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Sture Hellström tardó todavía unas tres horas en reconocerse culpable del asesinato de Walter Petrus.

En cambio, no se tardó tanto en determinar que el barrote que faltaba en la reja que había encontrado Martin Beck en el taller de Hellström era el mismo que se había utilizado como arma homicida.

Ante esa evidencia, Hellström contestó que el barrote ya faltaba cuando él encontró la reja seis años atrás, y dijo que cualquiera podía haber encontrado la barra y habérsela quedado.

La investigación técnica realizada en el garaje de Maud Lundin, para averiguar algo sobre el espacio existente entre las cajas y la pared, había dado como resultado una leve marca de una hebilla muy parecida a la del cinturón de Hellström; además, un par de huellas poco claras e incompletas, pero exactamente iguales a las encontradas en el jardín, y que indudablemente pertenecían a las suelas de goma de las zapatillas de gimnasia que se hallaron en el armario de Sture Hellström. También se encontraron un par de hilos y fibras de tejido de algodón azul.

Mientras Martin Beck iba relatando estos hallazgos que relacionaban indefectiblemente a Sture Hellström con el crimen, éste iba negando sistemáticamente cuantas imputaciones se le hacían y fumaba un cigarrillo tras de otro.

Martin Beck había pedido té y cigarrillos, y Hellström rechazó la comida que se le ofreció.

Había empezado a llover de nuevo, y el rumor uniforme del agua contra las ventanas y la luz grisácea de la habitación llena de humo daban un ambiente intemporal y aislado a la estancia en la que ocurrían los hechos.

Martin Beck observó al hombre que tenía delante. Había intentado hablar con él de su infancia y de su adolescencia, de su lucha por la existencia de su hija y la suya propia, de sus sentimientos hacia su hija y de su trabajo; al principio, el hombre había contestado con una cierta rebeldía, luego pasó a los monosílabos y acabó por guardar silencio, con los hombros encogidos y la mirada clavada en el suelo.

Martin Beck permaneció en silencio y a la espera.

Por fin, Sture Hellström se incorporó y miró a Martin Beck.

—La verdad es que no tengo ya demasiadas razones para vivir —dijo—. Estropeó a mi hija, y le odiaba con toda mi alma.

Se quedó un rato en silencio y se miró las manos; tenía las uñas estropeadas y endurecidas, con una raya negra de suciedad. Levantó la mirada y observó la lluvia que caía.

—Todavía le odio, aunque esté muerto —añadió.

Ya que Sture Hellström se había decidido a hablar por fin, a Martin Beck le bastó con añadir alguna que otra pregunta.

Contó que había decidido matar a Petrus en el viaje de regreso desde Copenhague. Su hija le había contado cómo la había tratado Petrus, y aquel relato le había impresionado fuertemente. Nunca había sabido lo que había ocurrido en realidad.

Cuando Kiki todavía iba a la escuela, Petrus la había llamado un día a su oficina; Kiki había tardado en atreverse a subir, pero cuando lo hizo Petrus le dijo que la encontraba encantadora y que tenía carisma, y le prometió que, de poderla lanzar en una película, todos sus sueños de gloria se verían realizados.

Ya en la primera visita le ofreció hachís. La chica había vuelto repetidas veces, y él empezó a ofrecerle en seguida anfetaminas y heroína. Al cabo de un tiempo, ella dependía totalmente de él, y aceptó hacer cualquier cosa en sus películas mientras le suministrase la droga.

Cuando terminó la escuela y se fue de casa, era ya una drogadicta y no le bastaba con lo que le daba Petrus. Empezó a convivir con otros drogadictos, pasaba el tiempo en antros rodeada de ellos, y empezó a prostituirse para conseguir dinero.

Por fin, se fue con un grupo de jóvenes a Copenhague y allí se quedó. Cuando su padre fue a buscarla le dijo que estaba irremediablemente colgada y que no pensaba hacer nada para remediarlo; necesitaba grandes dosis y tenía que trabajar a marchas forzadas para conseguir el cupo diario.

Él hizo todo lo que pudo para llevársela a casa, para hacerla someter a una cura de desintoxicación, pero ella le contestó que no tenía tantas ganas de vivir como para eso, y que pensaba continuar al mismo ritmo, hasta tomar la última cucharada, lo cual creía que iba a ocurrir bastante pronto.

En un primer momento, Sture Hellström se había reprochado a sí mismo esa situación, pero cuando pensó en lo simpática y espabilada que había sido su hija hasta que cayó en manos de Walter Petrus, empezó a ver que la culpa era totalmente de aquel hombre.

Sabía que Walter Petrus visitaba regularmente a Maud Lundin y decidió matarlo allí. Empezó a seguirle y pronto descubrió que a menudo se quedaba solo en la casa por las mañanas.

La noche del seis de junio, cuando sabía que Petrus iría a casa de Maud Lundin, tomó el tren hasta Rotebro, esperó en el garaje hasta que amaneció, entró en la casa y mató a Walter Petrus sin que éste tuviera tiempo de reaccionar. Eso era lo único que no le había satisfecho; con el arma de la que disponía se había visto obligado a sorprenderle, pero si hubiera tenido un arma de fuego, habría entrado, le habría amenazado y le habría explicado que le iba a matar y por qué.

Había abandonado la casa saliendo por la puerta trasera, había atravesado el campo, un bosquecillo y un jardín abandonado, y había salido a la carretera de Enköping. Luego había regresado a la estación, había tomado el tren hasta la estación central, luego había ido a la estación del Este y había regresado a casa en el tren de Djursholm. Eso era todo.

—Nunca creí que fuera capaz de matar a una persona —dijo Sture Hellström—, pero cuando vi a mi hija hundida hasta el máximo nivel de mierda en que una persona puede hundirse, y luego vi a aquel cerdo andar tan fresco y satisfecho por el mundo, tan satisfecho de sí mismo, entonces vi que no podía hacer otra cosa. Casi me alegré cuando decidí matarle.

—Pero eso no ayudó a su hija —dijo Martin Beck.

—No, nada puede ya ayudarla a estas alturas, ni a mí tampoco.

Sture Hellström permaneció un rato en silencio y luego dijo:

—Quizá estábamos marcados desde el principio, Kiki y yo, pero sigo pensando que hice lo que debía. Ahora, ya no podrá hacer daño a nadie más.

Martin Beck observaba a Sture Hellström. Parecía cansado, pero también muy tranquilo. Ninguno de los dos dijo nada. Por fin, Martin Beck detuvo la grabadora, que llevaba ya un rato runruneando, y se levantó.

—Bueno, vámonos —dijo.

Sture Hellström se levantó inmediatamente, y echó a andar, delante de Martin Beck, hacia la puerta.