5

El último tren nocturno de Estocolmo y cercanías paró en Rotebro y de él bajó un solo pasajero.

El hombre, vestido con pantalones vaqueros y chaqueta de la misma tela azul, y calzado con zapatillas de gimnasia negras, caminó rápidamente por el andén y bajó por las escaleras, pero cuando hubo dejado atrás la intensa iluminación de la estación aminoró su marcha.

Continuó sin prisa, cruzando la parte antigua de la ciudad residencial, con sus verjas, muros bajos y setos bien cuidados alrededor de los jardines. El aire era frío, pero tranquilo y lleno de perfumes. Era la hora más oscura de la noche, y faltaban tan sólo un par de semanas para la noche más larga del año; el cielo azul intenso de junio se cernía sobre aquel caminante nocturno solitario.

A ambos lados del camino, las villas permanecían silenciosas y oscuras, y el único ruido que se percibía era el de sus suelas de goma en la acera.

Durante el viaje en tren había estado inquieto y nervioso, pero ya se encontraba más calmado y dejaba correr los pensamientos sin ninguna alteración.

Le vino a la memoria un poema de Elmer Diktonius y recitó a media voz algunos versos, al ritmo de sus propios pasos:

«Haz el camino vigilante,

pero no cuentes jamás tus pasos

porque el miedo los matará».

Algunas veces había intentado escribir poesía, con pésimos resultados, pero le gustaba leerla y se sabía de memoria varios poemas de sus autores favoritos.

Mientras caminaba apretaba con fuerza la gruesa barra de hierro de casi medio metro que llevaba escondida en la manga derecha de su chaqueta tejana.

Cuando el hombre hubo cruzado la calle de Holmboda y entró en la zona residencial, sus movimientos se hicieron más cautelosos y vigilantes. Hasta el momento no se había cruzado con nadie, y confiaba en poder llegar sin mayores contratiempos hasta su objetivo, que no quedaba muy lejos.

Se sintió algo menos protegido, porque los jardines estaban situados detrás de las casas, y el pequeño espacio entre éstas y las aceras estaba ocupado por parterres con arbustos y setos bajos que no servían para ocultarse.

En uno de los lados, las casas estaban pintadas de amarillo, y las de la línea frente a él de rojo. Ésta parecía ser la única diferencia, porque los exteriores eran idénticos, casas unifamiliares de dos plantas, de madera y con tejados de doble vertiente. Entre casa y casa había garajes o casetas para herramientas, que parecían puestos allí para diferenciar y también para igualar las casas entre sí.

El hombre se dirigía hacia la parte exterior, donde terminaban las casas y empezaban los campos y los prados.

Avanzó rápidamente y sin hacer ruido hacia el garaje de una de las casas de la esquina, mientras miraba en dirección de las otras casas y a la calle. No se veía a nadie.

En el garaje no había ningún coche; le faltaban las puertas y dentro sólo había una bicicleta de mujer cerca de la entrada, y a su lado un cubo de basuras.

Más allá, junto a la pared frontal, había dos cajas de madera bastante altas. Había estado inquieto pensando si alguien podía haberlas sacado de allí. Había escogido el escondite de antemano, y le hubiera resultado difícil encontrar otro tan propicio.

El espacio que quedaba entre las cajas y la pared era estrecho, pero lo suficientemente ancho como para que él pudiera pasar.

Se metió detrás de las cajas, que eran de madera de pino sin pulir y que por su forma parecían ataúdes. Cuando se hubo asegurado de que quedaba totalmente oculto tras las cajas, extrajo la barra de hierro de la manga de la chaqueta.

Ya sólo le quedaba esperar mientras la noche estival avanzaba lentamente hacia la luz de la mañana.

El suelo de cemento era duro y frío, y algo húmedo, por lo que sintió algo de frío allí, tumbado sobre el estómago y con la cabeza apoyada en un brazo. En la mano derecha tenía la barra de hierro, que aún conservaba el calor de su cuerpo.

Se despertó con el canto de los pájaros, se arrodilló y miró el reloj. Eran casi las dos y media; estaba a punto de amanecer y todavía le quedaban cuatro horas de espera.

Poco antes de las seis se empezaron a oír ruidos en el interior de la casa. Eran débiles e indeterminados, y el hombre escondido entre las cajas de madera tuvo ganas de poner la oreja contra la pared, pero no se atrevió porque le hubieran podido ver desde la calle. Por una rendija entre las dos cajas podía ver un trozo de la calle y la casa de enfrente. Pasó un coche y, al cabo de un rato, oyó ponerse en marcha un motor, y poco después un coche que se alejaba.

A las seis y media oyó unos pasos que se acercaban, al otro lado de la pared. Parecía alguien que llevara zapatillas. El ruido se hizo más lejano y volvió a aproximarse varias veces, y por fin pudo oír con claridad una voz femenina que decía:

—Bueno, adiós, me marcho. ¿Me llamarás esta noche?

No oyó ninguna respuesta, pero sí cómo se abría la puerta principal y luego se cerraba. El hombre permanecía totalmente inmóvil, con el ojo pegado a la rendija.

La mujer calzada con zuecos entró en el garaje. No podía verla, pero oyó cómo abría el candado de la bicicleta, y luego el crujido de la gravilla a su paso en dirección a la calle.

Lo único que pudo ver de aquella mujer, cuando pasaba por delante de él, montada en la bicicleta, fueron sus pantalones blancos y el cabello largo y oscuro.

Entonces se concentró en la casa que tenía enfrente, al otro lado de la calle. La ventana que podía ver tenía las persianas bajadas.

Agarró fuertemente la barra de hierro con la mano izquierda, escondiéndola debajo de la chaqueta, y avanzó tres pasos desde su escondite detrás de las cajas de madera, aplicó la oreja a la pared y escuchó mientras vigilaba la calle.

Primero no captó nada, pero al cabo de un rato se oyeron unos pasos que se alejaban, subiendo una escalera.

La calle estaba desierta.

A lo lejos se oía ladrar un perro y el rumor sordo de un motor diesel, pero en el pinar que le rodeaba parecía reinar la calma más absoluta.

Se puso los guantes, que llevaba enrollados en los bolsillos de la chaqueta, se movió deprisa sin dejar de pegarse a la pared del garaje, dobló la esquina, llegó hasta la puerta principal, asió el pomo y, tal como había previsto, estaba abierta.

Entreabrió la puerta, oyó pasos en el piso superior, comprobó con una rápida mirada que la calle continuaba desierta, y se coló en el interior.

El vestíbulo estaba un escalón por debajo del nivel del suelo de parquet del salón, y se quedó allí, mirando hacia la derecha, a través de la salita y hasta el gran salón abierto. Conocía perfectamente la distribución de la casa.

Tres puertas a la derecha, la del centro abierta. Era la cocina. El cuarto de baño estaba detrás de la puerta de la izquierda de la salita. Junto a ella, la escalera que llevaba al piso superior. Tras la escalera se encontraba la parte del salón que no podía ver, y que desembocaba en el jardín de la parte posterior de la casa.

A su izquierda se veían diversas ropas de abrigo colgadas, y en el suelo botas, sandalias y zapatos. Justo frente a él, de cara a la puerta de entrada, todavía había otra puerta; la abrió, entró y la cerró sin hacer ruido.

Era una habitación mitad lavadero y mitad trastero. También había allí el quemador de la calefacción. Una máquina de lavar, una centrifugadora y un armario de secado ocupaban una de las paredes. En la otra parte había dos armarios grandes y en el extremo un banco de trabajo.

El hombre entreabrió las puertas de los armarios. En uno de ellos había un traje de esquiador, un chaquetón de piel de carnero, y prendas de las que se usan poco o solamente en invierno. El otro armario contenía rollos de papel y un bidón de cinco litros de pintura blanca.

El ruido en el piso de arriba había cesado.

El hombre sostuvo la barra de hierro con una mano mientras entreabría la puerta y escuchaba.

De repente oyó pasos en la escalera y se apresuró a esconderse cerrando la puerta, pero permaneció junto a ella escuchando.

Abajo, los pasos se oían menos; probablemente, el que caminaba iba en calcetines o descalzo.

Hubo un estruendo en la cocina, como si se hubiera caído una cacerola.

Silencio.

Los pasos resonaron más cerca, y el hombre apretó con fuerza la barra de hierro entre sus dedos.

Oyó abrirse la puerta del cuarto de baño, y luego soltar el agua del retrete. Volvió a entreabrir la puerta y miró.

A pesar del rumor del agua, alcanzó a oír el ruido inconfundible que se produce cuando alguien se lava los dientes e intenta cantar al mismo tiempo. A eso le sucedió una serie de gárgaras, carraspeos, escupitajos y otras manifestaciones por el estilo, y luego continuó el canto, ya con definitiva claridad y un tono agudo y fuerte.

Reconoció la canción, a pesar de que la ejecución era bastante deficiente y de que, además, probablemente llevaba veintitantos años sin oírla. Le pareció recordar que se titulaba «La chica de Marsella»...

—«...y una noche en que el mar esté brillando, yo estaré tendido y muerto en el barrio del puerto...» —oyó que cantaban desde el cuarto de baño, mientras abrían el grifo de la ducha.

Salió al vestíbulo y caminó de puntillas hacia la puerta entreabierta del cuarto de baño. El ruido de la ducha no ocultaba la canción, que se vio mezclada de sonidos de despeje nasal.

El hombre sostenía la barra de hierro en la mano y miraba el interior del cuarto de baño. Vio la brillante espalda sonrosada, a cuyos lados colgaban dos bolsillas de grasa que se zarandeaban justo en el lugar en el que hubiera debido existir la cintura.

Vio los muslos fofos temblequeando por encima de sus piernas deformes, la parte posterior de las rodillas y las piernas llenas de varices.

Miró el grueso cuello y la cabezota, que brillaba, casi calva, con rayas delgadas de pelo oscuro.

Y mientras miraba y avanzaba los pocos pasos que le separaban del hombre que estaba en la bañera, se fue llenando de odio y de despreció, alzó su arma y, con la fuerza de todo su odio almacenado, le partió el cráneo de un solo golpe.

Los pies del hombre gordo resbalaron hacia atrás mientras su cuerpo caía hacia adelante. La cabeza le quedó apoyada en el borde de la bañera, y el resto del cuerpo quedó inmóvil bajo la fina lluvia de la ducha.

El asesino se inclinó hacia adelante, cerró los grifos del agua y vio cómo la sangre y la materia cerebral se mezclaban con el agua y se iban por el desagüe, que quedaba medio obstruido por el dedo gordo del pie del muerto.

Asqueado, cogió una toalla y secó su arma mortífera, tiró la toalla sobre la cabeza del cadáver y volvió a meter la barra de hierro en la manga de la chaqueta.

Cerró la puerta del cuarto de baño, salió al salón y abrió el ventanal que daba al jardín, cuyo césped se extendía hasta el campo abierto que circundaba la ciudad residencial.

Tenía que caminar un largo trecho a campo abierto para llegar a la arboleda del otro lado. Un caminito atravesaba el campo, y lo siguió. Más allá, el campo recién labrado ya enseñaba sus primeros brotes verdes.

No se volvió, pero por el rabillo del ojo izquierdo veía la hilera de casas con sus tejados inclinados y sus ventanas relucientes en sus cavidades puntiagudas. Cada ventana era un ojo que le observaba impasible.

Cuando estuvo cerca de la arboleda, en un montículo rodeado de arbustos, dejó el camino. Antes de adentrarse a través de las matas de endrinos, para llegar a la arboleda, dejó caer la barra de hierro para que quedase oculta entre la vegetación.

Martin Beck estaba solo en casa, hojeando un ejemplar de la revista Longitude, y escuchaba uno de los discos de Rhea. Rhea y él no tenían precisamente los mismos gustos musicales, pero a ambos les gustaba Nannie Porres y ponían su disco a menudo.

Eran las ocho menos cuarto de la tarde y había pensado acostarse temprano. Rhea tenía una reunión de padres en el colegio de los chicos, y por la mañana ya habían celebrado el día de la Bandera Sueca de una manera más que memorable.

El teléfono sonó en mitad de la frase «I thought about you», y, como sabía casi con toda seguridad que no era Rhea, no se dio ninguna prisa en contestar.

Era el comisario de homicidios Pärsson, del distrito policial de Märsta, conocido con el apodo de «Märsta-Pärsta». Martin Beck encontraba el mote un tanto infantil y pensaba siempre en él como Pärsson de Märsta, lo que por otra parte le recordaba a algún antiguo parlamentario del antiguo sindicato campesino.

Pärsson dijo:

—He llamado primero al inspector de guardia, y me ha dicho que podía llamarte a casa. Tenemos un caso en Rotebro que, evidentemente, es homicidio o asesinato. Le han partido el cráneo a un hombre, de un fuerte golpe en la cabeza.

—¿Cuándo y dónde lo han encontrado?

—En una casa unifamiliar de la calle Tennis. La mujer que vive en la casa, y que al parecer es su querida, ha llegado a las cinco a casa y lo ha encontrado muerto en la bañera. Estaba vivo cuando ella se ha marchado de la casa a las siete de la mañana, según dice.

—¿Cuánto tiempo hace que habéis llegado?

—Nos ha llamado a las diecisiete treinta y cinco —contestó Pärsson—, Hemos llegado aquí exactamente hace dos horas.

Hizo una breve pausa y añadió:

—Probablemente sea un caso que podamos resolver nosotros solos, pero he pensado que sería mejor consultártelo a ti lo antes posible. De momento, es difícil saber lo complicado que puede llegar a ser este asunto. El arma no ha aparecido, y la mujer, que tiene un aspecto más fuerte de lo normal, no puede haberlo hecho.

—¿Por qué? Hay ejemplos de suicidios cometidos con un hachazo en la cabeza. La fuerza que hace falta para eso no es más que la que pueda hacer una mujer.

—Quizá no me he explicado bien —dijo Pärsson—; no se trata de un hachazo, sino de un golpe con algún objeto no cortante.

—O sea que lo mejor será que intervengamos —propuso Martin Beck.

—Si no hubiera sabido que ahora no teníais ningún caso entre manos, no me hubiera atrevido a molestarte a estas horas. Lo que quisiera es que me asesorases. Vosotros soléis abordar los casos cuando están todavía frescos, ¿no?

Pärsson parecía un poco inseguro. Admiraba a los que sabían, y Martin Beck era uno de ésos, pero sobre todo tenía un gran respeto por su profesionalidad.

—Desde luego —contestó Martin Beck—, has hecho muy bien. Te agradezco que hayas llamado en seguida.

Era verdad. Ocurría demasiado a menudo que las secciones de homicidios de los distritos rurales tardaran demasiado en avisar a la comisión nacional de homicidios, bien porque sobrevalorasen sus propios recursos, o porque menospreciaran el propio trabajo de investigación en sí, o bien porque quisieran darles esquinazo a los expertos de Estocolmo y acaparar los honores de resolver un caso por su cuenta y riesgo. Cuando por fin se veían obligados a reconocer sus limitaciones y Martin Beck y sus hombres aparecían en escena, todas las pistas estaban alteradas, los informes resultaban ilegibles, los testigos habían perdido la memoria, y el culpable seguramente estaba viviendo en las Quimbambas o se había muerto de puro viejo.

—Además, es verdad que ahora no tenemos gran cosa entre manos —continuó Martin Beck—, o no lo teníamos hasta que has llamado tú.

—¿Cuándo puedes venir? —preguntó Pärsson, visiblemente aliviado.

—Iré en seguida, sólo he de llamar a Koll... Skacke y ver si puede acompañarme.

Martin Beck seguía pensando automáticamente en llamar a Kollberg, en situaciones semejantes. Reconocía que su subconsciente se negaba a admitir que ya no trabajaban juntos. Durante los primeros meses después de que Kollberg se marchara, le había ocurrido que, cuando tenía que hacer una salida, le llamaba a él.

Skacke estaba en casa y pareció entusiasmado y bien dispuesto como siempre. Vivía en el Söder, junto con Monica y su hija de un año. Le prometió estar en la calle Köpman al cabo de siete minutos, y Martin Beck bajó a la calle a esperarle. Al cabo de siete minutos exactamente apareció Skacke en su Saab negro.

Camino de Rotebro, dijo:

—¿Te has enterado de lo de Gunvald, que recibió la cabeza del presidente en plena barriga?

—Sí, ya me lo han contado —respondió Martin Beck—; es una suerte que no le ocurriera nada.

Benny Skacke condujo un rato en silencio y luego dijo:

—Resulta chistoso eso de que te dé en el cuerpo un presidente sin cuerpo.

Ese chiste tan malo lo había oído en el comedor de la jefatura de policía, y le había parecido divertido, pero ya empezaba a tener sus dudas. Por su parte, Martin Beck tampoco dio ninguna muestra de especial regocijo al respecto.

—He estado pensando en eso de los trajes de Gunvald —continuó Skacke en un intento desesperado para relegar al olvido aquella frase de mal gusto—; ¡siempre es tan cuidadoso con la ropa, y siempre se la estropean! Esta vez habrá quedado manchado de sangre hasta las cejas.

—Seguro —dijo Martin Beck—, pero ha salido con vida y eso es lo más importante.

—Lo más importante... —repitió Skacke y suspiró.

Benny Skacke tenía treinta y cinco años y durante los últimos seis años había formado parte a menudo del equipo de trabajo de Martin Beck; él mismo consideraba que como había aprendido más sobre el trabajo de homicidios había sido observando y estudiando el trabajo en equipo entre Martin Beck y Lennart Kollberg. También se había dado cuenta de la especial relación que existía entre ambos, y le admiraba la facilidad que tenían para pensar más o menos en la misma dirección. Creía que esa relación nunca podría llegar a producirse entre él y Martin Beck, y que, a los ojos de éste, él representaba un pobre sustituto de Kollberg. Esta sensación le hacía comportarse de forma insegura cuando estaba junto a Martin Beck.

Martin Beck, por su parte, comprendía perfectamente los sentimientos de Skacke y hacía lo que podía para animarle y demostrarle que apreciaba su aportación al trabajo. Había visto madurar a Skacke durante los últimos años y sabía que trabajaba duramente, no sólo para hacer carrera, sino para llegar a ser un buen policía con conocimientos diversos. En sus horas libres se ocupaba no sólo de mejorar su forma física y su puntería, sino que también estudiaba derecho, sociología y psicología, y estaba al día de cuanto ocurría en el cuerpo policial, tanto en lo referente a las diversas disciplinas como a su organización.

La mujer de Skacke, Monica, era nueve años más joven que él y llevaban siete años juntos. Monica trabajaba como asistente sanitaria en el hospital de Söder, y Benny Skacke le había confiado hacía poco a Martin Beck que no pensaban tener más críos hasta que pudiera permitirse dejar el apartamento de la calle Tidelius y mudarse a una casa, a ser posible una villa en Lidingö.

Skacke era también un conductor experto, que conocía mejor que cualquier taxista Estocolmo y los nuevos barrios residenciales del extrarradio. No tuvo ninguna dificultad en encontrar la dirección de Rotebro.

Aparcó al final de una larga hilera de coches parados en la calle Tennis.

Un hombre, una mujer y un perro se encontraban en medio de la calzada mirando a Martin Beck y Skacke dirigirse hacia la casa. No se veía el amontonamiento de curiosos que solía producirse apenas más de un coche de la policía se paraba delante de una casa, momento en que la gente se agolpaba como moscas sobre un terrón de azúcar, pero en las ventanas de las casas cercanas se veían caras que observaban, y en el jardín de enfrente un grupo de niños pequeños miraban, señalaban y charlaban en voz alta.

Además, acababan de aterrizar allí unos cuantos representantes de la prensa, pero dos policías de paisano los mantenían a raya conversando junto a sus coches. Los fotógrafos reconocieron en seguida a Martin Beck y dispararon sus cámaras en cuanto le vieron aparecer.

El acceso a la casa y al garaje estaban acordonados y el policía que montaba guardia franqueó el paso a Martin Beck y a Skacke, mientras les saludaba llevándose la mano a la gorra.

Dentro de la casa había una gran actividad. El personal técnico había puesto manos a la obra, un hombre agachado en el salón tomaba huellas dactilares en una lámpara de mesa con ayuda de un fino pincel, y un chispazo les hizo notar que el fotógrafo estaba cumpliendo con su cometido.

El comisario de homicidios Pärsson se acercó a Martin Beck y Skacke.

—Habéis corrido bastante —dijo—, ¿queréis ver primero el baño?

El hombre de la bañera no era un espectáculo divertido, y ni Martin Beck ni Skacke permanecieron allí mirando más de lo estrictamente necesario.

—El médico forense acaba de venir —explicó Pärsson—, y dice que este hombre lleva muerto entre ocho y quince horas. El golpe era mortal de necesidad, y cree que el arma pudo haber sido una barra de hierro, o una pata de cabra o algo parecido.

—¿Quién es? —preguntó Martin Beck, señalando el cuarto de baño.

Pärsson suspiró.

—Desgraciadamente, una persona que será carne de prensa en seguida: Walter Petrus, el productor de cine.

—¡Mierda! —exclamó Martin Beck.

—O el director cinematográfico Walter Petrus Pettersson, como dicen sus papeles. La ropa, la agenda y el portafolios estaban en el dormitorio.

—Le he visto alguna vez en «Hänt i Veckan» —dijo Skacke—, con un montón de tías buenas a su alrededor.

—Yo nunca he oído hablar de ninguna película suya —confesó Pärsson—, pero era muy conocido.

El hombre que tenía que cargar con el cuerpo de la víctima estaba esperando, impaciente, poder entrar, y Martin Beck, Pärsson y Skacke se trasladaron al salón para dejar el paso libre.

—¿Dónde está la señora que vive aquí? —preguntó Martin Beck—. ¿Y quién es? ¡No me vengáis con que es estrella de cine!

—No, qué va —dijo Pärsson—; está arriba, en el piso, y uno de nuestros hombres está hablando con ella precisamente ahora. Se llama Maud Lundin, tiene cuarenta y dos años y trabaja en un salón de belleza en la calle Svea.

—¿Cómo está? —preguntó Skacke—. ¿Impresionada?

—Pues no... —contestó Pärsson—, más bien parecía nerviosa; creo que se ha ido calmando. No podrá dormir aquí esta noche, pero dice que tiene una amiga en la ciudad, con la que puede vivir hasta que hayamos terminado en esta casa.

—¿Habéis interrogado a los vecinos? —quiso saber Martin Beck.

—Sólo hemos hablado con el que vive en la casa de al lado, y luego con el vecino de enfrente. Ninguno de los dos ha oído nada raro, según dicen, pero mañana continuaremos preguntando en todas las casas de la calle. A lo mejor tenemos que preguntar en todo Rotebro. Éste es un lugar de esos en los que todo el mundo se conoce: los chicos van a la misma escuela, se compra en las mismas tiendas, y los que no tienen coche van en el mismo tren o autobús.

—Pero ese tal Walter Petrus, ¿vivía aquí también? —preguntó Benny Skacke.

—No, qué va —respondió Pärsson—, sólo venía algunas noches de la semana y las pasaba con la señora Lundin. Él vivía con su esposa y tres hijos en una villa en Djursholm.

—¿Se ha informado a la familia? —preguntó Martin Beck.

—Sí —dijo Pärsson—; tuvimos suerte, porque en la cartera de mano había una receta extendida por un médico privado, al que hemos llamado, y, como ha resultado ser un amigo de la familia, se ha ofrecido para decírselo a la familia y ocuparse de ellos.

—Bien —decidió Martin Beck—, mañana habrá que interrogarles a ellos también. Ahora empieza a ser tarde, o sea que lo único que podemos hacer es intentar terminar aquí en la casa.

Pärsson miró el reloj.

—Son las nueve y media —dijo—; no es tan tarde, pero tienes razón; además, también podemos dejar a la familia en paz por hoy.

Pärsson era un hombre alto y delgado, con el cabello totalmente blanco y la piel llena de pecas, lo que muchas veces le hacía parecer moreno. Tenía una expresión aristocrática, con su nariz ligeramente aguileña, labios delgados y unos movimientos gráciles y mesurados.

—Me gustaría hablar un rato con Maud Lundin —dijo Martin Beck—, Has dicho que hay un hombre arriba con ella, ¿no molestaré si subo?

—No, en absoluto —respondió Pärsson—; al contrario. Además, tú eres el jefe, así que haz lo que quieras.

Afuera se oían voces y alboroto y Pärsson entró en la cocina y miró por la ventana.

—¡Estos malditos curiosos! —exclamó—. Son como buitres; será mejor que salga a hablar con ellos.

Salió en dirección a la puerta principal, con paso decidido y expresión seria.

—Puedes ir mirando por ahí —indicó Martin Beck a Skacke.

Skacke asintió, fue hacia las estanterías llenas de libros y empezó a mirar los títulos.

Martin Beck subió por la escalera, que conducía a un espacio cuadrado enmoquetado de blanco. El mobiliario consistía en ocho sillones de piel clara, que parecían hinchados y formaban un círculo alrededor de una enorme mesa redonda de cristal. En la pared se veía un aparato de alta fidelidad empotrado, seguramente muy caro, y en unos estantes montados en cada esquina había altavoces pintados de blanco. El techo era inclinado y la vista desde la enorme ventana daba a la parte posterior de la casa, lo que permitía ver el campo lleno de tranquilidad y la espesa vegetación que anunciaba el bosque.

En la habitación sólo había una puerta, y estaba cerrada. Martin Beck oyó voces que murmuraban detrás de la puerta, la golpeó y la abrió.

Había dos mujeres sentadas en una gran cama de matrimonio, con un cobertor blanco imitación de piel. Las dos callaron y le miraron en silencio.

Una de las mujeres era bastante robusta y bastante más alta que la otra. Tenía unos rasgos muy marcados, ojos oscuros y el cabello peinado hacia los lados, negro y largo hasta la espalda.

La otra mujer era pequeña y angulosa, tenía los ojos castaños y el cabello oscuro y muy corto.

—¡Martin! —exclamó—. No sabía que estabas aquí.

Martin Beck estaba sorprendido y tardó un poco en reaccionar.

—¡Hola, Aasa! —dijo—. Yo tampoco sabía que estuvieras aquí. Pärsson me ha dicho que tenía un hombre aquí arriba.

—¡Bah! —hizo Aasa Torell—, a todo el mundo le llama «sus hombres», aunque se trate de mujeres.

Se volvió hacia la otra mujer.

—Maud, es el comisario Beck, el jefe de la comisión nacional de homicidios.

La mujer inclinó la cabeza hacia Martin Beck, que le devolvió el saludo. Todavía no se había recuperado del inesperado reencuentro con Aasa. Cinco años atrás había estado casi enamorado de ella.

La había conocido unos ocho años antes, cuando su marido, que era su más joven colaborador en la sección, había sido abatido a balazos, junto con otras ocho personas, en el interior de un autobús. Aasa había echado mucho de menos a su marido, Aake Stenström, y había terminado por querer ser policía. En aquellos momentos, era auxiliar de homicidios con Pärsson en Märsta.

Una noche de verano, en Malmö, cinco años atrás, Martin Beck y Aasa se habían acostado juntos. Había sido una noche deliciosa, pero no se había repetido jamás. Se alegró de ello al cabo del tiempo, pues Aasa era dulce y ambos mantenían una buena relación de camaradería, si alguna vez coincidían de servicio, pero, después de lo de Rhea, a él le era completamente imposible tener relaciones sexuales con otra mujer. Aasa continuaba sin haberse casado; se había entregado a fondo a su trabajo y había llegado a ser una buena policía.

A Martin Beck le asaltó la idea de lo que habría ocurrido si aquella vez sus sentimientos por Aasa le hubieran llevado a casarse con ella. No había cosa peor que estar casado con una colega y no poder olvidar jamás que se es policía.

—Supongo que quieres hablar con Maud —dijo Aasa—, Nosotras ya hemos charlado un rato; si quieres, me voy.

—Vete abajo con Pärsson —dijo Martin Beck—; seguro que te necesita para algo.

Aasa asintió brevemente y se fue.

Ya que Martin Beck sabía que Aasa era de una gran efectividad en lo referente a entablar contacto con el interrogado, pensó que su conversación con Maud Lundin sería breve.

—Me imagino que está usted cansada y afectada por lo ocurrido —dijo—. No la voy a molestar mucho rato, pero quisiera saber algo sobre su relación con el director Petrus. ¿Cuánto tiempo hacía que se conocían?

Maud Lundin se estiró el cabello detrás de las orejas y le miró con la vista fija.

—Tres años —contestó—; nos conocimos en una fiesta y después me invitó varias veces a cenar. Era en primavera; en verano tenía que empezar un rodaje y me contrató como maquilladora. Después, nos seguimos viendo.

—Pero ahora no trabajaba para él —dijo Martin Beck—. ¿Cuánto tiempo estuvo empleada con él?

—Sólo trabajé en aquella película. Luego tardó bastante en empezar una nueva producción, y mientras tanto yo encontré un buen trabajo en un salón.

—¿Qué clase de película era aquella en la que usted trabajó?

—Era una película sólo para la exportación, y no se ha exhibido en Suecia.

—¿Como se llamaba?

—Amor bajo el sol de medianoche.

—¿Con qué frecuencia se veían usted y el director Petrus?

—Más o menos una vez por semana, a veces dos. Casi siempre venía él aquí, pero a veces salíamos a bailar.

—¿Conocía su esposa esta relación?

—Sí, pero no le importaba en absoluto, mientras no se divorciase de ella.

—¿Pensaba hacerlo, quizá?

—Lo había pensado, tiempo atrás, pero me parece que ya se encontraba bien tal como estaba.

—¿Y a usted también le parecía bien tal como estaban?

—No le hubiera dicho que no si me hubiera propuesto casarme con él, pero, a grandes rasgos, ya estaba bien así. Era bueno y generoso.

—¿Tiene alguna idea de quién puede haberle asesinado?

Maud Lundin meneó la cabeza.

—Ni la más ligera idea —dijo—; parece de locura, no puedo comprender qué es lo que ha pasado.

Permaneció callada un rato y él la miró. Parecía curiosamente impertérrita.

—¿Está abajo todavía? —preguntó la mujer.

—No, ya no.

—¿Puedo quedarme aquí esta noche, entonces?

—No, todavía no hemos terminado con nuestra investigación.

Ella le miró con sus ojos oscuros y se encogió de hombros.

—Es igual —dijo—; puedo dormir en la ciudad.

—¿Cómo estaba él esta mañana, cuando se despidieron? —preguntó Martin Beck.

—Como siempre, no vi ninguna diferencia. Yo suelo salir antes que él, no le gusta demasiado madrugar. A veces íbamos juntos a la ciudad en taxi, que es como iba él siempre, pero yo sola prefiero ir en bicicleta hasta la estación y tomar el tren.

—¿Por qué viajaba en taxi? ¿No tenía coche?

—No le gustaba conducir. Tiene un Bentley y lo lleva algunas veces, pero casi siempre conducen otros.

—¿Qué otros?

—Su mujer o alguien de la oficina. De vez en cuando, un tipo que le cuida el jardín.

—¿Cuánta gente trabaja en su oficina?

—Sólo tres personas: un administrador, una secretaria y uno que lleva los contratos y las ventas y esas cosas. Luego contrata gente eventual según las necesidades de cada producción.

—¿Qué clase de películas producía?

La mujer no respondió en seguida. Luego levantó la vista y contestó lentamente:

—Bueno, no sé exactamente cómo hay que definirlas; si hay que ser sinceros, eran filmes pornográficos, pero muy artísticos. Una vez hizo una película muy ambiciosa, con actores buenos y todo. Se basaba en una novela famosa, e incluso obtuvo un premio en un festival, pero no ganó mucho dinero con aquello.

—¿Y ahora se ganaba bien la vida con estas películas?

—Muy bien; me ha comprado esta casa, y tendría que ver la suya de Djursholm. Es una villa de lujo, con un parque, piscina y todo.

Martin Beck empezaba a comprender la clase de persona que había sido Walter Petrus, pero no tenía mucha idea de qué clase de persona era la mujer a la que se enfrentaba.

—¿Le amaba usted? —preguntó.

Maud Lundin le miró con tranquilidad y respondió:

—Si he de ser sincera, no, pero era muy bueno conmigo; me encontraba a faltar y no se metía en lo que yo hacía cuando no nos veíamos.

Calló unos instantes y luego añadió:

—No era precisamente guapo, ni un amante excepcional; tenía problemas de impotencia, ¿comprende lo que quiero decir? Yo estuve casada ocho años con un tipo que era realmente un hombre; se mató en un accidente de coche hace cinco años.

—¿Veía usted a otros hombres aparte de Petrus?

—Sí, esporádicamente, cuando había alguno que valiera la pena.

—¿Y él no estaba celoso?

—No, pero quería que le contase qué tal me había ido con los otros y pedía detalles; le encantaba, y yo hacía lo posible para que estuviera contento.

Martin Beck miró a Maud Lundin. Estaba sentada muy erguida y le aguantaba la mirada con perfecta calma.

—¿Podría decirse que, en realidad, estaba usted con él sólo por su dinero? —inquirió.

—Sí —dijo ella—, podría decirse así, pero no me considero una ramera, aunque usted lo crea así. Tengo gran necesidad de dinero. Me gustan ciertas cosas que se tienen que comprar con dinero, y no es fácil que una mujer de cuarenta años y sin ninguna formación especial lo pueda obtener, si no es a través de un hombre. Si yo soy una puta, la mayor parte de las mujeres casadas lo son también.

Martin Beck se levantó y dijo:

—Gracias por la charla y por su sinceridad.

—No tiene que agradecerme nada; yo soy siempre sincera ¿Puedo irme a casa de mi amiga? Estoy cansada.

—Naturalmente. Dígale solamente al comisario Pärsson dónde podemos encontrarla.

Maud Lundin se levantó y cogió una bolsa de piel que estaba a los pies de la cama.

Martin Beck la observó mientras ella abandonaba la habitación. Iba muy erguida y parecía calmada y serena. Su cuerpo largo y fuerte estaba muy bien formado; parecía robusta y seguramente le había pasado toda la cabeza a aquel director cinematográfico bajo y gordo.

Pensó en lo que ella había dicho sobre las cosas que se pueden obtener a cambio de dinero. Walter Petrus había obtenido con el suyo una mujer que no estaba nada mal.