10

El resto del día no clavé ni clavo, convertido en un manojo de nervios por culpa de Howard Hawks. El asesino pudo descansar tranquilo porque mi carrera cinematográfica tenía prioridad absoluta. Me fui pitando al apartamento y me hice mascarilla facial, dedicándome a descansar para tener el cutis terso y suave, como debe ser, cuando llegara la prueba.

El martes, bastante antes de la hora indicada, me puse en camino por Sunset Boulevard y el Strip, con sus famosos restaurantes y salas de fiestas. Cuando crucé frente al Schwab’s Drugstore recordé que se decía que allí había sido descubierta Lana Turner. Luego recorrí en toda su longitud Highland Avenue hasta Burbank, y tomé por una carretera llena de curvas. Llevaba un traje gris perla con listas claras, de chaqueta cruzada, camisa gris, sombrero flexible y el dibujo de la corbata era del mismo color que mis ojos, grandes y perezosos. Estaba hecho un brazo de mar.

Al final del camino me encontré con una serie de edificios con el nombre de Warner Brothers en letras negras sobre grandes carteleras. Éste era el hogar de Bette Davis, Paul Muni, Jimmy Cagney, Lorre, Flynn, Greenstreet y tantas glorias. Flower se iba a sumar a ellas.

El guarda armado que vigilaba la entrada se asomó por la ventanilla del Chevrolet. Si la misión de todos los de su especie es ponerse difíciles y crear dificultades a los visitantes, la de los que pertenecen a estudios cinematográficos se ve centuplicada para evitar que se cuelen mirones y curiosos. Bueno; pues con qué pinta de astro de cine me encontraría que me dejó paso libre sin preguntar siquiera quién era. Éxitos así no se los apuntan todos.

Conduje por delante de varios edificios separados, semejantes a casas, que no eran sino despachos, vestuarios, guardarropas y estudios de grabación. Encontré una casita con el nombre de Howard Hawks colgando de la puerta como el rótulo de un médico. Frente a ella había otra que según su letrero pertenecía a Hal B. Wallis. Aparqué entre las dos y al bajar me encontré con una pareja que salía de la primera en aquel momento. El componente masculino de la pareja me contempló con la misma alegría que si le hubiera pisado un callo. El componente femenino boqueó como si le faltara el aire y hasta vaciló sobre los tacones, por la impresión que le producía mi soberbio aspecto.

—Hombre, Flower —dijo el tipo—. ¿Qué se le ha perdido por aquí?

—Nada que pueda encontrarme un sujeto como usted, Marlowe.

—¿Flower? —preguntó la joven—. ¿Usted es Flower, el detective? —Las palabras dejaron la boca entreabierta y la punta de la lengua se desplazó a lo largo del labio superior.

—Yo también soy detective —apuntó Marlowe, celoso.

—Demuéstrele que los de la profesión, aunque rudos, sabemos ser educados —le tiré una estocada—. Haga las presentaciones, corcho.

Marlowe se tragó la bilis mientras su nuez se movía como un huevo atrapado en la garganta.

—Lauren, el señor Flower. Flower, la señorita Bacall.

Me tendió una mano delgada que solo toqué con la punta de los dedos, que los contactos con las chavalas, cuanto más leves, mejor. Tenía cabellos de un rubio oscuro peinados con raya al lado y una onda cayéndole sobre un ojo; ojos separados bajo cejas agudas y abundantes en un rostro terso de mandíbula voluntariosa y fresca piel juvenil. La boca era grande, haciéndola parecer mayor de lo que realmente era. Tenía pecho tan escaso que no daba la impresión de ser americana. Llevaba un traje de lana, a rayas cereza y blancas, muy ajustado en la cintura. Iba ataviada para llamar la atención. Para no pecar de descortés le presté la atención que reclamaba.

—Si no fuese con prisas le pediría un autógrafo, señorita Bacall.

—Venga a verme a solas a mi apartamento y se lo firmaré con mucho gusto. La dirección es South Reeves Drive, 275, en Beverly Hills[22]. —Inspiró una bocanada de aire para añadir—: ¿Realmente es usted Flower? ¡Resulta infinitamente más guapo de lo que me figuré!

—Cara de tía, eso es lo que tiene —dijo Marlowe.

—Si la envidia fuera tiña… —sonreí, sin dirigirme a nadie en concreto.

—¿Qué pasa, compañero? ¿Se ha colado aquí para trabajar en algún sucio caso de divorcio?

—Yo me ocupo de asuntos de categoría. No como otros —contesté, despectivo, por encima del hombro.

—¡Me encuentra como asesor de la Warner porque se está rodando El sueño eterno! —Marlowe se me plantó delante, casi tocándome—. ¿Pasa algo? Tenía la estatura y los ojos de Humphrey Bogart, la mandíbula de George Montgomery, la nariz de Dick Powell, los hombros de Robert Mitchum y en los espejos debía recordar a Robert Montgomery[23].

—Pasa que esa historia es una trola que le adornó Chandler, amigo; que la he leído, conozco la realidad y ni usted se ligaba a Carmen Sternwood, ni le puso los puntos a Eddie Mars, ni descubrió el crimen de Terraza Laverne. A mí no me la da con queso, que no soy un pardillo.

Marlowe enrojeció, cerrando los puños como si fuera a agredirme. Era mucho menos alto que yo; bastante menos ancho que yo; sobre todo, a mi lado, resultaba feo como un aborto. Apoyé la mano contra su pecho y lo alejé para que no me asfixiase con su halitosis. La Bacall se apresuró a interponerse entre los dos.

—Vamos, no se peleen. El señor Flower ha sido citado por Howard para una prueba. Le acompañaré a maquillaje. Usted, Philip, vaya al plató a asesorar, que es lo suyo.

Me cogió del brazo, arrastrándome consigo.

Marlowe quedó mascando su rabia como un chicle de sabor repugnante, por la derrota dialéctica que acababa de sufrir y porque me llevaba su chica. Desgraciado. Si llega a rozarme un pelo termina en la enfermería. Es tan torpe que resultó incapaz de comprender el peligro que había corrido.

Lauren Bacall aprovechó el tomarme del brazo para que su cadera me rozara con más insistencia de la debida. Mucho pregonar lo enamoradísima que estaba de Bogart y se me insinuaba sin empacho. Tengo mucho encanto, lo sé. Las tías se cuelan por mí en cuanto me ven, de acuerdo. Pero estaba más que comprometida con otro. Pues nada. Venga el restregón. Si no es porque llegamos en seguida a nuestro destino hubiese tenido que llamarle la atención.

Me presentó a Perc Westmore, el jefe del departamento de maquillaje, y dijo:

—Éste es míster Flower, Perc. Howard le ha citado para una prueba a las once. Mira qué color necesita.

Westmore me hizo sentar frente al espejo, examinando mi cara. Echó mi cabello hacia atrás.

—¡Hum! —murmuró—. Tiene cejas más lindas que las tuyas. Y mejores dientes[24]. Poco hay que mejorar aquí, Lauren.

—Todo en él es perfecto, ¿verdad, Perc?

—Divino resulta el calificativo adecuado, Lauren.

—Me van a ruborizar, oigan.

—Nunca he visto unas orejas tan proporcionadas, Perc. —Y me las acarició.

—Fíjate en la línea de su quijada, Lauren. —Y me pasó la mano por ella.

—¿Qué me dices de su boca, Perc? —Y me recorrió los labios con la yema del índice.

—Tan buena como la perfección de su nariz, Lauren. —Y me la tocó con el índice y el pulgar.

—¡Menos sobeo, cáspita!

—¿Dónde lo habéis encontrado, Lauren?

—Ha sido cosa de Howard, Perc.

—Tiene un condenado olfato para dar con lo mejor, Lauren.

—Ahí está la clave de su éxito, Perc.

—Las mujeres del mundo entero se volverán locas por él, Lauren…

—Yo la primera, Perc.

—Lauren y Perc: ¿me maquillan o qué?

—Creo que con una base ligera quedará bien, míster Flower.

—Pues yo pienso que debe aplicarme algo que armonice con los tonos del pelo, la tez, los ojos, el traje que llevo y la hora y el lugar donde voy a lucirlo, míster Westmore.

—¡No me diga que entiende algo de esto, míster Flower!

—Un poco, modestia aparte, míster Westmore.

—¿Qué me sugiere usted, míster Flower?

—En primer lugar la hidratación de la piel para que se prepare a recibir en las mejores condiciones los cosméticos y colorantes. Aplicaría una porción de crema por toda la cara haciéndola penetrar y retirando a los pocos minutos, míster Westmore.

Hizo lo que apuntaba, sin rechistar, y al concluir preguntó:

—¿Y ahora, míster Flower?

—En su lugar aplicaría un maquillaje en barra, suave, ligero y transparente, huyendo de las pastas que forman una capa sobre la piel, obstruyen los poros y estropean el cutis. Utilice cada vez una pequeña cantidad distribuyéndola primero sobre la nariz, en la barbilla y en la frente, para extenderla seguidamente sobre todo el rostro sin olvidarse del cuello, los párpados, los labios y las aletas de la nariz. Si no se fija en eso nos exponemos a que la cara me aparezca manchada y sin uniformidad, míster Westmore.

—¡Sabe tanto como yo, Lauren!

—Es un fuera de serie, Perc…

Siguió los consejos al pie de la letra, utilizando a instancias mías el maquillaje de base como corrector, disponiendo de dos tonos: uno más claro y otro más oscuro. Empleó el primero en las zonas que se debían resaltar y el segundo en las que habían de disimularse. Me habló al dar fin a su obra.

—¿Satisfecho, míster Flower?

—Faltan los polvos, míster Westmore.

—¡Yo nunca empleo polvos, míster Flower!

—Permítame una opinión, querido. Los polvos son el acabado perfecto del maquillaje. Lo que pasa es que muchas mujeres los utilizan compactos sin pensar que resecan y estropean la piel. Póngame una capa ligera y luego hablaremos, míster Westmore.

Accedió, porque le tenía comida la moral. Cuando terminó, la estrella y el maquillador soltaron un silbido.

—¡Lo mejor que has hecho en tu vida, Perc!

—¡Con este maquillaje podría ganar el Oscar, Lauren!

—¿No se lo decía yo?

—¡Sabe usted más que el mejor del gremio! ¡Deme sus señas y pasaré un día a visitarle para que me enseñe lo que ignoro, míster Flower! —exclamó Perc Westmore.

—¡Démelas también a mí, que quiero ir a su casa para hablar de eso, Flower! —pidió Lauren Bacall.

Les dije dónde tenía el despacho porque no me importaba que vinieran a verme. Charlar de maquillaje, de labores, de cocina o de cosas domésticas con alguien que entiende, es que me chifla.

Faltaban dos minutos para las once. Abandoné el sillón agradeciendo a Westmore su trabajo y dije que ya era hora de ir al plató. La Bacall me guió al exterior. El estudio estaba a dos pasos.

Sobre la puerta parpadeaba una luz roja encendida sobre el aviso de NO PASAR. Hicimos lo obligado en estos casos. Como había encendida una luz roja sobre la advertencia de no pasar, pasamos.