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Lo hacía bien. Ya que no tenía más remedio que bailar, quise aprovechar el tiempo.

—¿Y Bogart?

—Me chifla esta melodía. ¿Conoce el título? No me encierres, de Porter[40]. —Hundió la barbilla en el cuello, lanzándome la mirada, desde abajo, a través de la onda de su pelo—. ¡Enciérreme más en sus brazos, belleza!

—¿Y si nos ve Bogart?

—Buen ambiente el de estos parties, ¿no cree? Unas copas temprano, luego la comida y después el baile. Todo es increíblemente divertido y los soldados se muestran entusiasmados de encontrarse en un lugar semejante.

—¿No ha venido Bogart?

—Me recuerda mis lunes por la noche en la Stage Door Canteen. Iba siempre a bailar allá y vendíamos bonos de guerra, para ayudar a nuestros heroicos muchachos y divertir a los chicos que partían para el frente.

—Ya. Pero le estoy preguntando por Bogart.

—A Cole los soldados le encantan. Es un patriota. Desde que me invitó a la primera fiesta me he convertido en una habitual. Espero que después de ayudarme en lo de Bogey sigámonos encontrándonos aquí.

—A propósito de Bogart: ¿cómo es que no lo veo?

—No tardará en llegar. Suele hacerlo cuando el baile está comenzado.

La pieza tocó a su fin. Hubo una buena salva de aplausos.

Los músicos, animados por el éxito, la emprendieron con un fox trot. Dorothy Malone vino hacia nosotros como una serpiente ondulada y brillante, la cara decidida, dispuesta a arrebatarme del lado su amiga, pero Errol Flynn se agregó al grupo con contoneos de bucanero desembarcando en la Martinica.

—El caso es que todavía no recuerdo dónde nos hemos podido ver… Da igual. Debo bailar. Tengo música en los pies. —Miró a las dos muchachas. Decidió que Dorothy Malone estaba mejor—. Deslumbremos a la concurrencia con la actuación de la pareja de baile más sensacional de todos los tiempos, Dottie Malone. —Y aunque se resistía, la llevó consigo.

Nunca sabría lo agradecido que le quedé.

Vi a Teo Connally cerca, con una bandeja, repartiendo bebidas mientras me daba la espalda. Sin dejar tiempo a la Bacall para que me propusiese otro baile y me endilgase una de las palizas verbales a las que tan proclive era, le dediqué una cortés reverencia y le di una palmadita en el hombro al ayuda de cámara.

Fue tan inesperado para aquella monada encontrarme en la fiesta que dejó escapar una exclamación de sorpresa, y la bandeja y las copas que llevaba en las manos salieron por los aires. Yo solté otra exclamación:

—¡Podías ser más cuidadoso, rediez! ¡Me has puesto la gabardina para la tintorería!

La angustia empapaba sus atractivas facciones como la lluvia de otoño los campos o el whisky mi trinchera. Masculló:

—Me haces romper floreros; me impides realizar la compra destruyendo los supermercados; me asustas para que tire la bandeja y destroce los vasos: ¿es que nunca me libraré de ti, peste?

—Aciertas, muñeco. Soy un tipo tenaz. Flower no se rinde. Hasta que no mantengamos una conversación larga y esclarecedora, no cejaré.

Estaba muy lindo con su chaleco a rayas. Muy lindo y muy asustado. Me sentí algo rufián presionándolo de aquel modo, pero era necesario.

—Si fui algo para ti, Gay, te suplico que me dejes. Solo me traes problemas y vas a meterme en líos.

—De dejarte, nada, ángel. Vamos a aclarar las cosas de una vez, que me tienes harto. ¿Qué haces en esta casa como un vulgar criado? ¿Con quién tienes el ligue: con Cole o con el chófer?

—¡No tengo ligues con nadie! —se le humedecieron los ojos. Trató de escabullirse, y si no lo consiguió fue porque mis fuertes dedos lo impidieron—. ¡Suéltame, Gay! ¡Me haces daño!

—¡Y más que te voy a hacer! ¿Por qué ocultas tu identidad bajo un nombre falso? —proseguí, implacable—. ¿Es que voy a tener que arrancarte una confesión a bofetadas, oye?

Entonces se acabó el fox trot. Cole Porter habló por el micro diciendo que ahora empezaba la fiesta de verdad y que se habían terminado las parejas de sexos distintos. Empezó un show y vi que Vincent Price se ponía a bailar con Burt Lancaster, Cole Porter con un infante de marina monísimo, Lauren Bacall con Ann Sheridan y Dorothy Malone con Hazel Brooks. Y todos los demás igual: los chicos con los chicos y las chicas con las chicas.

Para que Teo no se me escurriese, le rodeé el talle y nos mezclamos con las demás parejas.

—Así hablaremos mejor —dije, duro como el diamante.

—Oh, Gay…

Sus ojazos, muy próximos a mi cara, tenían destellos de piedras preciosas en el fondo de las pupilas.

—¿Te dicen algo los nombres de Timothy Canon, Tob Cummings y Tom Carter? —dije, duro como el corindón.

—Oh, Gay…

Su boca generosa se abría como una húmeda amapola.

—Las iniciales de los tres coinciden con las tuyas —dije, duro como el topacio.

—Oh, Gay…

Su amplío pecho se aplastó contra mi gabardina.

—Carson, Cummings y Carter robaron ciertas ropas íntimas a las estrellas famosas —dije, duro como el cuarzo.

—Oh, Gay…

Toda la parte delante de su cuerpo se pegaba a mí.

—Los tres tipos y tú podríais ser la misma persona —dije, duro como la ortosa.

—Oh, Gay…

Sus manicuradas uñas se me clavaron en la nuca.

—Después de desaparecer los tres tipos de las casas de la Garbo, la Turner y la Stanwick, apareciste tú en la de Cole Porter —dije, duro como el apatito.

—Oh, Gay…

Su vientre palpitante me presionó con abandono.

—Sabes que ha llegado la hora de largar —dije, duro como la fluorita.

—¡Oh, Gay…!

Sus nacarinos dientes me mordieron la barbilla con levedad.

—Empieza a cantar, prenda —dije, duro como la calcita.

—¡Oh, Gay…!

Me dio un apretón a la rodilla con las suyas.

—Creo que puedes confesarte con Flower, tu sacerdote particular —dije, duro como el yeso.

—¡Oh, Gay…!

Introdujo su muslo entre los míos.

—Aclárame lo que te traes con tu patrón y el chófer, que los celos me corroen —dije, duro como el talco[41].

—¡Oh, Gay…!

Me apretó con el vientre y noté que se le había inflamado la vena azul.

—¡Oh, Teo…! —dije, como la cera fundida, porque a mí me pasaba lo mismo.

En aquel momento la orquestina remató su interpretación con unos acordes singulares que sonaban a contraseña. Al mismo tiempo se produjo un oscurecimiento en el jardín. Deduje que se debía a la señal y no a un ataque enemigo, porque aunque estábamos en guerra nuestras ciudades jamás fueron bombardeadas. Además, la gente no daba la menor muestra de pánico, demostrando que se hallaba en el ajo de la señal. Cuando me pongo a deducir, rara vez fallo.

A pesar del punto a que habíamos llegado, Teo aprovechó el oscurecimiento para escabullirse de mis brazos, el muy bandido.

Me pareció que en torno mío los invitados se entregaban a una febril actividad. Al acostumbrarme a la pálida luz lunar me di cuenta de que lo que hacían no era sino desnudarse. Los músicos atacaron una melodía para enamorados y según sus gustos, chavalas con hombres o tías con tías y tíos con tíos, se pusieron a bailar encueradísimos.

Ése era el atractivo de la maldita fiesta.

Ya lo sabía.

Mucha sofisticación, mucho tono, mucho disfraz y al final se quitaban la careta para juntarse como animales, Éstas eran las selectas diversiones de nuestros admirados ídolos de Hollywood.

Teo Connally no parecía hallarse entre los empelotados. Tampoco vi a Lauren Bacall ni a Dorothy Malone. A quien observé fue al capitán Blood escurriéndose por uno de los extremos, doblando por detrás de la casa. La curiosidad hizo que lo siguiera. Me abrí paso por entre las parejas tocando culos desnudos y empujando espaldas descubiertas.

Detrás de la casa no se veía a nadie, como si mi perseguido se hubiese disuelto en el aire. Se percibían masas oscuras de bajos setos, pero ni el menor rastro de ser humano.

Al fondo, junto a la valla que separaba la propiedad de la vecina, se alzaba algo como un pequeño invernadero. Cuando me encaminaba hacia él apoyado en el bastón un tipo pasó a mi lado corriendo como un gamo, me dio un empujón que casi me tumbó, no dijo ni «usted perdone» y se coló en la caseta como el empleado que hace tarde al trabajo y quiere evitar que el jefe le eche un rapapolvo.

Supe que estaba en la buena pista. Pese a la oscuridad reinante había identificado al tipo como al macizo de Tyrone Power.

Me acerqué gateando como un explorador piel roja, hasta casi tocar la construcción encristalada. En el interior se oían murmullos. Luego, algo más.

—¿Es esto lo que queréis, cochinos? —preguntó una voz de mujer.

—Puedes hacerlo mejor, vida —exclamó Errol Flynn—. No es demasiado.

Otro chasquido. Un grito de hombre. Otro latigazo y un quejido.

—Aun no siento que te pertenezco —dijo alguien que debía ser Tyrone Power.

—Yo tampoco, mi amor… —sonó la característica voz de Bogart.

El trío estaba al completo.

Hubo una rociada de correazos. La mujer jadeó.

—¿Y ahora, cabrones? ¿Me pertenecéis o no? —Nueva ración de azotes y ayes—. ¡Sois míos, inútiles hijos de puta! ¡Os poseo! ¡No sois hombres! ¡Sois animales! ¡Mis animales!

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí…! —respondió el trío a coro.

Siguió una serie de chasquidos y quejidos sin solución de continuidad. Para entonces ya estaba al cabo de la calle de lo que tanto me había intrigado. Los tres astros tenían relaciones con una sádica que los torturaba. En una vaina similar equivocarían los eslips.

—Puedo hacerlo mejor aún —dijo la sádica, que no me pareció del todo desconocida—. Puedo heriros realmente si me dais una oportunidad.

Hubo porrazos, patadas y puñetazos.

Me pegué a la puerta para intentar ver algo y entonces se abrió de golpe, me dio en los morros y me tumbó patas arriba. Mientras la paliza seguía en el invernadero pude ver a Richard Siddons escapando como alma que lleva el diablo, ondeando unas bragas. Ni se había dado cuenta del golpetazo que me acababa de arrear.

Me dejó medio turulato, que el trompazo fue de los de aquí te espero. En cuanto me sentí mejor me alejé a cuatro manos para que la sádica y las tres glorias del cine no descubriesen mi espionaje, porque tenía que aclarar el nuevo factor que acababa de introducirse en el problema: qué coño pintaba el chófer apoderándose de unas bragas.

Supuse que se habría largado a su habitación, en el cuarto de arriba del garaje. Desanduve el camino, doblando la esquina y pasando por el jardín. Seguía a oscuras. Los músicos ya no tocaban. El césped estaba cubierto de cuerpos desnudos, emparejados, haciendo el amor. El esplendor de la fiesta.

Sin preocuparme poco ni mucho de las espaldas, los riñones y los culos que pisaba, llegué al garaje. Subí las escaleras y llamé. Como esperaba fue Siddons quien abrió.

Antes de que pudiera enterarse de lo que pasaba había dejado caer mi bastón contra su gorra enviándole al país de los sueños.