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Martin Beck vivía en la calle Köpman, en la Ciudad Vieja, tan en medio de Estocolmo que no podía estar más céntrico. Era una casa bien puesta, y cualquiera hubiera dicho que se trataba de un apartamento de ensueño, excepto, naturalmente, los decadentes presumidos que vivían en Saltsjöbaden o en Djursholm, con sus villas, parques y piscinas. Había tenido suerte cuando encontró aquel apartamento. Lo más increíble era que lo había obtenido sin amenazas, sin extorsión ni a cambio de nada sucio, que era la forma habitual de los policías para obtener algo en la vida. Además, aquel apartamento era lo que le había dado fuerzas para la ruptura final de un matrimonio de dieciocho años, totalmente desgraciado.
Luego había tenido mala suerte de nuevo, cuando un loco le pegó un tiro en el pecho desde un tejado, y un año después, ya dado de alta del hospital, le pareció que volvía de otro mundo: harto del trabajo y asustado por la posibilidad de tener que pasarse el resto de su vida activa sentado en una butaca detrás de una mesa de jefe de oficina, rodeado de alfombras costosas y de cuadros de primeras firmas.
Ese riesgo había pasado ya. Los jefazos de la dirección general de la policía habían llegado a la conclusión de que, si bien no podía decirse que estuviera loco del todo, lo que sí era seguro era que resultaba totalmente imposible trabajar a su lado.
Martin Beck era, pues, comisario jefe del servicio nacional de homicidios, y continuaría siéndolo mientras existiese esa sección anticuada pero todavía eficaz.
Incluso se rumoreaba que dicha sección tenía un presupuesto excesivo, lo cual redundaba, desde luego, en un buen equipamiento del personal, y que tenía en realidad pocos casos en los que ocuparse y, por tanto, mucho tiempo disponible para dedicarlo a cada proceso de investigación.
También había personas de altos cargos que no simpatizaban en absoluto con Martin Beck en el terreno personal. Uno de ellos había hecho correr el rumor de que Martin Beck, valiéndose de malas artes, había sido el responsable directo de que Lennart Kollberg, uno de los mejores policías del país, abandonase el cuerpo para dedicarse a clasificar revólveres a tiempo parcial en el Museo del Ejército, consintiendo que su pobre mujer sucumbiera a las dificultades de llevar una casa adelante.
Martin Beck se soliviantaba raramente, pero cuando oyó este infundio le faltó poco para levantarse y sacudirle en los morros a quien se lo fue a contar.
La verdad había sido que todos contribuyeron un poco a que Kollberg se retirara; él mismo fue el primero, porque así conseguiría ver más a menudo a su familia, su mujer y sus hijos, que querían tenerle en casa más tiempo. Además, también lo hizo Benny Skacke, que obtuvo la plaza de Kollberg, con lo cual seguramente llegaría a almacenar los méritos suficientes en su imparable carrera hacia una meta que llevaba clavada entre ceja y ceja: ser jefe de policía. Por último, tuvieron parte en la decisión de Kollberg ciertos miembros de la dirección general de la policía, quienes, a pesar de tener que admitir que era un buen policía, jamás dejaron de considerar que «resultaba incómodo» y que «ocasionaba dificultades».
Al fin y al cabo, sólo había una persona en todo Västberga que echase de menos a Kollberg, sobre todo mientras pasaban los días vacíos y sin ningún acontecimiento digno de mención, y esa persona era Martin Beck.
Cuando salió del hospital dos años atrás, tuvo el mismo problema de índole personal. Se había sentido solo y aislado como nunca; el caso que le asignaron como terapia de recuperación parecía extraído de un manual para confeccionar novelas policíacas. Se trataba de una habitación cerrada; la investigación resultaba artificiosa y la solución nada satisfactoria. A menudo, tuvo la impresión de ser él quien se encontraba en dicha habitación cerrada, en lugar de un cadáver más o menos interesante.
Y luego volvió a tener suerte, pero no con las investigaciones, porque el asesino apareció por sí solo, y Bulldozer Olsson prefirió plantear el subsiguiente juicio culpando al acusado de un asesinato en conexión con el atraco a un banco, del cual el acusado ni siquiera era responsable. Era el mismo juicio al que el Trueno se había referido pocas horas antes. Desde aquella vez, Martin Beck había dejado de sentir aprecio por Bulldozer, en vista de sus maniobras inmorales y despreciables. Pero la cosa no era muy grave; Martin Beck no era rencoroso y charlaba sin reservas con Bulldozer, aunque no podía negar que le satisfacía enormemente tener ocasión de fastidiarle de vez en cuando, como había logrado aquel mismo día con su testimonio.
No, la suerte de Martin Beck no era otra que Rhea Nielsen. Había conocido a una mujer y al cabo de diez minutos se había dado cuenta de que le interesaba sobremanera; ella tampoco había disimulado su interés por él. Al principio, lo más significativo había sido descubrir a una persona capaz de comprender lo que él quería decir y cuyas opiniones tampoco resultaban complicadas, sin que surgieran malentendidos por ningún motivo.
Así había empezado. Se habían visto a menudo, pero sólo en casa de ella. Tenía una casa de alquiler en la calle Tule y la llevaba un poco como una comuna.
Pasaron bastantes semanas hasta que ella se decidió a ir al piso de la calle Köpman. Aquella vez había hecho la comida, pues era una entusiasta de la cocina. Durante la velada se había visto que además tenía otros intereses y que ambos coincidían en casi todo. Había sido una estupenda velada, quizá la mejor del mundo para Martin Beck.
Desayunaron juntos por la mañana, un desayuno que había preparado Martin Beck, y él se la quedó mirando mientras ella se vestía. La había visto desnuda muchas veces, antes, pero le daba la impresión de que tardaría bastantes años en terminar de mirar.
Rhea Nielsen era fuerte y estaba bien formada. Cabía decir que era un poco machucha, pero también que tenía un cuerpo muy bien proporcionado y armonioso. Y su cara tenía unos rasgos irregulares, muy pronunciados y que revelaban una fuerte personalidad.
Lo que más le gustaba a él eran cinco cosas distintas: su intransigente mirada azul, sus senos pequeños y redondos, sus pezones grandes y ligeramente tostados, su rubia zona entre las ingles, y sus pies.
Rhea Nielsen se rió roncamente.
—Sí, mira, hace gracia que la miren a una de vez en cuando —dijo, poniéndose las bragas.
Poco después estaban desayunando té y tostadas con mermelada. Ella parecía pensativa, y Martin Beck sabía por qué, porque también él estaba preocupado. Un par de minutos después, ella le dijo al marcharse:
—Gracias por esta noche tan estupenda.
—Igualmente.
—Te llamaré —dijo Rhea—, y, si te parece que tardo mucho, llama tú.
Parecía agradecida, pero todavía preocupada. Luego se calzó sus zuecos y dijo bruscamente:
—Bueno, adiós y gracias.
Martin Beck tenía el día libre. Cuando Rhea se hubo marchado se metió en el baño y se duchó, se frotó con la toalla y se tumbó en la cama después de ponerse el albornoz.
Estaba preocupado; se levantó y se miró al espejo. Había que reconocer que no parecía tener cuarenta y nueve años, pero también había que admitir que los tenía. Sus rasgos no habían cambiado durante bastantes años. Era vigoroso y alto, un hombre con la piel algo amarillenta y la barbilla ancha. El cabello no presentaba ni una sola cana, y no tenía tampoco entradas.
¿O eran todo ilusiones, sólo porque le parecía que tenía que ser así?
Martin Beck volvió a la cama, se tumbó de espaldas y se puso las manos detrás de la nuca. Había pasado las mejores horas de su vida. Al mismo tiempo había surgido un problema que le parecía insoluble. Era una delicia acostarse con Rhea, pero ¿cómo era ella? No estaba seguro de poderlo decir, porque no estaba seguro de nada. Todo eran conjeturas y sensaciones encontradas. Aquella noche había sido fantástica, sobre todo sexualmente, aunque Martin Beck no era un experto en estas lides.
¿Cómo era ella? No sabía qué contestar a eso, y habría que hacerlo antes de abordar la cuestión principal. Ella lo había pasado bien, se reía, y en algún momento le había parecido oírla llorar. Tan pronto le parecía que todo era perfecto, como de repente le parecía que todo era descabellado. No funcionaría, había demasiadas cosas en contra. Él era trece años mayor que ella, y ambos estaban divorciados y tenían hijos, aunque los suyos eran mayores, Rolf tenía diecinueve años, e Ingrid pronto cumpliría veintitrés; sin embargo, los de Rhea eran todavía pequeños. Por otro lado, cuando él cumpliera los sesenta, a punto de jubilarse, ella tendría todavía cuarenta y siete. No, no podía ser, aquello era una locura.
Martin Beck no la llamó. Pasaron los días, y había pasado más de una semana desde aquella velada perfecta, cuando sonó el teléfono a las siete y media de la mañana.
—Hola —dijo Rhea.
—¿Qué tal, cómo estás?
—Bien gracias, ¿estás ocupado?
—No, en absoluto.
—¡Desde luego, no sé cuándo estáis ocupados los policías! —dijo Rhea—. ¿Cuándo trabajáis?
—Hemos tenido bastante calma en la sección, pero en otras secciones no tanto; sal a la calle y verás.
—Gracias, ya sé el aspecto que tiene la calle.
Hizo una breve pausa y tosió roncamente. Luego dijo:
—¿Podemos charlar?
—Creo que sí.
—De acuerdo. Iré adonde digas. Casi mejor en tu casa, ¿no?
—Y podríamos salir a cenar después —propuso Martin Beck.
—Sí —dijo ella al cabo de un rato—, claro que sí. ¿Se puede ir con zuecos a ese restaurante?
—Desde luego.
—Pues iré a las siete. No creo que vaya a ser una reunión demasiado larga.
Fue una conversación importante para los dos, pero fue como había pronosticado Rhea, sin demasiadas complicaciones y sin posibilidad de andarse por las ramas.
Martin Beck tampoco estaba para charlar demasiado rato. Sus pensamientos solían ir en la misma dirección, y no había razón para que aquella vez no fuese también así. Más de una vez habían dicho exactamente la misma frase al mismo tiempo, lo cual resultaba significativo.
Rhea llegó exactamente a las siete. Se quitó los zuecos de cualquier manera y se puso de puntillas para llegar a darle un beso. Luego preguntó:
—¿Por qué no me llamaste?
Martin Beck no respondió.
—¿Porque habías estado pensando y no te gustaba el resultado final?
—Más o menos.
—¿Más o menos?
—Exactamente eso.
—O sea que no podemos empezar a vivir juntos o casarnos, o tener más críos o cualquier otra tontería, porque entonces todo se complica y se enreda, y una buena relación como la que tenemos se puede estropear con mucha facilidad, se puede ir al cuerno en dos días.
—Sí —dijo él—, seguramente tienes razón, por mucho que me gustase llevarte la contraria.
Ella le miró fijamente con sus ojos azulísimos y le dijo:
—¿Quieres llevarme la contraria?
—Sí, pero no.
Por un momento, ella pareció desconcertada. Fue hacia la ventana, apartó la cortina y dijo algo en voz tan baja que él no pudo entender nada.
Tras unos segundos, y todavía sin volverse hacia él, añadió:
—He dicho que te quiero. Te quiero ahora y me parece que voy a continuar queriéndote durante mucho tiempo.
Martin Beck se sintió desarmado. Fue hacia ella y la rodeó con los brazos. Ella levantó en seguida la cabeza y le dijo:
—Lo que quiero decir es que apuesto por ti y que pienso seguir así mientras lo hagamos los dos, ¿queda claro?
—Sí —dijo Martin Beck—, ¿vamos a cenar?
Fueron a un restaurante tan caro que más de uno miró aquellos zuecos colorados con cara de horror. En general salían poco a cenar, porque a Rhea le encantaba cocinar y además lo hacía mejor que la mayoría.
Después volvieron a casa y se acostaron en la misma cama, lo cual no había previsto ninguno de los dos.
Desde entonces habían pasado casi dos años. Rhea Nielsen había estado en la casa de la calle Köpman en innumerables ocasiones, y en cierto modo había conseguido darle un aire personal al piso, lo cual se advertía sobre todo en la cocina, que estaba irreconocible.
También había colgado un cartel con la efigie de Mao Zedong sobre la cabecera de la cama. Martin Beck no se pronunciaba nunca en cuestiones políticas y tampoco había dicho nada sobre el particular.
Pero Rhea había dicho:
—Si alguien te viene a hacer un reportaje íntimo, más valdrá que lo saques, si es que eres tan cobarde como para eso...
Martin Beck no había contestado, pero, al pensar en el estremecimiento que semejante cartel podía llegar a causar en ciertos círculos, prefirió que siguiera donde estaba.
Cuando entraron en el apartamento de Martin Beck la noche del 5 de junio de 1974, Rhea se desabrochó en seguida las sandalias.
—Esta mierda de tirantes me rozan —dijo—, pero seguramente se alargarán dentro de una semana.
Se quitó las sandalias y las arrojó lejos de sí.
—¡Qué bien! —dijo.
Llevaba charlando todo el trayecto desde el juzgado municipal. Lo que más le había impresionado había sido el procedimiento casi ilegal de la policía, la sentencia prácticamente milagrosa y casual, y, en definitiva, el juicio en su totalidad.
—A lo mejor yo también puedo decir algo —indicó Martin Beck.
—Desde luego, ya sabes que yo hablo demasiado, pero tú mismo has reconocido que la locuacidad no es ningún defecto de carácter.
—Correcto, y llevo tanto rato escuchándote que empiezo a creer que la locuacidad es, definitivamente, una riqueza del carácter, al menos cuando el interesado tiene algo importante que decir.
—La locuacidad es bonita —dijo ella, riéndose.
Martin Beck dijo:
—Me he dado cuenta de que estabas conversando muy animadamente con Braxén durante uno de los descansos. Me ha entrado una gran curiosidad por lo que hablabais.
—La curiosidad también es una virtud —repuso Rhea—. Bueno, pues le indicaba ciertos aspectos de la vista que me ha parecido que él no había observado, y después he visto que realmente no se había dado cuenta. Después...
—¿Después?
—Después he hablado con él de las mismas cosas que he comentado contigo cuando veníamos, o sea de que tenemos la policía más cara del mundo, a pesar de lo cual esta policía realiza investigaciones que resultan tan defectuosas que no debieran llegar jamás a los tribunales, y que en un verdadero Estado de derecho serían devueltas inmediatamente a la propia policía.
—¿Y qué ha dicho el Trueno sobre el particular?
—Que hay que hablar en voz baja sobre eso del Estado de derecho, y que el presupuesto exagerado de la policía sólo sirve para defender al régimen y a ciertas clases privilegiadas y a ciertos grupos.
—Podría haber añadido que la criminalidad en el país es muy elevada.
—Y la segunda parte de la pregunta —dijo Rhea— es: ¿por qué esta fuerza policial tan fabulosa no es capaz de llevar a cabo investigaciones como está mandado? Yo misma lo haría mejor. Están jugando con el futuro de las personas, y a menudo con sus propias vidas. ¿Puedes contestar a esto, por favor?
—Es cierto que los recursos de la policía han aumentado mucho en los últimos diez años, pero una gran parte de ese presupuesto se reserva para misiones especiales. Lo que no tengo es la menor idea acerca de qué clase de misiones o trabajos se trata.
—Es precisamente la misma respuesta que me ha dado Braxén.
Martin Beck no dijo nada.
—Pero has hecho algo bueno hoy —dijo Rhea—. ¿Cuántos policías se hubieran presentado para contestar a esas preguntas?
Martin Beck siguió sin decir nada.
—¡Ni uno solo! —dijo Rhea—, Y lo que has dicho, ha hecho ganar el juicio, lo he visto en seguida. Si tuviera tiempo, iría más a menudo a los juicios; es muy instructivo, estimula la sensibilidad y se ve en seguida cómo reacciona la gente y cómo cambian de cara.
A Rhea Nielsen no le hacía absolutamente ninguna falta ser más sensible de lo que era, pero Martin Beck se abstuvo de comentarlo.
Ella se miró los pies y dijo:
—Son bonitas estas sandalias, pero qué daño, caray. ¡Menos mal que me las he podido quitar!
—Sácate lo demás, si quieres —dijo Martin Beck.
Había conocido ya lo suficiente a aquella mujer como para saber exactamente hacia dónde iban a ir los tiros: o bien se quitaría toda la ropa en seguida, o bien empezaría a charlar sobre cualquier otro tema.
Rhea le miró fijamente. A veces parecía tener luz propia en la mirada, pensó Martin Beck. Ella abrió la boca como para ir a decir algo, pero la volvió a cerrar enseguida.
Entonces se quitó la camisa y los téjanos, y, antes de que Martin Beck lograra desabrocharse la chaqueta, sus ropas yacían por el suelo y ella se había tendido desnuda sobre la cama.
—Puñeta, ¡si que tardas en desnudarte! —exclamó ella riéndose.
De repente se había puesto de buen humor. Se notó también en la postura que escogió, con las piernas bien separadas y algo levantadas, tal como le pareció más divertido y que también era la forma más efectiva. Ambos llegaron al mismo punto al mismo tiempo, y consideraron que era suficiente por aquel día.
Rhea Nielsen hurgó en el armario y sacó una chaqueta larga de color lila, que seguramente era su prenda más querida y la que le había costado más dejar abandonada en la calle Tule, lo mismo que toda su persona.
Justo antes de terminar de ponérsela, empezó a hablar de comida.
—Un buen bocado caliente me sentaría bien, o cuatro o cinco. He comprado de todo, jamón, pastel de hígado y el mejor queso Jarlsberg que hayas probado en tu vida.
—Te creo —dijo Martin Beck.
Él se quedó junto a la ventana y escuchó las sirenas de la policía, que se oían muy bien a pesar de que vivía en un lugar bastante recogido.
—Estará listo dentro de cinco minutos —dijo Rhea.
—Te sigo creyendo.
Siempre que se acostaban juntos ocurría lo mismo: ella se sentía hambrienta de repente. A veces era una cosa tan aparatosa que salía desnuda hacia la cocina para empezar a preparar comida. El hecho de que casi siempre prefiriera comer caliente hacía que la convivencia resultara más complicada.
Martin Beck no tenía problemas de este tipo. Más bien le ocurría al revés. Desde luego, sus problemas de estómago se habían esfumado cuando se libró de su mujer; no era fácil saber si se debía a su tosca manera de cocinar o a un problema psicosomático, pero de todos modos, tanto cuando estaba de servicio como en los momentos en que no estaba junto a Rhea, sus necesidades alimentarias se arreglaban con un par de canapés de queso y un par de vasos de leche homogeneizada.
Pero resultaba muy difícil resistirse a los canapés calientes que preparaba Rhea.
De la misma manera que Bulldozer Olsson casi siempre ganaba sus juicios, Rhea alcanzaba el éxito con sus platos.
Martin Beck comió tres canapés y se bebió dos botellas de Hof. Rhea se zampó a su vez siete canapés y media botella de vino tinto, pero no quedó satisfecha y un cuarto de hora más tarde se metía en la cocina para tratar de pescar algo comestible en algún rincón.
—¿Estás contenta? —preguntó Martin Beck.
—Sí, gracias, es que parece un día especial.
—¿Qué clase de día?
—El día que nos parezca a nosotros, yo qué sé...
—Ah, caramba, eso está bien.
—Podemos celebrar, por ejemplo, el día de la Bandera Sueca, o el día del santo del rey. A ver si encontramos algo original que celebrar cuando nos despertemos.
—Sí, yo creo que se nos ocurrirá algo.
Rhea se encaramó al sillón. A mucha gente le hubiera parecido extraña su postura, su aspecto y aquella chaqueta larga.
Pero a Martin Beck no le pareció nada raro. Al cabo de un rato pareció como si se hubiera dormido, pero de repente dijo:
—Ahora recuerdo lo que quería decirte precisamente cuando te has abalanzado sobre mí.
—Vaya, ¿y qué era?
—Es sobre esa chica, Rebecka Lind. ¿Qué va a ser de ella?
—No le va a pasar nada; la han puesto en libertad.
—A veces dices tonterías, verdaderamente. Ya lo sé, que la han puesto en libertad. La cuestión es qué le va a ocurrir psicológicamente. ¿Será capaz de ocuparse de sí misma?
—Yo creo que sí. No es tan vaga y pasiva como otras de su edad. Y en cuanto al juicio...
—Ah, sí, el juicio, ¿qué le habrá parecido? Algo así como que a una la puede detener la policía, la pueden juzgar y tiene grandes probabilidades de ir a parar a la cárcel aunque no haya hecho nada de nada.
Rhea arrugó la frente y prosiguió:
—Estoy inquieta por esa chica. Es difícil arreglárselas en una sociedad que una ni siquiera comprende, en un lugar en el que una se siente ajena al sistema.
—Al parecer, ese americano es un buen chico, que realmente quería ocuparse de ella.
—A lo mejor ni siquiera puede —replicó Rhea sacudiendo la cabeza.
Martin Beck la miró un rato en silencio. Después dijo:
—En realidad, yo también estoy preocupado por esa chica. Otra cosa es que no podemos hacer nada por ella, aunque, desde luego, podríamos ayudarla privadamente, con dinero, pero me parece que ella no aceptaría una ayuda así, aparte de que yo, personalmente, no tengo dinero para ayudar a nadie.
Ella se tocó la nuca un momento y contestó:
—Tienes razón; me parece que es del tipo de personas que no aceptan ayuda de nadie, que tienen una especie de orgullo clavado en el corazón. No irá nunca voluntariamente a una oficina de ayuda social. Quizá intente encontrar algún trabajo, pero no encontrará nada.
Martin Beck se movió un poco y pronunció su primera frase con tinte político de los últimos años:
—Por lo que se ve, necesitamos ayuda —dijo—. ¿Y quién nos la va a dar?, ¿ése de la pared?
—No puedo pensar nada más —declaró Rhea—, pero una cosa está clara: Rebecka Lind nunca llegará a ser nadie en esta sociedad nuestra.
Estaba en un error, e inmediatamente después se durmió.
Martin Beck fue a la cocina, fregó los platos y puso orden, y al poco rato oyó que Rhea se había despertado y que estaba viendo la televisión. Ya que ella no tenía televisión en casa, por los críos, solía mirar la de él. La oyó gritar algo, soltó lo que tenía entre las manos y entró en la habitación.
—Es un noticiario especial —dijo ella.
Se habían perdido buena parte del principio, pero no había duda acerca de su contenido.
La voz del locutor era solemne, muy grave.
—«...el atentado ha sido perpetrado justo antes de la llegada al palacio. En el momento de pasar la comitiva, ha estallado una potente carga explosiva. El presidente y otras personas que ocupaban el coche blindado han resultado muertos instantáneamente, y sus cuerpos, han quedado mutilados. El automóvil ha salido despedido hacia un edificio cercano. Otras varias personas han muerto en el atentado, entre ellas varios policías de seguridad y civiles que se encontraban en las cercanías. El jefe local de la policía ha informado que con seguridad han muerto dieciséis personas, pero que este número puede aumentar en las próximas horas. También ha destacado que las medidas de seguridad que se habían adoptado eran las más completas en toda la historia del país. Una emisora francesa ha informado, inmediatamente después del atentado, de que el grupo terrorista internacional ULAG se atribuye la responsabilidad del mismo.»
El locutor descolgó el teléfono que tenía a su lado y escuchó durante unos segundos. Después dijo:
—«Vía satélite, tenemos conexión con una cadena de televisión americana que estaba siguiendo en directo esta visita que ha terminado tan trágicamente.»
Las imágenes eran de mala calidad, pero tan dramáticas, a pesar de todo, que resultaban espeluznantes.
Primero se vieron unas imágenes de la llegada del avión presidencial y del propio presidente saludando al comité de recepción. Luego pasaba revista sin demasiado interés a una compañía de honor y saludaba con una sonrisa permanente a sus anfitriones. Después siguieron varias imágenes de la comitiva. El aparato de seguridad parecía realmente imponente. Y entonces venía el momento culminante de la emisión. La cadena televisiva parecía haber tenido un cámara muy bien colocado para la ocasión; si hubiera estado cincuenta metros más cerca, seguramente habría muerto, pero si hubiera estado cincuenta metros más lejos, lo más probable era que no hubiese podido captar aquellas imágenes. Todo ocurría muy deprisa. Se vio una enorme columna de fuego, coches, animales y personas dando vueltas por los aires, y cuerpos destrozados que formaban parte de una nube de humo como la de una explosión nuclear. Luego el cámara tomó una panorámica de las inmediaciones, que eran realmente hermosas: una fuente artística y una avenida jalonada por palmeras. Luego llegaron las escenas horripilantes que cerraban el reportaje: un caballo al que le faltaba la parte posterior del cuerpo y que se debatía todavía entre estertores, junto a un montón de chatarra que había sido antes un coche, y al lado una masa informe que había sido una persona segundos antes.
El reportero había estado hablando sin parar con esa voz exaltada y apasionada que sólo los reporteros norteamericanos parecen poseer, y había hablado como si hubiera estado comentando el mismo fin del mundo.
—¡Mierda! —exclamó Rhea escondiendo la cabeza en el respaldo del sillón—. ¡En qué mierda de mundo vivimos!
Pero a Martin Beck le faltaba todavía el final.
El locutor volvió a aparecer y dijo:
—«Se nos comunica que la policía sueca había enviado un observador especial al lugar del atentado, el inspector Gunvald Larsson, de la sección de homicidios y delitos violentos de la policía de Estocolmo.»
La pantalla mostró entonces una fotografía de archivo de Gunvald Larsson, con una expresión ausente en el rostro y su nombre mal escrito, como es costumbre en estos casos.
El locutor reapareció y dijo:
—«Sentimos no disponer de ninguna información sobre la suerte que haya podido correr el inspector Larsson. El próximo programa de noticias será el noticiario radiado habitual.»
—¡Joder! —exclamó Martin Beck—. ¡Me cago en la leche!
—¡Qué te pasa! —preguntó Rhea.
—Pues esto de Gunvald. Siempre se mete allí donde va a haber jaleo.
—Pensaba que no te gustaba ese tío.
—Pues sí me gustaba, aunque no lo decía nunca.
—Pues hay que decir lo que uno piensa —dijo Rhea—. Ven, vayamos a acostarnos.
Veinte minutos más tarde, él se había dormido con la mejilla contra su costado. Pronto se le entumeció el costado y todo el brazo, pero no se movió; se quedó despierta en la oscuridad, queriéndole en silencio.