14
Gunvald Larsson contempló su traje nuevo. ¿Sería inoportuno ponérselo cuando llegara el gran día? ¿Se vería empapado por las tripas del desagradable senador, o algo parecido? No era imposible, pero quizá precisamente por esa razón decidió llevar aquel traje el jueves siguiente. Gunvald Larsson pensaba a menudo de forma poco ortodoxa.
Después se puso sus ropas habituales: chaqueta de piel forrada de pelo, pantalones marrones y zapatos daneses duros de paseo, con suela de goma: se miró al espejo y meneó la cabeza. Luego se marchó al trabajo.
A Gunvald Larsson no le hacía gracia envejecer; pronto iba a cumplir los cincuenta y con frecuencia se preguntaba por el sentido real de su vida. Había sido divertido dilapidar a toda prisa la mayor parte de su herencia, cosa memorable para él y para otros. Se lo había pasado bastante bien en la Marina, y todavía mejor en la flota mercante, pero no sabía por qué demonios se había hecho policía, oficio que le obligaba día sí, día no, a actuar contra su propia conciencia.
La respuesta era simple: era el único trabajo que pudo encontrar con su tosca formación, y en su día pensó incluso que podría serle útil a la sociedad. ¿Había sido así realmente?
¿Y por qué no se había casado? Había tenido un montón de oportunidades, pero ya era francamente tarde. Eran preguntas que se hacía de vez en cuando, aun cuando parecían ya un tanto fuera de contexto.
Llegó, aparcó el coche y subió a la sección de delitos violentos, donde tenía su cuartel general el grupo especial. Los locales tenían un aspecto frágil y abandonado, y el edificio entero parecía a punto de derrumbarse bajo la presión del nuevo edificio de la jefatura de policía, de grandes dimensiones y que casi tocaba las ventanas del antiguo.
Aquel edificio descomunal y pomposo se había creado con la intención de reunir en sus dependencias todos los recursos policiales, entre otros un eventual mando para caso de golpes de estado. Hubiera resultado interesante escuchar alguna explicación de por qué ese eventual mando estaría emplazado precisamente en una isla, fácilmente aislable derribando unos cuantos puentes bastante vulnerables.
Aquel coloso, que ya estaba prácticamente terminado, había presentado en su día a la policía un buen ejemplo del misterio de la habitación cerrada. Los módulos, prefabricados se iban colocando uno a uno en sus sitios, una vez terminados, y en uno de ellos los trabajadores habían hallado un vagabundo muerto. Pronto se averiguó que el interfecto había muerto a causa de una sobredosis de heroína, pero la puerta del módulo había estado cerrada todo el tiempo; nunca pudo ofrecer nadie la menor explicación de cómo había logrado llegar aquel hombre al interior del módulo.
Gunvald Larsson miró el reloj eléctrico de la pared. Eran las ocho y tres minutos; era el 14 de noviembre, y faltaba justamente una semana para el gran día.
El cuartel general de la operación disponía de cuatro despachos, lo cual no era mucho, pero por otro lado el jefe local de policía y Möller no iban casi nunca, el jefe de la policía de orden público tampoco se dejaba ver a menudo, y Malm y el director general de la policía no aparecían jamás. El que más acto de presencia hacía allí era Martin Beck. Gunvald Larsson y Einar Rönn estaban casi siempre también, al igual que Benny Skacke y Fredrik Melander, que era inspector de la sección de robos pero tenía muchos años de experiencia, tanto en la comisión nacional de homicidios como en la sección de delitos violentos de Estocolmo.
Melander era un tipo poco corriente y una gran ayuda; su memoria funcionaba como un ordenador, aunque mejor, y haciendo que todos los encargos pasasen por sus manos se podían evitar bastantes irregularidades, duplicidad de misiones y otras cosas. Físicamente era un hombre alto y calmoso, algo mayor que los demás; solía permanecer sentado en silencio estudiando sus papeles o rascando su pipa, y si no estaba ante su mesa era porque se encontraba en el lavabo, cosa que conocía media policía de Estocolmo y les parecía extraordinariamente divertido.
Los que se dejaban ver poco por el cuartel general tenían todos ellos bonitos despachos propios en las cercanías, especialmente el jefe de la policía de orden público, que realizaba gran parte del trabajo de organización en su despacho de la vieja comisaría de la calle Agne, y después enviaba copia de todos los procedimientos a Martin Beck.
No estaba mal para ser un cuartel general; se trabajaba con un estilo convencional y Gunvald Larsson se limitó a saludar con la cabeza a Rönn antes de entrar en el despacho de Martin Beck. Éste estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, mientras hablaba por teléfono a la vez que hojeaba un grueso informe.
—No —dijo—, he dicho ya varias veces que no tengo opinión sobre este asunto.
»Sí, muy bien, pues haga lo que quiera.
»No señor, yo no he dicho eso.
»Exacto, lo que he dicho es que haga usted lo que quiera. No tenemos opinión de ninguna clase sobre este asunto, ya se lo he dicho, ¿es que no me ha entendido?
Hablaba con un cierto énfasis.
—Adiós —dijo por fin, y colgó.
Gunvald Larsson le miró interrogante.
—La aviación —explicó Martin Beck.
—¡Uf! —exclamó Gunvald Larsson.
—Sí, eso era lo que intentaba decir, aunque un poco más amablemente. Quieren saber si necesitamos más de una escuadrilla de cazas.
—¿Y qué les has dicho?
—He llegado a decirle que no necesitamos ningún aeroplano de ninguna clase —dijo Martin Beck.
—¿Eso le has dicho?
—Sí, y ese general se ha puesto de muy mala leche. Se ve que la palabra «aeroplano» no les gusta.
—Claro que no, es tan inexacto como decir escopeta en vez de fusil.
—¡Oh, qué horror! ¿Tan mal lo he hecho? Voy a tener que pedirle perdón la próxima vez que llame.
Miró la fecha en su reloj y dijo:
—Tus amigos de ULAG no han dado señales de vida.
Los controles fronterizos y las llegadas del extranjero habían sido exhaustivos durante las últimas semanas.
Gunvald Larsson se arrancó un grueso pelo de uno de los agujeros de la nariz, lo examinó con vivo interés y dijo:
—Mmmm.
—¿Ha sido una declaración eso, o no? —preguntó Martin Beck.
Gunvald Larsson recorrió la habitación de un extremo a otro un par de veces dando grandes zancadas, y por fin dijo:
—Creo que tendríamos que actuar como si realmente estuvieran aquí.
—¿Crees que no han llegado todavía?
—No. Si planean algo, ten por seguro que ya están donde han de estar.
—Debe de tratarse de varias personas. ¿Es posible que hayan logrado entrar en el país sin que los hayamos podido pescar?
En diversos puestos fronterizos habían sido retenidas varias personas con el fin de realizar un control más exacto, pero todos habían presentado los papeles en regla.
—Es curioso —dijo Gunvald Larsson—, pero...
Se calló y Martin Beck dijo:
—Otra posibilidad es que hayan entrado antes de que empezaran los controles fronterizos de emergencia.
—Sí —admitió Gunvald Larsson—, es una posibilidad.
Parecía desacostumbradamente pensativo.
—¿En qué piensas? —preguntó Martin Beck.
—En que ésta es una ocasión perfecta para ULAG, pues todo les viene de maravilla; nunca han dado todavía un golpe en Europa, y además, ese senador está...
—¿En la lista negra?
—¿En la lista negra? —exclamó Gunvald Larsson—, En según qué círculos han puesto precio a su cabeza.
—Bueno... —dijo Martin Beck impasible—, en ese caso demuestra tener un cierto valor al venir aquí—. Y como para cambiar de conversación, preguntó—: ¿Viste alguna película interesante ayer?
Gunvald Larsson se había encargado de estudiar algunas filmaciones de visitas oficiales que había recopilado el servicio de seguridad.
—Bueno... —contestó Gunvald Larsson—. Sobre lo que has dicho antes, me he fijado en que Nixon circuló en un coche descubierto por todo Belgrado junto con Tito. Y lo mismo en Dublín: Nixon y De Valera desfilaron en un Rolls Royce del año de la pera, con el techo destapado. Por lo que vi en la filmación, había un solo agente de seguridad. En cambio, cuando Kissinger fue a Roma, medio país parecía cerrado.
—¿Has visto el gran clásico, también? ¿El Papa en Jerusalén?
—Sí; desgraciadamente, ya lo había visto antes.
La visita del Papa a Jerusalén fue controlada por la policía de seguridad jordana, que armó un jaleo impresionante, como nunca se había formado. Ni siquiera a Stig Malm se le podría ocurrir una barbaridad parecida.
Sonó el teléfono.
—Sí. Beck.
—Hola —dijo el jefe de la policía de orden público—. ¿Has visto el papel que te he enviado?
—Sí, ahora mismo lo estaba mirando.
—Esos dos días va a faltar gente de orden público en el resto del país.
—Lo comprendo.
—Sólo quiero que lo tengas en cuenta.
—En realidad, no es cosa mía. Pregúntale al director general si ya se ha dado cuenta.
—De acuerdo, llamaré a Malm.
Rönn entró con las gafas colgando de la roja punta de su nariz y con un papel en la mano.
—Sí, mira, la lista de GE; la he encontrado en mi mesa.
—Tenía que estar en mi casillero —dijo Gunvald Larsson—, déjala ahí. ¿Quién coño la ha cambiado de sitio?
—Ah, no lo sé, yo no he sido —respondió Rönn.
—¿Qué clase de lista es ésa?
—Gente que estará de servicio —dijo Gunvald Larsson—, gente que lo que mejor hace es pasar el rato en la sala de recreo jugando al póquer, no sé si me entiendes.
Martin Beck arrebató la lista a Rönn y la observó; empezaba con una serie de nombres seguros:
«Lista GE:
Bo Zachrisson
Kenneth Kvastmo
Karl Kristiansson
Victor Paulsson
Aldor Gustavsson
Richard Ullholm
etc.».
—Entiendo perfectamente —dijo Martin Beck—; eso de tener gente preparada de servicio es una buena idea. Por cierto, ¿qué significa GE?
—Gilipollas Escogidos —contestó Gunvald Larsson—, No quería expresarme con tanta claridad.
Fueron a la habitación en la que tenían sus mesas Rönn y Melander; allí habían pegado en la pared una copia azul del plano de la ciudad y habían pintado el recorrido inicial de la comitiva. Había un gran desorden, como suele suceder en tales lugares.
El teléfono sonaba sin parar, y cada dos por tres entraba alguien para entregar comunicados interiores metidos en carpetas marrones con ventanillas.
Melander estaba hablando en aquel momento por teléfono, sin sacarse la pipa de la boca. Decía:
—Sí, ahora mismo viene. Tendió el auricular a Martin Beck.
—Sí, soy Beck.
—Menos mal que te encuentro —dijo Stig Malm.
—Ya ves.
—Por cierto, te felicito por la discreta y elegante resolución del asesinato de Petrus.
Demasiado tarde para felicitar, y demasiado ceremonioso.
—Gracias —dijo Martin Beck—, En realidad, fueron más bien Aasa y Benny los que lo descubrieron; sobre todo Aasa.
—¿Aasa?
Malm tenía problemas para conocer a su propia gente.
—Aasa Torell —aclaró Martin Beck—, de la comisaría de Märsta.
—¡Ah, ya! —dijo Malm vagamente, pues no acababan de hacerle el peso los policías femeninos.
—¿Era eso lo que querías decirme? —preguntó Martin Beck.
—No —dijo Malm—, desgraciadamente, no.
—¿Qué pasa, pues?
—El jefe de la aviación acaba de llamar al director general de la policía.
«Sí que van deprisa», pensó Martin Beck, y exclamó:
—¡Ajá!
—Parece ser que el general está...
—¿Cabreado?
—Bueno, bueno, vamos a decir que parecía tener sus dudas sobre la voluntad de colaboración de la policía en este asunto.
—¡Ah, vaya!
Malm se aclaró la garganta.
—¿Estás resfriado?
«Vaya porquería de jefe», pensó Martin Beck, aunque en seguida se dio cuenta de que en realidad aquella vez el jefe era él en cierto modo, y estaba por encima de Malm. Entonces dijo:
—Tengo mucho trabajo, ¿qué quieres?
—Hombre, es que consideramos que nuestras relaciones con la defensa son muy delicadas y muy importantes, y por eso sería de agradecer que las conversaciones con las fuerzas armadas se celebraran en un espíritu de mutua comprensión. Bueno, ya sabes que no soy yo quien habla.
Martin Beck se rió por lo bajo y dijo:
—¿Pues quién coño habla? ¿Alguna especie de fantasma telefónico?
—Martin —dijo Malm suplicante—, tú sabes en qué posición me encuentro. No es fácil...
—De acuerdo —le atajó Martin Beck—, ¿algo más?
—De momento, no.
—Adiós, pues.
—Adiós.
Durante esa conversación Benny Skacke también había entrado en la habitación. Miró interrogante a Martin Beck, que dijo:
—El jefe administrativo Malm; una personalidad interesante, como seguramente tendrás ocasión de comprobar a menudo durante tu carrera.
Gunvald Larsson estaba al otro extremo, junto al plano. Sin volver la cabeza dijo:
—No exageres. Malm es tan sólo un burócrata con la cabeza hueca; toda la organización está infestada por gente como él.
El teléfono volvió a sonar y contestó Melander; aquella vez era Möller, que quería hablar de lo que él llamaba su lucha contra las fuerzas subversivas de la sociedad; dicho más sencillamente: los comunistas.
Todos dejaron que Melander mantuviera la conversación; para aquel tipo de cosas era el hombre idóneo, contestaba con brevedad y con gran paciencia a todo, no perdía jamás de vista el meollo del asunto y no alzaba nunca la voz. Cuando terminaba la conversación, el que había llamado generalmente no sacaba nada en claro, pero no podía quejarse, porque le habían tratado amablemente.
Los demás estudiaban el recorrido del cortejo.
El programa para la visita del poco grato senador era muy sencillo.
Su avión especial, que probablemente chequeaban diez veces diarias unos mecánicos escogidos, aterrizaría en Estocolmo—. Arlanda a la una del mediodía. Allí sería recibido por algún representante gubernamental y entrarían en la sala de los VIP. El gobierno había rechazado amablemente la idea de que una compañía le rindiera honores militares. El representante del gobierno y el visitante estadounidense subirían al coche blindado para dirigirse al Parlamento, en la plaza Sergel. Más tarde, el mismo día, el senador o, mejor dicho, cuatro oficiales de un buque de guerra norteamericano que se encontraba en el puerto de Oslo, colocarían una corona de flores como homenaje al anterior rey.
Se habían producido numerosas discusiones en torno a ese homenaje al fallecido monarca. Todo había empezado cuando le preguntaron al senador si tenía algún deseo especial, y él respondió que le apetecía visitar un campamento lapón, donde los lapones vivieran igual que quinientos años atrás. Este deseo produjo una cierta decepción entre los miembros del gobierno que apoyaron la decisión de invitar a aquel hombre que demostraba tan sublime desconocimiento de Suecia en general y de los lapones en particular. Se habían visto obligados a responder que no existía tal cosa y se le propuso, a cambio, visitar y examinar el buque de guerra Wasa, del siglo XVII; el senador había respondido que no le interesaban los barcos viejos y que en cambio quería rendir homenaje al recientemente desaparecido rey, ya que dicho monarca era el sueco más representativo, no sólo personalmente a ojos del senador, sino para gran parte del pueblo de los Estados Unidos.
A nadie le alegró demasiado la idea. A muchos ministros les había chocado la explosión desenfrenada de realismo que se había desatado a raíz de la muerte del anciano rey y la proclamación de su sucesor. Primero pensaron que tanto fasto empezaba a resultar excesivo, y, a través de los canales diplomáticos, habían intentado averiguar qué era lo que el senador quería decir realmente con lo de «recientemente», porque ya había pasado un año desde la muerte de Gustavo VI Adolfo, y después manifestaron enérgicamente que el gobierno no estaba interesado en colaborar en la idolatrización de reyes muertos. Pero el senador fue inflexible; se había empeñado en depositar una corona de flores y así se haría.
La embajada de Estados Unidos se ocupó de encargar una corona, tan grande que tuvieron que trabajar en ella dos empresas de floristería; el propio senador había señalado el diámetro que debería tener y qué clase de flores habría que utilizar. Los cuatro oficiales de marina llegaron ya a Estocolmo el 12 de noviembre y eran unos tipos robustos y atléticos, ninguno de los cuales medía menos de un metro noventa sin zapatos. Esto daba idea del tamaño de la ofrenda floral, pues era impensable que marinos de menor formato pudieran acarrear aquel jardín redondo.
Tras esta ceremonia, a la que el jefe del gobierno había prometido asistir, después de mucho estira y afloja, el cortejo se dirigiría al Parlamento. Por la tarde, el senador se reuniría con varios consejeros de Estado para celebrar conversaciones políticas informales.
Por la noche, el gobierno ofrecería un gran banquete en el Patio de Caballerizas, en el que incluso los líderes de la oposición y sus esposas tendrían ocasión de charlar con el hombre que un día casi llegó a la presidencia de los Estados Unidos.
El calibre político del senador era tal que el líder de la izquierda sueca, el portavoz del Partido Comunista, prácticamente rechazó la invitación para compartir la cena con semejante personaje.
Tras la cena, el senador pernoctaría en las dependencias para invitados de la embajada.
El programa del viernes era aparentemente sencillo. El rey ofrecería un almuerzo en Palacio. El servicio de protocolo no había especificado todavía cuál sería el programa, pero de momento ya se sabía que el rey recibiría a su huésped en el patio de Logaard, desde el cual ambos entrarían en el edificio palaciego.
Después del almuerzo, el senador, junto con uno o varios miembros del gobierno, se dirigiría al aeropuerto de Arlanda, donde se despediría y viajaría rumbo a los Estados Unidos. Punto final.
No había nada especialmente complicado ni notorio en todo ello. En realidad, era absurdo que se ocupasen tantos policías de todas clases en proteger a una sola persona.
Estaban todos delante del mapa, todos excepto Melander, que continuaba hablando por teléfono.
De repente, Rönn fue presa de una risa convulsiva y ahogada, sin ninguna razón aparente, y Gunvald Larsson le preguntó:
—¿Qué tienes, Einar?
Y Skacke:
—¿Te ha vuelto a dar el flato?
Gunvald Larsson miró con reproche a Skacke, que enrojeció y guardó silencio durante un rato.
—No —dijo Rönn—, es que pensaba en que el títere ese quiera ver lapones. Podría venir a casa y mirar a Unda; sólo mirarla, claro.
Unda era la mujer de Rönn, y era de raza lapona, menuda y con un cabello negro como el azabache y brillante, y ojos de color de nuez. Tenían un hijo, Mats, que había cumplido diez años en marzo.
El chico era rubio y de ojos azules, igual que el propio Rönn, pero en cambio había heredado el temperamento explosivo de la madre, lo que hacía que Rönn representase la calma en el seno de una familia en la que cualquier nimiedad pronto desencadenaba un drama acompañado de griterío y algaradas violentas.
Melander terminó también aquella conversación telefónica, se levantó y se dirigió hacia donde estaban los demás.
—Mmm —dijo—, ahora ya he leído, como todos vosotros, el material existente sobre ese grupo saboteador.
—¿Y dónde situarías la carga explosiva? —inquirió Martin Beck.
Melander encendió la pipa y repuso con indiferencia:
—¿Dónde colocaríais vosotros esa hipotética bomba?
Cinco dedos señalaron inmediatamente el mismo punto del plano de la ciudad.
—¡Frío, frío! —exclamó Rönn.
Todos se sintieron un poco ridículos. Por fin, Gunvald Larsson comentó:
—Si cinco personas como nosotros llegamos a la misma conclusión, ésta debe ser más falsa que Judas.
Martin Beck se apartó unos pasos a un lado, apoyó los codos en un archivador que había junto a la pared y dijo:
—Fredrik, Benny, Einar y Gunvald: dentro de diez minutos quiero tener una propuesta por escrito, y cada cual escribirá la suya. Yo también escribiré una. Tiene que ser breve.
Entró en su despacho. Sonó el teléfono, pero dejó que siguiera sonando. Metió una hoja en la máquina de escribir y tecleó con el dedo índice:
«Si ULAG comete un atentado, todo parece indicar que emplearán una bomba accionada a distancia. Con el tipo de servicio de seguridad que tenemos montado, contra lo que parece más difícil defenderse es contra la colocación de una bomba en las conducciones del gas. En parte, también, porque en ese caso se producen una serie de explosiones en cadena. He indicado un lugar del recorrido desde el aeropuerto a la ciudad, justo a la entrada, precisamente porque ese recorrido es difícil de alterar sin grandes complicaciones, sobre todo en lo que se refiere a las fuerzas del orden y su cambio de posiciones. Precisamente en ese lugar existen muchos pasillos y corredores subterráneos, la mayor parte correspondientes al sistema de comunicaciones del metro y que pasan por allí, y también una complicada red de alcantarillado. También se puede llegar hasta ese punto a través de varias bocas de alcantarilla y otros accesos, si es que conocen la red de conexiones subterráneas de la ciudad. Debemos contar también con la posibilidad de la colocación de explosivos en otros lugares como refuerzo, y hay que procurar localizarlos en sus posiciones más previsibles. Beck».
Skacke entró con su informe justo en el momento en el que Martin Beck terminaba. Después llegaron Melander y Gunvald Larsson. Rönn llegó el último; la redacción le había exigido veinte minutos, pues no era hombre de letras.
Todos tenían puntos de vista similares, pero el estudio de Rönn era el más digno de leerse. Había escrito:
«El bombardero subterráneo, aunque utilice la detonación por control remoto, ha de poder introducir la bomba en una tubería de gas allí donde las haya. Hay muchas (cinco) en el lugar que yo he señalado, y, si tiene que meter la bomba en algún sitio, ha de excavar por sí mismo como un topo y construir un túnel, o bien utilizar los pasadizos subterráneos que ya existen. Precisamente en el lugar que he señalado hay numerosos pasadizos, y si la bomba es tan pequeña como dice Gunvald, es imposible que la encontremos a no ser que organicemos la expedición de un grupo de policías subterráneos, con lo que nos veremos obligados a crear un comando especial subterráneo, pero como no tienen ninguna experiencia no servirán para nada. «Pero no sabemos si hay terroristas de los que colocan bombas para atentados en el suelo, pero si los hay, ni la policía de superficie ni la policía subterránea podrán encontrarlos, pero también puede ser que vayan nadando por las cloacas y entonces, además, necesitaremos un comando de cloacas formado por hombres rana.»
El narrador se retorcía mientras Martin Beck leía, pero éste ni siquiera sonrió, sino que dejó el documento sobre un montón de papeles. Rönn pensaba bien, pero escribía de una forma un tanto rara; tal vez fuera ésa la razón por la que no había sido ascendido a inspector. De vez en cuando, alguien hacía circular maliciosamente sus escritos, suscitando carcajadas burlonas. Desde luego, los informes que solían escribir los policías eran a menudo un desastre, pero muchos opinaban que, por ser Rönn un buen detective, bien podía escribir algo mejor.
Martin Beck se acercó a la nevera, bebió un vaso de agua, apoyó el codo a su manera habitual, se rascó la cabeza y dijo:
—Benny, ¿quieres decir que no nos pasen ninguna llamada y que no dejen entrar ninguna visita, sea quien sea?
Skacke se dispuso a obedecer, pero advirtió:
—¿Y si vienen el director general o Malm?
—A Malm le pegamos una patada y ya está —contestó Gunvald Larsson—; en cuanto al otro, tendrá que armarse de paciencia. En el cajón de mi mesa hay una baraja y puede hacer un solitario. Es de Einar, que la heredó de Aake Stenström.
—De acuerdo —dijo Martin Beck—. Primero, Gunvald quiere explicarnos una cosa.
—Se trata de la técnica de colocación de bombas de ULAG —dijo Gunvald Larsson—. Inmediatamente después del atentado del cinco de junio, el comando de artificieros de la policía, junto con expertos del ejército, empezó a buscar otros explosivos en la red de tuberías de gas de la ciudad. Resulta que han aparecido dos cargas sin explotar, pero eran tan pequeñas y estaban tan camufladas y tan astutamente colocadas, que la primera la encontraron al cabo de tres meses y la segunda apareció la semana pasada. Estaban nada menos que en puntos del recorrido previsto para el día siguiente y tuvieron que excavar metro a metro. Las bombas eran un modelo muy mejorado de las cargas de plástico que en su día se emplearon en Argelia. El dispositivo de detonación por radio era técnicamente muy avanzado.
Calló y Martin Beck dijo:
—Está bien. Ahora hemos de hablar de otra cosa, y es un detalle que no tiene que salir de aquí bajo ningún concepto. Sólo nosotros cinco hemos de saber de qué va la cosa, nadie más. Bueno, hay una excepción, pero ya hablaremos de ello más adelante.
La charla duró todavía unas dos horas y todos tuvieron puntos de vista que exponer.
Martin Beck quedó muy satisfecho al terminar. Era un buen grupo, aparte de las opiniones particulares de algunos sobre los demás. A menudo tenía que explicar las cosas dos veces, lo cual, como de costumbre, hacía que echara de menos a Kollberg.
Skacke pidió la lista de todos los que habían llamado durante este tiempo. Era una lista nutrida:
El director general de la policía, el jefe de la policía de Estocolmo, el comandante en jefe, el jefe del estado mayor del ejército, el ayudante del rey, el director de la radio, el jefe administrativo Malm, el ministro de Justicia, el portavoz del Partido Moderado, el jefe de la policía de orden público, diez periódicos diferentes, el embajador de Estados Unidos, el jefe de policía de Märsta, el secretario del presidente del gobierno, el jefe de las fuerzas de vigilancia del Parlamento, Lennart Kollberg, Aasa Torell, el fiscal general del Estado, y Rhea Nielsen, más once ciudadanos anónimos.
Martin Beck observó la lista con preocupación y suspiró profundamente. Seguro que habría jaleo, de alguna forma o de muchas formas. Resiguió la larga lista con el dedo, se acercó al teléfono y marcó el número de Rhea.
—¡Hola! —dijo ella con naturalidad—. ¿Molesto?
—Tú no molestas nunca.
—¿Vendrás esta noche a casa?
—Sí, pero seguramente bastante tarde.
—¿Cómo de tarde?
—A las diez, a las once, algo por el estilo.
—¿Has comido hoy? —inquirió ella.
Martin Beck no contestó.
—¿Nada, verdad? Acuérdate de que acordamos decir siempre la verdad.
—Tienes razón, como casi siempre.
—Pues ven a casa; si puedes, llámame media hora antes. No quiero que te mueras de hambre antes de que aterrice ese zopenco.
—De acuerdo, un beso.
—Un beso.
Después se repartieron las llamadas, de las que unas eran rápidas y poco importantes, y otras largas y complicadas.
Gunvald Larsson habló con Malm:
—¿Qué quieres?
—Parece ser que Beck intenta cargarnos la responsabilidad de traer un montón de policías de provincias aquí. El jefe de la policía de orden público me ha llamado sobre este asunto hace un par de horas.
—¿Y qué?
—Nosotros aquí, desde la DGP, sólo queremos indicar que no os podéis mezclar en una serie de crímenes en la periferia que todavía no se han cometido.
—¿Eso hacemos?
—El jefe considera la cuestión de la responsabilidad como muy importante. Si se cometen crímenes en otros lugares, no será culpa nuestra. La DGP no tiene nada que ver con el asunto.
—Es curiosísimo —dijo Gunvald Larsson—, Si yo perteneciera a la DGP, me encargaría de que se tomasen medidas preventivas. ¿Qué es lo que hacéis en realidad en la DGP, a qué creéis que debéis dedicaros?
—La responsabilidad no es nuestra, sino del gobierno.
—Está bien, entonces llamaré al ministro.
—¿Qué?
—Has oído perfectamente lo que he dicho. Adiós.
Gunvald Larsson nunca había hablado antes con un miembro del gobierno. Tampoco le había interesado nunca, pero marcó el número del ministerio de Justicia con cierto placer.
Le dieron línea en seguida y pronto tuvo al ministro de Justicia al otro lado del hilo.
—Buenos días —dijo—, me llamo Larsson y soy policía. Tomo parte en el asunto de la protección durante la visita senatorial.
—Buenos días. He oído hablar de usted.
—Pues resulta que se ha iniciado una discusión, a mi modo de ver nada divertida y bastante inútil, sobre quién es el responsable de que el próximo jueves y viernes no haya guardias en lugares como por ejemplo Enköping y Norrtälje.
—¿Y...?
—Pensaba solicitar una respuesta a esta pregunta, para que no haga falta desgañitarse contra todos los posibles idiotas que decidan hablar sobre este tema.
—Bien, la responsabilidad es única y exclusivamente del gobierno. No se puede señalar a ninguna otra persona en particular, ni siquiera a los que propusieron y llevaron adelante la invitación al visitante. Personalmente, yo voy a dar instrucciones a la dirección general de la policía a fin de que hagan todo lo que esté en su mano para reforzar la prevención de delitos en las provincias en las que el personal sea escaso.
—Perfecto —dijo Gunvald Larsson—; eso era lo que quería oír. Adiós.
—Un momento —le atajó el ministro de Justicia—, yo mismo he llamado hace un rato para saber cómo están las cosas en lo referente a la seguridad.
—Creemos que bien —contestó Gunvald Larsson—; trabajamos siguiendo un plan minucioso, pero flexible.
—Perfecto.
«Parecía verdaderamente un hombre sensato», pensó Gunvald Larsson. Pero el ministro de Justicia tenía fama de ser una honrosa excepción entre los políticos de carrera que dirigían Suecia en su largo e irrefrenable declive.
Así transcurrió el día, entre conversaciones abundantes y a menudo insignificantes. Las bandejas de carpetas entraban y salían, formando una auténtica corriente.
Hacia las diez de la noche, Gunvald Larsson recibió una carpeta, cuyo contenido le hizo permanecer durante media hora en silencio y con la cabeza entre las manos.
Skacke y Martin Beck seguían allí, pero pensaban marcharse pronto a casa, y Gunvald Larsson no quería fastidiarles la noche, por lo que decidió no decir nada sobre el contenido de aquella carpeta hasta el día siguiente. Después cambió de parecer y se la entregó a Martin Beck sin hacer ningún comentario, y éste la metió, impasible, en su portafolios.
Aquella noche, Martin llegó a la casa de la calle Tule pasadas las once y veinte.
La jornada de trabajo había terminado con una larguísima reunión con el jefe de la policía de orden público. Lo que tenían que decirse era importante y exigía concentración. ¿Cómo disponer aquella cantidad ingente de policías uniformados? ¿Cómo acuartelarlos, trasladarlos y distribuirlos? ¿Dónde tendrían que estar situados en cada momento? ¿Cómo tratar a los manifestantes?
El jefe de las fuerzas de orden público era un buen administrativo, pero lo mejor de él era su visión serena de las cuestiones delicadas del momento. Una de ellas era, precisamente, el problema de los manifestantes. Todo parecía indicar que Eric Möller pensaba montar algún número especial y que estaba dispuesto a dirigirse a los máximos responsables de la burocracia para que se tuvieran en cuenta sus puntos de vista. Por eso, Martin Beck quería tener soluciones claras y redondas, con las que poder evitar la puesta en práctica de los inventos de la SÄPO.
Personalmente no creía que fuera posible evitar que el impopular visitante viera, oyera y notara que muchas personas del país estaban en contra de él y que consideraban su visita una inconveniencia. Eran demasiadas las cosas en las que había estado mezclado aquel hombre, cosas demasiado recientes y frescas en la memoria de todos: la guerra de Vietnam, la intervención en Camboya, el genocidio en Chile, para citar sólo algunos ejemplos.
El jefe de las fuerzas de orden público comprendía estos puntos de vista. Otros, en cambio, no comprendían nada, como por ejemplo Stig Malm, que consideraba que había que cerrar al tráfico las carreteras y acordonar el trayecto al paso del cortejo, de tal manera que el senador no tuviera necesidad de ver ni un solo manifestante, ni siquiera un cartel o una pancarta.
El último informe tendencioso de Eric Möller señalaba que los manifestantes serían muy numerosos y que vendría gente de todos los rincones del país para tener la oportunidad de expresar su opinión. Hasta ahí habían llegado las averiguaciones de sus sabuesos.
No cabían dudas al respecto; era absurdo pensar que absolutamente todas las acciones del servicio secreto fuesen tonterías o simples hostigamientos contra la izquierda.
La preocupación de Martin Beck y del jefe de las fuerzas de orden público era la de que los manifestantes pudieran expresar sus puntos de vista con total libertad y a sus anchas, pero que los grupos más radicales no tuvieran oportunidad de atravesar el cordón policial y detener la comitiva o alzar barricadas en las calles. El jefe de las fuerzas de orden público consideró que podría cumplir ese encargo. Tras algunas dudas, pasaron a la siguiente cuestión: que la policía uniformada, bajo ningún concepto, utilizase la violencia, a no ser en un caso extremo. Los hombres que incumplieran dicha disposición recibirían un castigo disciplinario y en caso necesario serían procesados.
Martin Beck intentó durante un rato sustituir la palabra «procesado» por «cesado», pero finalmente se vio obligado a rendirse.
Abrió la puerta de la calle con su propia llave. Luego subió dos escalones y llamó a la puerta, que estaba cerrada. Hizo unas señales convenidas y esperó. Ella tenía llave para entrar en su piso, pero él no podía entrar en el de ella. Martin Beck no creía necesitarlas, pues nada tenía que hacer allí si ella no estaba. Y cuando ella estaba en casa, casi siempre dejaba la puerta sin cerrar.
Al cabo de medio minuto llegó ella brincando y descalza, y abrió la puerta. Estaba especialmente atractiva, y sólo llevaba una blusa azul gris muy ancha, que le llegaba hasta media pierna.
—¡Puñeta! —exclamó—. Me has dejado poco tiempo. Tengo una cosa que ha de estar media hora en el horno.
No había podido llamarla antes de terminar la discusión con el jefe de las fuerzas de orden público, y lo había hecho por fin hacía sólo diez minutos. Después había pedido que le acompañaran en un coche patrulla, ya que el servicio de taxis, como siempre, estaba colapsado.
—¡Jesús, cómo vienes! —exclamó ella—. ¿No comprendes que hay que comer de vez en cuando? —Le miró fijamente y añadió—: ¿Quieres que nos bañemos? Yo creo que lo necesitas.
Rhea había hecho construir en el sótano una sauna para los inquilinos, un año antes. Cuando la quería utilizar sólo ella, se limitaba a colocar un cartelito en la puerta del sótano.
Martin Beck se cambió y se puso un albornoz viejo que guardaba en el armario del dormitorio, mientras ella bajaba y ponía en marcha la sauna. Era una instalación perfecta, seca y muy caliente.
Son mayoría los que suelen sentarse en silencio en la sauna, pero Rhea no tenía esa costumbre y preguntó:
—¿Cómo va tu extraño trabajo?
—Creo que bien, pero...
—¿Pero qué?
—Es difícil saberlo con seguridad; nunca he hecho una cosa parecida.
—¡Mira que invitar a ese malnacido! —exclamó Rhea—. A los socialdemócratas se les caerá la cara de vergüenza.
—Parece que ese hombre no es muy popular.
—¿Popular? Será una lástima que le salvéis el pellejo.
—¿En serio?
—No, no es en serio, pues la violencia casi nunca es una solución acertada, aunque a veces sí.
—¿Cuándo?
—En guerras de liberación que han durado años. Vietnam, por ejemplo. ¿Qué puede hacer la gente? Han de luchar. Y ahora llega el vencedor, ¿qué falta para que venga? ¿Una semana?
—¡Qué va, ni eso! Llega el jueves próximo.
—¿Saldrá por radio o por televisión?
—En las dos.
—Bajaré a la calle Köpman, a ver esa desgracia.
—¿No vas a manifestarte?
—A lo mejor tendría que ir —contestó ella, desabrida—. Quizá empiece a ser un poco mayor para ir a las manifestaciones. Hace unos años era distinto.
—¿Has oído hablar alguna vez de algo llamado ULAG?
—He leído algo en los periódicos; no está muy claro qué defienden o qué atacan. ¿Crees que se disponen a hacer algo aquí?
—Hay una posibilidad.
—Parecen peligrosos.
—Por lo visto.
—¿Tienes bastante?
El termómetro se acercaba a los cien grados. Echó un par de cazos de agua sobre las piedras y del techo bajó un calor agradable. Salieron y se ducharon; después se frotaron mutuamente.
Cuando volvieron a subir al piso, salía de la cocina un perfume lleno de sugerencias.
—Me parece que ya está. ¿Podrás poner la mesa?
Más o menos, era de lo único que se sentía capaz, aparte de comer.
La cena era buenísima y él comió como hacía tiempo que no lo hacía. Luego permaneció callado, con su copa de vino en la mano. Ella le miró y dijo:
—Pareces rendido. Acuéstate.
Martin Beck estaba realmente rendido. Aquella jornada de incesantes llamadas telefónicas y de reuniones ininterrumpidas le había agotado, pero por alguna razón no quiso acostarse en seguida. Se sentía demasiado a gusto en aquella cocina, entre ristras de ajos, manojos de ajenjo, tomillo y serba. Al cabo de un rato dijo:
—¿Rhea?
—¿Sí?
—¿Crees que hice mal al aceptar ese trabajo?
Ella meditó durante largo rato antes de contestar:
—Eso precisaría un análisis complicado.
—Pues hazlo —dijo, y bostezó.
—Tal como yo lo veo, para empezar ha sido un error garrafal del gobierno invitar a ese payaso reaccionario; Estados Unidos lleva mucho tiempo siendo la amenaza constante para la paz; no es el único país en este aspecto, porque hay estados como Israel, por ejemplo. Pero Estados Unidos es el más grande y el más peligroso. Aquí en Suecia llevamos varias décadas con gobiernos pseudosocialistas que proclaman nuestra neutralidad, que es a todas luces falsa. Todo el tiempo, incluso mucho antes de la guerra fría, nuestra política exterior la han conformado personas con posturas negativas hacia el socialismo y favorables al capitalismo occidental. El famoso Dag Hammarskjöld, del que tanto se habló en su día, era una de esas personas. Su misión principal en el ministerio de Asuntos Exteriores fue dar forma a las bases sobre las que descansaría la toma de postura política del país. Al parecer, consideró que el enemigo natural de Suecia era el Soviet socialista, y que por consiguiente nuestro mejor aliado tenía que ser Estados Unidos. Dado que el gobierno socialdemócrata hace en realidad negocios públicos y privados en defensa de intereses capitalistas, aunque ha logrado convencer a la gente de que representa una especie de socialismo, resulta que durante toda su existencia lo que ha hecho ha sido combatir el auténtico socialismo. Ha puesto el dispositivo de inteligencia sueco al servicio de los americanos. Por ejemplo, combatió el movimiento de Vietnam hasta que se vio que no se podía seguir engañando a la gente en ese punto; si recuerdas el asunto Catalina, comprenderás lo que quiero decir.
El asunto Catalina había sido una de las maniobras de confusión más misteriosas del régimen. Unos aviones suecos habían espiado en aguas jurisdiccionales soviéticas por cuenta de los americanos. Los rusos habían abatido dos de ellos y el gobierno, valiéndose de las más pérfidas mentiras, había logrado crear un ambiente de claro anticomunismo que estuvo a punto de conseguir su propósito, es decir, la incorporación de Suecia al gran pacto antisocialista, la OTAN.
Rhea Nielsen comprobó con una rápida ojeada que Martin Beck todavía estaba despierto. Luego dijo:
—Hace unos días me hablaste de la Weserübung. No soy ninguna experta en ajedrez ni en operaciones navales complicadas, ni sé nada de navegación, pero no soy tan tonta como para no ver que el mando de la marina alemana hizo un buen trabajo... ¿Cómo se llamaba aquel almirante?
—Raeder.
—Justo; leí sus memorias, que tú me regalaste el año pasado. Parece que fue una persona de grandes cualidades, valentía personal entre otras, pero...
—¿Pero qué?
—Te olvidas de una cosa referente a la Weserübung: que fueron franceses y polacos los que tomaron Narvik y destruyeron las instalaciones de agua pesada, ya que los ingleses habían atacado a la flota alemana.
—Hirieron al cazador, le dejaron sin su fuente de energía.
—Sí, sí —dijo ella irritada—. Lo cierto es que el general alemán, que se llamaba Dietl, quedó en una situación desesperada. Tuvo que retirarse a las montañas y pidió permiso a Hitler para capitular, pero los ferrocarriles suecos le suministraron material y refuerzos para que pudiera arreglárselas. Este es también un bonito ejemplo de la neutralidad sueca. El gobierno sueco sabía que Hitler no tenía ninguna intención de invadir Suecia, porque la consideraba una nación amiga. De todos modos, había muchos cretinos, dentro del gobierno, de la policía y del ejército, que deseaban que Suecia entrase en guerra al lado de Alemania con el señuelo del terror socialista. Pero tan pronto Rusia aplastó a los nazis en Stalingrado y fue notorio que Hitler perdería la guerra, las simpatías de Suecia se decantaron hacia Estados Unidos. Y así ha sido desde entonces. La socialdemocracia sueca ha estado engañando a las masas, durante decenios, con falsa propaganda; en realidad, lo que hacen es representar los intereses capitalistas y los cuatro cabecillas que se supone que controlan a la mayor parte de los trabajadores. Es un crimen contra el pueblo, en realidad un crimen contra cada individuo en particular de los que viven en este país. Y ahora incluso han logrado que la policía en bloque participe en este crimen. Sí, ya sé que tú y tu comisión de homicidios no tomáis parte en la brutalidad policial ni efectuáis persecuciones políticas, pero comprendo perfectamente a tu amigo, el que lo dejó.
—Kollberg.
—Por cierto, es un tipo fantástico, y su mujer también me gusta. Quiero decir que creo que hizo una buena cosa. Él vio que la policía como organización cree que los terroristas pertenecen fundamentalmente a dos clases: los socialistas y los otros, los que brotan de la sociedad de clases. Actuó de acuerdo con su conciencia y sus convicciones.
—Yo creo que se equivocó, pues si todos los buenos policías lo dejan, porque cargan con las culpas de los demás, entonces sólo quedarán los idiotas y la escoria. De eso ya hemos hablado antes.
—Tú y yo hemos hablado de casi todo antes, ¿te has dado cuenta?
Él asintió.
—Pero me has hecho una pregunta concreta y ahora tengo que contestarla; sólo quería aclarar primero algunos conceptos. Sí, cariño, yo creo que has hecho mal. ¿Qué habría pasado si hubieras dicho que no?
—Recibí una orden directa.
—¿Y si hubieras desobedecido la orden?
Martin Beck se encogió de hombros. Estaba muy cansado, pero la conversación le interesaba.
—Seguramente me hubieran suspendido, pero sinceramente no lo creo; le hubieran dado el trabajo a otro y ya está.
—¿A quién?
—Seguramente a Stig Malm, el jefe administrativo, el que se supone que es mi jefe y superior más inmediato.
—¿Y lo hubiera hecho peor que tú? Sí, yo creo que sí. En fin, pero insisto en que, visto de repente y sin pensarlo demasiado, tenías que haberte negado. Es decir, eso es lo que yo siento, y los sentimientos son difíciles de analizar. Seguramente lo que siento es que nuestro gobierno, que se pretende representante del pueblo, invite a un reaccionario con mala fama, que incluso estuvo a punto de ser presidente hace un tiempo; si lo hubiera sido, ahora tendríamos a lo mejor una guerra mundial en marcha, y a pesar de ello se le recibe como a un huésped respetable. Nuestro gobierno, con su presidente a la cabeza, se sentarán a conversar amablemente con él sobre la depresión y los precios del petróleo, y se asegurarán de que la buena y vieja Suecia continúe siendo la fiel antorcha contra el comunismo, como ha sido siempre. Le invitarán a una cena pantagruélica, en la que podrá saludar a la oposición, que defiende exactamente los mismos intereses capitalistas que nuestro gobierno, sólo que disfrazados con sutilezas. Y luego almorzará con nuestro rey títere. Y todo el tiempo va a estar tan protegido que probablemente no llegará a ver un solo manifestante ni sabrá que existe la más mínima oposición, a no ser que se lo diga la SÄPO o la CIA. Lo único que advertirá es que Calle Hermansson no irá a la cena de gala.
—Ahí te equivocas. Todos los manifestantes estarán a la vista.
—A no ser que el gobierno se sienta molesto y te desautorice, claro está. ¿Qué puedes hacer si el jefe del gobierno llama y ordena que todos los manifestantes sean encerrados en el estadio de Raasunda y que permanezcan allí?
—Entonces sí que lo mandaría todo a hacer puñetas.
Ella le miró largamente; estaba con la barbilla apoyada en la rodilla y las manos entrelazadas alrededor del tobillo. Tenía el cabello alborotado por la sauna y la ducha, y sus rasgos irregulares reflejaban preocupación. A él le pareció hermosa.
Por fin, ella dijo:
—Me gustas Martin, pero tienes un trabajo que es una mierda. ¿Qué clase de gente es la que tú detienes por asesinato y otras desgracias? Por ejemplo, ese último, un pobre trabajador que intentó defenderse de un cerdo capitalista que le había truncado la vida... ¿qué pena le caerá?
—Doce años, me parece.
—Doce años... —dijo ella—; bueno, quizá los vale para él.
Parecía disgustada, pero entonces cambió de tema, como solía.
—Los chicos están con Sara, en el piso de arriba, o sea que puedes dormir sin que se te sienten sobre el estómago; a lo mejor lo haré yo cuando vaya a acostarme.
Eso ocurría con frecuencia cuando ella se acostaba y él ya dormía. Y volvió a cambiar de tema nuevamente:
—Espero que seas consciente de que ese visitante honorable que llega tiene decenas de miles de vidas sobre su conciencia. Fue una de las fuerzas más activas que forzaron el bombardeo estratégico del Vietnam, y también se mostró activo durante la guerra de Corea, pues animaba a McArthur cuando ése quería bombardear China con armas nucleares.
Martin Beck asintió.
—Ya lo sé —dijo, y luego bostezó.
—Ve y acuéstate —ordenó ella—. Te daré el desayuno cuando te despiertes. ¿A qué hora quieres que te despierte?
—A las siete.
—Bueno.
Martin Beck fue a acostarse y se durmió en seguida.
Rhea trasteó en la cocina un rato; luego fue a la habitación y le besó en la frente, pero él ni se movió.
En el piso hacía calor y Rhea se quitó la bata, se instaló en su sillón favorito y leyó un rato. Tenía dificultades para dormirse y solía permanecer despierta hasta altas horas de la madrugada. El insomnio es un problema irritante que frecuentemente conduce a un temperamento inestable y humor imprevisible. Tiempo atrás había intentado combatir esas dificultades a base de vino tinto, pero después hizo de la necesidad una virtud y leía numerosos tratados soporíferos y cosas por el estilo.
Rhea Nielsen era curiosa, a menudo de forma irrefrenable. Después de leer un párrafo sobre análisis de personalidad, que había escrito ella misma años atrás, miró a su alrededor y vio el portafolios de Martin Beck.
Sin encomendarse a nadie lo abrió y empezó a examinar los papeles que contenía, con todo detalle y vivo interés. Por fin abrió la carpeta que Gunvald Larsson había entregado a Martin Beck justo antes de marcharse.
Examinó largo rato el contenido, con una tensa atención, no exenta de sorpresa. Al cabo de largo tiempo lo metió todo otra vez en su sitio y fue a acostarse. Pasó por encima de la barriga de Martin Beck, pero éste dormía tan profundamente que no se despertó. Luego se tumbó muy pegada a él, con la cara vuelta hacia la de él.