29

Reinhard Heydt estaba delante del espejo del lavabo. Se acababa de afeitar y se estaba peinando las patillas. Durante un momento se le ocurrió afeitárselas, pero en seguida desechó la idea. En otros momentos había hablado del asunto, en otro contexto; sus superiores se lo habían sugerido y casi ordenado. Examinó su cara en el espejo. El pigmento soleado le iba desapareciendo día a día, pero no había ningún defecto en su aspecto. Siempre le había gustado, y nadie había tenido nunca nada que objetar. Faltaría más.

Salió del baño hacia la cocina, donde acababa de comer, luego fue hacia el dormitorio y salió a la gran sala que Levallois y él habían convertido en central operativa hacía casi un mes; estaba vacía y hacía frío.

Ya que no salía, no sabía tampoco qué decían los periódicos, pero se mantenía informado por radio y televisión, aunque subsistían ciertos puntos oscuros. ¿Cómo demonios había conseguido aquel Martin Beck detener a Kaiten?

Que alguien pudiera aparecer por sorpresa y arrestar a Kamikaze tenía una explicación, si bien eso también se consideraba teóricamente imposible. Kamikaze, al igual que todos los demás, se había entrenado para enfrentarse a situaciones límite y había superado todas las pruebas, pero Heydt siempre le había considerado como uno de los elementos más vulnerables del grupo.

¿Pero y Kaiten? Kaiten había matado a cientos de personas de cien maneras distintas. Incluso desarmado era mucho más peligroso que la mayor parte de soldados o de policías con armas de fuego, porque Kaiten mataba con las manos con la misma facilidad con que las personas corrientes rompen un huevo. Una patada suya solía bastar para cobrarse una vida.

La televisión y la radio habían concedido amplio espacio a la detención y a las diligencias previas al encarcelamiento. Se había hablado del tema una y otra vez, y seguían dando noticias al respecto.

Quedaba claro que aquel hombre, Olsson, era como mucho el organizador y el administrador, y que el realmente peligroso era, por lo tanto, el célebre policía Martin Beck. Probablemente había sido también él quien engañó a Heydt con ocasión del atentado un mes atrás. Había pocos policías de aquella clase, y el hecho de que hubiera uno en un país como Suecia parecía increíble.

Heydt fue de una habitación a otra con largos pasos silenciosos, aunque el apartamento no permitía grandes excursiones. Iba descalzo y llevaba camiseta blanca y calzoncillos blancos y cortos. No había mucha ropa en el apartamento, y, dada su constante preocupación por la higiene, se lavaba la ropa interior en el lavabo cada noche.

Reinhard Heydt tenía dos problemas, que debía resolver sin tardanza, pero todavía no se había decidido. Hacía tiempo que había establecido que precisamente aquel día, jueves 19 de diciembre, era su última oportunidad para decidirse.

El primer problema era escapar del país; tenía muy claro qué día tenía que marcharse, pero seguía teniendo dudas sobre la ruta a seguir. Aquel día tenía que decidirse; probablemente haría la ruta Oslo-Copenhague, como había pensado desde un principio, pero las otras posibilidades continuaban abiertas.

La segunda cuestión era aún más delicada; no la había empezado a estudiar hasta que Kaiten y Kamikaze fueron detenidos.

¿Tendría que liquidar a Beck? ¿Qué ventajas le reportaría eso? Reinhard Heydt no pensaba nunca en términos de venganza o de desquite; para empezar, no experimentaba el más leve sentimiento de traición, celos, deseos de venganza o pasión por el desquite; además, era un tipo endiabladamente realista, y todos sus actos obedecían a conveniencias prácticas. Tampoco se había sentido jamás humillado, alterado o atemorizado.

En los campos de entrenamiento había aprendido a tomar decisiones por sí mismo, sopesarlas minuciosamente y ejecutarlas sin vacilación. También había aprendido que una planificación exacta equivalía a medio trabajo hecho.

Sin haber decidido nada todavía, fue al vestíbulo en busca del listín de teléfonos, se sentó en la cama y empezó a buscar la página, que encontró sin dificultad:

«Beck, Martin, comisario de la sección criminal, calle Köpman 8; 22 80 43.»

Luego sacó el rollo de copias del plano de la ciudad que guardaba en el armario; tenía buena memoria y una idea de dónde estaba más o menos la calle Köpman, muy cerca del Palacio Real, y recordó que precisamente había recorrido aquella calle hacía mes y medio. El mapa de la ciudad era muy detallado y en seguida encontró la casa que buscaba; estaba en una especie de callejuela y no daba directamente a la calle; los edificios circundantes parecían idóneos.

Extendió la copia del plano en el suelo, después se agachó y sacó el rifle que tenía debajo de la cama; al igual que todo el material de ULAG, aquella arma era perfecta. Era de fabricación inglesa e iba provista de visor nocturno, lo que permitía utilizarla prácticamente a cualquier hora del día o de la noche.

Heydt sacó el maletín del armario, desarmó el rifle y lo introdujo en el maletín; luego se tumbó en la cama para pensar.

El hecho de eliminar a Martin Beck tenía dos vertientes: por un lado, la policía utilizaría lo mejorcito de sus fuerzas, y también a los hombres más peligrosos, pero, por otro lado, aquel suceso concentraría la atención policial en Estocolmo.

También había algunos inconvenientes; en primer lugar, era de esperar un inusitado despliegue policial, y, en segundo lugar, el control exhaustivo e insalvable de todas las salidas. Claro que sólo se tomarían aquellas medidas si se conocía en seguida la muerte de Martin Beck.

Si había que liquidar al comisario criminal Martin Beck, tenía que ser en su propio domicilio. Anteriormente, en sus pesquisas Heydt había averiguado que Beck estaba separado de su mujer y que vivía solo, lo cual era una ventaja, sin duda alguna.

Heydt miró su reloj; le quedaban todavía algunas horas para decidir en aquellos dos asuntos.

Después se preguntó si realmente la policía era tan torpe como para no poder haber dado todavía con el coche. Inmediatamente después de que llegase Levallois con las malas noticias sobre las fotografías y la descripción, Heydt le envió con el coche a Gotemburgo, para que lo dejase aparcado en el embarcadero de los barcos de Londres, en el puerto de Skandia. Después, el francés, siguiendo sus instrucciones, había comprado legalmente un Volkswagen usado de color beige, matriculado y listo para circular. Este vehículo nada llamativo estuvo desde entonces aparcado en las cercanías de la avenida de Huvudsta.

Reflexionó varios segundos sobre este punto, y llegó a la conclusión de que podía tratarse de una trampa. Después reanudó su solitaria peregrinación por las habitaciones del apartamento, con pasos largos, suaves y casi imperceptibles.

En realidad, era muy curioso que un tipo tan alto y fuerte pudiera hacer tan poco ruido; hacía poco que se había pesado en la báscula del lavabo, que había dado cien kilos y algunos centenares de gramos. Pero Kaiten pesaba ciento veinte y no tenía ni un gramo de grasa superflua en el cuerpo.

Aquel día, por la mañana, Martin Beck había enviado a Benny Skacke a Malmö. Skacke prefirió viajar en coche, para cobrar el kilometraje, pero Martin Beck solía marearse en los viajes largos en coche y optó por el último tren nocturno. Había cierto egoísmo en esto, pues ya que su Navidad se iba al traste de todos modos, al menos hubiera podido pasar media noche con Rhea, si es que ella aparecía, cosa que nunca se sabía con seguridad.

Rönn y Melander habían partido para Helsingborg en tren, con las caras más lúgubres que jamás les había visto.

Gunvald Larsson, a quien le gustaba conducir, se fue muy temprano hacia la frontera noruega en su curioso automóvil de lujo germano-oriental de la Eisenacher Motorwerke; la marca era realmente EMW, pero casi todo el mundo creía que era la BMW mal escrita.

Si Rönn y Melander habían puesto cara de vinagre, Gunvald Larsson parecía muy esperanzado, y Benny Skacke declaradamente contento. Benny Skacke era un coleccionista de méritos, y aquella ocasión tal vez le brindara alguno bastante sonado.

Martin Beck no pudo encontrar a Rhea, pero dejó un recado lapidario en la centralita de la oficina social. Luego pensó en irse a casa, pero cuando se estaba poniendo el abrigo sonó el teléfono. Dividido entre su sentido del deber y sus inclinaciones meramente humanas, volvió a su escritorio y descolgó el auricular.

—Beck.

—Hammargren —dijo alguien, con acento de Gotemburgo.

Aquel nombre no le decía nada a Martin Beck, pero lo más seguro era que se tratase de un policía.

—Sí, ¿qué pasa?

—Hemos encontrado ese coche que buscaban, un Opel Rekord verde, con matrícula falsa.

—¿Y dónde?

—En el muelle de Skandia, aquí en Gotemburgo, donde está el Saga, el barco de Londres de la Lloyd. Debe de haber pasado ahí un par de semanas antes de que se diera cuenta alguien.

—¿Y bien?

—Pues no hay ni una huella dactilar; seguramente las borraron. Todos los documentos estaban en la guantera.

Martin Beck se sintió decepcionado, pero su voz sonó como siempre cuando dijo:

—¿Es eso todo?

—No exactamente. Hemos interrogado a la tripulación del Saga, y empezamos por arriba con Einar Norrman, que es el delegado de la Lloyds, y luego pasamos por toda la delegación; después hablamos con el intendente, Harkild, y con todo el personal encargado de los servicios, especialmente con las azafatas, los camareros y el servicio de camarotes, pero ninguno de ellos reconoció al tipo de la foto, a Heydt.

—¿Intendente...? —repitió Martin Beck—. ¿Ya no se les llama contramaestres?

—Bueno, ése no es el Suecia ni el Britannia precisamente. Aquí, al contramaestre le llaman intendente, y a los camareros del comedor maestros de ceremonias. Pronto dirán ventana en vez de escotilla, e izquierda en vez de babor. Bueno, luego...

—¿Sí?

—Iba a decir que, por consiguiente, vale más coger un avión que un barco. Precisamente me dijo Einar Norrman que ni siquiera se había puesto la gorra durante los últimos seis meses. Pronto van a parecer cualquier cosa menos barcos.

Martin Beck era de la misma opinión que el policía de Gotemburgo, pero había que reanudar la conversación en el punto clave, y preguntó:

—¿En cuanto a Heydt...?

—Nada —dijo Hammargren—; no creo que haya estado a bordo. Con esa cara, alguien le hubiera recordado, pero el coche estaba allí, eso sí.

—¿Y las investigaciones técnicas?

—Tampoco nada, absolutamente nada.

—Muy bien, gracias por la llamada. Adiós.

Martin Beck se mesó los cabellos. Había varias posibilidades; el coche podía ser una pista falsa, pero aún era más creíble que Heydt hubiera abandonado el país a bordo de algún otro barco menos llamativo que el Saga. Gotemburgo tenía un gran puerto, del que salían muchos barcos diariamente; muchos de ellos llevaban pasajeros y tenían permiso para hacerlo, y otros tantos, al menos entre los de mediano tonelaje, embarcaban viajeros a los que no les interesaba ser reconocidos y que podían pagárselo.

¿Qué significaba aquella información? Era muy posible que Heydt hubiera abandonado el país varias semanas antes y se hallara ya fuera de su alcance.

Miró el reloj. Era demasiado pronto para encontrar a alguno de sus colaboradores en sus distintos puestos, y tampoco sería adecuado decirles que regresaran. El coche verde podía ser una falsa pista colocada para despistar. Era una lástima que el hombre de Gotemburgo no supiera si el coche se hallaba allí desde el último atentado, en cuyo caso hubiera podido estar seguro.

Todo se había reducido a un enorme signo de interrogación.

Martin Beck cerró de un portazo su despacho provisional y se marchó a su casa. A pesar de todo, lo mejor sería atenerse al programa.

El tren no saldría de la estación central de Estocolmo hasta minutos antes de la medianoche; todavía tenía bastante tiempo.

Había hielo en los tejados, pero no hacía demasiado frío. Reinhard Heydt permanecía inmóvil y en silencio sobre el tejado de cartón embreado, y el calor de su cuerpo fue suficiente para fundir rápidamente la fina capa de hielo debajo de él y a su alrededor.

Llevaba un polo negro de cuello alto, un pasamontañas negro calado hasta las orejas y que le tapaba toda la frente, pantalones negros y zapatos negros con suela de goma, que había untado con crema negra. Además, llevaba guantes negros.

El rifle tenía el cañón negro y la culata marrón oscuro y lo único que le habría podido descubrir hubiera sido un reflejo del visor, pero la lente era de color y estaba especialmente preparada para no dar reflejos.

Lo importante era no ser visto, y aunque no las tuviera todas consigo, lo cierto es que no le hubiera podido ver nadie ni a dos metros de distancia, excepto en el caso poco probable de que ese alguien hubiera aparecido precisamente en el tejado.

Había llegado hasta allí con toda facilidad, a través de una trampilla en un techo; su Volkswagen estaba aparcado en la cuesta de Palacio y, para venir desde allí, se había puesto un impermeable amarillo, que había dejado, junto con el maletín, en un rincón del estrecho desván inferior.

El lugar era idóneo; desde allí veía todas las ventanas de Martin Beck, aunque algunas estuvieran orientadas hacia el este.

De momento, el apartamento estaba a oscuras y no se veía ningún movimiento.

El rifle era de construcción especial para tiro de precisión en la oscuridad, y podía distinguir detalles del apartamento a pesar de que éste estaba completamente a oscuras. Detrás suyo tenía un fondo perfecto: el escandaloso barullo del tráfico en el puente de Skepp. El rifle inglés estaba provisto de silenciador y el ruido de un solo disparo quedaría completamente sofocado por el concierto de motores, frenazos temerarios y tubos de escape petardeantes.

La distancia hasta las cuatro ventanas no era de más de cincuenta o sesenta metros; incluso a una distancia diez veces mayor, hubiera estado seguro de acertar.

Heydt no permanecía totalmente inmóvil, pues movía los dedos y las piernas para no quedarse de una pieza. Estas cosas las había aprendido mucho tiempo atrás: permanecer casi inmóvil, pero haciendo trabajar un poco los músculos pequeños para que no le fallase ninguno en el momento oportuno.

De vez en cuando, contemplaba el visor del rifle, que era un auténtico milagro tecnológico.

Llevaba ya unos cuarenta minutos sobre el tejado cuando de repente se encendió la luz en el descansillo del ascensor, y poco después en la ventana más alejada.

Reinhard Heydt apretó la culata contra el hombro y apoyó el dedo índice en el gatillo; presionó con suavidad y dejó el dedo dispuesto; conocía su arma y sabía exactamente dónde estaba el punto de presión.

Su plan era sencillo. Se trataba de actuar con rapidez, de matar a aquel Beck en cuanto asomara, y luego desaparecer, deprisa pero con calma, de aquel lugar.

Como todos los tiradores de precisión, Heydt se relajó, notó cómo se le llenaba el cuerpo de un calor agradable y tranquilizador, a la vez que el rifle se convertía casi en una prolongación de su propio cuerpo.

El dedo índice derecho se apoyaba en el gatillo sin el más leve temblor. Su control físico y psíquico era total.

Había una persona de espaldas a la tercera ventana, pero era otra persona: una mujer bajita y ancha de hombros, con el cabello rubio y corto y el cuello también corto. Llevaba un jersey de punto de alegres colores, una falda de lana hasta las rodillas, y probablemente leotardos.

De repente se volvió y miró hacia afuera y arriba.

Reinhard Heydt la había reconocido ya antes de ver su flequillo rubio y recto, y sus ojos azul claro.

Había pasado más de un mes y medio desde que la había visto por primera vez.

Entonces llevaba un abrigo negro, téjanos muy manchados y botas de goma rojas. También recordaba exactamente dónde la había visto; primero allí cerca, en la calle Köpman, después en una callejuela cuyo nombre había olvidado, y finalmente en la cuesta de Palacio.

No tenía ni idea de quién era, pero la reconoció en seguida, y si hubiera estado pensando en ella se habría quedado de una pieza; la miró a través del visor y vio que no iba teñida, como había creído la vez anterior.

En su campo de visión apareció un hombre; era un tipo muy alto con frente ancha, nariz recta, boca fina y amplia, y fuerte quijada.

Heydt le reconoció en seguida por haberle visto en la televisión. Aquél era su enemigo Martin Beck, el hombre que primero había convertido el atentado en un fracaso total, luego había reducido a Kaiten, el agente más peligroso de ULAG, y ahora estaba a punto de desaparecer para facilitarle a Heydt la huida.

El hombre rodeó a la mujer con sus brazos, le hizo dar media vuelta y la atrajo hacia sí.

A Heydt no le pareció excesivamente peligroso; levantó un poco el cañón, de manera que la cruz del visor se situase exactamente entre las dos cejas del policía.

Matarle en aquel momento era un juego fácil, pero en tal caso tendría que matar también a la mujer, y la cosa tendría que ser muy rápida; todo dependía de cómo reaccionase ella. No había visto mucho de ella, pero algo le decía que aquella mujer era de reflejos rápidos. Y si ella se movía con rapidez, se ocultaría y daría la alarma, y entonces su situación allí arriba dejaría en seguida de ser favorable.

Si había policías suficientes en las inmediaciones, ya no le serviría de nada ocultarse en la oscuridad y valerse de su posición aislada, y en cambio se encontraría en una trampa mortal, sin posibilidades de huir o de retroceder.

Reinhard Heydt analizó la situación con rapidez; después pensó que todavía le quedaba tiempo y que podía esperar a ver qué ocurría.

Rhea Nielsen se puso de puntillas y mordió juguetona a Martin Beck en la mejilla.

—Tengo ahora un horario regular —dijo—, y me va muy bien. Resulta tal vez un poco raro que venga un policía y se me lleve tres cuartos de hora antes de terminar mi trabajo.

—Las circunstancias son un poco especiales —dijo Martin Beck—, y además no me daba la gana de irme a casa solo.

—¿Qué clase de circunstancias?

—Tengo que irme esta noche.

—¿Adónde?

—A Malmö. En realidad, ya tendría que estar en camino.

—¿Y por qué no te has ido, pues?

—He pensado que primero tenía que arreglar un asunto.

—¿Arreglar un asunto? ¿Dónde, en la cama?

—Por ejemplo.

Se alejaron de la ventana; ella pasó los dedos por una de las maquetas navales de Martin Beck, le miró con suspicacia y preguntó:

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—No lo sé con seguridad; pueden ser cuatro o cinco días.

—¿O sea Nochebuena y todo? ¡Mierda! Ni siquiera he tenido tiempo de comprarte un regalo.

—Yo tampoco, pero es posible que esté de regreso antes de Nochebuena.

—¿Es posible? Bueno, ¿te gusto hoy? Falda, blusa, leotardos, zapatos de verdad, sujetador de tela escocesa y bragas haciendo juego.

Martin Beck se echó a reír.

—¿De qué te ríes? ¿De mi feminidad?

—No la veo en tu indumentaria.

—¡Eres un tesoro! —exclamó ella de repente.

—¿Tú crees?

—Sí, de verdad; y si adivino tus pensamientos, creo que hemos de irnos corriendo a la cama y quitarnos la ropa.

—Siempre adivinas mis pensamientos.

Ella se sacudió los zapatos de golpe, y cada uno fue a parar a un lugar diferente. Después, dijo con toda seriedad:

—En ese caso, será mejor pasar primero por la nevera y traerse víveres, para que no haya escenas de hambre inmediatamente después.

Se dirigió a la cocina y permaneció en ella un rato. Martin Beck se acercó a la ventana y miró afuera; hacía una noche clara y estrellada, una maravilla meteorológica en aquellas fechas.

—¿De dónde ha salido este cangrejo? —gritó ella.

—Del mercado de Hötorg.

—Se pueden hacer muchas cosas con él. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Depende del rato que te pases traficando por la cocina —contestó él—. Si no, una hora justa, ni un minuto más.

—Ya está —dijo ella—; ya voy. ¿Tienes vino?

—Sí.

—Bien.

Rhea Nielsen se fue desnudando mientras iba desde la cocina al dormitorio. Empezó por arrojar el jersey al suelo.

—Es que pica —dijo a modo de explicación.

Cuando llegó a la cama, sólo llevaba el sujetador.

—¿Quieres sacármelo? —preguntó con una coquetería teatral—, Es una ocasión especial, ya que nunca llevo sostén, excepto precisamente hoy.

No bajaron ninguna de las cortinas, ya que normalmente no había ninguna posibilidad de que les viese nadie desde el exterior.

Desde su posición del tejado, Reinhard Heydt no podía ver la cama, pero observó que la luz del dormitorio bajaba de intensidad y pudo imaginar perfectamente lo que se estaba celebrando allí dentro.

Al cabo de un rato se encendió la luz y la mujer se acercó a la ventana; estaba desnuda.

A través de su mira telescópica miró tranquilamente su pecho izquierdo; la cruz del visor estaba sobre el pezón marrón claro. El visor nocturno tenía tantos aumentos que el pezón ocupaba todo su espacio; incluso podía ver que la mujer tenía un pelo rubio y largo, de unos veinte milímetros, justo encima del pezón.

Pensó que tendría que sacárselo y luego bajó un poco la boca del rifle. La cruz del visor se fijó en un punto bajo su pecho izquierdo, el corazón.

Reinhard Heydt oprimió el gatillo medio milímetro y supo que estaba exactamente en su tope, listo para disparar.

Si apretaba un cuarto de milímetro más el gatillo, la bala saldría y le daría a ella en el corazón.

Con la munición superrápida que empleaba, la mujer sería empujada hacia atrás, cruzaría toda la habitación y moriría antes de que su espalda tocase la pared opuesta, cualquiera que fuese la parte del corazón en la que recibiera el impacto.

Rhea Nielsen seguía asomada a la ventana.

—¡Cuántas estrellas! —exclamó—. ¿Por qué tienes que ir a Malmö? ¿Se trata todavía de ese payaso de las patillas, ese Heydt?

—Precisamente.

—¿Sabes qué es lo que me parece que está haciendo ahora? Debe de estar en Bali, alimentando peces de colores, con una chica llena de collares de flores sentada en sus rodillas. Ven, vamos a preparar ese cangrejo.

A cincuenta metros de allí, Reinhard Heydt pensó que todo aquello no tenía ningún interés y resultaba absurdo. Se descolgó por la trampilla, desmontó el rifle y metió las piezas en el maletín. Después de puso el impermeable amarillo y empezó a caminar.

Mientras paseaba con toda tranquilidad por la calle Bollhus decidió cuándo, cómo y por dónde abandonaría el país.