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El mismo día en que Gunvald Larsson vivía sus particulares experiencias en aquel balcón con hermosa vista sobre el puerto, en el juzgado de Estocolmo se veía el juicio contra una chica llamada Rebecka Lind, acusada de atraco a mano armada en una sucursal bancaria.
Tenía dieciocho años y ni la más remota idea de las cosas que le estaban ocurriendo a Gunvald Larsson. Si alguien hubiera nombrado la ciudad en la que él se encontraba en aquellos momentos, no la hubiera reconocido, ni hubiera sabido en qué país se hallaba, ni nada sobre personalidades como la del presidente que acababa de perder la cabeza, ni que el presidente de los Estados Unidos todavía se llamaba Nixon.
Ella sabía un montón de otras cosas, pero no tenían nada que ver con el asunto. El fiscal en el caso era Bulldozer Olsson, desde hacía muchos años experto judicial en atracos a mano armada, especialidad delictiva que se cernía como la peste sobre todo el país en aquellos momentos.
Era un hombre que estaba siempre muy ocupado, y pasaba tan poco tiempo en casa que cuando su mujer le abandonó tardó tres semanas en enterarse, al encontrarse un papelito explicativo en la almohada de la cama. De todos modos, las cosas cambiaron bien poco a la sazón, pues, gracias a su rapidez habitual para reaccionar, sustituyó a la esposa abandonista en el plazo de tres días y se hizo con otra. Su nueva compañera era una de sus secretarias, que le admiraba sin reservas y con una entrega total, y la verdad era que sus trajes estaban mejor planchados a partir de su nueva situación.
Sin embargo, a pesar de que siempre tenía prisa, solía llegar a las vistas con lo que él llamaba puntualidad, por lo que aquel día llegó echando el hígado por la boca y dos minutos escasos antes de iniciarse el juicio. Era un hombre de reducida estatura, aunque bastante corpulento, tenía un aspecto jovial y era ligero de movimientos; solía llevar camisas de color rosa y corbatas descomunales de pésimo gusto, lo cual atacaba los nervios de Gunvald Larsson durante su trabajo en común en el grupo especial de Bulldozer, en el que también habían trabajado Einar Rönn y Lennart Kollberg, pero de eso hacía ya muchos años. Kollberg ya no estaba en el cuerpo en aquellos momentos. Bulldozer era partidario de hacer cambios rápidos y prefería la sangre joven entre sus colaboradores.
Miró a su alrededor, en la fría y mal calentada antesala del juzgado, y descubrió un grupo de cinco personas, entre las cuales se hallaban sus propios testigos, y una persona cuya sola cercanía le ponía extraordinariamente nervioso, a saber, el jefe de la comisión nacional de homicidios.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó a Martin Beck.
—Me han llamado como testigo.
—¿Quién?
—La defensa.
—¿La defensa? ¿Qué defensa es?
—El abogado Braxén —respondió Martin Beck—. Este caso se lo han adjudicado a él.
—El Trueno... —dijo Bulldozer con fastidio—; ya llevo tres reuniones en lo que va de día y dos instrucciones, y ahora sólo me falta sentarme a escuchar al Trueno el resto de la tarde.
—¿Así que no te habías preocupado de quién era el defensor? ¿Qué hiciste entonces durante el período de instrucción?
—Este tipo de instrucción es de pura rutina —explicó Bulldozer—. Ésta sólo duró tres minutos, y la defensa ni siquiera se presentó, porque no hizo falta.
El fiscal se dirigió hacia uno de sus testigos y empezó a rebuscar entre los documentos y las actas que llevaba en su portafolios, sin encontrar lo que buscaba.
Martin Beck pensó que Bulldozer y el Trueno se parecían en algunas cosas: mientras se hablaba con ellos solían desaparecer, pero mientras que Bulldozer lo hacía de manera física y tangible, el Trueno se ausentaba de forma mental, como el que se encuentra realmente en otro mundo.
El fiscal dejó a su testigo en mitad de una frase y se dirigió de nuevo hacia Martin Beck.
—¿Sabes algo de este caso? —preguntó.
—No demasiado, pero la argumentación de Braxén hizo que me decidiera a venir. Además, tampoco tengo ahora nada especial que me impida acudir.
—Vosotros, los de homicidios, no sabéis realmente lo que quiere decir trabajar —dijo Bulldozer Olsson—. Yo mismo tengo ahora, sobre la mesa, treinta y nueve casos, y otros tantos pendientes de resolución. Si vienes un día verás lo que es bueno...
—No —dijo Martin Beck—, y no es porque me dé miedo el trabajo, pero no; gracias de todas maneras.
—Lástima —dijo Bulldozer—, porque a veces creo que éste es el trabajo más bonito de toda la maquinaria judicial, fantástico e interesantísimo, con sorpresas nuevas cada día...
Ya se despedía cuando añadió:
—...como esto del Trueno.
Bulldozer Olsson solía ganar todos sus casos, con algunas contadísimas excepciones. Lo más suave que se podía decir al respecto era que no resultaba especialmente halagüeño para la judicatura. Lo menos suave que pudiera decirse valía más ni pensarlo.
—Pero pasarás una tarde divertida —aseguró Olsson—, El Trueno es todo un espectáculo.
—Yo no he venido aquí a divertirme —repuso Martin Beck.
La discusión quedó interrumpida cuando llamaron para la vista, y los interesados, con una excepción importantísima, entraron en la sala, que era un lúgubre espacio de las dependencias municipales. Las ventanas eran grandes y mayestáticas, lo que no justificaba, pero posiblemente explicaba, que no las hubieran limpiado en mucho tiempo.
El juez, el portavoz del tribunal y siete jurados contemplaban la sala desde una tribuna en la que los pupitres estaban unidos unos a otros, y sus miradas eran altamente circunspectas y ceremoniosas.
Un rayo de luz azulado que atravesaba el espacio polvoriento indicaba que alguien acababa de encender un cigarrillo dentro de la sala.
La acusada entró por una de las puertas laterales. La acompañaba una siniestra mujer de unos cincuenta años, vestida con algo parecido a un uniforme. La acusada era una muchacha de cabellos rubios largos hasta los hombros, boca desabrida y ojos castaños y ausentes. Llevaba un vestido de tela ligera y delgada, verde pálido y con algunos bordados, y calzaba zuecos negros.
Los miembros del tribunal estaban sentados y lo habían estado todo el tiempo. Los demás continuaron de pie. El juez empezó a leer los prolegómenos de la vista con voz monótona, se volvió después hacia la muchacha, que estaba a su izquierda, y le dijo:
—La acusada en este caso es Rebecka Lind, ¿es usted Rebecka Lind?
—Sí.
—¿Puede la acusada hablar un poco más alto?
—Sí.
El juez miró en sus papeles. Por fin dijo:
—¿No tiene usted otros nombres?
—No.
—¿Y nació el trece de enero de mil novecientos cincuenta y seis?
—Sí.
—Debo rogar a la acusada que hable más alto.
Esto lo dijo como si perteneciera a la rutina de todas las vistas, lo cual seguramente era así, porque las condiciones acústicas de la sala eran especialmente deficientes. Además, los acusados eran personas poco acostumbradas a expresarse en público, y se sentían normalmente oprimidos por aquel ambiente hostil y entristecedor. El juez continuó diciendo:
—La acusación corresponde al fiscal jefe Sten Robert Olsson.
Bulldozer no reaccionó en absoluto y siguió revolviendo sus papeles, totalmente ajeno a lo que estaba sucediendo.
—¿Se encuentra en la sala el fiscal jefe Sten Robert Olsson? —preguntó en tono rutinario el regidor, aunque había visto al interesado cientos de veces.
Bulldozer dio un respingo, porque no estaba acostumbrado a que le llamaran por su verdadero nombre.
—¡Desde luego! —exclamó con euforia—. Sí, estoy aquí.
—¿Hay algún representante de los demandantes?
—No se ha interpuesto demanda particular —dijo Bulldozer.
—La defensa corre a cargo del abogado Hedobald Braxén.
Se hizo el silencio. Todo el mundo miró a su alrededor. El bedel miró afuera, en la sala de espera. Trueno todavía no había aparecido.
—El abogado Braxén se ha retrasado, por lo visto —dijo el portavoz al cabo de un rato.
Luego mantuvo una conversación a base de murmullos con otro de los miembros del tribunal, y terminó diciendo:
—Mientras tanto, podemos dar la relación de los testigos. El fiscal ha citado a dos: la cajera Kerstin Franzén y el auxiliar de policía Kenneth Kvastmo.
Ambos acusaron su presencia.
—La defensa ha citado a las siguientes personas: comisario de homicidios Martin Beck, auxiliar de policía Karl Kristiansson, director de banco Rumford Bondesson, y la profesora de cocina Hedy-Marie Wirén.
Todos señalaron su presencia.
Tras una breve pausa, dijo el juez:
—El abogado defensor también ha llamado a declarar al director Walter Petrus, pero éste ha justificado su no asistencia por compromisos anteriores, aparte de que declara no tener nada que ver con el caso.
Uno de los regidores estornudó.
—Los testigos pueden abandonar la sala.
Y así lo hicieron. Los dos policías, que en tales casos siempre aparecían con los pantalones de uniforme y los zapatos negros, además de chaquetas más o menos fantasiosas, Martin Beck, el director de banco, la profesora de cocina y la cajera salieron a la antesala.
En la sala permanecieron, aparte del propio tribunal, la acusada, su guardiana de la penitenciaría y una oyente.
Bulldozer Olsson examinó sus documentos durante un par de minutos, y después miró con curiosidad a la oyente.
Se trataba de una mujer que a Bulldozer le pareció de unos treinta y cinco años. Ocupaba uno de los bancos, con un cuaderno de taquigrafía en la mano; era una mujer de mediana estatura, apenas un metro sesenta, con el cabello rubio y de punta, y no muy largo. Su indumentaria consistía en téjanos descoloridos y una camisa de color indefinido. Llevaba sandalias y los pies, tostados por el sol, eran muy anchos, con unos dedos largos y rectos; tenía el pecho poco abultado y grandes pezones que se advertían a través de la tela de la camisa.
Lo más llamativo era su cara, levemente angulosa, con una nariz protuberante y una penetrante mirada azul, que dirigía alternativamente a todos los presentes, poniendo especial atención en la acusada y en Bulldozer Olsson; éste se sintió tan fijamente observado que se levantó, bebió un vaso de agua y ocupó un sitio detrás de ella. Ella se volvió en seguida y le interceptó la mirada.
No era su tipo, desde el punto de vista sexual, si es que tenía tipo concreto para estas cosas, pero sentía una gran curiosidad por saber quién era aquella mujer. Desde su nueva posición, pudo darse cuenta de que se trataba de una mujer sólida, si bien no parecía sobrarle nada por ningún lado.
Él dejó de sostenerle la mirada, comunicó al tribunal que tenía una llamada telefónica que hacer y solicitó poder abandonar la sala durante unos instantes. Se fue con sus pasitos cortos y saltarines, más intrigado que nunca.
Si se lo hubiera preguntado a Martin Beck, que estaba apoyado en un rincón de la sala de espera, hubiera sabido un montón de cosas sobre aquella mujer.
Por ejemplo, que no tenía treinta y cinco sino treinta y nueve años, que tenía amplios conocimientos en sociología y que en la actualidad trabajaba para la seguridad social.
Martin Beck sabía realmente mucho sobre ella, pero seguramente no hubiera dado demasiada información a nadie, ya que lo que sabía era de índole personal.
Quizá, si se lo hubieran preguntado, habría dicho que se llamaba Rhea Nielsen.
Bulldozer terminó sus conversaciones telefónicas en menos de cinco minutos. A juzgar por sus gestos estaba repartiendo instrucciones.
De nuevo en la sala, se puso a caminar de un lado para otro y después se sentó y ojeó sus papeles; la mujer de la mirada penetrante y azul sólo tenía ojos ahora para la acusada.
Bulldozer se sintió más intrigado que nunca. Durante los diez minutos siguientes se levantó seis veces y dio cortos paseos por toda la sala. En una ocasión sacó un enorme pañuelo y se secó el sudor de la frente. Los demás estaban todos quietos y en sus sitios.
Veintidós minutos después de la hora prevista se abrieron las puertas y apareció el Trueno. En una mano llevaba un cigarro encendido y en la otra sus papeles. Estudió el documento flemáticamente, y el juez hubo de toser significativamente tres veces hasta que, con cara de fastidio, accedió a darle el cigarro al bedel para que se lo llevara fuera de la sala.
—El abogado Braxén ha aterrizado —dijo el juez de mal humor—. ¿Podemos saber si hay algún inconveniente grave para que se siga con esta causa?
Bulldozer sacudió la cabeza y dijo:
—No, en absoluto, al menos por mi parte.
El Trueno no reaccionó; estaba estudiando los papeles. Después de unos segundos se colocó las gafas sobre la frente y dijo:
—Mientras venía hacia aquí, ha acudido a mi memoria el hecho de que el fiscal y yo somos viejos conocidos. Lo cierto es que lo tuve sentado en mis rodillas hace más o menos veinticinco años. Esto ocurría en Boraas, por cierto. El padre del fiscal era abogado allí, y yo estaba destinado en aquel lugar. En aquella época yo esperaba mucho de mi oficio, pero no puedo decir que aquellas esperanzas hayan resultado satisfactorias. Si uno contempla los avances de la organización judicial en otros países, la verdad es que tenemos muy pocas razones para estar orgullosos. Recuerdo Boraas como una horrible ciudad, pero el fiscal era un muchacho muy agradable y vivaracho. Pero lo que mejor recuerdo es el Stadshotel, o como se llame, con su café y sus palmeras polvorientas, las restricciones y el follón que se armaba para comer... cuando había algo, claro. Y, en caso de poder comer algo, aquello le hubiera puesto los pelos de punta a una hiena. Ni siquiera un jubilado de la sociedad actual lo hubiera aceptado como comida para el consumo humano. El plato del día era anguila y la misma comida entraba y salía de la mañana a la noche. Un día apareció una colilla en mi ración, pero bien pensado creo que esto me pasó en Enköping. ¿Sabían ustedes, por cierto, que en Enköping tienen la mejor agua potable de toda Suecia? No hay mucha gente que lo sepa. Cualquier persona que haya crecido en esta capital sin caer en el alcoholismo o en la drogadicción, es porque posee una fuerza interior nada frecuente.
—¿Hay algún inconveniente en que se vea esta causa? —dijo el portavoz del tribunal con paciencia.
El Trueno se levantó y se colocó en medio de la sala.
—Yo y mi familia pertenecemos, naturalmente, a esta categoría —dijo con cierta modestia.
Era un hombre mayor que los demás presentes en la sala, un hombre imperioso con un estómago prominente. Además, iba mal vestido y a la antigua, e incluso un gato sin escrúpulos se hubiera negado a desayunar sobre su chaqueta. Después de varios minutos de espera, durante los cuales mantuvo la vista clavada en Bulldozer, dijo:
—Dejando aparte el hecho de que esta chiquilla no debería haber sido sometida a juicio, no hay ningún impedimento jurídico, desde el punto de vista técnico, claro está.
—¡Protesto! —gritó Bulldozer.
—El abogado Braxén puede ahorrarse sus comentarios para más adelante —dijo el juez—. ¿Quiere el fiscal dirigirse a la sala?
Bulldozer se levantó de su silla y empezó a trotar alrededor de la mesa, en la que descansaban sus papeles, con la cabeza agachada.
—Sostengo que Rebecka Lind, el miércoles veintidós de mayo de este año, efectuó un atraco a mano armada en las oficinas del banco de la Caja Postal en Midsommarkransen, y que después se condujo con violencia contra funcionarios, al ofrecer resistencia violenta contra los policías que acudieron al lugar para detenerla.
—¿Y qué dice la acusada?
—La acusada es inocente —dijo el Trueno—, y por este motivo es mi deber negar toda esta... sarta de tonterías.
Entonces se volvió hacia Bulldozer y le preguntó melancólicamente:
—¿Qué es esto de perseguir a personas inocentes? Cuando te recuerdo como un párvulo, me resulta muy difícil comprender esta especie de digámosle actividad que ejerces hoy en día.
Bulldozer parecía embelesado. Se adelantó hacia el Trueno y le dijo:
—Yo también recuerdo esa época de Boraas, y en especial recuerdo que el pasante de notaría Braxén siempre apestaba a colilla de cigarro y a coñac barato.
—¡Señores! —dijo el juez—. No es ni el lugar ni el momento para los recuerdos personales. Veamos, ¿el abogado Braxén rechaza pues las alegaciones del fiscal?
—A no ser que el olor a coñac se deba a la fantasía del fiscal, debía de provenir de su propio padre —dijo el Trueno—, Aparte de esto, la acusada es inocente, y es la última vez que empleo este término; esta pobre chica, esta...
Volvió a su mesa y rebuscó entre sus papeles.
—Se llama Rebecka Lind —apuntó Bulldozer, servicial.
—Gracias, hijo mío —dijo el Trueno—. Rebecka Lund...
—Lind —corrigió Bulldozer.
—Rebecka —dijo el Trueno— es tan inocente como los ratoncillos del campo.
Todo el mundo pareció quedarse meditando sobre este lenguaje inusual a base de imágenes. Finalmente, dijo el juez:
—Esto es cosa que debe decidir el tribunal, ¿no le parece?
—Sí, por desgracia.
—¿Qué pretende el abogado con este comentario? —preguntó el portavoz del tribunal con cierta agudeza.
El Trueno contestó:
—Por desgracia, es inviable desentrañar todos los detalles que configuran este caso particular, porque, de hacerlo así, esta vista podría durar años.
Todos se mostraron atónitos ante esta aseveración.
El Trueno dijo:
—Es muy interesante la propuesta del portavoz en el sentido de que yo escriba mis memorias.
—¿Yo he propuesto una cosa así? —exclamó el otro, completamente confundido.
—Después de una larga vida en diversas salas, en las que se dice administrar justicia, uno llega a almacenar bastantes experiencias —explicó el Trueno—, De joven pasé una temporada en Sudamérica, trabajando en la industria láctea. Mi madre, que aún vive gracias a Dios, asegura que aquel trabajo en la industria láctea en Buenos Aires ha sido el único trabajo decente que he tenido. A propósito, hace unos días me enteré de que el padre del fiscal, a pesar de su avanzada edad y de su consumo industrial de alcohol, cada día da un paseo a lo largo del riachuelo en Orebro, adonde por lo visto emigró la familia en cierta ocasión durante los años cuarenta. Con los medios de transporte actuales, el trayecto entre Buenos Aires y los nuevos estados africanos ha dejado de ser una distancia infranqueable; me ha llamado la atención recientemente un libro extraordinariamente interesante sobre el Congo-Kinshasa...
—Las memorias del abogado Braxén son seguramente muy interesantes, incluso aunque no las haya escrito —dijo Bulldozer con sonrisa de conejo—, pero no creo que hayamos venido aquí para escucharlas.
—El fiscal tiene razón —afirmó el juez—, ¿quiere, por favor, presentar la exposición de la causa, señor Olsson?
Bulldozer miró a la oyente, que clavó en él su mirada directa e intimidatoria, tanto que él, tras mirar fugazmente al Trueno, miró al juez, a los jurados y al portavoz, hasta llegar por fin a la acusada. La mirada de Rebecka Lind parecía perdida en el espacio, muy lejos de estúpidos burócratas y otras cosas buenas o malas.
Bulldozer juntó las manos a la espalda y empezó a caminar de un lado a otro.
—Muy bien, Rebecka —dijo amistosamente—, lo que te ha ocurrido a ti es, desgraciadamente, algo que les ocurre a muchos de los de tu edad. Entre todos, vamos a procurar ayudarte..., porque... ¿puedo tutearte, verdad?
La muchacha pareció no haber oído la pregunta, si es que la hubo.
—Técnicamente, se trata de una acción simple y diáfana, que permite poca discusión. Como ya se desprendió de la propia detención, nos hallamos...
El Trueno parecía sumido en pensamientos sobre el Congo—. Kinshasa o algo parecido, pero de repente extrajo un cigarro enorme del bolsillo interior, apuntó con él al pecho de Bulldozer y dijo:
—Protesto. Ni yo ni ningún otro abogado estuvimos presentes cuando la detención. ¿Se informó debidamente a Camilla Lund sobre su derecho a ser defendida?
—Rebecka Lind —corrigió el portavoz del tribunal.
—Sí, sí, bueno —dijo el Trueno, impaciente—; pues esto convierte la detención en ilegal.
—¡En absoluto! —exclamó Bulldozer—, Se le preguntó a Rebecka y dijo que no tenía ninguna importancia, y realmente era así. Como pienso demostrar en seguida, este caso está claro como el agua.
—La propia detención es ilegal —alegó el Trueno, terminante—. Exijo que conste en acta mi protesta.
—Sí, así se hará —dijo el portavoz.
El portavoz funcionaba en realidad como secretario del tribunal, ya que buena parte de aquellas salas anticuadas no estaban equipadas con grabadoras.
Bulldozer organizó una pequeña pirueta delante del tribunal, de modo que quedó en la posición adecuada para mirar uno por uno a sus miembros a los ojos.
—A lo mejor puedo continuar con la presentación de esta causa de una vez —dijo sonriente.
El Trueno contemplaba su cigarro con aire ausente.
—Muy bien, Rebecka —prosiguió Bulldozer con sonrisa de vencedor, que era una de sus más típicas estratagemas—, vamos a intentar hacer una exposición clara y exacta de los hechos, de lo que te ocurrió el veintidós de mayo y por qué te ocurrió. Atracaste un banco, seguramente llevada por la desesperación y el atolondramiento, y empleaste la violencia contra un policía.
—Discrepo de la terminología empleada por el señor fiscal —adujo el Trueno—, y, a propósito de terminología, recuerdo a un viejo profesor de alemán que...
Sus pensamientos le llevaban ya muy lejos de allí.
—Si el señor abogado defensor se dedicara a sus recuerdos en silencio y tranquilidad, quizá pudiéramos al menos ahorrarnos algo de tiempo —dijo Bulldozer.
Casi todos los miembros del tribunal se rieron, pero el Trueno dijo, alzando la voz:
—Protesto por la actitud que está adoptando el fiscal, tanto contra mí como contra la muchacha. Además, no tiene ningún derecho sobre mis pensamientos ni a meterse en mi vida privada. El fiscal debería mostrar un poco más de modestia. No es ningún Winston Churchill, que podía permitirse decir, refiriéndose a un adversario: «El señor Attlee es un hombre modesto, pero es que tiene muchas razones para considerarse como tal.»
El juez pareció confundido por la cita, pero, tras unos segundos, le hizo una seña a Bulldozer indicándole que continuara.
Éste había previsto que la presentación del caso quedara lista en cosa de diez minutos o, como mucho, en un cuarto de hora, pero el Trueno le interrumpió nada menos que cuarenta y dos veces a pesar de las reprimendas del juez, y a menudo con comentarios completamente incomprensibles.
Por ejemplo:
—Veo que el fiscal está mirando con ojos codiciosos mi cigarro. Esto me recuerda una historia: que en Cuba, las muchachas, están desnudas en las fábricas de tabaco, debido al calor reinante, y enrollan los cigarros sobre sus muslos, sobre todo cuando fabrican cigarros de marcas escogidas, pero seguramente se trata de una invención fantástica de alguien.
—¿Tiene esto algo que ver con este caso? —preguntó el juez, cansado.
—Es difícil saberlo —repuso el Trueno con voz exageradamente trascendental.
—¿Y pues?
—Es que me da la ligera impresión de que el fiscal no siempre se concentra en los detalles esenciales del desarrollo de los acontecimientos, para utilizar una expresión generosa, claro.
Bulldozer, que ni siquiera era fumador, pareció tocado, pero se recuperó en seguida y pareció exhibir mejor forma que nunca, gesticulando y sonriendo, hasta conducir la exposición de los hechos y sus conclusiones al punto final.
La exposición fue, en pocas palabras, como sigue: Poco antes de las dos de la tarde del veintidós de mayo, Rebecka Lind había entrado en el local del banco de la Caja Postal y se había dirigido a una de las ventanillas de caja. Llevaba una bolsa grande que había colocado sobre el mostrador, y después había pedido dinero. La cajera había visto que iba armada con un puñal y había apretado el pedal de alarma con el pie —la alarma conectada con la policía—, y había empezado a llenar la bolsa de billetes, hasta un total de cinco mil coronas suecas. Antes de que Rebecka Lind lograra abandonar el local con su botín, apareció la primera patrulla móvil, que había sido enviada allí por la central de alarmas. Los componentes de la patrulla, dos policías, habían entrado en la oficina bancaria con las armas en la mano y habían desarmado a la atracadora, con lo que se armó un cierto alboroto, durante el cual los billetes se habían desparramado por el suelo. Los policías habían detenido a la atracadora y la habían trasladado a la comisaría de Kungsholmen. Durante el trayecto, la detenida ofreció resistencia violenta y llegó a estropear el uniforme de uno de los policías. La atracadora, que resultó ser Rebecka Lind, de dieciocho años, había sido conducida primero a la oficina de guardia, y luego transferida a la sección correspondiente encargada de los atracos a bancos. Se la había declarado presuntamente involucrada en atraco a mano armada con violencia contra funcionarios, y al día siguiente fue acusada formalmente ante el juzgado de Estocolmo, tras un simple proceso de instrucción.
Bulldozer Olsson admitió que no habían concurrido todas las formalidades de rigor en cuanto a la detención se refería, pero hizo notar que técnicamente no tenían una importancia relevante. Por su parte, Rebecka Lind había mostrado muy poco interés en su defensa, aparte de que en seguida admitió haber entrado en el banco a buscar dinero.
El Trueno dejó escapar una ventosidad sin enrojecer por ello, y alegó que Rebecka Lind carecía de medios.
Todo el mundo empezó a mirar el reloj, pero a Bulldozer Olsson no le gustaban los descansos, y llamó en seguida a su primer testigo, la cajera Kerstin Franzén. Su testimonio fue breve y se refirió fundamentalmente a lo ya dicho.
Bulldozer preguntó:
—¿Cuándo se dio cuenta de que se trataba de un atraco?
—En cuanto dejó la bolsa sobre el mostrador y pidió el dinero. Luego vi el cuchillo, que me pareció muy peligroso, como una especie de puñal o daga.
—¿Por qué sacó el dinero de la caja?
—Tenemos instrucciones de no ofrecer resistencia en situaciones como ésta, y de hacer exactamente lo que diga el atracador.
Eso era verdad, pues los bancos no tenían la menor gana de pagar indemnizaciones por muerte o por invalidez a sus empleados.
De repente, pareció que en aquella sala solemne se desencadenaba una tormenta, pero sólo se trataba de que Hedobald Braxén estaba eructando. Era algo que sucedía con cierta frecuencia, y el motivo principal de su apodo.
—¿Desea la defensa hacer alguna pregunta?
El Trueno meneó la cabeza. Estaba ocupado escribiendo algo en un papel, con mucho cuidado.
Bulldozer Olsson llamó al testigo siguiente.
Kenneth Kvastmo entró y repitió con monotonía la fórmula testimonial, porque en Suecia no es suficiente levantar la mano y decir «lo juro».
El testimonio fue más breve que el monótono enunciado de que era policía auxiliar, nacido en Arvika en mil novecientos cuarenta y dos, y que había hecho el servicio de coche patrulla, primero en Solna y más tarde en Estocolmo.
Bulldozer pidió imprudentemente:
—Dígalo con sus propias palabras.
—¿El qué?
—Pues lo que pasó.
El Trueno soltó un eructo como ninguno de los presentes había oído en su vida; luego hizo un gesto torpe, y se le cayó al suelo un papelito que acababa de escribir. En mayúsculas, se leía: REBECKA LIND. Por lo visto, se había propuesto recordar en adelante el nombre de su cliente.
—Ah, sí, —dijo Kvastmo—, pues ahí estaba ella, la asesina... Bueno, no es que haya matado a nadie, claro. Pues Kalle estaba allí y no hacía nada, como siempre, así que tuve que echarme sobre ella como una pantera.
La imagen era poco afortunada, porque Kvastmo era un individuo enorme y deforme, con un gran trasero, cuello de toro y una cara carnosa.
—La cojo por el brazo derecho, justo en el momento en que quiere usar el cuchillo, y entonces le digo que está detenida y luego me la llevo y punto. La tengo que arrastrar hasta el coche y allí, en el asiento de atrás, empieza a ofrecer resistencia violenta contra un funcionario, y luego resulta que encima va y se conduce con violencia contra un funcionario, porque uno de mis bolsillos ha quedado casi descosido y mi mujer ha cogido un buen cabreo porque tiene que coserlo, porque dan no sé qué en la tele y quiere verlo, y además casi se ha caído un botón del uniforme y a ella no le queda hilo azul, a Anna-Greta, porque se llama Anna-Greta mi mujer. Y cuando, después de tomar cartas en el asunto en lo del atraco y llevárnosla, nos vamos con ella a comisaría, y allí hay uno de guardia, que es compañero y lo conozco, se llama Aldor Gustavsson, que se pone como una fiera porque estaba a punto de irse a casa a comer pastel de macarrones y nos dice que somos unos gilipollas, y menudo es él para decir esto de nosotros, él, que se le escapó el asesino de la calle Berg, pero, claro, los inspectores siempre se sienten importantes, y además no son muy solidarios con los de uniforme, los de orden público. Luego no pasó nada más, aunque ella me llamase puerco, porque eso no fue tampoco desacato contra un funcionario, porque puerco no es nada que signifique desacato o falta de respeto contra el cuerpo, ni contra el guardia de número, que es lo que soy yo, ni contra el policía de uniforme en general. Después quise ver qué hacían un par de sinvergüenzas que acabábamos de ver, pero Kalle llevaba prisa y me dijo que nos fuéramos, y nos fuimos. O sea, con ésta.
Kvastmo señaló a Rebecka Lind.
Mientras el policía desarrollaba sus explicaciones con su tono especial, Bulldozer observó a la oyente, que había estado tomando notas todo el rato y que estaba sentada con los codos sobre las piernas, sosteniéndose la barbilla con las manos mientras miraba alternativamente al Trueno y a Rebecka Lind. Tenía aspecto preocupado, o, mejor dicho, una expresión de profunda compasión e inquietud. Se agachó y se rascó un pie mientras se mordía la muñeca de la otra mano. Volvió a mirar al Trueno, y su inquieta mirada azul reflejó una mezcla de resignación y dudosa esperanza.
Hedobald Braxén tenía todo el aspecto de hallarse físicamente en otra dimensión y no parecía haber oído una sola palabra del testimonio.
—No hay preguntas —dijo.
Bulldozer Olsson se sintió aliviado. El caso parecía claro y preciso, justamente como él había dicho desde el principio. El único defecto era que estaba durando demasiado tiempo.
Cuando el juez propuso un descanso de una hora, asintió con entusiasmo y se dirigió, dando saltitos, a la puerta de salida.
Martin Beck y Rhea Nielsen emplearon el descanso para ir al Amaranten. Tras unos canapés con cerveza, redondearon el refrigerio con café y coñac.
Martin Beck había pasado unas horas aburridas. Conociendo al Trueno, sabía que la cosa iba para largo y no le apetecía en absoluto estar metido en aquella antesala tan triste, sentado junto a Kristiansson y Kvastmo, un director de banco apolillado y un par de señoras que parecían completamente acobardadas ante la solemne ocasión de ser llamadas para atestiguar en un juicio criminal gravísimo, casi un crimen, sobre el que incluso se iba a escribir en periódicos de la importancia del Aftonbladet y el Expressen.
Había ido un rato a la sección de delitos violentos y había estado charlando con Rönn y con Strömgren, pero no le había resultado en absoluto estimulante. Strömgren no le había gustado nunca, y su relación con Rönn era bastante complicada. La verdad era que ya no le quedaba ningún amigo en la calle Kungsholm. Tanto ahí como en la Dirección General de la Policía había unos cuantos que le admiraban, otros que le odiaban y un tercer grupo, el más numeroso, que simplemente le tenía envidia.
En Västberga tampoco le quedaba ningún amigo desde que Lennart Kollberg se marchó. Benny Skacke había solicitado su puesto y lo había obtenido, con el apoyo de Martin Beck. La relación entre ambos no era nada mala, pero de ahí a una verdadera unión había un gran trecho. De vez en cuando se sentaba a mirar a lo lejos, añorando a Kollberg, a quien sinceramente echaba de menos de la misma manera que encontraría a faltar a un niño o a una amante.
Pasó un rato charlando en el despacho de Rönn, pero éste no estaba de muy buen humor, aparte de que tenía mucho que hacer. Trabajar en la sección de delitos violentos de Estocolmo no era ninguna bicoca, y Rönn se quejaba, además, de la horrible vista que tenía delante de su ventana, pues desde ella se veía la gigantesca nueva central de policía, que se alzaba a una altura imponente. Estaría terminada más o menos al cabo de un año, y entonces se trasladarían todos allí, lo cual no entusiasmaba a nadie.
—Me gustaría saber qué está haciendo Gunvald —dijo Rönn—, y me cambiaría por él en seguida. Toros, palmeras, comidas de representación, ¡caramba!
Rönn tenía la especialidad de lograr que Martin Beck sintiera remordimientos de conciencia. Porque ¿quién mejor que él para haber hecho aquel viaje de placer, siendo como era uno de los más necesitados de apoyo y ánimo?
Porque la verdad no se podía decir en voz alta: Rönn había sido rechazado por la sencilla razón de que no se podía enviar por el mundo a un norteño con la nariz eternamente colorada y chorreando, con un aspecto nada representativo y que además, siendo muy indulgentes, se podía afirmar que balbuceaba algo de inglés, pero sólo siendo muy indulgentes.
Sin embargo, Rönn era un buen detective. Al principio no había sido nada espectacular, pero con el paso del tiempo se había convertido en uno de los indiscutibles buenos valores de la sección.
Martin Beck intentó hallar algo estimulante que decirle, pero no lo encontró, como de costumbre; se limitó a decirle adiós y a marcharse.
Y en aquel momento estaba sentado junto a Rhea y aquello era realmente otra cosa. El único fallo era que ella parecía abatida.
—Este juicio... —dijo—, qué mierda tan deprimente, y qué monigotes para decidir. Ese fiscal es un auténtico payaso... ¡y cómo me mira!, como si no hubiera visto una tía en su vida.
—Bulldozer —dijo Martin Beck— ha visto un montón de tías en su vida, pero tú no eres tampoco su tipo; lo que ocurre es que es más curioso que un cangrejo.
—¿Los cangrejos son curiosos?
—No lo sé, pero lo oí decir una vez; debe de ser sueco-finés o algo así.
—Y el abogado defensor ni siquiera sabe el nombre de su defendida. Además, suelta eructos y dice unas cosas completamente incomprensibles. Esta pobre chica no tiene el más mínimo punto a su favor.
—Todavía no hemos visto el final. Bulldozer gana casi todos sus casos, pero si pierde alguna vez es porque el defensor es Braxén. ¿Te acuerdas de aquella historia de Svärd?
—¡Que si me acuerdo! —rió Rhea roncamente—. Fue cuando viniste a casa, a la calle Tule, la primera vez. Aquella habitación cerrada y todo lo demás, pronto hará dos años, ¡cómo no me iba a acordar! —recordó Rhea, especialmente contenta.
Y él no podía ser más feliz; lo habían pasado estupendamente desde entonces, charlando, prisioneros de los celos, con discusiones amorosas, hermosos momentos de sexo, fidelidad y compañerismo. Y todo a pesar de que él tenía más de cincuenta años y creía haber vivido ya todo lo que había por vivir; sin embargo, había ido evolucionando junto a Rhea.
En su fuero interno confiaba en que la alegría fuera recíproca, aunque no las tenía todas consigo sobre ese particular. Ella era psíquicamente más fuerte y la más liberal de los dos, y posiblemente también era más inteligente, o al menos más rápida de pensamiento. Rhea tenía también muchos defectos, por ejemplo que con frecuencia estaba de mal humor y en tensión, a pesar de lo cual a él le gustaban estos defectos. Era una manera un tanto romántica o bobalicona de sentir, pero no sabía más.
La miró y se dio cuenta de que había dejado de sentirse celoso. Sus grandes pezones apuntaban a través de la tela de la camisa, que tampoco llevaba abrochada del todo; se había sacado las sandalias y se frotaba los pies uno contra el otro; de vez en cuando se agachaba para rascarse uno de ellos debajo de la mesa. En definitiva, ella era ella y no era de nadie más, ni siquiera de él, y quizá eso era lo que la hacía más encantadora a sus ojos.
Tenía la cara preocupada; sus rasgos irregulares reflejaban inquietud y contrariedad.
—No entiendo mucho de leyes —dijo sin gran convicción—, pero esta causa parece perdida de antemano. ¿Tú crees que tu testimonio puede cambiar algo?
—No lo creo. Ni siquiera sé qué es lo que pretende que diga.
—Pues los otros testigos parecen completamente inútiles. Un director de banco, una profesora de cocina y un policía. ¿Estuvo de verdad alguno de los policías allí?
—Sí, Kristiansson, que conducía el coche patrulla.
—¿Y es igual de memo que el otro?
—Sí.
—Y ni siquiera tiene pinta de poderse ganar el caso por las alegaciones finales y eximentes de la defensa, ¿verdad?
Martin Beck sonrió. En realidad, era de esperar que Rhea se metiera a fondo en aquel caso.
—No, no parece probable, pero ¿estás segura de que este caso lo puede ganar la defensa y que Rebecka es inocente?
—La instrucción del caso es una porquería impresentable. Tendrían que devolverlo a la policía y volver a empezar; no han hecho nada a derechas, y por eso odio a la policía; bueno, excepto por lo de la violencia y esas cosas. Es que presentan causas a juicio con la instrucción a medias, y luego encima resulta que el fiscal es un tío que se pasea de arriba abajo como un pato en un estercolero, y los del tribunal son una colección de incompetentes que están ahí porque no sirven para hacer otra cosa y porque nadie más se atreve a hacerlo.
En realidad, no le faltaba razón. A los miembros de los tribunales los sacaban de los desechos de los partidos políticos, solían estar conchabados con los fiscales o se dejaban dominar por algún juez autoritario, que en el fondo sentía un infinito desprecio por ellos. En general, no se atrevían a contradecir a los juristas y no eran otra cosa que los representantes de la mayoría silenciosa del país, la que vivía obsesionada por el orden conseguido a base de leyes sumarísimas, y poca cosa más.
De vez en cuando había algún juez progresista, pero eran excepciones rarísimas, y la mayor parte de los abogados defensores vivían resignados desde antiguo, un poco avergonzados por no haberse podido ganar mejor la vida como abogados de empresa o de fama, obteniendo dinero a patadas y saliendo todas las semanas fotografiados en las revistas sensacionalistas.
—Te parecerá raro quizá —dijo Martin Beck—, pero me parece que estás infravalorando a Braxén.
Durante el corto camino hacia el juzgado municipal, Rhea le cogió la mano de repente; era algo poco frecuente y significaba que estaba inquieta o que se encontraba en un estado emocional alterado. Su mano era como todo lo suyo: firme y confiada.
Bulldozer Olsson llegó a la antesala al mismo tiempo que ellos dos, es decir, un minuto antes de la hora.
—El atraco de la calle Vasa está claro —dijo, casi sin aliento—, pero en cambio ya tenemos dos más. Uno de ellos apunta a Werner Roos...
Dirigió su mirada a Kvastmo, y se encaminó hacia él sin terminar siquiera la frase.
—Puedes marcharte a casa —dijo—, o volver al servicio. Lo consideraría como un favor personal.
Ésta era la manera que tenía Bulldozer Olsson de insultar a la gente.
—¿Qué? —dijo Kvastmo.
—Puedes volver al servicio —aconsejó Bulldozer—, cada persona hace falta en su puesto.
—Después de mi testimonio, a ésta la encierran, ¿eh? Y es que tenía todos los detalles guardados aquí dentro, claritos, claritos.
—Sí —dijo Bulldozer—, ha resultado revelador.
Kvastmo se alejó para reemprender la lucha contra la depravación organizada en su propio terreno.
El descanso había terminado y continuaron los procedimientos.
El Trueno llamó a su primer testigo, el director de banco Rumford Bondesson. Después de los formulismos, el abogado Braxén habló y dijo:
—Es realmente bastante difícil llegar a comprender los principios, o, mejor dicho, la falta de principios que rigen esta sociedad capitalista. Casi todo el mundo ha oído hablar de las ballenas; pues eso es lo que pasa con los socialdemócratas y otros partidos burgueses, que «van llenos», ¿comprenden? Tienen los bolsillos llenos, se llenan los bolsillos con el dinero del pueblo, y total para que esa misma gente vote por ellos y por su política, que consiste ni más ni menos que en mantener en el poder a la clase dominante, es decir, el capitalismo, que, junto con los burócratas de los partidos y los cabecillas sindicales, forma un frente que se mueve por un solo interés, por el dinero, y sólo persiguen que la gente refrende siempre la misma política asegurándose que nada va a cambiar, voten a quien voten.
Bulldozer Olsson estaba enfrascado examinando unos documentos. De repente pareció volver a la realidad y dijo, con las manos abiertas:
—Protesto. Esto es un juicio y no un mitin.
—En la escuela nos hablaban de la ballena de Jonás, y de su permanencia en las tripas del animal —dijo el Trueno, impasible—, y luego resultó que la ballena no era un pez, sino un simple mamífero, un cetáceo, aunque la verdad es que yo no he visto nunca ninguna ballena, excepto en fotografías, y una vez mientras visitaba a un cliente en la cárcel, es decir, por televisión. Porque yo no tengo televisión, porque soy de los que opinan que obstaculiza la fluidez del pensamiento; en cambio, tengo una hija...
Y consultó sus papeles.
—...de la edad de Rebecka Lind, a pesar de que yo ya tengo mis buenos años. Por cierto, una amiga suya está casada con un albañil que se llama Lexer Ohlberg, sin que eso quiera decir que sea pariente del actor del mismo apellido, el que hizo la película sobre Elvira Madigan; bueno, en realidad, él no hizo de Elvira Madigan, sino de teniente Sparre, y también dirigió la película. O sea que no son parientes, vamos; o si lo son, lo son tan poco como el artista Ernst Jönsson de Trelleborg y el actor Edvard Persson.
—¿Y por qué no pueden ser parientes? —preguntó el juez, visiblemente arrastrado por contagio hacia aquellas fantasías sin pies ni cabeza.
—Es difícil contestar a eso —replicó el Trueno.
—Mantener una conversación con el abogado Braxén es como ponerse a hablar con un hormiguero entero —indicó Bulldozer a modo de información.
Luego continuó estudiando sus papeles, escribiendo anotaciones aquí y allá, o haciendo gestos sorprendentes. Ni siquiera reaccionó cuando el portavoz del tribunal preguntó de repente:
—Bueno, ¿y qué tiene que ver todo eso con el caso?
—Sobre el particular puedo decirle que se trata de otra pregunta de difícil contestación —manifestó el Trueno.
Luego señaló de repente al testigo, apuntándole con su cigarro apagado, y preguntó inquisitorialmente:
—¿Conoce usted a Rebecka Lind?
—Sí.
—¿Cuándo la conoció?
—Hace aproximadamente un mes. Esta joven vino a la oficina principal de nuestro banco. Por cierto, que iba vestida exactamente igual que ahora, sólo que con un crío colgado con una especie de tirantes ante el pecho.
—¿Y la recibió usted?
—Sí, casualmente tenía unos minutos libres, aparte de que me interesa la juventud actual.
—¿Particularmente la parte femenina?
—Sí, ¿para qué voy a negarlo?
—¿Qué edad tiene usted, señor Bondesson?
—Cincuenta y nueve años.
—¿Qué quería Rebecka Lind?
—Que le prestaran dinero, pero era evidente que no tenía la menor idea sobre las cuestiones más sencillas en materia económica. Alguien le había dicho que los bancos prestan dinero y por eso se dirigió al banco más próximo y pidió hablar con el jefe.
—¿Y qué respondió usted?
—Que los bancos son negocios y que no se dedican a prestar dinero así por las buenas, sino que piden a cambio intereses y seguridad. Entonces me dijo que ella tenía una cabra y tres gatos.
—¿Para qué quería que le prestasen dinero?
—Para ir a América, aunque no sabía muy bien a qué lugar exacto de América, ni qué iba a hacer cuando llegara. De todos modos, me dijo que tenía una dirección apuntada.
—¿Qué más le preguntó?
—Que si había algún banco que no fuera un negocio como los demás, que perteneciera al pueblo y al que las personas corrientes pudieran acudir cuando necesitaran dinero. Le contesté medio en broma que la Caja de Crédito, o el banco PK, —que es como le llama todo el mundo—, que es estatal y por lo tanto del pueblo. Pareció satisfecha con esta contestación.
El Trueno se acercó al testigo, le puso el cigarro ante el pecho y dijo:
—¿Intercambiaron ustedes más frases después de esto?
El director de banco Bondesson no respondió y el juez le indicó:
—Está usted bajo juramento, señor Bondesson, pero no está obligado a responder a preguntas que puedan incriminarle.
—Sí —dijo Bondesson de mala gana—, las chicas jóvenes se interesan por mí y yo por ellas, así que me ofrecí para solucionarle su problema inmediato.
Miró a su alrededor y se encontró con la mirada aniquiladora de Rhea Nielsen y con el brillo de la calva de Bulldozer Olsson, que seguía sumergido en sus papeles.
—¿Y qué contestó Rebecka Lind?
—No me acuerdo; de todos modos, luego no hubo nada.
El Trueno había vuelto a su mesa. Revolvió un momento entre sus papeles y dijo:
—Durante los interrogatorios policiales, Rebecka Lind declaró haberle soltado la siguiente expresión: «Me cago en los viejos verdes», y «Es usted repugnante». —Y el Trueno repitió en voz alta—: ¡Viejos verdes!
Y con un gesto de su cigarro, indicó que las preguntas habían terminado por su parte.
—No comprendo en absoluto qué tiene que ver todo esto con este caso —comentó Bulldozer de nuevo.
El Trueno atravesó la sala, se inclinó sobre la mesa de Bulldozer y dijo:
—Por lo visto, y lo está viendo todo el mundo, el fiscal jefe lleva todo el rato, desde el descanso de la comida, leyendo un informe sobre un tal Werner Roos. Y ahora yo pregunto al portavoz de este tribunal si esto tiene algo que ver con el caso.
—Interesante esto de que el abogado saque a colación a Werner Roos —replicó Bulldozer poniéndose súbitamente de pie.
Luego abrió desmesuradamente los ojos para mirar al Trueno y dijo con voz aguda:
—¿Qué sabe usted acerca de Werner Roos?
—Debo rogar a las partes que se atengan al presente caso —dijo el juez.
El testigo se alejó con aire ofendido.
Después le llegó el turno a Martin Beck. Se practicaron las formalidades usuales, mientras Bulldozer se mostraba más atento que con otros testigos, y seguía con evidente interés el planteamiento de la defensa. El Trueno empezó:
—Cuando esta mañana he visto las palomas en la escalera del Ayuntamiento...
Pero el juez ya estaba harto y le interrumpió:
—Estoy seguro de que las observaciones zoológicas del abogado Braxén encajarían mejor en otros contextos y ante un auditorio diferente, y también estoy convencido de que el comisario de homicidios dispone de un tiempo limitado para acompañarnos.
—En estas circunstancias —dijo el Trueno— procuraré ser breve. Ayer me llegó, y no portado por una paloma mensajera, sino de una forma más prosaica y menos alada, o sea por correo, la notificación de que un tal Filip Trofast Mauritzon se había atrevido a recurrir su sentencia ante el Tribunal Supremo. Como el comisario seguramente recuerda, hace poco más de año y medio Mauritzon fue condenado por asesinato en relación con un atraco a mano armada en un banco. El fiscal del caso fue mi tal vez no muy docto amigo Sten Robert Olsson, que a la sazón esgrimía el título de fiscal de cámara. Yo mismo tuve el ingrato deber, que para mi profesión suele resultar moralmente fatigoso, de defender a Mauritzon, que sin ningún género de dudas era lo que vulgarmente llamaron un delincuente. Y ahora quiero hacer una única pregunta: ¿le parece al comisario Beck que Mauritzon era culpable del atraco al banco y del consiguiente asesinato, y que las alegaciones que presentó el hoy en día fiscal jefe Olsson fueron policialmente satisfactorias?
—No —dijo Martin Beck.
A pesar de que el color de las mejillas de Bulldozer adquirió un tono que hacía juego con la camisa, aumentando hasta contrastar con la monstruosa corbata de sirenas doradas y bailarinas de hula-hoop, el hombre sonrió y dijo:
—Yo también quiero hacer una pregunta: ¿tuvo el comisario Beck algo que ver con las investigaciones en torno al asesinato en el banco?
—No.
Bulldozer Olsson cerró las manos delante de su cara y cabeceó con alivio.
Martin Beck fue a sentarse junto a Rhea y le sopló en sus rubios cabellos, lo que hizo que ella le mirase con expresión enfadada.
—Me esperaba algo más —dijo ella.
—Yo no —contestó Martin Beck.
Los ojos de Bulldozer Olsson casi se le salían de las órbitas debido a su curiosidad.
Sin saber por qué, al Trueno le pareció que la cosa tenía buen aspecto. Con su ligera cojera se había acercado a la ventana que quedaba detrás de Bulldozer, y sobre el polvo de los cristales escribió la palabra IDIOTA.
Después dijo:
—Me veo obligado a llamar como siguiente testigo a un guardia.
—Policía auxiliar —corrigió el portavoz del tribunal.
—Guardia Karl Kristiansson —dijo el Trueno sin inmutarse.
Kristiansson entró. Era un tipo inseguro, que en los últimos años había llegado al convencimiento categórico de que la organización policial era una sociedad de clases por sí misma, en la que los superiores se comportaban como se comportaban, no para explotar a sus subordinados, sino simple y exclusivamente para fastidiarles.
Tras una larga espera, el Trueno dio media vuelta y empezó a caminar de arriba a abajo por toda la sala. Bulldozer hacía lo mismo, pero a un ritmo distinto, y daban la impresión de ser dos locos de atar. Por fin, el Trueno inició el interrogatorio tras un suspiro tremendo:
—Según los informes, lleva usted quince años en la policía.
—Sí.
—Sus superiores le consideran perezoso e inepto, pero honrado y fundamentalmente tan trabajador, o gandul, como el resto de sus colegas de la policía de Estocolmo.
—¡Protesto! —chilló Bulldozer—. El defensor está insultando al testigo.
—¿Ah, sí? —preguntó el Trueno—, Pues si afirmo que el fiscal jefe es uno de los charlatanes más interesantes de Suecia (digo, del mundo), tan vacío y gordo como un zepelín y tan hueco como el globo Svenske, yo creo que en ello no existe nada peyorativo. Pero ahora no estoy diciendo esto sobre el fiscal jefe, sino que, en relación con el testigo, me limitó a señalar que es un policía experimentado, tan aplicado e inteligente como los demás policías que adornan nuestra ciudad.
—Si el abogado quisiera dedicar alguna vez un par de horas a escuchar las grabaciones de sus peroratas, con todo su correspondiente acompañamiento de efectos sonoros, estoy seguro de que terminaría tan horrorizado y sorprendido como los demás miembros de la carrera judicial —observó Bulldozer Olsson.
—En el caso de que el fiscal jefe circulara con una de sus corbatas por un país en el que el mal gusto estuviera perseguido, estoy seguro de que lo procesarían —replicó el Trueno—. Por cierto, ¿cómo consigue entrarlas en el país sin que le detengan?
—El abogado defensor me acusa de contrabando ante un tribunal —dijo Bulldozer con una gran calma.
Su rabia oculta se debía a que realmente había entrado unas cuantas de contrabando, concretamente de Irán, adonde había hecho un viaje de estudio para seguir las rutas de contrabando de drogas. La que llevaba en aquellos momentos se la había enviado el ministerio fiscal de Andorra, que, siguiendo las instrucciones de Bulldozer, había escrito «Muestra sin valor» en el paquete.
—Si logramos proteger a esta pobre chica... —empezó Bulldozer con un gesto mayestático.
Inmediatamente fue interrumpido por el Trueno, que, con un gesto aún más solemne, dijo:
—Mucho ruido y pocas nueces.
Antes de que Bulldozer pudiera contraatacar, intervino el juez, aclarándose primero la voz y diciendo después:
—Tengo la impresión de que los señores se han enzarzado en una disputa personal y privada, que por tanto debería transcurrir en privado o quizá en otro lugar.
—Sólo estaba intentando poner de relieve las extraordinarias calificaciones del testigo y su juicioso equilibrio —alegó el Trueno con expresión de inocencia.
Rhea Nielsen estalló en una carcajada y Martin Beck puso la mano derecha sobre la izquierda de ella, pero Rhea se reía cada vez más fuerte. El juez indicó que esperaba que la oyente guardara silencio, y se volvió para mirar a las partes con irritación. Por su parte, Bulldozer miró a Rhea con tal intensidad que se perdió el inicio de la intervención del Trueno.
Éste, en cambio, no reflejaba ninguna reacción de tipo humano. Se limitó a preguntar:
—¿Fue usted el primero en entrar en el banco?
—No.
—¿Detuvo usted a esta chica, Rebecka Olsson?
—No.
—Quiero decir Rebecka Lind —dijo el Trueno tras un titubeo.
—No.
—¿Qué hizo, entonces?
—Detuve a la otra.
—¿Así que hubo dos chicas en aquel atraco?
—Sí.
—¿Y usted detuvo a la otra?
—Sí.
—¿Por qué?
Kristiansson meditó un buen rato.
—Para que no se cayera.
—¿Qué edad tenía esa otra chica?
—A simple vista, unos cuatro meses.
—¿O sea que la situación era que Kvastmo había detenido a Rebecka Lind?
—Sí.
—¿Podría decirse que lo hizo violentamente o empleando una fuerza desmesurada?
—No comprendo en absoluto lo que la defensa quiere dar a entender —exclamó Bulldozer, radiante.
—Quiero dar a entender que Kvastmo, a quien todos nosotros hemos visto hoy aquí...
El Trueno rebuscó un buen rato entre sus papeles.
—Sí, aquí está —dijo—. Kvastmo pesa ciento dos kilos, y entre otras cosas es especialista en karate y lucha libre. Sus superiores le consideran un funcionario celoso y apasionado. El inspector Norman Hansson, que redactó el informe, dice que Kvastmo se muestra demasiado celoso cuando está de servicio, y que muchos detenidos se han quejado de tratos violentos por su parte. El informe dice también que Kenneth Kvastmo ha recibido frecuentes reprimendas, y que no tiene demasiada facilidad para expresarse.
El Trueno apartó el documento y dijo:
—¿Quiere el testigo responder ahora a la pregunta de si Kvastmo empleó la violencia?
—Sí —dijo Kristiansson—, más bien creo que sí.
La experiencia le había enseñado a no mentir en relación con el servicio, o al menos no muy a menudo. Además, Kvastmo no le gustaba nada.
—¿Y usted se ocupó de la criatura?
—Sí, no tuve más remedio. La chica la llevaba sujeta con una especie de faja, y, cuando Kvastmo le arrebató el cuchillo, la niña estuvo a punto de caerse.
—¿Ofreció Rebecka alguna resistencia?
—No.
—¿En absoluto?
—No. Cuando le cogí la niña, sólo me dijo: «Vigile que no se le caiga».
—Este punto queda claro —dijo el Trueno—. Volveré a las eventuales violencias más adelante, pero ahora quiero hablar de otro asunto.
—Sí —asintió Kristiansson.
—En vista de que los agentes que se encargan de proteger el dinero de los bancos no habían aparecido en el lugar... —dijo el Trueno, y calló, mirando al fiscal con una expresión imperativa.
—Nosotros trabajamos las veinticuatro horas —dijo Bulldozer—, Y este caso es una excepción insignificante, uno de tantos.
—Pero, en cambio, es poco probable que el señor Olsson deje de dormir por las noches pensando en todos los inocentes que terminan en prisión gracias a él y gracias a un mal planteamiento o al error de la demanda judicial. —El Trueno había perdido los estribos, soltó un eructo y añadió—: Sí, sí, ya lo creo.
Su mirada perdida, extraviada, se posó finalmente en Karl Kristiansson, que estaba allí de pie, en medio de la sala, y que parecía una oveja, enfundado en su chaqueta blanca con puños de punto azules, un león estilizado en la parte izquierda del pecho, y las palabras THE LIONS bordadas o pegadas en la espalda. El resto era, lisa y llanamente, el uniforme.
—Esto significa que los policías que estaban más a mano fueron los que realizaron los primeros interrogatorios —dijo el Trueno finalmente—. ¿Quién habló con la cajera?
—Yo.
—¿Y qué le dijo?
—Que la chica se acercó al mostrador con la niña a cuestas y puso su bolsa sobre el mostrador, y la cajera vio en seguida el cuchillo, de manera que empezó a llenarle la bolsa de billetes.
—¿Sacó Rebecka el cuchillo?
—No, lo llevaba en el cinto, casi a la espalda.
—¿Y cómo pudo verlo la cajera?
—Eso no lo sé... Sí, bueno, lo vio en un momento en que Rebecka se dio la vuelta. Entonces gritó: «¡Un cuchillo, un cuchillo, lleva un cuchillo!».
—¿Era un puñal o una navaja?
—No, más bien una especie de cuchillo de cocina, de esos que se tienen en casa.
—¿Qué le dijo Rebecka a la cajera?
—Nada, al menos inmediatamente. Después, parece ser que se rió y dijo: «Pues no sabía yo que era tan fácil pedir dinero prestado». Después, al parecer preguntó si tenía que firmar un recibo o algo así.
—Por lo visto, el dinero quedó esparcido por el suelo —agregó el Trueno—, ¿cómo fue eso?
—Sí, eso sí que lo sé. Kvastmo estaba allí sujetando a la chica, mientras esperábamos refuerzos. Entonces la cajera empezó a contar el dinero, por si faltaba algo. Y entonces Kenneth me gritó: «¡Alto, esto es ilegal!».
—¿Y luego?
—Luego me gritó: «Kalle, procura que nadie toque el botín». Claro, yo llevaba a la cría en brazos, y sólo pude coger la bolsa por una de las asas, y entonces, plam, todo se fue por el suelo. La mayor parte eran billetes pequeños, o sea que salieron volando en todas direcciones. Sí, y entonces llegó otro coche patrulla. Les dimos la niña a ellos y nos llevamos a la detenida a la comisaría de Kungsholmen. Yo conducía y Kvastmo iba en el asiento trasero, con esta chica.
—¿Hubo alboroto en el asiento trasero?
—Sí, un poco. Primero se puso a llorar y preguntó qué habíamos hecho con la cría. Entonces lloró todavía más y Kvastmo tuvo que ponerle las esposas.
—¿Dijo usted algo?
—Sí, le dije que no era necesario, porque Kvastmo era casi el doble de grande que ella, y tampoco es que ofreciera resistencia.
—¿Dijo usted algo más en el coche?
Kristiansson se mantuvo en silencio durante varios minutos. El Trueno permaneció mudo, a la espera. Ni siquiera eructó ni repitió la pregunta, ni empezó a murmurar ni a advertir sobre el perjuicio de no decir la verdad, que es lo que suelen hacer los abogados.
Kristiansson contempló sus piernas uniformadas, miró con aire de culpabilidad a su alrededor y contestó:
—Le dije: «No le pegues, Kenneth».
El resto era sencillo. El Trueno se levantó y avanzó hacia Kristiansson.
—¿Suele Kenneth Kvastmo pegar a los detenidos?
—Ha ocurrido.
—¿Vio usted el bolsillo descosido y el botón que estaba a punto de caérsele a Kvastmo?
—Sí, dijo algo sobre eso; dijo que su mujer no se cuidaba de arreglarle la ropa.
—¿Cuándo se lo dijo?
—El día antes.
—Su turno, señor fiscal —concluyó el Trueno con gran calma.
Bulldozer miró fijamente a Kristiansson y mantuvo la mirada. ¿Cuántas causas se habían ido a paseo por culpa de policías imbéciles? ¿Y cuántas se habían salvado? El balance era negativo. Pero aquella comedia de los guardias, o auxiliares de policía como se les tenía que llamar, aquello era una desgracia inevitable. Era tan malo para los delincuentes como para la justicia.
—No hay preguntas —repuso Bulldozer con alivio, pero después añadió, como de pasada—: La acusación retira la demanda por violencia contra un funcionario.
A continuación, el Trueno solicitó un descanso. Durante la pausa, primero encendió su cigarro, y luego efectuó el largo recorrido hasta los lavabos. Regresó al cabo de un rato y se puso a charlar con Rhea Nielsen.
—¿De qué clase de señoras te rodeas ahora? —le preguntó Bulldozer Olsson a Martin Beck—. Primero se ríe a carcajadas en mitad de un juicio y ahora se pone a charlar con el Trueno. Todo el mundo sabe que el Trueno tiene un aliento que es capaz de tumbar a un orangután a cincuenta metros de distancia.
—Señoras estupendas —dijo Martin Beck—, mejor dicho, una señora estupenda.
—¡Ah, vaya, te has vuelto a casar! Yo también. Es lo mejor, te lo advierto.
Rhea se acercó a ellos.
—Rhea —dijo Martin Beck—, te presento al fiscal Olsson.
—Ya lo tengo visto.
—Todos le llaman Bulldozer —explicó Martin Beck—. Creo que este juicio te está yendo mal.
—Sí, una mitad ha quedado bloqueada —admitió Bulldozer—, pero el resto continúa, ¿nos apostamos una botella de whisky?
Rhea se rascó la nuca y miró interrogativa a Martin Beck, que sacudía la cabeza.
—Una botella de whisky —repitió Bulldozer seductor.
—No —dijo Martin Beck.
Rhea inclinó un poco la cabeza y pareció como si quisiera decir algo, pero en aquel momento llamaron de nuevo a juicio, y Bulldozer se precipitó hacia la sala de deliberaciones.
La defensa llamó a su siguiente testigo, Hedy-Marie Wirén, una mujer bronceada de unos cincuenta años, inexplicablemente bronceada en un país en el que incluso la meteorología parecía tomar parte en la conjura contra sus pobres habitantes. La primera pregunta del Trueno fue, por tanto:
—¿Cómo es que está usted tan morena?
—Canarias —contestó la testigo lacónicamente.
—De las informaciones de la instrucción se desprende que Rebecka Lund..., bueno, sí, ya lo sé, ya sé que se llama Lind, pero es que yo padezco de algo que seguramente el fiscal no ha tenido nunca ni corre peligro de tener nunca. Me refiero a la fantasía y a la capacidad de identificarme con la sensibilidad y los pensamientos de otras personas.
—¿Es fantasía eso de llamar Lund a la señorita Lind? —preguntó Bulldozer, jugueteando con su corbata—. ¿Es eso identificarse con la sensibilidad de los demás?
—Déjenme preguntarle algo al fiscal —repuso el Trueno—: ¿Sabe el señor Olsson dónde se encuentra en estos momentos la hija de cuatro meses de Rebecka Lind?
—¿Por qué diantre he de saber yo eso? —respondió Bulldozer—. Tenemos una sección de protección de la infancia.
—O sección de asesinato infantil, como prefieren llamarla los padres jóvenes.
El Trueno, en plena distracción, encendió su cigarro, lo que le costó al juez once enfáticos aclaramientos de garganta para señalar el desacato; se llamó a un bedel y, por fin, las cosas volvieron a la normalidad.
—¿Hay alguien en esta sala que sepa dónde se encuentra en estos momentos la niña Camilla Lind-Cosgrave?
En la sala se hizo un silencio sepulcral.
—Alguien lo sabe —dijo el Trueno—, y soy yo.
—¡Camilla! ¿Dónde está? —sollozó Rebecka.
—Todo a su tiempo —dijo el Trueno.
—¿Me permiten que les recuerde que en estos momentos se está celebrando, o, más bien, debería estarse celebrando un juicio? —pidió el juez.
El Trueno puso cara de no entender nada de lo que acababa de oír, y el juez se lo aclaró:
—El abogado Braxén ha llamado a esta mujer como testigo.
—¡Ah! —exclamó el Trueno—. ¡Casi lo había olvidado por completo! La ignorancia del fiscal me ha llevado a pensar en cosas bien distintas.
Rebuscó entre sus papeles, encontró el que buscaba y dijo:
—Rebecka Lind era mala estudiante. Terminó noveno con unas notas muy por debajo de lo requerido para poder acceder al instituto, pero ¿era tan mala estudiante en todas las asignaturas?
—Iba bien en mi asignatura —contestó la testigo—; era una de las mejores alumnas que nunca he tenido. Rebecka tenía muchas ideas propias en lo referente a verduras y productos naturales. Era consciente de que nuestra alimentación, tal como está planteada hoy en día, es despreciable, y que la mayor parte de los alimentos que se encuentran en las tiendas a disposición del público están de una forma o de otra envenenados.
—¿Opina la testigo lo mismo al respecto?
—Sí, absolutamente.
—Esto querría decir que los bistecs con guarnición y las copas de whisky con los que, por ejemplo, yo y el propio fiscal entretenemos nuestras miserables vidas, son despreciables.
—Sí —dijo la testigo—, profundamente despreciables. Es un tipo de alimentación que no solamente daña el cuerpo, sino también la mente y la posibilidad de pensar con claridad. Del mismo modo, el uso del tabaco causa daños al cerebro. Uno se vuelve simplemente idiota a base de fumar. Por otro lado, Rebecka entendió en seguida la importancia de una alimentación saludable. Se hizo con un huerto y estaba siempre conforme con lo que la naturaleza le ofrecía. Por eso siempre llevaba un cuchillo de jardín en el cinto. Yo he charlado mucho con Rebecka.
—¿Sobre remolachas biodinámicas?
El Trueno bostezó.
—Entre otras cosas, pero lo que quiero resaltar es que Rebecka es una chica sana. Quizá su formación académica no sea muy amplia, pero esa circunstancia la tiene perfectamente asumida. Ella no es nada partidaria de sobrecargar su pensamiento con un montón de cosas irrelevantes. Lo único que realmente le interesa son cuestiones como, por ejemplo, cómo se las arreglará la naturaleza para salvarse bajo amenazas totales. No está interesada en política, es decir, lo está en la medida en que considera esta sociedad completamente incomprensible, y piensa que sus dirigentes no pueden ser otra cosa que delincuentes o locos.
—No hay más preguntas —dijo el Trueno.
Llegados a este punto, parecía más interesado en irse a casa que en seguir aburriéndose.
—Me interesa ese cuchillo —anunció Bulldozer dando un brinco y abandonando su sitio.
Se dirigió a la mesa, delante del juez, y cogió el cuchillo.
—Es un cuchillo de jardín normal y corriente —explicó Hedy-Marie Wirén—, es el mismo que ha tenido siempre. Como puede ver, el mango está gastado pero la hoja está en buen estado.
—No es menos cierto que puede resultar un arma peligrosa —dijo Bulldozer.
—Eso habría que verlo; yo no me atrevería a atacar ni a un gorrión con ese cuchillo. Aparte de eso, Rebecka tiene aversión a todo lo que signifique violencia. Ni siquiera la entiende cuando la ve con sus propios ojos, y es una persona incapaz de dar una simple bofetada.
—Yo insisto en que esto es un arma peligrosa y mortal —exclamó Bulldozer, agitando el cuchillo en el aire.
No parecía muy convencido, y a pesar de estarle dedicando su mejor sonrisa a la testigo, tuvo que hacer acopio de valor y de paciencia para resistir la pregunta que le hizo la mujer:
—Me da la impresión de que, una de dos: o usted es malo, o es usted simplemente tonto —dijo la testigo—. ¿Fuma usted o bebe alcohol?
—No hay más preguntas —dijo Bulldozer.
—Han terminado los interrogatorios a los testigos —anunció el juez. ¿Alguien tiene más preguntas antes de pasar a la investigación y a las alegaciones?
El abogado Braxén se levantó chasqueando con la lengua y se dirigió cojeando hacia la tribuna. Dijo:
—Lo de la investigación suele ser un simple trámite rutinario que sirve para que el encargado de redactarla se gane cincuenta coronas, o lo que paguen ahora. Por eso quisiera, y lo mismo espero que hagan otras personas responsables, dirigir unas cuantas preguntas a Rebecka Lind.
Se dirigió por primera vez a la acusada:
—¿Cómo se llama el rey de Suecia?
Incluso Bulldozer pareció confundido.
—Eso no lo sé —dijo Rebecka Lind—, ¿es que hay que saberlo?
—No —admitió el Trueno—, no hay que saberlo. ¿Sabe cómo se llama el primer ministro?
—No, ¿quién es ese?
—Es el jefe del gobierno y el máximo responsable de la política del país.
—En ese caso es un bribón —dijo Rebecka Lind—. Yo sé que Suecia ha construido una central atómica en Barsebäck, en Escania, y eso queda a sólo veinticinco kilómetros del centro de Copenhague. Dicen que el gobierno es culpable de estropear la naturaleza.
—Rebecka —dijo Bulldozer Olsson amablemente—, ¿cómo puede saber estas cosas sobre centrales nucleares, cuando ni siquiera sabe el nombre del primer ministro?
—Mis amigos suelen hablar de cosas como ésta, pero no se meten en política.
El Trueno dejó que todo el mundo meditase sobre la frase. Luego dijo:
—Antes de ir a ver a ese director de banco, cuyo nombre he olvidado y espero que para siempre, ¿había estado alguna vez en un banco?
—No, nunca.
—¿Por qué no?
—¿Qué iba a hacer yo allí? Los bancos son para los ricos. Mis amigos y yo nunca vamos a lugares así.
—Sin embargo, un día fue —dijo el Trueno—. ¿Por qué?
—Porque necesitaba dinero. Uno de mis conocidos me dijo que se podía pedir prestado en los bancos. Luego, cuando ese director de banco imbécil me dijo que había bancos que eran propiedad del pueblo, pensé que allí me podrían prestar el dinero.
—¿Así que cuando entró en la oficina del banco PK creyó, en realidad, que le iban a prestar el dinero?
—Sí, pero me quedé asombrada al ver lo fácil que resultaba. Ni siquiera me dieron tiempo para decir cuánto necesitaba.
Bulldozer, que ya había comprendido en qué dirección pensaba actuar la defensa para derrumbar la acusación, se apresuró a intervenir.
—Rebecka —dijo sonriendo con toda la cara—, hay cosas que no acabo de comprender. ¿Cómo es posible que, con la cantidad de medios de comunicación que hay actualmente, alguien consiga desconocer las mínimas normas que rigen la sociedad?
—Su sociedad no es la mía —replicó Rebecka Lind.
—Esto no es cierto, Rebecka —protestó Bulldozer—; vivimos todos juntos en este país y tenemos una responsabilidad común para discernir lo que está bien de lo que está mal. Pero quiero preguntarle cómo se logra no oír lo que dice la televisión y la radio y no ver lo que explican los periódicos.
—Yo no tengo ni radio ni tele, y lo único que miro en los periódicos es el horóscopo.
—Pero usted ha ido nueve años a la escuela, ¿no?
—Allí sólo intentaban enseñarnos un montón de paja. Yo procuraba no escuchar.
—Pero el dinero... —dijo Bulldozer—, el dinero es algo que le interesa a todo el mundo.
—A mí no.
—¿De dónde sacaba el dinero para mantenerse?
—De la oficina social, pero yo necesitaba muy poco, al menos hasta ahora.
El juez resumió entonces el informe de las investigaciones con una voz monótona, y no resultó tan banal como había supuesto el abogado Braxén.
Rebecka Lind había nacido el 3 de enero de 1956 y se había criado en el seno de la clase media baja. El padre era oficinista de bajo rango en el ramo de la construcción. El ambiente familiar había sido bueno, pero Rebecka se había rebelado precozmente, y la oposición contra sus padres había culminado a sus dieciséis años. Había mostrado escasísimo interés por la escuela y la había dejado después de noveno. Sus profesores consideraban su bagaje intelectual muy poco consistente; a pesar de no carecer de inteligencia, ésta daba como resultado unas formulaciones escasamente reales y tangibles. No había podido encontrar ningún trabajo, pero tampoco mostró mayor preocupación por el asunto. A los dieciséis años la situación familiar atravesaba una época de especial pobreza y resolvió marcharse de casa. A la pregunta de los investigadores, el padre había respondido que aquello había sido lo mejor para todos, ya que tenían otros hijos que respondían mejor a sus desvelos. Primero había vivido en una habitación que había conseguido como préstamo más o menos permanente de un conocido, y que conservó incluso cuando consiguió un pequeñísimo apartamento en el Söder, en Estocolmo. A principios de 1973 había conocido a un desertor americano de la OTAN y se había ido a vivir con él. Se llamaba Jim Cosgrave. Rebecka Lind había quedado en seguida embarazada, cosa que además le apetecía, y en enero del setenta y cuatro había tenido una niña, Camilla. La pequeña familia había empezado entonces a pasar dificultades. Cosgrave quería trabajar, pero no encontró nada porque llevaba melenas y porque era extranjero. El único trabajo que consiguió durante años en Suecia fueron dos semanas de verano como lavaplatos en uno de los transbordadores que van a Finlandia. Además, añoraba los Estados Unidos. Tenía una buena formación, y pensaba que podría arreglárselas bastante bien cuando volviera a América con su familia. A principios de febrero había entrado en contacto con la embajada americana y se declaró dispuesto a regresar voluntariamente, siempre que le dieran un mínimo de garantías. Habría que repatriarlo y se le había prometido que sólo recibiría un castigo formal, aparte de que, por lo visto, estaba protegido por los pactos con el estado sueco. Había volado a Estados Unidos el 12 de febrero. Rebecka había calculado poder viajar hacia marzo, ya que los padres de su novio les habían prometido ayudarles con algo de dinero. Pero los meses pasaron y no se supo nada de los Cosgrave. Ella acudió a la oficina social, y se le dijo que no había nada que hacer, ya que Cosgrave era extranjero. Fue entonces cuando Rebecka Lind decidió viajar por su cuenta a Estados Unidos para averiguar qué había pasado. Para obtener el dinero se había dirigido a un banco, con el resultado de todos conocido. Las investigaciones eran en sí positivas. Revelaban que Rebecka había cuidado a su niña con mucho cariño, que nunca había sido un lastre para nadie, ni había mostrado inclinación a la violencia. Era sincera hasta el máximo; sólo que adoptaba una actitud ajena a este mundo y daba frecuentes pruebas de una exagerada buena fe. Cosgrave también fue brevemente enjuiciado. Según sus conocidos, se trataba de un joven decidido, que no intentaba soslayar sus responsabilidades y que creía sin reservas en un futuro para sí y para su familia en Estados Unidos.
Mientras se daba lectura a los resultados de las investigaciones personales Bulldozer Olsson se había estado entreteniendo en estudiar uno de sus informes, con periódicos y significativas consultas al reloj.
Se levantó para hacer las alegaciones y Rhea le miró guiñándole un ojo.
Dejando aparte su deplorable indumentaria, era un hombre del que emanaba una gran seguridad en sí mismo y un gran interés por todo lo que hacía.
Bulldozer había ojeado el planteamiento de la defensa del Trueno, pero se había propuesto no dejarse impresionar. En su lugar, optó por expresarse sencilla y brevemente, y conservando la línea de lo que había pensado de antemano. Sacó el pecho —en realidad fue más bien el estómago—, observó sus polvorientos zapatos marrones y dijo con una voz aterciopelada:
—Voy a presentar mis alegaciones dentro de la más estricta exposición de hechos. Rebecka Lind entró en la oficina del banco PK armada con un cuchillo y provista de una bolsa de mano vieja, en la que pensaba meter el botín. Mi larga experiencia en atracos sencillos a los bancos, —y se han perpetrado a miles en los últimos años— me lleva a la convicción de que Rebecka actuó siguiendo una pauta. Su inexperiencia hizo que fuera detenida en seguida. Personalmente, siento compasión por la acusada, que a su tierna edad ya se ha dejado arrastrar a la perpetración de un delito execrable, pero aun así me veo obligado, en nombre de la igualdad de todos ante la ley, a solicitar una pena carcelaria. Las pruebas son, como se ha demostrado en este largo juicio, irrefutables, y no hay argumentación que las pueda echar por tierra.
Bulldozer jugueteó con los dedos y su corbata, y añadió:
—Con esto doy por terminada mi alegación y dejo el veredicto en manos del jurado.
—¿Está el abogado Braxén preparado para las alegaciones finales de la defensa? —preguntó el juez.
El Trueno no parecía preparado en absoluto. Reunió de cualquier manera todos sus papeles en un montón, observó un instante su cigarro y se lo metió en el bolsillo. Después miró a su alrededor por toda la sala, como si no hubiera estado jamás allí. Observó minuciosamente a cada uno de los presentes, como si no hubiera visto a nadie en su vida.
Por fin se levantó y avanzó cojeando, para recorrer de arriba abajo la barandilla que le separaba del tribunal.
La mayor parte de los que conocían al Trueno estaban a la espera, porque sabían que tanto se le podía ocurrir estar hablando durante horas como liquidar las alegaciones en cinco minutos.
Bulldozer Olsson miró ostentosamente su reloj.
El Trueno contempló con reproche al juez, al portavoz y a los miembros del tribunal, mientras continuaba paseando. Su cojera, imperceptible al principio, se había ido haciendo más visible a media que avanzaba el juicio.
Por fin comenzó:
—Como ya dije en la presentación, esta señorita, que ha sido sentada en el banquillo de los acusados o, mejor dicho, en la silla, es inocente, y realmente sería innecesario hacer alegaciones en su defensa, a pesar de lo cual voy a decir algunas palabras.
Todos se preguntaron nerviosos qué querría decir el Trueno con lo de las «pocas palabras».
Sin embargo, la intranquilidad no tenía fundamento. El Trueno se desabrochó la americana, eructó con una expresión de alivio, sacó el estómago y se dirigió a la tribuna, diciendo:
—Como ha dicho el fiscal, se cometen una enorme cantidad de atracos en este país. La gran publicidad que les rodea y las intervenciones a menudo espectaculares de la policía para evitarlos no sólo han contribuido a hacer del fiscal un hombre conocido y celebrado, cuyas corbatas incluso han encontrado un espacio en las columnas de los semanarios; no sólo eso, sino que se ha desatado una histeria colectiva que hace que, cuando una persona normal entra en un banco, se tienda a pensar que el recién llegado está allí para cometer un atraco o cometer cualquier otra inconveniencia.
El Trueno hizo una pausa, y estuvo un rato contemplando el suelo. Probablemente estaba intentando concentrarse.
—Rebecka Lind no ha recibido mucha ayuda ni muchas alegrías por parte de la sociedad. Ni la escuela ni sus propios padres ni la generación de los adultos le han dado su apoyo o su estímulo. El hecho de que no se haya integrado totalmente en el sistema social es algo de lo que no podemos culparla. Cuando ella, a diferencia de tantos otros jóvenes, intenta encontrar trabajo, se le dice simplemente que no hay. Sería revelador preguntarse por qué no hay trabajo para la gente que sube, pero vamos a dejarlo. Cuando por fin se ve en una situación de auténtico apuro decide dirigirse a un banco. No tiene la más leve idea de cómo funciona la banca y se le ocurre la errónea idea de que el banco PK iba a ser menos capitalista, o simplemente de propiedad popular. Cuando la cajera ve entrar a Rebecka se le antoja que entra a robar, en parte porque no se le ocurre que una persona como ella tenga algún motivo para entrar en un banco, y en parte porque vive alterada por las innumerables directrices con las que se bombardea a los empleados de banca en los últimos tiempos. En seguida conecta la alarma y empieza a meter billetes en la bolsa que la chica había colocado sobre el mostrador. ¿Qué pasa después? Pues que en lugar de aparecer los bien entrenados detectives del fiscal jefe, que no tienen tiempo para ocuparse de cosas tan banales como ésa, aterrizan dos policías de uniforme en un coche patrulla. Mientras uno de ellos, según propias palabras, se arroja como una pantera sobre la chica, el otro logra esparcir todo el dinero por el suelo. Aparte de esta aportación, encima interroga a la cajera. De dicho interrogatorio se desprende que Rebecka no amenazó a nadie dentro del banco y que no exigió el dinero. Todo, en resumen, puede llamarse un malentendido. Esta chica se condujo con cierta ingenuidad, pero eso, como todos saben, no constituye delito.
El Trueno se marchó cojeando hacia su mesa, estudió los informes con la espalda vuelta hacia el juez y los jurados, y dijo:
—Exijo que Rebecka Lind sea liberada y que se invalide la denuncia. Cualquier exigencia alternativa resulta irrisoria, pues cualquiera, en su sano juicio, ha de comprender que no tiene culpa alguna y que por consiguiente no ha lugar ninguna clase de castigo.
Las deliberaciones del tribunal fueron breves. La sentencia llegó en menos de media hora.
Rebecka Lind fue declarada inocente y puesta inmediatamente en libertad. Sin embargo, no fue retirada la denuncia, porque cinco de los miembros del tribunal habían votado a favor de retirarla, pero dos en contra, y el juez había recomendado sentencia condenatoria.
Cuando abandonaban la sala, Bulldozer Olsson se acercó a Martin Beck y le dijo:
—Ya lo ves, si hubieras sido un poco más listo, habrías ganado la botella de whisky.
—¿Piensas recurrir?
—No. ¿Te crees que no tengo nada mejor que hacer que pasarme un día entero en el tribunal supremo aguantando al Trueno? ¡Y por un caso así!
Y se marchó.
El Trueno también se acercó a ellos. Parecía cojear todavía más.
—Gracias por venir a declarar —dijo—; muchos no lo hubieran hecho.
—Creí entender tu pensamiento —explicó Martin Beck.
—Ése es el problema —dijo Braxén—: que muchos entienden el pensamiento de uno, pero luego no se presentan a declarar.
El Trueno observó agradecido a Rhea mientras apretaba su cigarro.
—He tenido una conversación muy interesante con la señorita, señora, con la dama... con esta dama, durante el descanso.
—Nielsen se llama —aclaró Martin Beck—, Rhea Nielsen.
—Gracias —dijo el Trueno cálidamente—; a veces me parece que pierdo algunos juicios justamente por eso de los nombres. En cualquier caso, lo que creo es que la señora Nilsson tendría que haberse dedicado a la abogacía. Ha analizado todo el caso en diez minutos y ha hecho una composición de lugar que al fiscal le hubiera costado varios meses desentrañar, suponiendo que fuera capaz de entenderlo.
—Hmmm —dijo Martin Beck—, si Bulldozer quisiera recurrir al supremo, seguramente ganaría.
—Psé —hizo el Trueno—. Hay que tener en cuenta la psique del adversario. Si pierde en primera instancia, no recurre nunca.
—¿Por qué no?—preguntó Rhea.
—Porque perdería su imagen de hombre tan ocupado que apenas tiene tiempo para nada. Y si todos los fiscales fueran como Bulldozer, medio país estaría entre rejas.
Rhea hizo una mueca.
—Gracias de todos modos —dijo el Trueno, y se alejó cojeando.
Ante la puerta del Ayuntamiento se paró y encendió su cigarro. Dado que simultáneamente soltó un eructo imponente, el resultado fue que abandonó la sede judicial envuelto en una enorme nube de humo.
Martin Beck lo miró pensativo. Luego dijo:
—¿Adónde quieres ir?
—A casa.
—¿A la tuya o a la mía?
—A la tuya, pues ya hace tiempo que no vamos.
«Hace tiempo» eran escasamente cuatro días.