gary Cooper puede no usar calzoncillos. Ray Milland puede no usar calzoncillos. Robert Montgomery puede no usar calzoncillos. Humphrey Bogart es preciso que los use.

—¿Por qué es preciso que Bogart use calzoncillos?

—Porque es feo de cojones, oye[20].

Se le contrajo la boca malvada, rojísima a causa de la generosa capa de carmín.

—Vale —dijo—. Continúa.

—Recuperó los pantalones pero no los calzoncillos. En la prensa de la tarde siguiente insertó un anuncio contando que los había extraviado, que eran un recuerdo de familia, y que recompensaría con esplendidez su devolución. Después me telefoneó. Me habló de cierto intercambio: un sobre suyo por cierto paquete que sería entregado en propia mano. No podía ir en persona porque le había salido plan de fin de semana con Lauren Bacall. Me pagó para que hiciese de intermediario.

La Trevillyan me dejó seguir con el rollo. Su rostro tenía tanta expresión como un trozo de madera pintado con cal.

—Como cotillo soy la pera, que tú lo sabes, fisgué el contenido del sobre. Dos mil quinientos tejos, eso es lo que encerraba. Me dije que se trataba de un chantaje de los de aquí te espero. Alguien le había robado los calzoncillos, no sabía por qué ni me interesaba. Luego se echó el periódico a la cara descubriendo que lo tenía en un aprieto, interesadísimo en recuperarlos. Le llamó y le apretó los tornillos. Bogart tragó, se puso en contacto conmigo ya que soy detective y me encargó el recado.

La albina salió de detrás de la mesa. Entonces me di cuenta de que llevaba uniforme masculino. Los bien cortados pantalones, que es una exquisita con la ropa, enfundaban las piernas largas a las que las botitas de tacón generoso conferían un suplemento de esbeltez. Tenía la alta figura de una maniquí profesional. Lo único malo eran las tetas. Ninguna modelo, tiene esas tetazas.

Le echó una mirada al cuadrado reloj de oro que llevaba en la muñeca, para que abreviase.

—Fui a Purissima Canyon a la hora que indicó. Entregué el sobre y recibí el paquete. Volví al coche, lo abrí haciendo honor a mi fama de curiosón y comprobé que eran calzoncillos. —Me guardé lo de que pertenecían a Errol Flynn, que no convenía a mis intereses y a la Policía no se le puede contar todo—. Oí gritar de modo horroroso por dos veces y luego un tiro. Corrí hacia el grito, empuñando mi 38 sin soltar el paquete. Di con Lou Kid, que tenía la retaguardia masacrada y el corazón agujereado. Casi al mismo tiempo me golpearon en la molondra, para que soñara con angelitos machos. Desperté rodeado por Schwimmer, Evans y Costello. Alguien había puesto el arma asesina en mi mano y la pasta en mi bolsillo para cargarme el muerto. Como en las novelas, ya te habrás dado cuenta.

Desde la pared en la que se apoyaba levantó la mano como un testigo que prestara juramento.

—¿Sabes una cosa, Flower? No suena mal la historia. En tus casos siempre hay mariquitas, o supositorios, o testículos, o preservativos. En éste, calzoncillos… Suena a típico caso Flower.

Dejó la pared yendo lenta y deliberadamente hacia la ventana. Su paso señalaba la distancia menor entre las cosas que quería. Abrió los cristales y el ruido del tráfico exterior llenó el despacho como el ambiente de un guión radiofónico.

—Hay nuevos detalles que confirman tu cuento —siguió diciendo—. Se han encontrado ciertas cosas en la zona del crimen. —Dándome la espalda asomó más de medio cuerpo a la calle. Al hacerlo la tela se ciñó a su culito, redondísimo y juvenil—. Ha sido hallado un papel de envolver con las huellas de Kid y las tuyas. Corroboraría el extremo del paquete cuyo contenido desapareció. Podrían ser los calzoncillos, que se llevaron tras golpearte.

Cosa curiosa. Estaba amable como nunca; dispuesta a mi favor, que es algo rarísimo en su duro carácter; nada de rencores vengativos, y eso que la humillé a base de bien en el Pacific Hotel. Verlo para creerlo.

Acodándose en la ventana movió el traserete. Tiene buenas cachas que me presume en cada uno de nuestros encuentros, lo mismo que las tetas. Pero ahora no era como las otras veces. Ahora ya le había estrenado aquellas cachas, a pesar suyo.

—Se ha encontrado también por los alrededores una botella de Pepsi con el cuello manchado de sangre —añadió.

Con el ruido del tráfico sus palabras me llegaban mal. Para oírla mejor me acerqué al cuerpo asomado a la ventana que presumía de culito de muchacho.

—Los chicos del laboratorio han identificado esa sangre como perteneciente a Lou Kid. Debieron meterle la botella por el ojete. No encaja con tu personalidad. Tú habrías empleado otra cosa.

Más que la espalda me daba el culo. Hablaba de culos y me enseñaba el suyo, que pese a pertenecer al sexo odiado ejercía sobre mí una concreta atracción, pues guardaba de él un imborrable recuerdo y era estupendo, que no lo tiene igual ni Slim Hench, con lo mono que es.

—Me siento inclinada a creerte… —dijo.

Me había acercado tanto que mi pantalón tocó el suyo. Al establecerse el contacto, por culpa de su culín y en contra de mi voluntad, empezó a inflamárseme la vena azul.

—¿Qué miras ahí afuera?

—Estoy viendo un…

Sin darme cuenta de lo que hacía, apoyé las manos en el alféizar y ataqué el culo inolvidable.

—… ¡embotellamiento! —chilló.

—Deberías dejarme en libertad —propuse, sin separarme.

—Oh, Flower… —echó el pompis hacia atrás.

—Descubriré el asesino que me quiere cargar con las culpas y te lo entregaré empaquetado y con un lacito, como un regalo de cumpleaños —me apreté más contra aquella carne de culo.

—Oh, Gay… —suspiró, y me presionó más con su grupa.

Quise saber si había trato, pero me falló la voz. Se me fue el santo al cielo por culpa de sus cachas. Empujé mucho.

Sucedió lo que tenía que suceder.

En tan forzada posición, al empujar con todas mis fuerzas, perdimos el equilibrio y nos caímos por la ventana.

El lunes fui temprano a la oficina, que el día anterior no había dado un palo al agua. Ni pesquisas, ni investigaciones, ni un solo paseo en pos de una pista. Nada. Me lo pasé en casita poniendo en orden el espíritu, que vaya trauma haber perdido el tino con la albina, que por muy redondo que tuviese el trasero no dejaba de ser una tía y uno no debe abjurar de sus principios. Hasta el anochecer no recobré la quietud y el seso.

Volviendo a ser el de siempre me instalé en el sillón de mi despacho y marqué un número de teléfono. A través de la pared, desde el apartamento de Flossie, me llegaba el ritmo de King Porter Stromp, de Miller. La rubia trabajaba duro, que no hay que dejar que se escape un cliente. Yo no me hallaba en tan buena forma como mi vecina después de la costalada del día precedente al caer por la ventana con la Trevillyan. Y menos mal que su despacho está en la planta baja, que si no nos rompemos la crisma. Pero fui lo suficientemente persuasivo como para que me dejara libre para resolver el asesinato por mi cuenta.

—Warner Bros —dijo la chica de la centralita.

—Míster Bogart, por favor.

—¿Quién pregunta por él?

—Flower; de Yucca Avenue.

—Disculpe: ¿no será un periodista?

—Nada de periodista, chati. Investigador privado.

—Oh… —en el suspiro había una concreta desilusión.

—Todo el mundo odia a los periodistas y a los detectives. Nosotros correspondemos al odio.

—¿Lo cree así? ¿Sucede lo mismo con míster Bogart?

—Es la excepción. Dígale el nombre. Verá como atiende la llamada.

—No cuelgue, señor Flower. Trataré de localizarlo.

Por la puerta entreabierta veía a Pat O’Malley, en recepción, atareado con la contabilidad. Su saludo había sido de lo más frío, demostrativo de que no me perdonaba mi atrevimiento del viernes último. Le correspondí telefoneando directamente, sin pasar la llamada por él. Eso le molesta cantidad. Estábamos en plena guerra de desaires entre secretario y jefe, y viceversa. Mira que decirme que tenía novio… El muy bobo.

—¿Señor Flower? —vibró el auricular tras breve espera—. Le hablan.

—Hola, míster Bogart.

—No soy Bogart, Flower. Bogart está terminando de rodar una escena con mi ayudante y tardará unos minutos. Soy Howard Hawks, el director.

—Encantado, míster Hawks. Aprovecho para agradecerle su intervención del otro día en mi favor con el capitán de Policía.

—Está en deuda conmigo; ¿lo reconoce?

—Desde luego.

—¿Quiere saldarla?

—Dígame cómo.

—Pásese por los estudios mañana a las once. Voy a ponerle a prueba.

Sin darme tiempo a reaccionar abandonó la línea.

Me quedé mirando los azules ojos de Flash Gordon, en original de Raymond que tengo colgado en la pared junto a las primeras páginas enmarcadas de los periódicos que han hablado de mí. Todavía no podía creerlo: Howard Hawks me acababa de pedir una prueba.

—Misten Flower —me volvió a la realidad la telefonista—. ¿Está ahí?

—Sigo aguardando, encanto.

—Le paso una comunicación.

—Hola, míster Bogart.

—No soy míster Bogart, sino miss Bacall —sonó una voz femenina titubeante—. ¿Quién está al aparato?

—No pregunte quién está al aparato. Si ha pedido que le pasen conmigo, de sobra sabe que tiene a Flower al aparato. De lo contrario no habría pedido ponerse al aparato.

—Posee una mente rápida y brillante…

—Cualquier otro investigador con mente menos rápida y brillante que la mía le habría contestado igual.

—¿Realmente es usted Flower, el detective? —abandonó los titubeos y se hizo más cálida—. ¡He oído hablar tanto de usted…!

—No soy bueno para las adivinanzas, miss Bacall. ¿Qué pretende? ¿Hacerme perder el tiempo?

Dejó escapar una risita.

—Todo lo contrario: ahorrárselo. Deme el recado y se lo pasaré a Bogey.

—Prefiero hablar con él, si no le importa.

—Entonces aguarde a que concluya su escena y charle conmigo. Tiene una hermosa voz… Si es la mitad de atractivo que ella resultará irresistible.

—Se supone que está muy enamorada de míster Bogart, miss Bacall. El comentario resulta atrevido.

—Es meramente estético. Me gustaría conocer al dueño de esa voz.

—Pues si está mañana en los estudios, a lo mejor lo consigue, oiga. Howard Hawks acaba de pedirme una prueba.

—¿Cuándo?

—Hace un momento.

—¿Qué Howard le ha pedido hoy una prueba y la prueba es mañana? —Su incredulidad me salpicó a través del teléfono.

—Lo ha entendido perfectamente.

—¡Pero si a mí me escribió en marzo, cuando fui portada en Harper’s Bazaar, me hizo venir el 3 de abril y me entretuvo tres semanas antes de rodar una escena…![21].

—Pues hace unos minutos me ha dicho que quería hacerme una prueba y la prueba será mañana.

Se quedó sin poder articular palabra. Lógico. La chica de la centralita se aprovechó para meter baza.

—Le hablan, señor Flower.

—¿Quién es ahora? ¿El iluminador? ¿El figurinista? ¿El de efectos especiales?

—Habla Bogart —me llegó la inconfundible voz de mi cliente.

—¡No puedo creerlo!

—Menos coñas, Flower. ¿Cuándo me entrega el paquete?

—No hay paquete.

—¿Qué no hay paquete?

—Tengo la pasta. Al mensajero lo asesinaron el sábado.

—¡Dios mío! —Fue como si estuviese viendo su conmoción—. ¿Qué sucedió?

—Realicé el intercambio. Luego alguien me golpeó. Cuando desperté estaba al lado del cadáver del sujeto al que acababan de meter una bala en el corazón. Me rodeaban tres polis. Me habían puesto el arma homicida en la mano y su dinero encima, para comprometerme. Del paquete, ni rastro.

—¡Cristo! —jadeó—. ¿Les dijo mi nombre?

—Por supuesto que no. —Era una mentira a medias. No se lo dije a O’Mara, pero se lo había largado a la Trevillyan—. Quien me encarga un trabajo cuenta con la discreción Flower.

—Bien. ¡Olvídese del asunto!

—Puedo seguir trabajando en él, míster Bogart. Me interesa atrapar al tipo que quiso culparme. Supongo que a la vez recuperaré su paquete.

—¡Déjelo estar!

—No tiene que preocuparse por mis honorarios; es asunto personal.

—¡Le he dicho que lo olvide! —Estaba tan histérico como una solterona a la que llevan la contraria—. ¡Usted y yo no nos conocemos!

Cortó la comunicación. En su nerviosismo, ni me metió la paliza de su nena ni reclamó los dos mil quinientos.

Yo también estaba nervioso. Howard Hawks me acababa de citar para una prueba al día siguiente.