21
El reactor de reluciente aluminio aterrizó doce minutos y treinta y siete segundos antes de lo previsto. Después rodó hacia un lugar que Eric Möller, personalmente, consideraba seguro. Bajó la escalera mecánica y, también doce minutos y treinta y siete segundos antes de lo previsto, el senador salió de la cabina.
Era un hombre corpulento y moreno, con una sonrisa seductora y dientes blanquísimos. Miró a su alrededor y vio el desierto aeropuerto y el bosque interminable que lo rodeaba. Luego levantó su sombrero blanco de ala ancha y lo agitó, saludando a los manifestantes y la policía que se hallaban en la terraza del mirador.
Gunvald Larsson pensó que aquel hombre no gozaba de buena vista y que leía «Larga vida al próximo presidente» en lugar de «Yankee go home» y «Asesino hijo de puta», tal como estaba escrito en las pancartas. A lo mejor creyó que los retratos de Mao y de Lenin eran su propia efigie, y en realidad la diferencia no era muy notable.
Bajó del avión y, con la misma sonrisa en el rostro, estrechó la mano al director del aeropuerto y a un secretario de Estado.
Tras él bajó por la escalerilla un hombre con una gabardina muy ancha a cuadros. Era un tipo rudo y corpulento, con una cara que parecía esculpida en granito. De aquella cara de piedra salía un enorme cigarro que más bien parecía formar parte del cuerpo. A pesar de las ampulosas dimensiones de la gabardina, se advertía un gran bulto debajo de la manga izquierda; debía de ser el guardaespaldas personal del senador.
El jefe del gobierno sueco también tenía un guardaespaldas, que era algo que ningún primer ministro sueco había tenido antes. El primer ministro prefirió esperar en la sala de VIPS acompañado de otros tres miembros del gobierno.
Una patrulla de agentes de élite de Möller condujo al senador, con el de la cara de piedra a remolque, hasta un carro blindado cedido por el ejército. El vehículo les trasladó los pocos centenares de metros que les separaban de la sala de los VIP; Möller no quiso correr riesgos y la operación se celebró, como tantas otras de la SÄPO, bajo el signo de la ridiculez y de la payasada, lo cual inducía erróneamente a muchos a considerar a la policía de seguridad como una colección de memos y de idiotas, opinión que más de uno había tenido que cambiar por propia experiencia.
Efectivamente, el presidente del gobierno se encontraba en la sala de los VIP; era un tipo pequeño, crispado y nervioso, de rasgos agriados y afeminados. Lo que se desprendía de su cara no era, pues, la bonhomía de la que se enorgullecieron algunos de sus antecesores. Los que intentaban analizar en profundidad su aspecto y su carácter, afirmaban que en él concurrían rasgos evidentes de mala conciencia y desengaños infantiles.
El senador y el jefe del gobierno se dieron la mano largamente y con auténtica euforia, para regocijo de la televisión y de los fotógrafos, pero no hubo besuqueo como ocurrió cuando vinieron los mandatarios rusos. En cambio, se vio en seguida que el senador era un estrechador de manos bien entrenado, porque prácticamente había sido candidato a la presidencia en una ocasión. Con un intérprete de la embajada pegado a la mejilla se dirigió a cada una de las personas presentes en la sala y les estrechó la mano, uno por uno. Martin Beck fue uno de los primeros en ser saludado, y la primera impresión que tuvo fue la fuerza y la confianza que despertaba aquel apretón de manos.
Tan sólo Gunvald Larsson dio muestras de un cierto desagrado; se volvió de espaldas a todo el mundo y se quedó mirando por la ventana. Afuera, los agentes de Möller pululaban como podían chapoteando en la pasteta de nieve, mientras los vehículos de la comitiva se iban situando, marcha atrás, en sus lugares, con la limusina blindada justo delante de la puerta.
Tras unos minutos notó unos golpecitos en el hombro, muy decididos, se volvió y contempló aquella cara de piedra con el cigarro.
—El senador desea darle la mano —le dijo el guardaespaldas en inglés, y el cigarro le tembló un poco al hablar. Parecía tan humano como el monstruo de Frankenstein.
El visitante sonrió con mayor seducción aún y clavó su mirada en Gunvald Larsson y en sus azules ojos cristalinos. Los del senador eran amarillos, como los de un tigre tibetano.
Gunvald Larsson lo pensó sólo unos segundos, después alargó la mano derecha peluda y rubia y la encajó lo más profundamente que pudo. Aquello lo había aprendido en la Armada, y continuó apretando hasta que la sonrisa del político se transformó en una mueca de dolor. Cara de Piedra observó la maniobra con atención, pero el cigarro no se le movió ni un milímetro. Aquel hombre sólo parecía capaz de llegar a meras y ligeras expresiones faciales.
Gunvald Larsson oyó que detrás del senador el intérprete decía algo sobre «comando» y «policía especial». Cuando soltó la mano, el rostro del visitante extranjero daba la impresión de que su dueño estaba completamente agotado.
Los fotógrafos brincaban aquí y allá y disparaban; de vez en cuando se agachaban para conseguir ángulos interesantes, y uno incluso se tendió de espaldas en el suelo y apretó el gatillo. Sus compañeros parecieron un tanto frustrados por no haber tenido ellos antes la idea.
El presidente del gobierno se paseaba de arriba abajo, casi como Bulldozer Olsson, con su guardaespaldas pegado a los talones. Ansiaba marcharse, pero primero habían de tomar el champán, y además iban doce minutos por delante del horario previsto, lo cual no se cansaba de señalar el realizador de televisión allí presente.
Martin Beck bebió su champán, mientras Gunvald Larsson vertía el suyo en la maceta de una horrible planta de adorno, con la esperanza de que muriera de intoxicación etílica aguda. Cara de Piedra mantenía la mano derecha dentro de la gabardina, y alzó la copa con la izquierda como si pensase devorar el cigarro y la copa.
A Eric Möller no se le veía por ninguna parte. A Martin Beck se le ocurrió pensar que a lo mejor estaba inspeccionando la protección personal desde un helicóptero, lo cual le llevó en seguida a pensar en Stig Malm, que era un maníaco de los helicópteros. Él y el director general de la policía se hallaban en la sala de los VIP, donde éste último se lucía hablando elegantemente en un inglés fluido aunque algo tosco, primero con el senador, y luego con Cara de Piedra, que no movió ni un músculo ni parecía entender una palabra. Aquel hombre seguramente no había estado ni en Princeton ni en Yale.
El embajador de Estados Unidos también se hallaba en plena actividad febril. Era de raza blanca, y no había peligro de que le llamasen «negrito» como al anterior, y, cuando se observaba la gran cantidad de gente que componía su séquito, uno se preguntaba cómo sería de numerosa la legación del gran amigo americano.
Afuera roncaban las motocicletas. Los motoristas pertenecían a un grupo especial dentro de la propia policía, y se habían integrado en la policía porque les divertía conducir motocicletas, y solían ocuparse de hacer demostraciones públicas el día de la Policía y en ocasiones similares. Otra de sus ambiciones consistía en llegar a demostrar que se podía circular en una motocicleta de gran cilindrada sin que pareciera el bombardeo sobre Dresde o un lanzamiento de cohetes en serie desde Cabo Cañaveral, o Cabo Kennedy, como se llamaba entonces.
A Melander y a Skacke no se les consideró apropiados para la sala de los VIP, y permanecieron en el minibús de las comunicaciones. En la frecuencia de la policía el silencio era total, mientras la radio pública y la televisión sólo emitían las voces de comentaristas, que, con voz trascendente y severa actitud, describían la dilatada carrera política del otrora candidato a la presidencia, aunque sin decir una sola palabra sobre su postura ideológica o sus intervenciones reaccionarias en política interna o exterior. En cambio, dijeron dónde vivía, qué aspecto tenían sus perros, que una vez por poco se convirtió en estrella del béisbol, que su mujer casi llegó a ser actriz, que sus hijas eran como casi todas las hijas de todo el mundo, que él mismo iba a veces a hacer la compra, que él —al menos durante las campañas electorales— solía vestir trajes de confección, y que una vez sufrió un atentado en Portland, Oregon (en realidad, el viento había desprendido una teja del tejado del ayuntamiento y le había dado en la cabeza, lo que rápidamente le había granjeado el sobrenombre de «frente de piedra»). A la población sueca también se le hizo saber el volumen de su fortuna personal (bastante importante, pollo visto), y que en cierta ocasión estuvo a punto de ser objeto de una investigación del Senado en busca de evasores de impuestos, cosa que no ocurrió porque, providencialmente, él era precisamente el portavoz de aquella comisión. Su esposa había abierto un internado gratuito para huérfanos de soldados caídos en la guerra de Corea. Él, cuando joven, había aconsejado al presidente Truman lanzar las primeras bombas atómicas, y ya más maduro había resultado imprescindible para una serie de administraciones diversas. Había sido propuesto para la candidatura a la alcaldía de Nueva York (una de las tareas más ingratas del mundo), pero él había renunciado a presentarse en los comicios. Más adelante se decía que diariamente montaba una hora a caballo y que, en condiciones normales, nadaba mil metros cada día. Había contribuido activamente a las «liberaciones» de Tailandia, Corea, Laos, Vietnam y Camboya, según palabras de un locutor de televisión nada sospechoso de izquierdismo, quien dijo, además, que el senador era un ejemplo de lozanía y juventud en un mundo en el que la gerontocracia era demasiado manifiesta, y entonces salieron varias imágenes fijas de Mao, Tito y Franco, todos por encima de los ochenta, y Breznev, que tenía sesenta y ocho, junto con Enver Hoxha, que también era de «avanzada edad», aunque no se pudo precisar más, seguramente por insuficiencia de datos.
—Lástima que Stalin, Churchill, Hitler, De Gaulle, Adenauer, Ulbricht y Napoleón hayan muerto —dijo Skacke—, porque hubieran podido enseñarlos también.
Un minuto antes de lo previsto, el cortejo estaba formado y dispuesto. El senador y el jefe del gobierno sueco ocuparon el asiento posterior de la limusina blindada. El jefe del gobierno pareció sorprenderse al ver que Cara de Piedra también subía con ellos y desdoblaba el asiento que quedaba justo frente a él, de manera que el cigarro casi tocaba la punta de la nariz del jefe del partido, que notó en su interior una tremenda irritación, pues su propio guardaespaldas viajaba tranquilamente en otro vehículo.
El jefe del gobierno hablaba correctamente inglés, y el intérprete entre ambos dignatarios poca cosa tenía que hacer.
—¡Vamos allá! —dijo Gunvald Larsson, accionando el encendido de su coche.
El Porsche empezó a rodar, y Martin Beck se volvió para ver si el resto de la columna salía como estaba previsto, y así fue.
En el coche de los cristales azules, el senador observaba atentamente el paisaje, pero, aparte de los policías y una casi imperceptible cantidad de manifestantes, sólo pudo ver el trozo de aburrido paisaje sueco que se extiende entre Estocolmo y el aeropuerto. Estuvo un buen rato intentando encontrar algo positivo que decir, pero por fin se rindió, se volvió hacia el primer ministro y le dedicó su mejor sonrisa electoral. El líder político sueco le devolvió la sonrisa, que no fue electoralmente tan mala, aunque al senador le pareció que con aquella sonrisa el hombre no podría conseguir que le eligieran ni siquiera sheriff de Frankfort, Kentucky.
Cara de Piedra permanecía totalmente en silencio.
El senador había dejado de mirar el paisaje, y el jefe del gobierno ya había agotado en la sala de los VIPS su repertorio de frases hechas y de gestos.
El senador no dejaba de acariciarse los dedos de la mano derecha. A pesar de los cientos de manos que llevaba estrechados en su vida, nunca le habían apretado tan fuerte como lo hiciera Gunvald Larsson.
Al cabo de un rato Gunvald Larsson condujo hacia el arcén y paró. El convoy pasó ante ellos en perfecta formación y buen ritmo.
—Me gustaría saber para qué va a utilizar Möller esa tropa de gilipollas escogidos —dijo mientras maniobraba.
—Ahora lo veremos —contestó Martin Beck.
—¡Y ahora, mi querido Heydt, vas a ver cómo las gastamos en Suecia —dijo Gunvald Larsson—, bajo el estandarte de Carlos XII!
Puso en marcha el motor, apretó a fondo el acelerador y adelantó a toda la caravana. El Porsche alcanzaba los doscientos veinticinco en una buena recta.
—Buen coche —dijo Gunvald Larsson—. ¿Cuántos tenemos como éste?
—Una docena —contestó Martin Beck—, como máximo.
—¿Para qué se usan?
—Para llevar al director general a su casa de campo.
—¿Todos? ¿Caben todos esos chorizos en un solo coche?
—La idea es que sirvan para alcanzar a los chalados de la velocidad y los transportes rápidos de droga.
Se acercaban ya a Estocolmo, lo cual no mejoró el aspecto del paisaje. El senador volvió a mirar un rato por la ventanilla, pero pareció resignarse. «¿Qué se había figurado? —pensó el primer ministro y sonrió para sus adentros con malicia—. ¿Lapones vestidos de colorines y con cascabeles de plata en las piernas, o renos con cazadores montados a pelo y halcones en el brazo?» Luego se dio cuenta de que Cara de Piedra le empezaba a mirar, y se puso a pensar en conversaciones importantes sobre la balanza de pagos, la crisis del petróleo y el acuerdo armamentístico.
El primer ministro no sabía que el nuevo embajador ante las Naciones Unidas estaba a punto de pronunciar un discurso ante la asamblea general en Nueva York, discurso que estaría muy en la línea de las tradiciones socialdemócratas, que, desde luego, ya no podían seguirse considerando reformistas ni mucho menos. Diría, más o menos que los judíos tenían derecho a su tierra y los palestinos tenían el derecho a luchar por la suya, pero se olvidaría naturalmente de señalar que se trataba exactamente de la misma tierra, como si se tratase de una cosa baladí. ¡Suecia habría hablado!
Poco después se detuvo la escolta. Otro Porsche, con la palabra POLIS en letras de palo a los lados, se acercó desde el final de la hilera de coches. Excepto Martin Beck y Gunvald Larsson, tan sólo unas pocas personas sabían de qué se trataba; el deportivo blanco y negro paró a la altura de la limusina, y Aasa Torell, que lo conducía, se inclinó un poco a un lado y abrió la portezuela izquierda. El primer ministro cambió de coche; Aasa apretó gas a fondo, sin decir ni una palabra, y continuó hacia el centro de Estocolmo. Al mismo tiempo, la comitiva volvió a ponerse en movimiento y los visitantes observaron la maniobra con miradas indiferentes. Todo había durado menos de treinta segundos.
En la valla norte de Haga se habían amontonado numerosos manifestantes, y primero dio la impresión de que se estaban zurrando con la policía, pero desde más cerca se veía que la policía permanecía impasible, mientras los manifestantes armaban jaleo con un pequeño grupo de contramanifestantes que agitaban banderas de Estados Unidos, del régimen de Van Thieu y de Taiwan.
Cuando pasaban por Norrtull Martin Beck preguntó:
—¿Dónde está Einar?
—Está detrás de aquella esquina, en la calle Dannemora —explicó Gunvald Larsson—; la hemos cerrado en sus dos extremos, pero aún quedaban riesgos, inquilinos sospechosos y cosas por el estilo.
—De todos modos, desde ahí no pueden llegar más que a la central de alarma o a la centralita de la policía —observó Martin Beck.
Herrgott Nöjd continuaba en su puesto. Estaba helado y de bastante mal humor, pero había logrado tener un aspecto apacible. Definitivamente, aquello no era Anderslöv y los campos ondulados de Söderslätt.
Desde la acera opuesta se le acercó, muy compuesto, un policía de uniforme y se detuvo ante él; luego preguntó ceremonioso:
—¿Qué tal por aquí?
—Bien —dijo Nöjd—. ¿Satisfecho?
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—En autobús.
—¿Podría identificarse?
Nöjd sacó su placa de identificación y el policía la contempló un buen rato, mientras iba enrojeciendo lentamente. Era un típico representante del cuerpo de policía de Estocolmo: rubio, con patillas, alto y con ojos azules.
—Ya llegan —dijo Nöjd en voz baja—; yo creo que vale más que vuelvas a tu puesto.
El agente se cuadró y volvió a atravesar la calle con paso marcial.
En el apartamento de dos habitaciones de la calle Kapell, a Reinhard Heydt le pareció que todo encajaba perfectamente. Él y Levallois permanecían en la central de operaciones, como ellos lo llamaban. Tenían los dos televisores en marcha, al igual que los aparatos de radio. Todos transmitían lo mismo: la primera visita en muchos años de un político americano de relieve a aquel país. Sólo una cosa estaba fastidiando a Heydt, que inquirió:
—¿Por qué no se oye la radio de la policía?
—Porque ya no emite más, y los coches tampoco.
—¿Puede deberse a un fallo de nuestro equipo?
—Imposible —dijo Levallois.
Reinhard Heydt recordó; aquello de la señal Q debía de significar silencio, pero no tenía aquella señal en su lista. Seguramente se trataba de una medida muy poco frecuente.
Levallois lo repasó todo por enésima vez, y ya era imposible saber cuántas veces lo había controlado todo. Probó también otras frecuencias, y por fin meneó la cabeza y dijo:
—Totalmente imposible. Simplemente, mantienen silencio por radio.
Heydt se rió para sus adentros. Levallois le miró interrogante.
—¡Fantástico! —exclamó Heydt—, La policía intenta engañarnos no utilizando su radio. ¿Has visto los policías de esta ciudad?
—Ni uno.
—Por eso no entiendes de qué me río. Lo único que les falta es decir: «oink, oink».
Echó un vistazo a las pantallas de televisión. La comitiva pasaba en aquel momento por delante de los almacenes OBS de Rotebro. La radio resaltó el hecho y añadió que la hilera de manifestantes se hacía más densa.
El locutor de televisión no decía demasiadas cosas, excepto cuando las cámaras tomaban panorámicas de la policía y el público a lo largo del carril oriental de la autopista.
Quinientos metros por delante de la escolta avanzaba un coche de la policía, y otro cerraba la comitiva a igual distancia.
Gunvald Larsson miró a través del parabrisas.
—Ahí —dijo—, ahí tenemos uno de los helicópteros.
—Sí —constató Martin Beck.
—¿No tenían que situarse sobre la plaza de Sergel?
—Sí, pero hay tiempo. A ver si adivinas quién va sentado en ese aparato.
—¡El senador! —exclamó Gunvald Larsson—. ¡Hubiera sido genial! Recogerle en Arlanda y soltarlo en el tejado del Parlamento...
—Ni él ni el gobierno lo han querido. Bueno, ¿quién va en el helicóptero?
Gunvald Larsson se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Malm. Le dije que era la posición ideal desde el punto de vista de la coordinación, y picó en seguida. Viene directamente desde Arlanda.
—Malm, claro —dijo Gunvald Larsson—; ése está loco por los helicópteros.
A Reinhard Heydt le pareció que la cosa empezaba a resultar divertida. Vio el jaleo entre los manifestantes de Haga y sabía que se acercaba el momento.
Levallois estaba muy serio; miraba sus instrumentos y sus conexiones, pero sin tocar nada.
La radio y la televisión coincidían plenamente:
«La comitiva pasa ahora por las verjas de la puerta sur de Haga» —decía la voz de la radio—. «Todo el camino está flanqueado por un hervidero de manifestantes; los megáfonos transmiten consignas sin parar. En la Audiencia de Haga, la cosa es aún peor.»
Por la radio se oían claramente los slogans.
Heydt contempló las pantallas de televisión y pudo constatar lo mismo; el griterío de consignas se oía menos por televisión, y el reportero se esmeraba en no hacer ninguna referencia a ellas. En cambio, dijo:
«En estos momentos, el Pontiac especialmente diseñado y blindado del senador cruza el patio de Caballerizas, donde el gobierno ofrecerá una cena de gala esta noche.»
El momento crucial estaba muy próximo.
«En estos instantes, el automóvil con el senador y el primer ministro abandona Solna y cruza el límite de Estocolmo.»
Muy, muy cerca del momento.
Levallois señaló la cajita negra con el botón blanco; él sostenía entre sus dedos dos cables listos para cortocircuitar, por si Heydt caía fulminado o se hacía daño en los dedos; el francés era muy cauteloso y era evidente que no le gustaba dejar ningún cabo suelto.
Reinhard Heydt dejó descansar su dedo índice sobre el botón blanco, mientras seguía mirando las imágenes televisivas.
Tan sólo unos segundos. Vio un Porsche blanco y negro y pensó: «Ahí se va un bonito coche a la mierda».
¡Ahora!
Apretó el botón en el preciso instante..., pero no sucedió nada. Levallois cortocircuito en seguida los dos cables, pero siguió sin ocurrir nada.
Las imágenes televisivas mostraban la comitiva pasando por Norrtull y torciendo en la embocadura de la calle Svea. Luego cambiaron a una cámara fija que mostró las imágenes desde el cruce de las calles Oden y Svea, con grandes cantidades de manifestantes y curiosos tras un espeso muro de policías.
Heydt se fijó en un policía con sombrero de safari y botas, y pensó que se trataba de un agente secreto.
Luego dijo con mucha tranquilidad:
—Hemos fallado, la bomba no ha explotado; se ve que no es nuestro día. —Soltó una carcajada y añadió—: Señor senador, le regalo la vida para que haga con ella lo que le dé la gana.
Levallois meneó la cabeza. Llevaba puestos dos enormes auriculares.
—No —dijo—, la carga ha explotado cuando has apretado el botón, exactamente como tenía que ser. Todavía oigo ruido de tierra o de cascotes, o lo que sea.
—¡Pero esto es imposible! —exclamó Heydt.
Por la televisión se veía el coche blindado que pasaba por delante de la Biblioteca Nacional, e inmediatamente después ante un gran edificio gris, que sabía que era la Escuela Superior de Comercio.
Los manifestantes estaban tan apiñados como podían, pero los policías parecían muy tranquilos, y nadie intentaba abrirse camino a través del cordón policial. Por ningún lado se veía una pistola empuñada o una porra en alto.
—¡Curioso! —dijo Levallois.
—¡Imposible! —exclamó Heydt—. Yo he apretado el botón en la precisa décima de segundo, ¿qué ha pasado?
—No lo sé —confesó Levallois.
Reinhard Heydt apretó el detonante en la décima de segundo precisa para que no dañara a nadie. El comando dinamitero de ULAG hizo volar exactamente dos mil noventa y un sacos de arena y una montaña de material aislante de fibra de vidrio. La única víctima relacionada con alguna persona fue el sombrero de Einar Rönn, que salió volando y no se encontró nunca más.
Rönn había hecho colocar en la calle Dannemora veinticinco camiones, un camión de reparaciones del servicio de gas, tres ambulancias, dos coches con altavoces, más un camión cuba y un camión escalera del cuerpo de bomberos. Mandaba, además, a treinta hombres y mujeres escogidos, en su mayor parte pertenecientes a las fuerzas de orden público, todos provistos de cascos protectores y la mitad de ellos con altavoces portátiles.
Cuando la comitiva hubo pasado, dispuso de doce a quince minutos para tapar el lugar de la calle bajo el cual se suponía que quizá habría de estallar una bomba. Además, tuvo que cerrar todos los accesos al lugar y conseguir que la gente de los alrededores se mantuviera a una distancia prudente.
Los coches de bomberos y las ambulancias continuaban en la calle Dannemora. Doce minutos era muy poco tiempo para todas estas cosas, pero afortunadamente ese tiempo se alargó hasta los catorce minutos y treinta segundos.
A Rönn no le ajustaba el casco a la medida de su cabeza, y por eso no se lo puso hasta el último instante, dejando su sombrero distraídamente sobre uno de los sacos de arena.
Uno de los camiones no logró depositar su carga de arena porque el motor de arranque le falló, pero eso tuvo poca importancia. Lo único que produjo la bomba fue un gigantesco surtidor de arena y pedacitos blancos de fibra de vidrio, aparte de una interrupción del servicio de gas, que tardó varias horas en ser subsanada provisionalmente.
Y en el instante en que la explosión hizo vibrar varias manzanas como si se tratara de un terremoto auténtico, el desagradable senador estaba en el Parlamento bebiendo Ramlösa, mientras Cara de Piedra mostraba por primera vez un aspecto ligeramente humano al sacarse el cigarro de la boca, dejarlo en el borde de una mesa y atizarse un trago largo de whisky de la petaca que llevaba escondida; luego, colocó de nuevo el cigarro en su sitio y volvió a tener el aspecto de antes.
El senador lanzó una mirada a su guardaespaldas y dijo a modo de aclaración:
—Ray está intentando dejar de fumar, y por eso no lo enciende nunca.
Se abrió la puerta.
—Y aquí tenemos al ministro de Asuntos Exteriores y al ministro de Comercio —anunció el jefe del gobierno con naturalidad.
La puerta volvió a abrirse, pero esa vez eran Martin Beck y Gunvald Larsson los que entraron. El jefe del gobierno los miró con ingratitud y dijo:
—Gracias, pero aquí no les necesitamos.
—De nada —dijo Gunvald Larsson—; sólo estamos buscando a SÄPO-Möller.
—¿Eric Möller? Tampoco tiene nada que hacer aquí. Pregunten a sus hombres, que están pululando por toda la casa. ¿Qué ha sido ese estruendo que se ha oído hace un momento?
—Un atentado frustrado contra el coche blindado.
—¿Una bomba?
—Sí, más o menos.
—Ocúpense de que detengan inmediatamente al responsable.
—¡Magníficas instrucciones! —exclamó Gunvald Larsson cuando se dirigían al ascensor.
—Me ha recordado la manera de hablar de Malm —dijo Martin Beck.
Bajaron en el mismo ascensor que C-H Hermansson, que tenía las mejillas coloradas y la mirada aturdida.
—¿Qué, ya es hora de irse a casa? —dijo Gunvald Larsson.
—Oh, sí, y de quedarse hasta el domingo por la mañana.
Preguntaron a varios de los agentes de Möller y todos respondieron:
—Seguro que está en alguna parte, por aquí cerca, pero nunca se sabe dónde.
Reinhard Heydt no comprendía qué había sucedido, ni siquiera cuando leyó los periódicos del viernes. No era el único en extrañarse. El director general de la policía y Stig Malm llamaron inmediatamente a Gunvald Larsson y Martin Beck a su presencia. Rönn pensaba que ya había hecho lo suyo y se marchó a su casa de la calle Vittangi, en Vällingby, donde Unda y Mats se habían enzarzado en una disputa a pleno pulmón sobre si los copos de trigo eran más nutritivos que los de avena o viceversa, pero, como querían a Rönn como esposo y como padre, y como vieron su aspecto cansado, cesaron repentinamente en su alboroto.
—¡Hola, papá! —exclamó Mats—. ¿Qué tal ha ido?
—Bien, pero mi sombrero se fue a paseo.
—Mañana te compraré otro —dijo Unda.
Rönn prefería comprarse los sombreros personalmente, pero optó por callarse en lugar de protestar.
Todos miraron la cama, y él se echó en ella sin sacarse siquiera los zapatos. Su mujer y su hijo le ayudaron a desvestirse.
—No te quejarás, ¿verdad? Te busqué un buen padre.
—El mejor —dijo Mats.
Rönn oyó estos comentarios, pero no logró reaccionar porque se quedó dormido como un tronco.
Durmió profundamente y sin soñar.
Al día siguiente, cuando se despertó, se le ocurrió pensar en una liebre asada con carbón de leña y en arenque fermentado; luego fue a la cocina, donde se cocía un desayuno de arroz con leche.
Un poco más tarde cogió el metro hacia Kungsholmen y tomó un tren que le condujo a Fridhemsplan.