23

Jerry se mecía en el asiento cruzado fabricado por Padre.

—Papá se cree un tío grande —dijo, y me miró ceñudo.

Clover bajó la cabeza.

—Es un tío grande.

—En el mundo hay montones de inventores. No es el único.

—Él no es como los otros —dije.

—De todas formas, el mundo ha sido destruido —dijo April—. Lo dice Papá.

—¿Y cómo sabes que no es como los otros? —dijo Jerry.

—Tiene otras razones —dije.

—¿Como cuáles?

Miré hacia popa… los ojos bien abiertos de Padre me retaban a hablar.

En esa pausa, Jerry susurró secamente:

—No tienes ni idea.

Pero sí que la tenía. Padre era ingenioso porque necesitaba comodidad. El nunca lo confesaba, pero yo lo sabía por Jerónimo y por el pipanto mejorado. No había cambiado, seguía siendo inventivo, seguía necesitando comodidad… más que nosotros. Yo no podía decírselo a Jerry mientras Padre escuchaba. ¡Inventaba por su propio bien! Era inventor porque detestaba las camas duras y la mala comida y las barcas lentas y las chozas frágiles y la mugre. Y el desperdicio… se quejaba del precio de las cosas, pero no era por el dinero. Era porque a poco de comprarlas se debilitaban y se rompían. ¡Pensaba en sí mismo antes que en cualquier otra cosa!

Por eso había inventado la silla hidráulica y el masajeador de pies de Hatfield. Eso explicaba su falta de interés por sus inventos industriales… los que llamaba «ganapanes». Y también explicaba su manía por el hielo. Por eso lloró cuando se destruyó Jerónimo. No quería vivir, para decirlo con sus propias palabras, como un mono.

También sus movimientos, sus viajes, eran inventos. Cuando le pareció que Norteamérica estaba condenada, inventó una salida. La salida del país en el barco bananero fue uno de sus proyectos más ingeniosos. Y Jerónimo estaba lleno de ejemplos de su ingenio, dispositivos que fabricaba para hacer la vida —su vida— más fácil. Sus proyectos y sus tácticas eran su respuesta a la imperfección del mundo. Pero yo a veces le compadecía. La comodidad y la insatisfacción le trastornaban.

—Es un perfeccionista —había dicho Madre un momento antes, al oír los susurros de Jerry.

—No te pongas amarga —dijo Padre.

Madre miraba a la jungla que cubría las orillas.

—Qué buen sitio para un perfeccionista —dijo.

Todo el mundo le creía capaz de adaptarse a cualquier cosa. Pero yo no me llamaba a engaño. ¡Era lo más opuesto a un excursionista! Cultivaba vegetales de primera porque no soportaba el sabor de los plátanos y el wabul. Detestaba dormir al aire libre. «Dormir en el suelo es una salvajada antinatural.» Siempre hablaba con ternura de su cama. «¡Hasta los animales hacen camas!» Su respuesta al trópico era un suministro interminable de hielo gratuito, su respuesta a la estación seca un complicado sistema de bombas. Le gustaba la acumulación de dificultades. Decía que le ayudaba a pensar. Pero, aun siendo ambicioso en lo tocante a su propia comodidad, jamás intentaba sacar provecho a sus inventos, sólo vivir una vida que quizá otros querían imitar. Llamaba «dinero tonto» al que obtenía de sus patentes. «Quizá sea egoísta», decía, «pero no soy codicioso».

El egoísmo le había hecho listo. Quería las cosas a su manera… su cama y su comida y también el mundo. Sus explicaciones de los acontecimientos eran tan ingeniosas como sus inventos. ¿Había explotado la guerra en los Estados Unidos? ¿Le perseguía la gente, como él decía? ¿Era cierto que le acosaban porque «siempre matan primero a los más listos»? No lo sabíamos. Uno no notaba el calor ni los insectos ni la oscuridad que le abrumaba por la noche. El parloteo de Padre te anulaba el olfato. Después de oírle hablar de Norteamérica, era un consuelo pensar que uno estaba tan lejos, en la Costa de los Mosquitos. ¡También era un consuelo para él!

Ahí estaba, contándonos sus planes a voz en grito y sonriendo al ver nuestro asombro. Podían ser proyectos simples, como la mejora de la pértiga del pipanto o la construcción de un fumigador con un coco partido, o la descripción de la casa a prueba de todo que pensaba construir. O podían ser locuras.

—¡Qué rematadamente mal hizo Dios este mundo!

Yo nunca había oído a nadie criticar a Dios. Pero Padre hablaba de Dios como hablaba de los fontaneros o los electricistas. Describía a Dios como «el difunto niño con un tornillo suelto en la cabeza. Y la cabeza está a punto de desprenderse. ¿Veis cómo baila?».

Rara vez se callaba. Formaba parte del estruendo de la jungla desde que escapamos de Jerónimo. Como los pájaros pava y los grillos y el armadillo nocturno, Río Sico abajo y cuando entramos en el Río Negro, camino de Paplaya. Pero de todos los ruidos selváticos que yo oí, y el rumor podía ser muy sorprendente, el más claro y más repetido fue la voz de Padre pidiendo a gritos comodidad.

Para llegar a la Laguna de Brewer tuvimos que «costear» —según expresión de Padre— varios días. Después de tanto hablar y arrastrar la barca y sentir la brisa caliente y salina, yo me esperaba algo azul… arena, espuma, palmeras, una playa. Pero la Laguna de Brewer era una hondonada interior, tapada por un istmo de tierra alta que ocultaba el océano, bloqueando el agradable rumor de las olas que lavaban la arena y removían los guijarros.

Pisábamos barro. La laguna era amplia y plana y pantanosa. Agua marrón extendida sobre cieno hasta una orilla marrón. Ni una ola… un espejo sucio del que sobresalían hierbajos y palmeras cortadas, como viejas farolas. Una película de barro y sedimentos cubría las márgenes, y las moscas se amontonaban sobre los excrementos verdes de vaca que se secaban en los bordes de aquel charco inmóvil y oscuro.

—Me pone los pelos de punta —dijo Madre.

—No seas negativa —Padre me miró—. Está amargada.

Mr. Haddy dio un grito de alegría al ver el poblado de Brewer. Allí vivía su madre. Las chozas se apilaban sobre la orilla, tenían forma de campanarios y el mismo color manchado que la laguna. Unos zambus remaban en sus piraguas hacia los pilares del muelle. Era una tarde brumosa, y el sol parecía un aro púrpura sobre el mar gris caliginoso.

—Aquí nos separamos —dijo Padre.

—¿No vienen conmigo, Padre?

—No. Es decir, usted no viene conmigo.

Mr. Haddy tragó saliva, como si pretendiera engullir su miedo. Pero pareció atascársele en la garganta y revolotear por ella como un fragmento de nuez de Adán. Dijo que todavía no estaba listo para saltar a tierra.

—Meloncete se resiste a irse.

—Van a decir «Haddy, ¿dónde tu lancha?»

—Puede contarles su experiencia. Yo tengo una mujer y cuatro críos y nada más. Ya ve que no me quejo.

Mr. Haddy abrió la boca, tragó una gran bocanada de aire y gimió:

—¡A mí no me queda nada!

Meciendo el pipanto de popa a proa, Padre se quitó el reloj de la muñeca. Era un reloj antiguo y caro, de oro, con correa de poro. Padre estaba orgulloso de él. Había sobrevivido a nuestras huidas y a nuestros fracasos. Robusto, impermeable y exacto, era el único objeto de valor que había en la barca. Padre había dicho más de una vez que valía el doble de lo que había pagado por él y que su valor aumentaba con los años. Pero lo más probable es que fuera un hallazgo afortunado en el basurero de Northampton.

—Es como dinero en el banco, Melón.

Mr. Haddy se metió las manos en los bolsillos del pantalón.

—Yo no cojo su reloj.

—Ya no me sirve de nada ¿verdad, Madre?

Sacó a la fuerza la mano de Haddy del bolsillo y le pasó el reloj sobre los dedos renuentes. Y se echó a reír.

—Hijo mío, observa el tiempo y huye del mal.

Mr. Haddy miró a Madre.

—Speriencia —dijo.

—Quédeselo —dijo Madre—. Ha sido usted un gran amigo para nosotros.

Sonriendo tristemente y mojándose los dientes, Mr. Haddy dijo:

—Pero ¿dónde van, Padre?

—Vamos a subir remando —dijo Padre— por el riachuelo más negro de esta laguna. Y vamos a encontrar la rendija más pequeña de ese riachuelo, donde no haya gente ni plagios. Árboles, agua, tierra… no necesitamos más que lo más elemental. Allí nos esconderemos. Jamás me encontrarán.

—¿No le gusta Brewer?

—Demasiado expuesto —dijo Padre—. No quiero recibir visitas de carroñeros.

El pipanto había derivado hacia el poblado de Brewer. Cabañas campanario y fuegos de hogar y barrizales y zambus mojados y un perro.

—Quiero un verdadero remanso. Solitario. Deshabitado. Un rincón vacío. ¡Para eso estamos aquí! Si está en el mapa no me sirve.

—Laguna Miskita no está en mapa.

—¿Cómo es de pequeña?

—Padre, es tan pequeña —dijo Mr. Haddy— que cuando llega no cree que está.

Mientras Padre dirigía el pipanto hacia el muelle, Mr. Haddy nos daba instrucciones… dos millas costeando la laguna de Brewer y después tres millas tierra adentro.

—Sigan hasta no puedan seguir más.

La gratitud le inducía a ampliar las instrucciones, pero cuando le dejamos en tierra caminó sobre el barro hacia la choza de su madre sin mirar atrás. Contemplaba extasiado su nuevo reloj, levantando la muñeca, y pronto se encontró rodeado de niños, criollos y Zambus, cantando a su alrededor.

Me dolió verle marchar. Ya no era nuestro. Estábamos otra vez solos… la primera familia, como solía decir Padre. Pero sin nuestros viejos amigos —Mr. Haddy y los Maywit y nuestros zambus y la Señora Kennywick y los demás— me parecía la última familia.

Encontramos el riachuelo que desaguaba en la laguna de Brewer y nos metimos por él. Padre cingló hasta donde se abría en una cadena de lagunas. La última era Laguna Miskita. Tenía que ser… no se podía ir más lejos. Exceptuando otro arroyuelo que llevaba a la misma laguna por un costado y era demasiado pequeño hasta para un cayuco, no había más aguas abiertas. Era un lugar nulo, el extremo de un callejón sin salida, y no se veía ni una mísera choza. Volcamos nuestro pipanto en la orilla y lo apuntalamos. Esa fue nuestra casa. Había garzas y martines pescadores, y sobre nuestras cabezas volaban algunos pelícanos. Entre los árboles bajos y grises de la orilla rumiaban unas pocas vacas salvajes de ojos nublados. La laguna burbujeaba y exhalaba podredumbre. Era del mismo color que el hígado frito. Las moscas zumbaban a nuestro alrededor. Hasta el barro burbujeaba, y la presión del gas podrido de debajo hacía hoyuelos en las márgenes, como las almejas en la arena.

—Aquí estamos solos —dijo Padre—. ¡Mirad, no hay pisadas!

Dijo que a partir de ese momento nuestra vida iba a ser sencilla: cultivar, pescar y rebuscar por las playas. Nada de artificios venenosos, ninguno de los errores de Jerónimo, nada más complicado que un retrete. Aquí un huerto, allá un gallinero, una cabaña buena y sólida capaz de aguantar la lluvia.

—¿Gallinas? —dijo Madre—. ¿De dónde vas a sacar gallinas?

—Pavos silvestres —dijo Padre—. Gallina es un término genérico. Vamos a criar pavos silvestres… los vamos a domesticar.

—¿Qué más?

—Nada más. Eso es lo bonito. Supervivencia como actividad total. ¡No habrá tiempo para nada más!

—Va a ser una prueba difícil —dijo Madre.

—Una prueba difícil es un negocio justo.

Esa noche y muchas más dormimos bajo el pipanto apuntalado. Las noches eran frescas, y hacíamos fumigadores para ahuyentar a los mosquitos. Trabajábamos todos los días para hacer el lugar más cómodo. Ya lo habíamos hecho en Jerónimo, pero en la laguna no tuvimos más herramientas que el machete quemado hasta que empezamos a rebuscar por las playas. Construimos una letrina y una zona de cocina y Padre midió a pasos un huerto. Dijo que la tierra era tan blanda y tan negra que apenas necesitaría labrarse.

—Pueden pasar un par de semanas hasta que empiecen las lluvias. En este tiempo construiremos una casa de verdad, impermeable, y prepararemos la plantación de semillas.

Apenas habíamos iniciado la construcción de la nueva cabaña, April se puso enferma. Después Clover, después Jerry, después Madre. Les daban retortijones, pero también palidecían y tenían fiebre alta. Se tumbaban bajo el pipanto y gemían y corrían a la letrina. Madre dijo que era de tanto movernos y zarandearnos y de la dieta, consistente en mandioca silvestre y pescado y las almejas y caracoles que encontrábamos en el barro.

—Si es la comida ¿por qué no está enfermo Charlie? —dijo Padre—. Y si es de trabajar mucho ¿cómo es que yo no estoy tirado por los suelos?

—¡Cómo te atreves a acusarnos de fingir que estamos enfermos! —dijo Madre.

—Sólo estaba preguntando.

—¡Allie, no nos mangonees!

Padre se calló. Daba miedo oírles reñir en el silencio de la laguna gris, pero su silencio era aún peor. Durante dos días no se hablaron, y en vista de ello los niños sólo hablábamos a susurros. Madre se recuperó, aunque se sentía débil.

—Los inválidos pueden ocuparse de las semillas —dijo Padre, y pelaron las verduras del miskito y secaron las semillas mientras Padre y yo recogíamos materiales para la cabaña.

Encontramos una piragua abandonada. La parcheamos y calafateamos las grietas. «¡Algún idiota la dejó ahí tirada… esta barca está en perfectas condiciones!» Bajábamos diariamente por el arroyuelo hasta la laguna de Brewer para recoger maderos flotantes… vigas y tablones que habían entrado por el estuario y reposaban en tierra. Los encontrábamos pegados al barro. La mayor parte tenía clavos y tornillos. Los arrancábamos, los enderezábamos y los usábamos para fijar los fundamentos de la cabaña. Y merodeando por la playa, recogiendo cuanto las mareas depositaban, conseguimos otros tesoros.

Todas las chozas de la costa eran campanarios sobre pilotes. No así la de Padre. La suya fue una pequeña barcaza, cuyos cimientos en forma de bañera reposaban en la orilla. Se cuidó mucho de hacerla perfectamente estanca, poniendo alquitrán en las grietas y clavando tiras de latón para aislarla de las ratas y la humedad. La cabaña-barcaza era mayor de un pipanto, pero su base tenía forma de pipanto.

Un día pasó por allí un zambu. No nos vio hasta que Padre le llamó. Su rostro parecía hecho a puñetazos, pero llevaba una camisa amarilla limpia y un sombrero de paja. Se llamaba Childers. Iba a la iglesia. Dijo que era domingo.

—Ojalá no me lo hubiera dicho —dijo Padre. La risa de Childers era mayormente susto.

—Si Dios no hubiera descansado el séptimo día —dijo Padre— quizá habría terminado el trabajo. ¿Nunca se le ha ocurrido pensarlo?

—¿Hacen bocaza ahí? —dijo Childers.

—Es una casa.

—Parece bocaza. O lancha.

Era verdad… una barca techada en la cenagosa orilla de Laguna Miskita.

—Cuando lleguen las lluvias, voy a estar más seco que una nuez. Piense en eso.

El zambu lo ponderó y soltó de nuevo una risita, mientras Padre le miraba a la cara.

La diferencia entre los dos hombres me sorprendió y asustó. El zambu con su camisa amarilla y el sobrero de paja y un bastón… y Padre, alto y huesudo y rojo, con pelo largo y grasiento y la mirada salvaje y un dedo de menos y unos pantalones cortos de lona. ¡Padre estaba más escuálido que el zambu! Y hasta entonces no me había apercibido de lo salvaje de su aspecto. De no haber sabido que no era así, habría pensado que el salvaje era él y no el zambu. Si el zambu hubiera tenido los ojos y el pelo de Padre yo habría salido corriendo. Pero nos habíamos acostumbrado a ver a Padre con aspecto de espantapájaros viviente, el hombre salvaje del bosque, y además gritando.

El zambu sonreía preocupado mientras Padre corría alrededor de la casa, destacando sus ventajas.

«Observe cuán práctica es», decía. Como no tenía postes, los terremotos no la podían tirar. El techo alquitranado resistiría cualquier cantidad de lluvia. Estaba hecho de restos de barcos naufragados en la Costa de los Mosquitos… cada uno de los maderos pulido y sellado por el océano. Dos camarotes alargados, adultos y niños, cada cual con su propia entrada. Lo tenía todo, intimidad, fuerza y gracia. Seguiría donde estaba, dijo Padre, mucho después de que las tormentas de verano se llevasen las chozas de hojas de palmera.

—Quiero unas buenas tormentas para demostrar que tengo razón. Entonces me meteré ahí dentro y me desternillaré de risa. Las paredes gruesas la mantienen fresca, y con una escotilla entre los dos camarotes nos aseguramos de que corra la brisa. Y además puedo levantar el techo. No sé por qué me tomo la molestia de contarle todo esto.

—Mi techo no gotea —dijo Childers.

—Ya veremos. Pero, francamente, ese es el gran error que ustedes los de aquí cometen. Siempre hablando de su techo, siempre concentrándose en la tapa. ¿Qué me dice del suelo?

Childers empezaba a retroceder.

—El suelo es igual de importante. No pueden eliminar el problema pinchando su casa en unos palos y levantándola diez pies. Con eso no consiguen más que hacerla vulnerable, conspicua y temporal. ¡Fíjese en lo que pasó en los Estados Unidos!

El sermón de Padre había tomado al zambu por sorpresa. No respondió. Seguía retrocediendo por la cenagosa orilla.

—Esta casa es impermeable, por arriba y por abajo —dijo Padre—. ¿Lo es la suya? ¿Impermeable por abajo?

En ese momento, el zambu vio a Madre y las gemelas distribuyendo las semillas en varios montones. Se llevó la mano al sombrero con anticuada cortesía.

—¿Cómo está, Mamá?

—No me pise el huerto —dijo Padre.

El zambu miró al suelo. No había ningún huerto. Dio unos pasos apoyándose en la punta de los pies, cruzando surcos imaginarios.

—¡Ahora me está arruinando el gallinero!

El zambu no lo vio. No había gallinero. Pero caminó levantando mucho los pies y equilibrándose con los brazos, el rostro contraído por el temor, como si temiera tropezar con un gallinero invisible.

—Recuerde esto. La experiencia no es un accidente. Es una recompensa que obtiene todo aquel que la busca. Es una acción deliberada y requiere mucho trabajo. Usted ha decidido ir a la iglesia… curioso lugar para ir, si se tiene en cuenta el estado en que está el mundo y cómo llegó a estar así. El séptimo día, Dios se marchó de la habitación ¿por qué va usted a cometer tan perezoso error? ¿Para qué rezar cuando podía estar construyendo una cabaña como ésta?

—No tengo herramientas. —El zambu era presa del pánico. Echó a correr.

Padre le siguió, gritando.

—No tengo herramientas. ¡Todo cuanto ve aquí lo he hecho con mis propias manos!

Pero el zambu ya se había ido. Desapareció por la orilla del arroyo en la dirección de la Laguna de Brewer. No pudo oír lo que Padre le decía. Una suerte, porque lo que le dijo de las herramientas no era cierto.

—Me molesta la curiosidad malévola de este hombre —dijo Padre.

Reanudamos el trabajo. Padre había negado que tuviéramos herramientas. Era una mentira, otro invento. Le consolaba.

Teníamos herramientas, y más que herramientas. La ribera de los Mosquitos nos proporcionaba la mayor parte de las cosas que necesitábamos. Habíamos encontrado la cabeza de un martillo de orejas y le habíamos puesto un mango. Habíamos fabricado destornilladores y escoplos martillando puntas de clavos calentados. Una hoja roñosa de sierra que encontramos abandonada, entre unas algas relucía ahora con el uso. Rescatábamos alambre, latón y botellas depositadas por la marea, así como redes rotas, que remendábamos, y suficiente lona para que Madre hiciera pantalones cortos para todos y una bata para ella Sus agujas eran huesos de pájaros. Podía haber conseguido agujas de verdad en el poblado de Brewer, pero a Padre le gustaba la idea de matar pájaros («¡Carroñeros!») y afilar sus huesos para hacer agujas.

La limpieza de playas era un trabajo sucio y agotador. Casi todos los días, en la ruidosa oscuridad plagada de murciélagos que precedía al amanecer de las primeras semanas en Laguna Miskita, bajábamos con la piragua por el riachuelo y cruzábamos la Laguna de Brewer hasta una miserable aldea llamada Mocobila. Justo al oeste de la misma, antes de que los zambus se despertaran, registrábamos la playa en busca de artículos utilizables. Caminábamos lado a lado, Padre y yo —Jerry y las gemelas se nos unieron cuando se recuperaron—, hurgando en la masa de madera, cuerda y algas, fuertemente enmarañadas, que la marea nocturna había depositado.

Encontramos más utensilios de pesca de los que podíamos usar, y cuerda y harapos y jarras de plástico, y terrenos de alquitrán, y remos y palas de canoa y ollas y sartenes. Un día encontramos una escalera de mano de seis pies, y en días sucesivos dos asientos de retrete.

Era como carroñear en el basurero de Northampton, pero yo no me atrevía a usar la palabra carroñear cuando Padre andaba cerca. Igual que en Northampton, la costa estaba siempre llena de pájaros, y a veces teníamos que espantarlos de los depósitos para registrarlos bien. En aquella playa había buitres, y un día horrible Padre mató a un buitre con un tirador sin más fin que enseñarnos cómo el resto de los buitres se alimentaba de él.

—Así era en Northampton —dijo Padre.

—¿Quieres decir en el basurero? —dijo Jerry.

—En la ciudad —dijo Padre—. ¡Todos esos escolares!

Vimos a los buitres arrancar pedazos sangrientos de carne del pecho del animal muerto, mientras sus alas temblaban como un paraguas roto.

Tanto la madera que encontrábamos como la mayor parte de los accesorios habían sido lavados y blanqueados por el mar. El metal estaba cubierto de herrumbre o de percebes, pero Padre disfrutaba rascando con arena cacerolas erizadas. Restauró las ollas, montó los asientos de retrete en nuestra nueva letrina y nos hizo sandalias con goma de neumáticos.

Yo estaba contento de que estuviéramos solos. Así nadie veía nuestros ridículos pantalones cortos ni nuestras sandalias caseras, ni el depósito de chatarra que teníamos en Laguna Miskita. El zambu Childers no volvió a pasar por allí.

—Aquí funciona una especie de darwinismo industrial —decía Padre—. Las cosas que llegan a esta playa son restos indestructibles que han sobrevivido a las tempestades y a las mareas y a la mordedura del mar. Están indemnes… han soportado la prueba de la atmósfera y el tiempo. Usándolas establecemos una colonia indestructible. El típico náufrago Crusoe vive como un mono. Pero yo no soy idiota. Fijaos en esos asientos de retrete. Eso es selección natural. No tienen tapa, pero son eternos.

Apartaba de una patada las muñecas de plástico sin brazos, las alpargatas desaparejadas y los trozos de poliuretano. Increpaba a los chalecos salvavidas desgarrados y a las latas de aerosol herrumbrosas. Nos acostumbramos a oírle decir «Mirad, un perno de argolla en perfectas condiciones…».

Madre decía que era una urraca. Yo creí que lo decía por la voz, pero era por la limpieza de playas, la recolección de chatarra. Traía al campamento cosas sin utilidad práctica —un freno de caballería, un interruptor eléctrico—, diciendo «su utilidad nos será revelada…».

Aparte de sus reflexiones sobre los Estados Unidos («¡Fue terrible!» —¿por qué sonreía?), no había cambiado. Pero nuestras circunstancias habían cambiado mucho. Teníamos casa y comida y rutina, pero la vida era difícil. Estábamos todo el día ocupados. Padre decía que una actividad total era buena… la labor de supervivencia te mantenía sano. Pero enfermábamos a menudo con retortijones y fiebres y nos picaban las pulgas de arena, y nos quedábamos postrados en nuestras hamacas. Madre nos quitaba piojos y liendres del pelo. Cada vez que nos cortábamos se nos infectaba la herida y teníamos que restregarla con agua de mar caliente.

Padre no estaba jamás enfermo.

—No presumo. Simplemente, no me rindo. Lo combato. Manteneos limpios y nunca estaréis enfermos.

Habíamos llegado a Laguna Miskita con una pastilla de jabón. Padre no quiso decirnos de dónde la había sacado. Supuse que se la había levantado al indio miskito de Río Sico, después de la ducha. El jabón se acabó enseguida. Pero en Mocobila había una tienda regentada por un criollo llamado Sam. Padre le llamaba Tío Sam. Vendía harina y aceite y cabezas de hacha y anzuelos a los zambus locales. Padre evitaba pasar por la tienda.

Un día, Tío Sam nos vio limpiando la plaza y preguntó a Padre si sabía algo de generadores. Se le había reventado el suyo. Padre se lo arregló, pero no quiso aceptar dinero. Finalmente, tras mucha insistencia de Tío Sam, Padre aceptó una caja de jabón para ropa, color queso. Padre dijo que era lo único que no teníamos en Laguna Miskita.

—Cuando se haya terminado ya habré pensado en alguna manera de hacerlo yo mismo —dijo. Nos recordó que en Jerónimo hacíamos jabón con grasa de cerdo—. Bueno para vuestras enfermedades. ¡Comestible!

Aquello no era el bosque húmedo fluvial y la jungla que habíamos empezado a apreciar en Jerónimo. Era un lugar costero y bajo, salino, caliente, lleno de moscas escuálidas. No había tapires ni nutrias, solo lagartos y animales con aspecto de ratas y aves marinas que se convertían en grasa al asarlas. No matábamos pájaros por su carne dura, sino por su plumón, porque Padre quería almohadas blandas. Estábamos rodeados de ciénagas cubiertas de árboles muertos. Los árboles eran grises y desnudos. En los puntos donde se había caído la corteza nacían hongos. Al anochecer, las ciénagas se llenaban de silbidos de murciélagos. Había cocoteros. Padre nos retó a Jerry y a mí a trepar por ellos y cortar los cocos. Jerry tenía miedo a la altura, se echó a llorar antes de llegar a la mitad y cuando bajó me dijo que Padre era «un mierdoso».

—Si no cooperas con él te va a coger odio —le dije yo.

—Quiero que me odie —dijo Jerry.

A veces pensaba que ahora que estábamos solos nos conocíamos mejor unos a otros y nos queríamos menos. Padre sabía que éramos débiles, que teníamos miedo. No había donde esconderse. Teníamos nostalgia de El Acre.

La estación seguía siendo seca. ¿Dónde estaba la lluvia? A las tres semanas de haber llegado nos apercibimos de que el agua de Laguna Miskita había bajado aproximadamente un pie por semana. En los bajíos asomaban barcas rotas, cayucos agujereados, calaveras de vaca y espinas de peces cubiertas de barro negro. Un día aparecieron las bordas de un bote de remos, perfiladas como una ventana de iglesia contra la superficie de la laguna. Lo arrastramos a tierra y descubrimos que llevaba adosado un motor fueraborda cubierto de fango. Padre desmontó el motor y empezó a limpiarlo, pieza a pieza. Decidimos usar el bote como bañera.

—Estos botes de misionero no sirven para otra cosa.

Madre dijo que no tenía sentido hurgar en un viejo motor fueraborda cuando había tanto que plantar. Las semillas empezaban a germinar en sus cajas planas. Pronto habría que plantarlas en hileras.

Aquello degeneró en discusión. Si los niños llegamos a estar cerca, no habrían berreado como lo hicieron. Pero estábamos en la piragua pescando anguilas. Usábamos una red circular con plomos, como la que lanzaba al mar aquél hombre que vimos nuestro primer día en La Ceiba. Entonces le compadecí. Pero ahora éramos como ese pobre pescador.

Desde la calita donde estábamos oímos a Padre decir:

—No pienso tirar este Evinrude. Nunca se sabe si podrá servirnos.

—Habló la urraca.

No les veíamos. Sus voces se deslizaban sobre la superficie de la laguna. Los ecos rotos nos llegaban desde los árboles muertos y la orilla, donde los jacintos que el descenso del agua había dejado en tierra comenzaban a marchitarse.

—Esa urraca te ha salvado la vida, Madre. Si no fuera por mí estaríais todos muertos.

—No puedes presumir de Jerónimo. Para empezar, pusiste nuestras vidas en peligro.

—¿Quién diablos está hablando de Jerónimo?

—Salvar nuestras vidas… eso has dicho.

—Jerónimo fue solo un error de apreciación. Allí fui demasiado ambicioso. Creí que el hielo era la solución. Pero ahora sé que la única respuesta es la autoconservación. ¡Os salvé la vida llevándoos a Jerónimo!

—¡Nos volaste en pedazos!

—Os saqué de los Estados Unidos. Norteamérica se ha hundido, Madre. Hablo literalmente.

—¿Cómo lo sabes?

—Ésta es la prueba.

Algo que no veíamos sonó como un cencerro.

—Basura —dijo Madre.

—Botín del buscador de playa. Son los detritos de una civilización muerta… la parte que flota. América se ha sumergido, y todas estas cosas han flotado hasta nuestra costa solitaria.

—Es una explicación loca.

—De acuerdo. Pero el mundo ha enloquecido. Y nosotros vinimos aquí, ¿conoces un sitio mejor?

—¡Allie, nos vas a matar aquí!

Su voz se estremeció, ampliada por el agua. Nos quedamos en la calita, aferrados a la red y los remos, escuchando.

—Mamá está armando un lío. Es todo culpa suya —dijo Clover.

—Tú también eres una mierdosa, Clover —dijo Jerry—. Mamá tiene razón. Esto es asqueroso. Ojalá le dé un golpe en la cabeza.

—Quiero escaparme de esta porquería de sitio —dijo April.

Les dije que se callaran todos o volcaría la canoa y tendrían que volver a nado.

—¿Y si Papá tiene razón? —dije. Y escuchamos.

—Os estoy haciendo la vida tolerable —decía él—. ¡Más que tolerable! Esto es un lecho de rosas comparado con la devastación que dejamos atrás.

—¿En Jerónimo?

—¡En los Estados Unidos! ¡Ya no quedan más que carroñeros! Somos la primera familia, Madre. Sabemos lo que pasó allá arriba. En cuanto tengamos los cultivos en tierra, seremos autosuficientes.

—Tu huerto es imaginario. Tus gallinas son imaginarias. No hay ningún cultivo. No hemos plantado nada ¡Hablas de ganado y de tejidos! Aquí no hay más que basura de la playa. Todo lo que haces es jugar con ese motor. Mírate, Allie. No pareces humano.

Era lo mismo que yo había pensado cuando el zambu Childers llegó con su camisa limpia. Así que también Madre lo había notado…

—Te estoy pidiendo que mires al futuro —dijo Padre—. Usa tu imaginación. Demostraré que tengo razón. Pero no soy un tirano. No te retendré aquí contra tu voluntad. Si no estás satisfecha, puedes…

Eso fue todo. Escuchamos, pero todo lo que oímos fue el golpeteo del agua contra los costados de la piragua y el trompeteo de las garzas. Salimos de la calita y vimos que el patio estaba vacío y el fuego abandonado. La montaña de madera y metal de la playa parecía el depósito de una tormenta en la línea de la marea.

Entonces vimos a Padre. Estaba solo y llevaba unas botas desparejadas, una alta y una baja. No dijo nada. ¿Adivinó quizá que habíamos oído la disputa?

Se había puesto a remover la tierra del huerto de la orilla, justo al borde de la laguna. Nos unimos a él y, sin pronunciar palabra, le ayudamos a hacer los surcos para las semillas. Trabajamos cabizbajos y avergonzados el resto de la tarde.

Madre apareció al caer la noche. Nos abrazó. Dijo que había estado paseando. Pero no había donde pasear. Tenía las piernas llenas de barro hasta las rodillas y erizos vegetales en el pelo. Y tenía la cara sucia. Había llorado.

—Date una ducha —dijo Padre—. Te sentará de maravilla.

—Mamá ¿cuánto tiempo vamos a quedarnos en este sitio? —preguntó Jerry.

Madre no respondió. Miró fijamente a Padre.

—Contéstale, Madre —dijo Padre.

—Lo que nos queda de vida —dijo ella.

Padre parecía satisfecho. Sonrió y dijo:

—Estamos de suerte. Parece que va a llover.