22
Gunvald Larsson y Martin Beck fueron llamados en seguida a presencia de Poncio Pilatos; desde la llegada del senador al Parlamento había pasado solamente media hora.
El silencio de la radio policial se había roto, y la central de alarmas estaba desbordada de llamadas.
Otro que quedó desbordado, pero de improperios, fue Stig Malm.
—Sí, eres realmente un experto en coordinación bien curioso —dijo el director general de la policía—; yo podía haberme quedado en mi casa de campo mientras todo ocurría... y, por cierto, ¿qué ha ocurrido?
—No lo sé muy bien —confesó Malm. Le temblaban visiblemente los puños, y empezó a decir—: Mi querido...
—No quiero que me llamen «mi querido», soy el máximo jefe ejecutivo de la policía del país, y exijo estar informado de todo lo que pasa dentro del cuerpo, ¿me has oído? ¡Todo! Y precisamente ahora, a ti, que eres el jefe de la operación conjunta, te pregunto: ¿qué ha pasado?
—Ya te he dicho que no lo sé muy bien —dijo Malm.
—¡Un jefe de coordinación que no sabe nada...! —tronó el director general de la policía—. ¡Fantástico! ¿Qué sabes, pues? ¿Tampoco te enteras cuando te limpias el culo?
—Sí, pero...
Suponiendo que Malm fuera a decir algo, el otro le interrumpió en seguida.
—No comprendo por qué el jefe de las fuerzas de orden público, y Beck y Larsson y Packe, o Macke o como se llame, no han encontrado un momento para venir y entregarme un informe, o aunque sólo fuera telefonear aquí...
—La centralita no pasa ninguna llamada aquí a no ser que llame tu mujer... —replicó Malm insinuante; parecía haberse repuesto un poco, pero continuaba sin ser él mismo, su mismísimo yo, como decía él a veces.
—Bueno, a ver, explícame esto del atentado.
—Realmente, no sé nada sobre este asunto, pero parece ser que Beck y Larsson vienen hacia aquí.
—¿Parece ser? ¡Un experto en coordinación que no sabe nada! ¿Y quién va a ser aquí la cabeza de moro?
«El mismo de siempre», pensó Malm. Luego dijo:
—Nuestro hombre no se llama Macke, sino Skacke, y se dice cabeza de turco. Aparte de esto, sublime es una palabra que realmente significa trascendente.
Malm comenzaba realmente a remontar el vuelo.
El director general de la policía se levantó violentamente y se dirigió con rápidos pasos hacia una de las pesadas cortinas de la ventana.
—Nadie se ha de meter en lo que yo digo —replicó irritado—, y si digo cabeza de moro, es que es cabeza de moro. Si hay que corregir algo, lo corregiré yo mismo.
«Otra vez a tirar de las cortinas —pensó Malm con resignación—; y espero que esta vez se le caiga todo encima.»
Llamaron a la puerta.
Entraron Martin Beck y Gunvald Larsson. Martin Beck no era ningún alfeñique, pero, comparado con Gunvald Larsson, parecía totalmente inofensivo.
Gunvald Larsson contempló la escena y exclamó:
—¡Hombre, llegamos a tiempo! Por nosotros, no se priven. —Y, volviéndose hacia Malm, le dijo—:
—¿Le has contado aquello de los burdeles?
Malm asintió y dijo:
—Pero no le pareció gracioso; dijo que eso era porque los decoraban así.
—¿Le dijiste cómo se pone la polla cuando te tiras a una de sus putas? ¿Que se pone a rayas?
—No —contestó Malm—, no se lo dije. ¡Eres tan vulgar, Larsson!
—¿A rayas, de verdad? —preguntó el hombre de las cortinas.
—Seguro, igual que un anuncio de peluquería.
El director general de la policía estalló en una carcajada y se sentó en su escritorio, mientras se apretaba con ambas manos el estómago.
—No tienes ningún sentido del humor, Stig —se quejó Gunvald Larsson dirigiéndose a Malm.
—No, eso es absolutamente cierto —jadeó el director general.
—Malm, tendrías que hacer un cursillo de perfeccionamiento en el arte del humor —dijo Gunvald Larsson.
—¿Los hay? —preguntó Malm.
—Hombre, claro, en la universidad —contestó Gunvald Larsson mirando significativamente a Martin Beck, que no parecía entender gran cosa de aquella extraña conversación.
El director general de la policía se había recompuesto y exigió:
—Ahora quiero saberlo todo sobre esa bomba.
—Desde el principio trabajamos según la teoría de Gunvald y valiéndonos de sus recientes experiencias —explicó Martin Beck—, y parecía que eso era lo correcto. ULAG todavía no había operado nunca en Europa, y, además, parecía que recientemente había pasado a dar golpes en las grandes ciudades, a pesar del gran despliegue policial que en ellas se concentra. Además, nuestro honorable huésped es una pieza codiciada para toda clase de organizaciones terroristas.
—¿Toda clase?
—Sí, se sabe que muchos grupos de liberación y de izquierdas están en contra suya por sus posiciones reaccionarias, de la misma manera que los elementos de derechas le consideran un simple provocador. Igualmente, los grupos pacifistas, que lo señalan como una amenaza para la paz mundial. Es de ese tipo de políticos a los que teme todo el mundo, no sólo como persona, sino por lo que representa. Todo esto podía seducir a ULAG: una persona peligrosa y despreciada en todas partes, excepto en ciertos círculos de Estados Unidos. Cuando fue nombrado candidato a la presidencia, hace unos años, parece ser que mucha gente votó prácticamente a cualquier otro candidato por miedo a dónde pudieran conducirles las ideas de política internacional de este hombre, por ejemplo en forma de confrontación entre las superpotencias y China. En cuanto a Oriente Medio, siempre ha apoyado la ayuda americana a Israel; ha sido siempre uno de los más activos «halcones» en la guerra del Vietnam, y no existe ninguna duda de que trabajó para la junta fascista chilena, responsable del asesinato de Allende, del comandante en jefe y de miles de otras personas. Lo que se le puede considerar como bueno es que tiene un cierto valor moral y que es un hombre cultivado y tiene una presencia simpática.
—Yo creía que tú eras apolítico —dijo el director general de la policía.
—Y lo soy; sólo estoy citando hechos, a los que habría que añadir que, a pesar del desmoronamiento de la administración Nixon, él ha conservado su puesto político, tanto en el senado como en su ciudad natal y a nivel federal.
Martin Beck miró a Gunvald Larsson, que asintió.
—Y ahora llegamos al atentado —dijo Martin Beck—. Muy pronto tuvimos la impresión de que ULAG o alguna organización similar, por ejemplo alguno de los grupos palestinos ilegales, podían dar un golpe. Ya que el atentado de junio, del que tan cerca estuvo Gunvald, se llevó a cabo completamente, a pesar de unas medidas de seguridad extremas, poco a poco nos convencimos de que aquí se emplearía el mismo modus operandi, como tú, Malm, sueles decir, venga o no venga a cuento. Para el grupo central de las operaciones escogimos a cinco policías de lo criminal con experiencia, es decir, a Benny Skacke y a mí mismo, de Västberga, a Gunvald Larsson y a Einar Rönn, de la sección de delitos violentos, junto con un extraordinario administrador y crítico, Fredrik Melander, de la sección de robos. Los cinco hicimos, cada uno por su lado, un cálculo sobre el lugar idóneo para un atentado con explosivos contra el coche del senador y buena parte de la escolta, y llegamos al mismo punto exactamente.
—¿En Norrtull?
—Exacto; a no ser que cambiáramos el rumbo del cortejo, en cuyo caso probablemente hubiera pasado sobre otras bombas, que, dicho sea entre paréntesis, todavía no hemos podido localizar, y no se hubiera ganado nada. Por eso, nos dispusimos a tomar medidas de dos clases.
Martin Beck empezó a notar que se le secaba la garganta. Miró a Gunvald Larsson, que en seguida tomó el hilo.
—Después del atentado del cinco de junio, llegué a dos conclusiones: la una era que las bombas no se podían descubrir ni rastrear con detectores. Pero más importante fue que quien hizo estallar la bomba se encontraba muy lejos del lugar, al menos fuera del radio de visión, y que no tenía colaboradores que le mantuvieran informado por radio de onda corta acerca del punto exacto en el que se encontraba el coche blindado. ¿Cómo podían saber, entonces, en qué momento había que hacer explotar la carga? La respuesta es muy sencilla: esa persona estaba escuchando el programa ordinario de la radio, que, al igual que la televisión, retransmitía en directo el reportaje de la llegada del presidente y de su traslado desde el aeropuerto al palacio. El resto de la información lo obtuvo de la radio de la policía, que emitía con toda normalidad. De esta manera pudo ver con sus propios ojos dónde se encontraba la comitiva, y podía comprobarlo también escuchando la radio.
Gunvald Larsson se aclaró la garganta, pero Martin Beck no mostró ninguna intención de retomar la palabra, así que Gunvald Larsson prosiguió:
—A partir de estas... digamos teorías, tomamos una serie de medidas. Lo primero fue tener una larga y complicada conversación con el director de la radio, que por fin se avino a no retransmitir los acontecimientos en directo, sino darlos en diferido con quince minutos de diferencia. El público vería y oiría una transmisión en diferido, pero con una mínima diferencia. Llamaron a un par de técnicos, y opusieron toda clase de dificultades y de complicaciones hasta que también entraron en el asunto. Después hablamos también con los reporteros que comentarían el programa, y dijeron que a ellos les era completamente indiferente.
En aquel momento, Martin Beck se mostró dispuesto para continuar las explicaciones.
—A todas esas personas se les pidió absoluto silencio y discreción. En cuanto al silencio de la radio policial, hablé con el jefe de la policía de aquí, de Estocolmo, y con los jefes de los distritos vecinos, y, a pesar de que algunos eran reacios a esa medida, al final accedieron todos.
Gunvald Larsson le interrumpió y dijo:
—La misión más difícil se la encomendamos a Einar Rönn. Norrtull es una zona normalmente de mucho tráfico, y se trataba de remodelar rápidamente toda aquella zona, a la vez que se hacía lo que se podía para aminorar el efecto de la explosión y del subsiguiente y mucho más peligroso escape de gas con explosión.
Gunvald Larsson hizo una pausa, y luego dijo:
—No ha sido nada fácil, en la medida en que todo tenía que quedar listo en menos de quince minutos. Rönn ha contado con treinta policías, de los cuales la mitad eran mujeres, en la calle Dannemora; además, ha dispuesto de dos coches con altavoces, dos coches de bomberos y un gran número de camiones con sacos de arena, colchonetas y material de aislamiento ignífugo.
—¿Y no ha habido ningún herido?
—No.
—¿Y daños materiales?
—Algunos cristales de ventanas y, naturalmente, la conducción de gas, que tardará un tiempo en quedar reparada.
—Ha hecho un buen trabajo este Rönn —dijo el director general—. ¿Dónde está ahora?
—Yo diría que está en casa durmiendo —contestó Gunvald Larsson.
—¿Por qué ha cambiado de coche el primer ministro sin que se nos hubiera informado? —terció Malm.
—¿O sea que no sabes ni siquiera eso? —exclamó Gunvald Larsson.
—He observado el cambio desde el helicóptero —dijo Malm muy tieso.
—¡Ah, claro!
—Simplemente, queríamos que el senador y él pasaran por el punto crítico cada uno de por sí —dijo Martin Beck.
Malm no contestó. Gunvald Larsson miró su reloj y dijo:
—Dentro de treinta y tres minutos comienza la ceremonia en la iglesia de Riddarholm; desde luego, eso ya es cosa de Möller, pero me gustaría estar cerca.
—Por cierto, y hablando de Möller... —dijo el director general de la policía—. ¿Le ha visto alguno de vosotros?
—No —dijo Martin Beck—, a pesar de que le hemos estado buscando.
—¿Para qué?
—Para un asunto especial —contestó Gunvald Larsson.
—¿Qué riesgo creéis que existe todavía para un nuevo atentado con bomba? —preguntó el director general.
—Muy pequeño —respondió Martin Beck—, pero eso no obsta para que continuemos la vigilancia con todos nuestros efectivos.
—Podríamos decir que ya hemos superado la primera etapa —dijo Gunvald Larsson—. La que viene ahora puede ser bastante más difícil.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Malm.
Desde luego, aquél era el tipo indicado para la coordinación.
—Pues echarles el guante a los terroristas —dijo Gunvald Larsson.