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El Museo del Ejército de Estocolmo estaba en la calle Riddar, en el barrio de Östermalm. Se encontraba dentro de un viejo cuartel, atrincherado tras un gran patio lleno de antiguas piezas de artillería cuidadosamente conservadas que ocupaban toda la manzana entre la calle Sibylle y la calle Artillen. El edificio más próximo era poco bélico; era la iglesia de Hedvig Eleonora, que, a pesar de su gran cúpula, no era de las obras arquitectónicas más notables de la ciudad ni ofrecía especial interés.

Por aquel entonces tampoco ofrecía ya gran interés el propio Museo del Ejército, especialmente desde que habían decidido trasladar una parte del servicio de información al edificio, ocultándolo tras la fachada del inofensivo museo.

Martin Beck tenía prisa, y además se había vuelto perezoso con los años. No había sido capaz de aguantar la cola telefónica para pedir un taxi, sino que se había hecho llevar al lugar en un coche patrulla. Los auxiliares de policía del coche no pertenecían al desprestigiado distrito de Östermalm, que de vez en cuando llamaba la atención con sus redadas descomunales y con la frecuente puesta en práctica de la abominable ley sobre el derecho policial a arrestar a la gente sin ningún motivo. Ambos eran jóvenes y educados, e incluso uno de ellos bajó y se cuadró cuando llegaron. Martin Beck estuvo dudando un momento sobre si aquel saludo estaba destinado a él o a los silenciosos recuerdos bélicos que les rodeaban.

El corazón del museo era una gran sala con viejos cañones y diversos mosquetones antiguos, pero el jefe de la comisión nacional de homicidios no había ido allí movido por interés con respecto a aquellas viejas armas.

En un despacho diminuto, había un hombre gordo sentado ante un escritorio estudiando un problema de ajedrez. Era un caso difícil, jaque mate en cinco jugadas, y de vez en cuando hacía anotaciones en una libreta y luego las tachaba. Podía sospecharse que no era aquello precisamente lo que tenía que hacer, porque sobre la mesa había también una pistola desmontada, y junto a su sillón había una caja de madera llena de armas de fuego, algunas de las cuales llevaban un cartelito atado con un cordel, aunque en su mayor parte no contuvieran ninguna información escrita.

El hombre del problema de ajedrez era Lennart Kollberg, el hombre más cercano a Martin Beck durante muchos años duros. Se había despedido de la policía aproximadamente un año antes, y su renuncia había ocasionado no poco desorden y confusión, además de dar lugar a comentarios muy desagradables.

Uno de los mejores criminalistas del país, un hombre con puesto y destino fijo, había abandonado la policía porque no podía soportar seguir siendo policía. Aquello no tenía buen aspecto, y Stig Malm había correteado como un perro de caza con la lengua colgando por los pasillos de Västberga y de Kungsholmen, para intentar conseguir la efectividad de la orden del director general de la policía en el sentido de que aquello no trascendiera.

Naturalmente, trascendió de todos modos, aunque en los periódicos no se extrañaron de que un veterano policía dimitiera o al menos se extrañaron tanto como si un reportero deportivo harto de viajar, de sobornos y de bebida, decidiera mandarlo todo a paseo y dedicarse a sus hijos o a contemplar la televisión. Para Martin Beck había sido personalmente una desgracia, pero probablemente no tan grande como para no poder superarla. Continuaban viéndose de forma privada, aunque no con gran frecuencia, si bien de vez en cuando trasegaban unas copas en el piso de Kollberg, en la calle Skärmarbrink, o en el de Martin Beck en la calle Köpman.

—Hola —dijo Kollberg.

Le alegraba aquella visita, pero no demostró ningún entusiasmo especial.

Martin Beck no dijo nada y se limitó a dar a su viejo compañero una palmada en la espalda.

—Esto es muy interesante —dijo Kollberg, indicando la caja con la cabeza—. Hay un montón de pistolas y revólveres —prosiguió— que provienen de distritos policiales diversos. Muchos vinieron a entregar viejos pistolones antiquísimos cuando el gobierno promulgó la nueva ley sobre posesión de armas. Pero, claro, los que las entregaron voluntariamente eran aquellos que no pensaban disparar contra nada en su vida. Ni siquiera existen municiones para muchas de ellas, aunque los coleccionistas dicen que las pueden conseguir, incluso para las provistas de percutor exterior. Al parecer, hay en Alemania un tipo muy mañoso que fabrica toda clase de munición para cualquier arma.

Martin Beck contempló el contenido de la caja, en la que parecía haber un poco de todo.

—Aquí no hay nadie que haya tenido ganas de entretenerse en revisar todo esto y catalogarlo decentemente —dijo Kollberg—. Y a alguien le pareció que yo encajaba bien en este trabajo, a pesar de que la mitad de la dirección general de la policía me tilda de comunista.

El que le había escogido para aquella tarea había acertado, porque Kollberg era un tipo sistemático.

Señaló la pistola desarmada y dijo:

—Mira ésta, por ejemplo. Una automática rusa Nagant, once milímetros y vieja como el mundo. Conseguí desmontarla, pero no sé cómo demonios puedo volverla a montar. Y aquí... —revolvió entre el contenido de la caja y extrajo un gigantesco Colt bastante viejo—. ¿Has visto qué fantástico Peacemaker? Es perfecto. Uno como éste era el que tenía Aasa Torell debajo de la almohada después de que mataran a Stenström; lo tenía cargado y sin seguro, por si acaso.

—He visto a Aasa varias veces este verano —dijo Martin Beck—, Está en la comisaría de Märsta.

—¿Con Märsta-Pärsta? —preguntó Kollberg con una risita.

—Ella y Benny hicieron un buen trabajo con el crimen de Rotebro.

—¿El crimen de Rotebro?

—¿No lees los periódicos?

—Sí, pero no tan a fondo —dijo Kollberg—. ¿Benny? Cada vez que oigo hablar de ese pollo me acuerdo de que realmente me salvó la vida, aunque, si no se hubiera comportado como un idiota minutos antes, no hubiera hecho falta que salvase la vida de nadie.

—Benny es eficiente —afirmó Martin Beck—, y Aasa se ha convertido en un buen policía.

—Sí, los caminos del Señor son inescrutables —dijo Kollberg, que, a pesar de haber abandonado la iglesia estatal varios años antes, pronunciaba frecuentemente citas religiosas—. Fíjate, yo siempre creí que te arreglarías con Aasa; era una bonita solución por un lado, y hubiera sido, además, una buena esposa. Además, tú estabas enamorado de ella, aunque no quisieras admitirlo. Y para colmo, es una monada de chica.

Martin Beck sonrió y meneó la cabeza. Kollberg dijo:

—Por cierto, ¿qué pasó aquella vez en Malmö, cuando yo encargué su habitación para que fuese contigua a la tuya?

—Probablemente no lo llegarás a saber nunca —dijo Martin Beck—, A propósito, ¿cómo está Gun?

—Perfectamente; le encanta el trabajo que tiene y está cada día más guapa, y a mí me encanta quedarme de vez en cuando para ocuparme de los chicos. Incluso me ha enseñado a cocinar... quiero decir mejor que antes —añadió con un guiño.

De repente, se abalanzó sobre la pistola desmontada que tenía delante y exclamó:

—¡Ahora lo veo! Es esta chaveta, ¿has visto alguna vez una cosa parecida? Sabía que acabaría por encontrarla; esta pieza es el punto clave de todo el mecanismo.

Montó la pistola en un momento, abrió una libreta, escribió una ficha de registro y guardó la pistola, después de haberle atado una etiqueta a la culata.

Martin Beck no se sorprendió, pues aquélla era la actitud normal de Kollberg.

—Aasa Torell —dijo Kollberg pensativo—. Hubierais formado una buena pareja.

—¿A ti te gustaría estar casado con una policía y pasarte el tiempo libre hablando del trabajo? Y además, con una mujer policía que pretende hacer carrera y es ambiciosa, y está completamente ocupada con las posibilidades de la mujer dentro del cuerpo policial.

Kollberg pareció meditar sobre el particular, hizo un gesto típico, suspiró con un ronquido y encogió sus gruesos hombros.

—Tal vez tengas razón —admitió—; la otra es mejor para ti, quiero decir Rhea.

—Puedes poner la mano en el fuego —aseguró Martin Beck.

—Pero habla tanto... —dijo Kollberg—; además, tiene los hombros demasiado anchos y me parece que tiene las caderas demasiado estrechas. Por cierto, ¿se tiñe el pelo?

Y de pronto se calló, pensando que quizá estuviera hiriendo inútilmente a su viejo amigo.

Pero Martin Beck sonrió y repuso:

—Conozco a otras que hablan por los codos y que son muy anchas de hombros, incluso gordas.

Kollberg pescó una pistola grande, automática, de la caja, la sopesó en la mano y dijo:

—Aquí tenemos un cacharro que le iría bien a Gunvald Larsson, una SIG 210, de nueve milímetros. Se puede incluso cromar por un par de miles.

—Ya tiene una muy parecida.

—La Master, sí, pero no la utiliza nunca. Imagínate andar por ahí llevando esto.

Accionó la corredera de la pistola y expulsó un casquillo de latón reluciente.

—¡Vaya descuido! —exclamó sacudiendo la cabeza.

Kollberg sacó el cargador, que estaba vacío, dejó la pistola sobre el problema de ajedrez y preguntó:

—¿Qué quieres? Porque supongo que no has venido para hablar de mujeres.

—Pensaba si querrías hacer un pequeño trabajo especial.

—¿Retribuido?

—Sí, qué coño, tengo un buen presupuesto, casi sin límites.

—¿Para qué?

—Para la protección de ese senador americano que viene aquí el jueves. Yo dirijo la organización.

—¿Tú?

—Prácticamente me vi obligado.

—¿Y qué tengo que hacer yo?

—Simplemente leerte estos papeles, y luego una cosa especial, altamente confidencial. Míralo y dime si encuentras algo mal.

—¿No está ya bastante mal lo de invitar a ese tipo?

Martin Beck no respondió a esa pregunta; se limitó a insistir:

—¿Querrás?

Kollberg sopesó el montón de fotocopias; después preguntó:

—¿Qué prisa hay?

—Lo antes posible.

—Sí —dijo Kollberg—, dicen que el dinero no huele, y no veo por qué la pasta de la policía ha de oler peor que la de cualquier otro, pero necesitaré toda la noche, por lo menos. ¿Qué es esa otra cosa tan confidencial?

—Esto —contestó Martin Beck. Se sacó un papelito del bolsillo de la chaqueta y dijo—: De esto no hay ni siquiera copia.

—Está bien —dijo Kollberg—; estaré aquí mañana, a la misma hora.

—Eres más puntual que un recaudador de impuestos —dijo Kollberg el martes por la mañana.

Martin Beck estaba de pie detrás de su silla y observaba con curiosidad una pistolita de dos cañones que el otro estaba catalogando.

—Un Derringer —explicó Kollberg.

—No creía que los hubiera en Suecia.

—Seguramente es de alguien que lo trajo de Estados Unidos hace muchos años. Es viejo, pero es el original, fabricado en 1881, y seguramente no ha sido utilizado jamás, ni siquiera para probarlo.

—¿Y bien?

—Lo he leído todo; dos veces. Me ha ocupado toda la noche.

Martin Beck extrajo un sobre fino y alargado del bolsillo y se lo entregó; Kollberg lo abrió y silbó para sí mismo.

—Sí, la noche ha valido la pena. Será para el café de la Opera, probablemente esta misma noche.

—¿Has encontrado algo?

—Nada, en realidad. Es un buen plan, pero...

—¿Sí?

—Pero si hay que decirle algo a Möller, habría que advertirle acerca de los dos momentos difíciles en los que debe pensar. Uno es cuando ese imbécil esté en el patio de Logaard junto al rey; y luego, aunque quizá no sea tan difícil, cuando el senador y el presidente del gobierno coloquen la corona.

—¿Qué más?

—Nada más, como ya te he dicho, aunque este asunto secreto me parece un poco fantasioso. ¿No sería mejor disfrazar a Gunvald Larsson de árbol navideño con estrellitas y la bandera americana en la copa, colocarlo en la explanada de Svea y dejarlo ya hasta Navidad?

Kollberg colocó los papeles en un montón delante de Martin Beck, con lo más importante encima; luego sacó un revólver diminuto de la caja y dijo:

—Lo digo porque así la gente podría irse acostumbrando a su imagen fea y llena de adornos, como diría el jefe administrativo Malm.

—¿Algo más?

—Sí, dile a Einar Rönn que procure no volver a expresarse por escrito, y que si no hay más remedio haga lo posible para que nadie lo lea; de lo contrario, no le van a dar jamás el ascenso.

—Mmm —murmuró Martin Beck.

—Esto es una preciosidad —dijo Kollberg—, un revólver de señora niquelado, de esos que solían llevar las fulanas americanas en el bolso o en el liguero a principios de siglo, o antes.

Martin Beck contempló sin demasiado interés el arma niquelada, mientras metía los papeles en su portafolios.

—A lo mejor se puede acertar con él un melón a veinte centímetros, con la condición de no moverlo demasiado —explicó Kollberg, y desmontó la pequeña arma con un sólo movimiento.

—Tengo que marcharme —dijo Martin Beck—. Gracias por la ayuda.

—Estamos en paz —replicó Kollberg—, Saluda a Rhea, si te apetece. A los demás, lo mejor será que ni me nombres; te lo agradecería.

—Adiós.

—Que te diviertas —dijo Lennart Kollberg, alargando el brazo para alcanzar una de las fichas de registro.