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Si la mañana había sido gris e inclemente cuando llegué a Yucca Avenue, el atardecer era plomizo al aparcar el chevy delante de Sausalito Arms. Hasta entonces no había podido acudir porque después de dar el esquinazo a los polizontes oculté mi silla entre los setos de un jardín próximo, caminando a pasitos cortos y espaciados hasta un restaurante de los alrededores para reponer fuerzas. A través de los cristales vi furgones policiales llenarse de cuantos paralíticos y ancianos en sillas de ruedas encontraban los agentes por la calle. Sólo entonces me di cuenta de cuántos compañeros podía tener en la misma situación penosa en la que me había sumido la animal de la Fulwider.
Cuando juzgué que las aguas se habían aquietado paré un coche de alquiler, haciendo que me llevara a Beverly Hills para recoger mi Chevrolet. No podía montar con la silla, que habría dejado un rastro tan evidente como un manchurrón de tinta en un blanco traje de novia.
Imaginaba la escena que estaría teniendo lugar en Jefatura: docenas y docenas de inválidos atrapados en la redada, bajo los potentes focos, mientras clientes y trabajadores del supermercado negaban que fuesen el paralítico que se buscaba. Sólo Siddons conocía mi identidad, pero cerraría el pico para no verse en problemas.
Volví en mi auto al parque, recuperé la silla y me dirigí a la oficina.
Dije a Pat que me buscase la última edición de los periódicos y quise reflexionar sobre el caso, que para eso estaba en la oficina.
No lo conseguí.
La incomprensible actitud de Teo Connally me tenía alteradísimo. Teo era un amor, en tiempos se sintió muy atraído hacia mí, y cuando la casualidad hacía coincidir nuestros caminos se mostraba enfurruñado y me rechazaba. Y el caso es que cuando lo abracé en el vestíbulo de la casa de Cole Porter, me correspondió. Faltó poco para que me besara.
Por qué podía haber abandonado su destierro en el Este volviendo a Los Ángeles para poner en peligro la pensión que le pasaba su ex esposa, era un misterio. La razón de su presencia al servicio de Cole Porter como un vulgar ayuda de cámara, un misterio más grande todavía. Además estaba el misterio de los calzoncillos desaparecidos. Y el misterio de los asesinatos del Kid y su socio con el culo destrozado por botellas. Cuatro misterios que había que resolver.
Algo se agitó en el fondo de mi cerebro queriendo ascender al primer plano de la conciencia como una pista que arrojase luz sobre el último misterio. Pero unos celos nacientes lo impidieron.
Porque estaba celoso.
Sentía celos por culpa de Teo.
Siddons era un chófer muy mono. Cole Porter, un gay de tomo y lomo. Y Teo convivía con los dos tipos. Lo mismo me ponía los cuernos después de lo que sentía por él.
Igual que una noche lejana en Lauren Canyon, Fulwider me había violado con mi consentimiento la víspera en el almacén del puerto. Ahora su musculosa y violenta masculinidad de negro no me producía secuelas de añoranza porque estaba Teo por medio. Estaba Teo y mi ataque de cuernos.
La llegada de Pat con la prensa interrumpió mis sombríos pensamientos.
Abrí el periódico. La noticia aparecía en la sección de sucesos.
PARAPLÉJICO LOCO ARRASA UN SUPERMERCADO
Mediada la mañana de hoy, un individuo de buena presencia, elegantemente vestido, entró en el Rockingham Supermarket, sito en la avenida del mismo nombre. El sujeto en una silla de ruedas y después de haber provocado incidentes en la calle, sin que mediase la menor provocación, se dedicó a insultar a las compradoras, a atropellar a sus hijos y a arrojar a las señoras dentro de los cofres frigoríficos. Seguidamente, víctima de un ataque destructivo, derribó estanterías, bombardeó con botes de tomate a los presentes y persiguió a los empleados que intentaban hacerle deponer su actitud agresiva, a golpes de salchichón. Personada la Policía con la celeridad habitual, el paralítico furioso, moviéndose con la habilidad de todos los expertos en el manejo de las sillas de ruedas, atacó a los representantes del orden con un hacha de carnicero, dándose a la fuga.
En la persecución subsiguiente por la vía pública provocó una serie de accidentes, obligando a un motorista de tráfico a estrellarse contra un escaparate para no ser decapitado por el hacha que esgrimía el loco. Para salvaguardar la integridad de los automovilistas la Policía hubo de renunciar a su persecución. No hay que lamentar desgracias personales, aunque una veintena de personas hubo de ser atendida en los centros hospitalarios por erosiones y heridas de pronóstico reservado. La totalidad de los daños materiales en el Rockingham Supermarket no había sido evaluada al cierre de esta edición, pero se estima muy elevada.
La Policía procedió a rastrear la zona deteniendo cuantos inválidos detectaba, amén de realizar una redada entre los paralíticos habituales. El loco pudo escabullirse de la tupida red tendida a su alrededor. La autoridad policial ha puesto sus tuerzas en estado de alerta, recomienda a las tiendas de comestibles una especial vigilancia y a las amas de casa que no abran las puertas de sus hogares a nadie; menos todavía a los paralíticos.
Se espera, en las próximas horas, proceder a la detención del demente.
Seguía una nota de la redacción dedicada a arremeter contra los paralíticos y su supuesto odio visceral contra los miembros sanos de la sociedad. Una basura.
Tiré el periódico a la papelera. Me dominaba el asco.
Asco a la Policía.
Asco a los periodistas.
Asco a la sociedad.
Una vez más se tergiversaban los hechos manipulando hipócritamente la realidad, para engañar al ciudadano. Además había una incitación a la guerra contra los grupos marginales. Progresistas, judíos, negros, hispanoamericanos y homosexuales son perseguidos sistemáticamente. Ahora añadían a los paralíticos. Yo, que en aquel momento me incluía en las dos últimas categorías, veía mejor que nadie el uso que se hace de la mal llamada libertad de prensa en nuestra corrompida democracia.
Por eso tenía ganas de vomitar.
Me las aguanté porque estaba sonando el teléfono. Era la sargento Trevillyan.
—Han asesinado a Bill Reavis y estoy sin noticias tuyas, marica… —dijo su voz de mala leche.
—Creí que Marion te había informado de mi coartada.
—La han suspendido de empleo los de Asuntos Internos. ¡Los hijos de la gran puta…! La denunció el gilipuertas de Schwimmer porque le zurró la badana, que seguramente la quiso magrear un poco. El racismo sigue imperando cosa fina. —Mi declaración de que el teniente la había atacado con su navaja podía exonerarla. Pero mantuve la boca cerrada—. Marion me explicó la coartada. De todas formas no la tienes en lo de Lou Kid y no te he enchironado. Me la estoy jugando por ti, preciosidad, y necesito noticias. El fiscal está impaciente. Lo menos que deberías hacer es chamullarme tus progresos en vez de tenerme en la ignorancia.
—No doy explicaciones hasta el final. Norma de la casa.
—Lo sé, que te conozco bien, ninchi. —No se ponía dura. Desde que le di la lección por detrás en el Pacific Hotel estaba suave como un guante, la muy depravada—. No debes o que estoy sacando la cara por ti… Hemos pasado por el cedazo a todos los chorizos del entorno de las víctimas y ni la menor pista. Me encuentro empantanada. Por eso te pido noticias.
Me hacía un favor. Le debía algo.
Empleé su lenguaje para que viera que sé ponerme a la altura de las circunstancias.
—El asunto es más gordo de lo que imaginas. Jumeo que hay gente muy importante en el ajo. Verás: Humphrey Bogart está pirrado por la Bacall. Howard Hawks también, y quiere llevársela al catre. A Hawks le interesan los calzoncillos que le robaron a Bogart para desembarazarse del rival.
—No capisco.
—Es que los calzoncillos que llevaba Bogart eran los de Errol Flynn.
—¡Anda, la osa!
—Si Hawks le enseña a la Bacall la prenda perdida por su amor, resultando que pertenecen a Flynn, se carga el idilio.
—Ahora lo veo. Bogart y Flynn están liados. Se acostaron juntos, equivocando los calzoncillos. —Silbó por lo bajo—. ¡Vaya asunto!
—Más complicado que todo eso, oye. Fui a ver a Flynn. Llevaba los calzoncillos de Tyrone Power.
—¿No me tomas el pelo, belleza?
—¡Qué me muera de repente si no digo la verdad, Betty Jo!
—¿Están liados los tres?
—Los calzoncillos de Flynn los había bordado Cole Porter.
—¡Manda cojones! ¡Liados los cuatro!
—Sospecho que no van por ahí los tiros. El meollo del asunto me huele que se centra en las fiestas semanales que monta Cole Porter. Debe haber orgías viciosas a manta. Mañana iré a la de esta semana y si no descubro el pastel, me como la licencia.
Hubo un largo silencio. Al final dijo:
—Si están así las cosas, poco puedo hacer yo.
—Así lo veo, copito de nieve.
—Como mueva un dedo se me lanzan los peces gordos con sus cochinas influencias y me ponen en dique seco, que ya lo han hecho otras veces, Flower.
—¿Me lo dices o me lo cuentas, oye?
—Tú, en cambio, puedes ser decisivo para descubrir la verdad.
—Exacto, Betty Jo.
—Pararé al fiscal como sea y mañana me cuentas lo que hayas sacado en claro.
—Es nuestro trato, encanto.
Colgué.
Había tenido un día agitado. Me dolían los huesos y el cuerpo me pedía un bien merecido descanso, a gritos. No le hice caso. Tenía un cliente, había dos asesinatos queriendo complicarme y en esas condiciones no hay reposo que valga.
Tomé el auto y salí para Moraga Drive, en Bel Air, para ver a Howard Hawks.
El criado filipino que me recibió intentó hacerse el difícil.
—Es tarde para las visitas —dijo—. Además, míster Hawks no recibe sin concertar previamente cita por teléfono.
Me puse en plan detective.
—No incordies, piel de aceituna. Si quieres conservar el empleo comunícale mi nombre al patrón.
A regañadientes empujó la silla de ruedas dentro de la casa. Era tan grande como una hacienda, en una sola planta, con vigas en el techo, costosos suelos de madera y muebles rústicos, antiguos, lujosos, confortables y bellos[35]. Howard Hawks sabía vivir.
En cuanto entró en la biblioteca advertí que mi presencia no le hacía la menor gracia.
—Para estar impedido se mueve usted mucho, Flower.
—Guárdese el ingenio para los guiones, míster Hawks. Aunque si el suyo es como la muestra, más vale que los encomiende a los escritores del estudio. Por malos que sean, lo superarán.
Me enseñó la dentadura, pasándose la mano por los cabellos.
—No le pago para que venga con impertinencias. Tampoco acostumbro a recibir en mi casa a los asalariados. Menos todavía a horas intempestivas. Pero ya que está aquí, abreviemos. Si tiene lo que le encargué buscar, entréguemelo. Le enviaré el cheque de propina. Soy generoso.
Abrí la cartera, conté diez billetes de cincuenta y los tiré en el suelo.
—A generoso no me gana, oiga.
—¿Qué significa esto, Flower?
—Que no soy su asalariado. Que no es usted mi cliente. Que soy tan generoso que no le cobro un centavo por el tiempo que le dediqué.
Una mueca crispada le contrajo las facciones.
—Vamos, vamos, amigo… No nos dejemos llevar por el temperamento. Le pido perdón si le ofendí. Comprenda que los directores de cine estamos obligados a ser desabridos. Yo también comprendo que la obligación de los detectives privados es ser impertinentes. Comprendo que la vida es como una película: cada uno ha de hacer su papel.
—Usted no comprende, Hawks. Antes de abrir el pico esta noche, en cuanto cliente, estaba despedido.
—Comprendo, Flower. Me guarda resentimiento por el equívoco de la prueba. No me porté bien. Estuve inconveniente. Pero eso puede arreglarse. Tráigame la prenda de Bogey y consideraré la posibilidad de darle un papel. Usted puede servir.
—Insisto en que no comprende. He venido a decirle que no quiero trabajar para usted.
—Comprendo. La tarea le viene demasiado grande.
—¿Cómo tengo que decirle que no comprende? Sigo la búsqueda, que coronaré con éxito.
—Entonces no comprendo…
—Al fin empieza a comprender que no comprende. Saqué un cigarrillo que encendí con un fósforo de la caja de Dorothy Malone.
—Dígame, Hawks: ¿dónde estaba el sábado pasado, sobre las veintidós cincuenta?
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—Dígame, Hawks: ¿dónde estaba ayer, a mediodía?
—¿A qué vienen esas preguntas?
—Voy a explicárselo, querido. Hace seis días un ratero llamado Lou Kid robó los pantalones y los calzoncillos a Humphrey Bogart, abandonó los pantalones y se guardó los calzoncillos. Hace cuatro días Lou Kid se dispuso a devolver lo robado a cambio de dos mil quinientos pavos, en Purissima Canyon. Cuando se estaba efectuando el trueque, alguien asesinó al ladrón. Ayer la misma persona se cargó a Bill Reavis. Bill era socio de Lou Kid. Dos crímenes. Dos crímenes por unos simples calzoncillos de mierda, Hawks.
Palideció. Buscó asiento en una de las costosas sillas.
—No comprendo, Flower…
—Por el contrario; ahora creo que comprende mucho. Usted me encarga la búsqueda. Le aviso que los calzoncillos pertenecen a Errol Flynn y no le importa. Yo sé lo que hay detrás de todo el asunto.
—Ya que es tan listo, ¿por qué no me lo aclara?
—Con mucho gusto. Usted está colado por Lauren Bacall. Probablemente se coló por ella desde que la vio en la portada del Harper’s Bazaar. La hizo venir a Hollywood con el reclamo de un contrato. Al pasar el tiempo se enamoró perdidamente de la tía. Contra todo pronóstico Bogart se interpuso entre ustedes. Bogart se la ligó. Usted se opuso a tales relaciones porque la quería para sí, pero la fortuna le volvió la espalda. Decidió que lo de los calzoncillos podía ser un buen vehículo para desacreditar a su actor frente a Lauren. Es posible que contratase a Lou Kid para robárselos. Cuando Lou Kid leyó el anuncio de Bogart en el periódico pensó actuar por su cuenta sacando más dinero del que usted podía darle. Es posible que usted lo eliminase para seguir adelante con sus planes. Es posible que se cargase al socio para que no se fuese de la lengua. Es posible que yo deba trabajar para usted de tapadera y que en un momento dado se las arregle usted para que encuentre los calzoncillos. Un mal asunto, Hawks. Yo no trabajo para posibles asesinos.
Quiso servirse un trago y fue incapaz de hacerlo. Las manos le temblaban como a un anciano.
—¡No comprende nada! ¡Está chiflado, Flower!
—Los niños y los locos son los que dicen las verdades. Creo que es un refrán español.
—Confieso que me gusta Lauren… Me subyuga. Me tiene sorbido el seso. Confieso que Bogart me la jugó, ligándosela. Yo había trabajado duro con ella. De una paleta hice una actriz. De la nada moldeé una estrella, tras meses y meses de mirarla, de estudiarla, de perder el sueño para extraer lo mejor que llevaba dentro. La quería y, puesto que estoy casado, la única manera de alcanzar algo de paz era llevándomela a la cama. Bogey tuvo que echarlo a rodar… Confieso que pensé en utilizar los calzoncillos en contra suya diciéndole a Betty (ya sabe, a Lauren), que los había perdido en casa de otra. Cuando usted me contó que los que llevaba la noche del robo pertenecían a Flynn me di cuenta que no tenía nada que inventar. Bogart la engaña; el asunto ha trascendido… Servían para mi objetivo. Pero de ahí a que haya asesinado a los tipos que usted dice media un abismo. No voy a matar para acostarme con la Bacall. Puedo llevarme al catre a chicas mucho mejores. Además, puesto a matar, habría liquidado a Bogey. No creerá en serio que lo hice yo…
—Sólo he dicho es posible, Hawks. No lo creo por la sencilla razón de que, para mí, es el primer sospechoso. Tengo experiencia en mi oficio. Nunca el primer sospechoso ha sido el asesino[36]. Eso le salva.
Se enjugó la frente empapada de sudor.
—Caramba, Flower; me ha hecho pasar un mal rato. Por un momento creí que hablaba en serio. Comprendo que se ha burlado de mí para escarmentarme por lo de la prueba. Mi propuesta de realizarla cuando le venga bien sigue en pie. ¿Quiere que recoja el dinero del suelo? ¿Desea que se lo ponga en el bolsillo?
—Sigo repitiendo lo que dije al principio. No me gusta como cliente, Hawks. Usted no va a utilizarme como intermediario para acostarse con Lauren Bacall ni con ninguna. Tengo mi ética. Mis principios. Encárgueselo a Marlowe o a cualquier otro, que carecen de escrúpulos y le saldrán más baratos. Flower, no. Es lo que vine a decirle.
Manejé la silla rodante en busca de la salida.
Dejé al gran hombre, de rodillas sobre el suelo de madera, recuperando los billetes como un avaro. Pueden dárselas de tipos importantes, vivir en residencias de impresión, pero carecen de dignidad.