9

El Unicorn se movía más despacio. Lo sabía por los alfileres del mapa. Cuando se lo conté a Padre, éste me dijo:

—No pierdas de vista esos alfileres, Charlie. Yo estoy ocupadísimo escondiéndome de Gurney Spellgood y sus cantantes de evangelios. Él reza para que me una a él, y yo rezo para que me deje en paz. Veremos cuál de las oraciones recibe respuesta.

Más avanzada aquella misma mañana, cuando observaba los alfileres acumulados, Emily Spellgood apareció de un brinco a mis espaldas y dijo:

—¿Por qué no estás pescando?

—No me apetece.

Salí a cubierta. Me siguió, preguntando:

—¿De dónde eres?

—Springfield —repuse yo, nombrando el lugar más grande que conocía.

—Nunca oí hablar de Springfield —dijo ella—. ¿Cómo se llama su equipo?

¿De qué estaría hablando?

—Eso es un secreto —dije.

—Nosotros somos de Baltimore. El equipo de Baltimore se llama Orioles. Ese es mi equipo. Estuvieron a punto de ganar la Serie Mundial. Tengo un sujetador nuevo.

Caminé hasta popa.

—Ya sé por qué no estás pescando. La gaviota que mataste se llevó tu sedal. Merecías perderlo porque eres un asesino. Asesinaste a un pájaro inocente, una criatura de Dios. Son buenos, comen basura. Mi padre dijo una oración por ese pájaro.

—Mi padre dijo una oración por tu padre —dije yo.

—No tiene ningún derecho a hacerlo —dijo ella—. Mi padre no necesita oraciones. Está haciendo la labor del Señor. Apuesto a que ni siquiera tienes equipo.

—Sí que tengo. Sale por televisión.

—¿Cuál es tu programa favorito en la tele?

Me quedé dé piedra. Nosotros no teníamos televisión. Padre la odiaba, como odiaba los periódicos y las películas.

—Los programas de televisión son veneno —dije.

Padre siempre lo decía.

—Debes estar enfermo —dijo Emily, y yo sentí como si Padre me hubiera abandonado, porque no supe qué contestar.

—Yo —dijo Emily— veo El increíble Hulk, Los teleñecos, Estrellas de Hollywood y Grizzly Adams, pero mi favorito es Star Trek. Los sábados por la tarde veo la película de monstruos, he visto Frankenstein Contra el Monstruo del Espacio y Godzilla. ¡Daban un miedo! El domingo por la mañana, vemos todos el Programa de las Buenas Noticias y cantamos los himnos. Mi Padre salió en la tele, en el Programa de las Buenas Noticias. Leyó el sermón. Perdió la línea y tuvo que pararse. Dice que las luces le lastimaban los ojos. Las luces de la tele te pueden causar una buena quemadura, por eso está roja toda la gente. Apuesto a que tu padre nunca ha salido en un programa de la tele.

—Mi padre es un genio —dije yo.

—Será lo que quieras, pero ¿qué hace?

—Puede hacer hielo con fuego. Yo lo he visto.

—¿Y para qué sirve eso?

—Es mejor que rezar —dije yo.

—Eso es pecado —dijo Emily—. Dios te castigará por eso. Te irás al infierno.

—Nosotros no creemos en Dios.

Aquello la escandalizó.

—¡Dios te ha oído! —chilló—. Entonces, ¿quién hizo el mundo?

—Padre dice que quienquiera que fuese hizo un mal trabajo y que por qué vamos a adorarle por liarlo todo.

—¡Jesús nos dijo que lo hiciéramos!

—Mi padre dice que Jesús era un profeta judío tonto.

—Judío no era —dijo Emily—, eso sí que no. Si piensas así es que debes ir a un colegio cantidad de malo.

Yo no quería hablar del colegio —ni de Dios— porque sólo recordaba a medias lo que me había dicho Padre.

—En nuestro colegio —dijo Emily—, estudiamos comunicaciones. La profesora es la Señorita Barsotti. Tiene un Impala nuevo. Cantidad de bonito… blanco, tapizado en rojo, y con aire acondicionado. Hace dieciocho millas por galón. Me llevó a dar una vuelta, en el asiento de delante. Nuestro colegio de Baltimore tiene dos piscinas, una de ellas de tamaño olímpico. Tengo la chapa intermedia. Ese día, el de la vuelta en coche, la Señorita Barsotti me convidó a un Whopper y a una Coca-Cola. Dice que su novio es biónico.

El discurso la dejó sin aliento. Yo no tenía ni escuela, ni piscina, ni Señorita Barsotti. Miré por encima de la barandilla hacia la verde extensión oceánica y pensé «si éste es el tipo de monstruito que va a la escuela, Padre tiene razón». Pero ella sabía cosas que yo no sabía, se movía en un mundo mayor y más complicado, hablaba otro idioma. No podía competir con ella. Quiso saber quiénes eran mis estrellas de cine y mi cantante favorito, y, aunque había oído a Padre despreciar a esa gente como bufones y payasos, mi voz no sonaba convencida cuando repetí lo que él decía. Ella quiso saber cuál era mi cereal de desayuno preferido —el suyo era Froot Loops— y a mí me dio demasiada vergüenza decir que Madre preparaba nuestro cereal con nueces y avena, porque parecía chapucero y ordinario. Cuando dijo: «Sé bailar disco», me sentí perdido.

—Tu padre es misionero —dije—. En realidad, no vivís en Baltimore.

—Sí que vivimos. Mi padre tiene dos iglesias. Una está en Guampu, Honduras, y la otra en Baltimore. La de Baltimore es autoiglesia.

—¿Qué clase de autoiglesia?

—Sólo hay una clase, con coches, al aire libre. La gente llega con su coche y reza desde él, salvo los domingos por la mañana, cuando no hay autocine. Jolín, qué estúpido eres. Pareces un Zambu.

Emily Spellgood pertenecía a ese otro mundo cuya entrada nos había prohibido Padre. Y, no obstante, a mí me parecía fascinante. Era algo de lo que uno podía presumir. A su lado, nuestra vida parecía oscura y doméstica, como los remiendos de nuestra ropa. Pero, puesto que no podíamos tener esa vida, me alegraba de marchar lejos, donde nadie nos vería.

Me salvó el capitán Smalls. Asomándose a un balcón de la cubierta superior, dijo:

—Sube aquí, Charlie, quiero enseñarte algo.

—Voy a ayudarle a pilotar el barco —dije, y me alejé de Emily Spellgood.

En el puente, el capitán Smalls me enseñó la brújula y los mapas. Me dejó coger la rueda del timón y accionó el sonar; las escuelas de peces salían como sombras y bip-bips. Dos cubiertas más abajo, todavía en popa, Emily estaba plantada junto a la barandilla. Cerca de ella había dos tripulantes, uno de los cuales regaba con una manguera un escotillón de bodega mientras el otro pasaba una fregona.

—Mi padre inventó una fregona mecánica. Parece como si se bailara con ella, pero hace todo el trabajo sola.

—Tu padre parece todo un tipo.

—Es un genio —dije yo.

—Más le vale —dijo el capitán—. ¿Sabes adónde os está llevando?

—Sí, señor.

—¿Ves a aquel hombre subido al pendolón de la cubierta de proa?

El hombre estaba en la punta de un pilar anaranjado, pintándolo a brocha de blanco.

—La razón de que pueda hacerlo así de bien es porque es medio mono. En su lugar de origen viven prácticamente en los árboles. Algunos de ellos tienen rabo. ¿Verdad que sí, Mr. Eubie?

Mr. Eubie estaba junto a la rueda del timón, pero no la movía.

—Desde luego que sí, capitán —dijo.

—Allí vais vosotros. A su lugar de origen.

Miré atentamente al hombre colgante y capté su parecido con los hombres de la granja de Polski.

—La jungla de los Mosquitos —dijo el capitán—. Allí hay gente que en su vida ha visto un hombre blanco y no sabe lo que es una rueda. Pregúntaselo al Reverendo Spellgood. Si les entran ganas de comer, se suben a un árbol y agarran un coco. Viven de nada. Todo cuanto necesitan lo tienen allí, gratis. La mayoría de ellos va sin ropa. Es una vida libre y fácil.

—Por eso vamos —dije.

—Pero no es sitio para vosotros —dijo el capitán—. Imagínate un zoológico donde los animales estén fuera y los humanos enjaulados, casas y almacenes y misiones. Miras por la valla y ves a todas las criaturas con los ojos fijos en ti. Ellas son libres, pero tú no. Así es aquello.

—Mi padre sabrá que hacer.

—Teguci está bastante mal —dijo el capitán—, pero al menos es una ciudad. Yo no mandaría a mi familia sola a la jungla para que se la coman viva los insectos y se rían de ella y le griten.

—No estaremos solos —dije yo.

—No soporto los bichejos. No verás una sola sabandija en este barco. No las tolero. Pero a tu padre le deben encantar. Serpientes, escarabajos, chinches, moscas, barro, ratas… —sacudió la cabeza—. Y encima apesta.

Sonó el cascabel del teléfono. El capitán Smalls lo atendió, y una voz inhumana chapurreó desde el otro extremo de la línea. El capitán dijo «sí», colgó y, dirigiéndose a Mr. Eubie, dijo:

—Tenemos mal tiempo por delante. Puede que sople el viento. Ahora más vale que te vayas, pero vuelve a verme en otra ocasión —añadió, hablándome a mí.

A la hora de comer, Padre me preguntó que había dicho de él el capitán.

—Apuesto a que se ha metido conmigo, ¿no?

—No —dije—. Sólo me ha enseñado el sonar.

—Me pregunto qué más le habrán regalado por Navidad. Jerry dijo que uno de los Spellgood más pequeños le había hablado de los escorpiones. Te morías si te picaban. Clover y April habían hablado con uno de los tripulantes.

—Nos enseñó a decir «gra-si-ass» —dijo Clover.

—A mí me picó una vez un escorpión —dijo Padre— y todavía estoy vivo. Y hablo español como los nativos. Y en lo que toca al sonar, Charlie, he leído bastante sobre él y podría darle a ese capitán más lecciones de las que puede aprender.

—Estás paranoico —dijo Madre, y se fue de la mesa.

—Está enfadada por algo —dijo Padre. Nos miró—. ¿Vosotros pensáis que estoy paranoico?

Le dijimos que no.

—Entonces seguidme.

Nos condujo a la cubierta de popa. El Reverendo Spellgood acababa de ponerse a predicar desde su lugar habitual, la plataforma de un torno. Allí se plantaba, bajo el cielo encapotado, con el cabello volando hacia un lado, para graznar a su familia reunida. Pero, al ver a Padre, bajó de un salto y le dio la bienvenida. Padre dijo que estábamos ocupados. El Reverendo Spellgood dijo que tenía un regalo para él, una Biblia.

—No la necesito —dijo Padre.

A Spellgood le hizo gracia. Cacareó y miró por encima del hombro a su familia.

—Necesita una de éstas, hermano —dijo, mostrándole un libro forrado de tela basta de algodón.

—Quédesela.

—Es la última novedad —dijo Spellgood—. La Biblia de tela de vaqueros. La tradujo un equipo completo de especialistas bíblicos de Memphis. Diseñada por un psicólogo.

Padre la cogió y le dio la vuelta en la mano. Después la sujetó con dos dedos, como si estuviera empapada.

—También hay una versión española. La usamos en nuestra parroquia. Esa gente lo aprecia. Las otras, las de márgenes dorados y cintas y adornos les dan un miedo mortal. Esta es para usted, hermano.

Padre nos la enseñó. La tela basta de algodón era real, cosida a la cubierta, y en la parte posterior había un pequeño bolsillo.

—Mirad bien, chavales —dijo Padre—. Esto es el tipo de cosa contra la que os he estado previniendo. —Se la entregó al Reverendo Spellgood—. Su reino no es de este mundo, Reverendo. El mío sí.

—Que Dios le perdone.

—El hombre es Dios.

Pasamos junto a los escotillones de la cubierta de popa y llegamos hasta el largo pilar de acero. Las botavaras que subieron ante nuestros ojos la carga del muelle de Baltimore estaban aseguradas cada una por seis gruesos cables. Padre dijo que se llamaban obenques. Sujetaban las botavaras en su lugar, dijo, y estaban unidos por montones a la parte superior de la grúa.

—El pendolón —dije yo.

—Perdón, Charlie, el pendolón.

—Así lo llamó el capitán.

—Pues bien, si así lo llamó, ése debe ser su nombre —dijo Padre—. Eso de ahí es un pescante y aquello, como ya os he dicho, son obenques. Me pregunto hasta dónde podríais trepar por los obenques. ¿Creéis que llegaríais hasta arriba?

Tres partes del cielo eran ya de color púrpura y amarillo pálido y ahumado. El viento llegaba lleno de salivazos voladores. Las nubes habían derivado hasta transformarse en grupos de sombreros pasados de moda, con picos y plumas, y el mar ya no parecía tropical. Tenía color de puerto, estaba plagado de recortes de escarcha y parecía empujado desde abajo por formas parecidas a hombros de ballenas y aletas de tiburones.

—¿Crees que podrías, Charlie?

En el lento bamboleo del barco, vi el poste y las botavaras y los obonques que las sujetaban cortando el aire de atrás adelante. Pero, al mirar así hacia arriba, me daban nauseas. Dije a Padre que me estaba mareando. Me dijo que mirara un rato al horizonte y se me pasaría.

—El mareo no es más que un malentendido del oído interno.

—¡Je-sús! —el viento nos traía en pesados retazos la voz del Reverendo Spellgood—. Amad… la misericordia divina… —y el viento gemía entre los obonques, igual que en las cercas de Polski las noches de invierno, el sonido más solitario del mundo, el aire cortante forzando un grito transparente del alambre.

—Podría empezar a llover —dije yo.

—La lluvia nunca ha hecho daño a nadie.

—Charlie tiene miedo —dijo Jerry.

—Charlie no tiene miedo —dijo Padre—. Está buscando agarres en los obonques, ¿verdad, hijo?

—Hay una escalera en el poste —dijo Clover.

—Cualquier idiota puede subir una escalera —dijo Padre—. Pero esos obonques…, si subís por ellos os encontraréis colgados sobre el agua.

—¿Ahí arriba? —pregunté, señalando hacia donde cruzaban la cubierta.

—No —dijo—, por fuera —hizo un gesto hacia el viento, que seguía escupiendo—. Ahí está la gracia. Había niños de tu edad que lo hacían todo el tiempo en los grandes veleros.

Me estaba poniendo a prueba, como en la playa cercana a Baltimore, donde me había retado a quedarme en la roca. El pendolón no era más alto que los elmos del prado de Polski donde ya había subido, pero el cabeceo del buque y el mar inquieto y tachonado de blanco me oprimían las entrañas.

—Me duele el pie —dije.

—Usa las manos.

—Tengo miedo, papá —dije en un susurro.

—Entonces tendrás que hacerlo —dijo él—, porque hacerlo es la única manera de perderle el miedo. Salvo que prefieras unirte a esos Santos Predicadores y olvidarte de todo.

Los Spellgood habían iniciado un himno que el viento retorcía hasta transformarlo en un gruñido-lamento lento-rápido.

Los obonques no llevaban cables cruzados. Eran simples y gruesos, seis cables ascendiendo en ángulo hasta los motones de la punta del pendolón. Si trepaba ayudándome con las espinillas, oscilaría. Pero pensé en un método mejor. Trepando parte del camino apoyado en las espinillas, después podría apoyar los pies en otro de los obonques y moverme verticalmente, como si subiera por una pared utilizando una cuerda fija. Era posible.

—Te estás retrasando —dijo Padre—. Cada vez te dará más miedo.

—A lo mejor me grita el capitán.

—¡Así que tienes miedo de ese pájaro!

—Déjame probar, Papá —dijo Jerry.

—Puedes hacerlo después de Charlie.

Ése fue mi incentivo. Si quería ver a Jerry intentarlo y fracasar, tendría que hacerlo yo antes. Me despojé de los zapatos de sendas patadas y trepé hasta los motones inferiores, que sujetaban los obonques al costado del barco. Inicié la subida.

—Buen chico —dijo Padre.

Unos cuantos pies más arriba, me encontré mirando a la copa de su gorra de béisbol. El viento me oprimía y las gaviotas, cual harapos enloquecidos, me chillaban deseosas de vengar a la que había matado. Oía la voz aguda del Reverendo Spellgood dirigiendo a su familia en su interpretación del himno. Aunque no había subido más de ocho o diez pies, el viento era ya tan fuerte como en la cima de una colina, porque la cubierta estaba protegida por la lona tendida sobre la obra muerta. Esperaba que Padre viera el aleteo de mis pantalones y cómo el viento tiraba de mis piernas hacia afuera a medida que ascendía. A mitad de camino apoyé los pies en el obonque de enfrente y me sujeté en cuña para descansar los brazos, como una araña en una hendidura.

Estaba directamente encima del agua. Hervía por debajo mío, casi toda ella espuma, y algunas gotas me llegaban a los pies. Allá arriba, el viento tocaba otra melodía en los obonques, un grito más solitario, porque estaban más juntos. El cabeceo del barco me columpiaba. Por primera vez tuve frío en aquel barco. Como el movimiento y el frío me mareaban, miré un rato fijamente al mar. El tiempo había empeorado tanto que era imposible determinar dónde se unían el agua y el cielo, lo que me mareaba aún más. Todo tenía aspecto de mantas viejas desde lo alto del poste, las gaviotas seguían chillándome mientras acuchillaban con el pico la bruma de algodón.

Fuertemente sujeto entre los obonques y tratando de caminar horizontalmente, me puse de nuevo en movimiento. Los cables estaban grasientos y mis manos y pies resbalaban si me movía demasiado aprisa. Cuando miré otra vez hacia abajo, Padre era diminuto. ¡Aquella figurilla que se veía en cubierta me obligaba a hacer lo que estaba haciendo! ¡Y ni siquiera miraba! Peleé con los resbaladizos cables empujado por el fuerte viento y vi que sólo me quedaban seis pies para llegar. Pero era la parte más difícil, porque los obonques estaban muy cerca unos de otros y no podía meterme entre ellos. Veía con claridad las ruedas de los motones y la placa de bronce del fabricante, tachonada de sal y remachada a la cima del pendolón.

El barco blanco se bamboleaba y cabeceaba todo entero en un mar negro y escarpado. Sentí que no podía seguir subiendo. Me agarré fuertemente y temí otra cosa: no ser capaz de bajar. Sólo podía caerme. Muchas millas más allá, sobre el agua blanqueada, una nube encapuchada y oscura atravesó como un demonio otras nubes de un amarillo andrajoso. Ya no sabía si los salivazos de agua que me golpeaban eran lluvia o espuma, pero sus impactos me asustaban y me helaban las manos.

—¡Atención! —era la voz del capitán por el megáfono. Me sorprendió oírla por encima del viento—. ¡Rodríguez y Santos, a cubierta de popa! ¡Lleven sus chalecos salvavidas y un cabo! ¡Mister Fox, quédese donde está!

Pensé que se refería a mí y me aferré a los cables. Mi siguiente sensación fue ver a un negro subiendo por los obonques debajo de mí. Llevaba un chaleco salvavidas amarillo e iba arrastrando una cuerda. Hubo una cosa que me gustó: trepaba como yo lo había hecho, primero apoyándose con las espinillas y después sujetándose a los cables como una araña. Tenía los ojos abiertos de par en par y respiraba ruidosamente. Apareció justamente debajo de mí, me rodeó la cintura con los brazos y me sacó de donde estaba, sin decir una palabra. Después, pasó las piernas alrededor del obonque y se deslizó hacia abajo, transportándome colgado sobre el agua como si fuera un saco de pienso. La fuerza de su brazo y su olor a perro eran peores que la visión del mar espumeante debajo de nosotros. El negro me entregó a otro hombre que nos esperaba en cubierta, y éste me depositó cuidadosamente a los pies de Padre.

Mientras tanto, el capitán increpaba a Padre sin esperar respuesta. «¿Quién se cree que es?» y «¿Es que pretende matar al chico?» y «¡No hay derecho a…!».

Pero Padre se había cruzado de brazos. Desafiaba al capitán con una especie de sonrisa de sordo.

—¡Le falta un tornillo! —chilló el capitán.

Padre descruzó los brazos y adoptó un aspecto despreocupado.

—Si le apetece divertirse, ya tendrá tiempo, porque nos espera muy mala mar. Pero, si me vuelve a causar un problema como éste, le dejaré en San Juan. No lo olvide, Mister Fox —se volvió hacia mí y dijo—. Ha sido una verdadera tontería, Charlie. Creía que tenías más sentido común.

Padre no abrió la boca hasta que el capitán se hubo alejado. Entonces dijo:

—Si hubieras subido un poco más aprisa, no te habría visto. Por cierto, no llegaste hasta arriba.

—Cochino —susurró Jerry.

Entonces deseé haberme caído de los obonques al mar y haberme ahogado. Lo habrían sentido. A punto estuve de tirarme por la borda, pero una mirada al agua me asustó.

Aunque sólo eran las tres de la tarde, el cielo estaba gris como una manta, y las olas cubiertas de las virutas que se convertían en salivazos, moviéndose lenta y pastosamente por las cúspides rodantes. Me tambaleé, pero no se debía al miedo que pasé en los obonques. También Jerry y las gemelas se estaban tambaleando.

—A esta embarcación le ocurre algo —dijo Padre—. Mirad.

Cogió uno de los discos del tejo y lo depositó en cubierta boca abajo, sobre su lado brillante. Atravesó tembloroso la cubierta, golpeó un pescante y terminó estrellándose contra uno de los postes de la barandilla del costado.

—El barco sube y baja —dijo Jerry.

—Sólo baja —dijo Padre—. Está guiñando. Si se bambolease correctamente, el disco del tejo se deslizaría de vuelta. Pero se queda donde está.

—La cubierta está muy inclinada —dijo Clover.

—Se está escorando —dijo Padre. Levantó la vista hacia el puente y sonrió—. Por eso está tan acalorado. ¿No quieres subir y preguntarle a tu amigo qué pasa?

Me hablaba a mí. Sacudí la cabeza. No me atrevía a enfrentarme al capitán después de lo que éste le había dicho a Padre sobre mi subida por los obonques. El capitán no comprendía que era un juego al que jugábamos con frecuencia Y, si lo hubiera hecho mejor, no habrían descubierto a Padre ni le habrían gritado.

—No quiere preguntarle al capitán —dijo Padre—. ¿Y vosotros, chavales? ¿Queréis subir y oír lo que tenga que decir?

—Prefiero preguntártelo a ti —dijo Clover.

—Buena chica.

Madre se acercaba por cubierta con un chubasquero amarillo, la mano en la barandilla.

—Un tripulante me acaba de decir que viene una tormenta —dijo—. Será mejor que entréis… ya hay bastante mar —me miró—. ¡Charlie, estás cubierto de grasa!

—Ha estado trepando por los obonques, por orden mía, y ha bajado por orden del capitán.

Madre miró a Padre, impotente y profundamente acongojada. Pensé que se iba a echar a llorar.

—No la tomes conmigo, Madre.

—Llévales adentro.

—El problema —dijo Padre— no es la tormenta, sino el barco. Me figuro que selló el compartimiento cuando se llenó. No pudo bombear el agua. ¿Sabes tú cuánto pesa un galón de agua, April?

—Ocho coma tres tres siete libras —chirrió April.

Clover esbozó un puchero.

—Estaba a punto de decirlo.

—Entre el peso de un compartimiento lleno y la mala mar, parte de la carga se ha desplazado. Si la bomba de babor se ha ido al garete, el capitán no puede equilibrar llenando o vaciando los depósitos de lastre. Es sobre todo un problema de bombeo. En definitiva, estamos escorados unos veinte grados. ¿Veis la cubierta? Está toda ella cuesta arriba. Serviría para esquiar —Padre me miró—. ¡Menudo capitán, no sabe ni llevar su barco derecho!

Los Spellgood estaban arrodillados cerca de la plataforma del torno que se había convertido en una iglesia al aire libre. Llevaban gorros de lluvia puntiagudos y, vistos en fila, parecían una cerca de estacas.

—¡Venid, hermanos y hermanas! —gritó el Reverendo Spellgood. Su cabello mojado se pegaba como una tira a su rostro atravesándole la nariz—. Orad un instante con nosotros. Orad para que se calmen las aguas.

—Esto no es nada —dijo Padre—. Se va a poner mucho peor. ¿Tan al sur? Probablemente un huracán, probablemente ya con nombre, como Mable o Jimmy.

—Orad entonces por el huracán —dijo el Reverendo Spellgood—. La respuesta es la oración.

Padre le pegó un bocinazo. Le dijo que hiciera algo práctico. Dijo que el barco estaba escorando veinte grados y guiñando.

—¡La oración es algo práctico! ¡La oración es un sello de correo aéreo en vuestra carta de amor a Jesús!

Pero Padre siguió soltando bocinazos y nos hizo traspasar a empujones la puerta de los camarotes.

—Gurney —dijo— es un hombre asustado. Su Biblia de pantalón vaquero tiene un siete en la culera. No sabe qué pasa, así que reza como si todo fuera irremediable. Yo sé qué pasa: un compartimiento lleno, la carga desplazada, escora a babor, guiñadas. Es un problema soluble si se sabe cómo hacerlo. Nada por qué rezar. Pero yo no mando aquí. Ya oísteis al caballero. Soy un pasajero de pago y pienso dedicarme a jugar al gin rummy hasta que toque el timbre de la cena, si es que no se ha roto también.

Parecía muy complacido por haber averiguado qué le ocurría al barco. Durante las horas que precedieron a la comida fue el único miembro de la familia cuyo rostro no estaba verde. Incluso sugirió un partido de ping-pong, pero la mesa estaba tan marcadamente inclinada que resultó imposible.

Por la noche, a la hora de la cena y tras el himno de acción de gracias («Bendecid, Señor, los alimentos que vamos a tomar…», para entonces ya me lo sabía de memoria), el Reverendo Spellgood pronunció un discurso. Se levantó escorado, como un hombre con dolor de espalda, debido a la inclinación del cuarto. Aunque miraba a su familia y a ella se dirigía, hablaba en voz bien alta, y yo sabía que su intención era que le oyéramos todos.

Esto fue lo que dijo. Hubo una vez una tormenta en el mar, y los pasajeros de un barco atrapado por la temible tormenta estaban tan mareados que echaron por la borda la mitad del estofado. Rodaban por el suelo como cerdos, chillando y llorando. La tormenta azotó el barco todo el día, y ya pensaban que la Muerte llamaba a su puerta. Entonces, uno de aquellos individuos mareados vio a un chavalito que no estaba mareado y preguntó al chavalito: «Chavalito, ¿por qué no estás mareado, si todos los demás están vomitando las tripas y el mar es tan poderoso y temible?». El chavalito se levanta y dice simple e inocentemente: «Soy el hijo del capitán». Ese chavalito creía, ese chavalito confiaba, ese chavalito era distinto a todos aquellos vomitadores y devolvedores. Los demás rodaban por el suelo desesperados, gimiendo y dudando y enfermos como perros, mientras que el chavalito estaba tan contento como un grillo. Aquel chavalito tenía algo valioso en el corazón. Tenía fe. «Mi padre es el capitán.»

Tal era el camino cristiano, dijo Spellgood, pero las palabras se le atragantaron. Se puso verde, se sujetó a la silla y no tardó en desaparecer, creo que a arrojarlo todo. Para entonces, ya se le había salido la sopa del plato a todo el mundo, y el comedor estaba en silencio, sólo roto por el entrechocar de la vajilla.

—Bonita historia —dijo Padre—. Pero tú has vomitado, Charlie, por lo que supongo que no te fías del capitán. Hablando del rey de Roma…

Era el capitán Smalls. Parecía irritado, como si se hubiera equivocado de puerta, y no se sentó. El Reverendo Spellgood se introdujo sigilosamente en la habitación tras él y posó la mirada pesarosa sobre su comida.

El capitán pronunció un pequeño discurso. Probablemente nos habíamos apercibido de que el tiempo había cambiado. Pero saldríamos adelante y esperaba que nadie fuera tan tonto como para salir a cubierta, por no hablar de las subidas al aparejo. En ese momento, fijó en Padre sus ojos de pez. Sí, dijo, la tormenta se movía hacia el nordeste y nosotros bajábamos hacia el sudoeste por el camino de la tormenta. Si nos movíamos suficientemente rápidos, pasaríamos por ella antes de que se hiciera demasiado fuerte. Si fuéramos lentos, nos encontraríamos en el centro mismo. El mal tiempo no era nada fuera de lo común, pero convenía tomar precauciones sensatas, como mantenerse alejados del aparejo y no hacer malditas tonterías en cubierta. Y había que guardar todas las botellas y los objetos de cristal. Terminó diciendo:

—Como saben, no tengo más control sobre el tiempo que un pez.

Le sorprendimos riéndonos con ganas, porque, tras pronunciar aquellas palabras, puso su mejor cara de pez y abrió la boca de par en par como una merluza.

Mr. Bummick le dijo que guardaría sus botellas sueltas. Explicó que eran simplemente lociones para el pelo y tarros de mermelada y tónicos.

—Y yo vaciaré las mías —dijo Padre—. Pero, mientras tanto, ¿qué pasa con el barco? ¿Puede controlarlo, verdad?

Todos los ojos se movieron en el comedor dirigiéndose de Padre al capitán.

—Tengo el barco bajo control, Mr. Fox —dijo el capitán.

La atención se centró en Padre. Se volvió hacia nosotros y dijo:

—Necesito un objeto redondo.

Acercó la mano al rostro de Jerry. Manipulando descuidadamente, Padre hizo como si sacara una pelota de ping-pong de la boca de Jerry. Los niños Spellgood se quedaron asombrados, y Mr. Bummick, estupefacto, sacó un palmo de lengua de la boca. Pero nosotros ya conocíamos la magia casera de Padre, los trucos de baraja, el anillo que desaparece, la forma en que ganaba al Up Jenkins. Al prohibirnos todo entretenimiento, Padre había tenido que convertirse él mismo en todo tipo de personajes entretenidos.

—Gracias, Jerry —dijo—. Pero lo que quería decir, capitán, es… ¿cómo explica usted esto?

Depositó la pelota de plástico en la mesa se puso en movimiento, poc-poc-poc, entre los cuencos de sopa, recorrió el tablero, pac-pac-pac, cayó al suelo, pip-pip-pip-pipip-pipip, pasó entre las piernas del capitán, y plaf, golpeó la pared cerca de los Bummick, quedándose inmóvil.

—Alguien podría romperse la columna si pisara eso —dijo el capitán—. Inválido para toda la vida.

—Esa pelota de ping-pong está donde no hará ningún daño, y va a quedarse ahí. ¿Por qué? Porque su barco está escorado, veinte grados o más. ¿Está lleno de agua el compartimiento? ¿Se ha desplazado la carga? ¿Bomba averiada? ¿Tiene problemas para llenar los depósitos de lastre y equilibrar el peso desigual? No lo sé. Solo estoy pensando en voz alta. Pero, si tiene el barco bajo control, ¿por qué no lo lleva recto? Llevamos toda la tarde andando cuesta arriba, capitán, y si alguien se rompe la columna no será por culpa de esa pelota de ping-pong, no, será porque se ha dado una costalada en su cubierta inclinada, y me gustaría saber cuál es la situación legal si termino paralizado por culpa de su forma de navegar.

El capitán miró a otras mesas en vez de a la nuestra.

—Se equilibrará —dijo—. Tengo a dos hombres trabajando en ello.

—Pero ¡si está tan escorado —dijo Padre— que me ha puesto la raya del pelo en mal sitio! Hace desafinar a los Spellgood, y el Reverendo inicia sus oraciones con el amén. Mis chicos son incapaces de tragar, y la sangre se les sube a la cabeza cuando están sentados. ¡Está tan inclinado que mi mujer se ha rascado un tobillo creyendo que se rascaba la oreja!

Mr. Bummick se llevó las manos a las orejas y rió tan fuerte que le dio un ataque de tos.

—¿Cree que bromeo? —dijo Padre, frunciendo el ceño—. No hago más que decir la verdad. Tengo que hacerlo todo cabeza abajo, o no me sale. Se me cayó un café y regresó y me pegó en la cara. Me siento como si fuera un astronauta. Mi estómago cree que estoy en Australia.

—Basta ya, Mr. Fox —dijo el capitán, pero Mr. Bummick seguía riendo y tosiendo.

—Y fíjese —dijo Padre, exhibiendo el muñón del dedo—. Su barco está tan patas arriba que, afeitándome, me he cortado medio dedo. Es broma —dijo enseguida (por los gritos sofocados de horror, era un dedo muy feo).

El capitán le volvió la espalda y dijo:

—No se preocupen, señores. Todo está fijo en su lugar.

Caminó hacia la puerta. Su andar probó lo que Padre había dicho. Tenía un hombro más alto que el otro.

—Yo no estoy fijo en mi lugar, capitán —dijo Padre.

—Puedo disponer que no se mueva ni una maldita pulgada, Mr. Fox.

—Se lo agradezco, capitán. Pero he estado estudiando el grado de escora de su barco, y mis observaciones me llevan a la conclusión de que está guiñando.

—Y eso ¿por qué?

—Bueno, porque el centro de resistencia lateral de la quilla está más cerca de la proa que el centro de gravedad del barco. Porque está virando, por no mencionar el tira y afloja. Porque no creo que nos fuera muy bien si la mar se pone mala de verdad.

Se calló en el momento en que una ola golpeó el costado de babor, desplazando de lado el comedor y salpicando más sopa de todos los cuencos. El capitán perdió el equilibrio y tuvo que sujetarse al picaporte.

—Algo como eso —dijo Padre—. Mire, no es un buen momento para el orgullo. Ya sabemos que el mundo no es perfecto. La estupidez innata de los objetos inanimados, ¿no se dice así? Las oraciones de Gurney Spellgood no están funcionando. Creo que dios trata de decirnos que nos ayudará si nos ayudamos nosotros mismos. No sirve de nada decir que no nos preocupemos, porque estamos en el Caribe y, corríjame si me equivoco, aquí las pequeñas tormentas se convierten en grandes y malignos huracanes. Eso que se oye por el ojo de buey no es un avión Jumbo, es el viento.

—Esta retrasando la cena, amigo mío —dijo el capitán.

—Jolines —dijo Padre (nunca en mi vida le había oído decir «jolines»)—, nadie va a ser capaz de tragársela y dejarla dentro mucho tiempo, así que poco importa. Pero, como estaba diciendo, este barco está escorado, ¿me equivoco?

—Es un pequeño problema de distribución de peso.

—La pelota de ping-pong no se ha movido, así que llamémoslo escora. Es difícil mover la carga cuesta arriba, ¿verdad?

—Usaremos poleas.

—Confiesa que se ha desplazado —dijo Padre.

—Es un problema sin importancia.

La lluvia, impulsada por el viento, sonaba en el ojo de buey como agua en una plancha caliente.

—Mejor que mejor —dijo Padre—, porque yo tengo una solución sin importancia. Supongo que el problema está en la bomba, el compartimiento sellado con unas cuantas toneladas de la Corriente del Golfo, imposible redistribuir el peso. Capitán, creo que puedo ayudarle.

—Lo dudo.

—Estoy seguro. Me gustaría participar. Y, si no soy capaz de enderezar este barco, si no se queda satisfecho de mi trabajo, puede desembarcarme con toda mi familia en el primer puerto.

—Podría ser Cuba.

El capitán se pasó la mano por la boca. ¿Sonreía?

—Esa posibilidad —dijo Padre— debería sin duda tentarle.

El capitán permaneció en silencio. El viento y la lluvia parecían petardos en el ojo de buey. Finalmente, miró con fiereza a Padre, pero se dirigió a los otros:

—Ustedes son testigos. Si este hombre me hace perder el tiempo, pagará por ello.

—No tiene nada que perder.

—Usted es el único que hay aquí con algo que perder. Usted y su familia… Dios les ayude.

—Estos señores no tienen nada que objetar.

—Mr. Fox, le tomo la palabra. Venga a verme después de cenar y le daré una oportunidad. Pero más le vale comer bien, porque por la mañana podría encontrarse en un país extraño donde se desayuna con gente como usted.

El capitán Smalls salió dando un portazo. Se hizo el silencio. Nadie sabía adónde mirar.

—¿No les dije —exclamó Padre— que este barco estaba patas arriba? ¡Todas las letras de mi sopa están al revés!

Pero nadie se rió. La tormenta había empeorado, y ahora todo el mundo sabía por qué se inclinaba el barco. Unos camareros tambaleantes sirvieron el resto de la comida, sujetando las bandejas a dos manos en vez de con la punta de los dedos.

Después oí, desde el servicio que separaba los dos camarotes, una discusión sobre mí. Padre quería que le acompañase. Decía que era educativo. Pero Madre dijo que no. No quería que me pasara la mitad de la noche despierto y quizá golpeándome la cabeza en la sala de máquinas. Padre dijo que yo sabía más sobre reparación de bombas que aquellos salvajes, pero no lo decía en serio, quería a alguien que le hiciera compañía. No le gustaba trabajar solo. Necesitaba a una persona que escuchara sus discursos. Yo no podía haber ayudado gran cosa en el trabajo, todavía me dolían las manos de la ascensión por los obonques.

—Nos has metido en un buen lío, Allie —dijo Madre—. Ahora sácanos de él —le hablaba como si fuera Clover.

—El que está metido en un buen lío es el capitán —dijo Padre, tan confiado como de costumbre—. Normalmente no me habría ofrecido para ayudar. Me gustaría ver cómo se ríe por el lado contrario a la cara. Pero me preocupa la seguridad de los pasajeros, y creo que ya va siendo hora de que este barco se mueva como debe. Aquí está mi caja de herramientas. ¿Dónde anda mi gorra de béisbol? No puedo hacer nada sin mi gorra de béisbol.

Antes de irse —con el mismo aspecto de todas las mañanas cuando trabajaba para Polski—, se asomó a nuestro camarote y me dijo:

—¿Algún mensaje para tu amigo?

Se alejó por el pasillo sin esperar respuesta, golpeando las paredes con su caja de herramientas a cada sacudida del barco.

Entonces supe que sólo lo hacía por mí, porque el capitán me había invitado al puente, porque me había encantado el sonar, y porque el capitán le había gritado delante de mí: «¡Le falta un tornillo!». Ya había demostrado que podía citar de la Biblia mejor que Gurney Spellgood, y era un adversario demasiado temible para Mr. Bummick, pero ahora intentaba capitanear mejor que el capitán.

No dudé de que lo consiguiera. Nunca le había visto fracasar. La gente a veces entendía mal a Padre, porque fruncía el ceño cuando bromeaba y se reía cuando hablaba en serio. También le daba a uno la información que necesitaba, como «eso es un pescante». Pero quienes le conocíamos jamás dudábamos de él. Si algo había que Padre no supiera, era precisamente esto: a nosotros no necesitaba probarnos nada. En aquel entonces, yo pensaba que le gustaba arriesgarse. Sin embargo, ¿cuál es el riesgo de un hombre fuerte? Él no conocía el miedo, así que nosotros estábamos seguros. Yo era el muchacho del cuento del Reverendo Spellgood. Creía en Padre. No tenía miedo.

Durante toda la noche, el barco recibió el impacto de las olas y el viento, y el sonido era como si rocas de pedernal chocaran contra el casco. Me golpeé la cabeza contra el marco de mi camastro, y April y Clover lloraron. Me despertaron para decirme que no podían dormir. Yo escuchaba el agua embravecida. En ocasiones, parecía como si corriera ruidosa por el suelo y los pasillos y estuviéramos bajo el mar. En todos los sueños de aquella noche terminé ahogado. La mañana era oscura, y el barco aún cabeceaba y se bamboleaba. Pero ya no había tensión. El cabeceo era un movimiento fácil, no por súbitos estadios de caída, todas las olas golpeando un costado, y las cubiertas ya no estaban inclinadas. Era un movimiento más libre, menos atorado, un azote de serrucho que desplazaba lentamente mis lápices de un lado a otro de la mesa de nuestro camarote.

Padre no estaba a la hora del desayuno. El Reverendo Spellgood dio la entrada a su familia en el «bendecid, Señor, los alimentos que vamos a tomar», y los Bummick comieron en silencio. Madre cascó un huevo pasado por agua con el dorso de la cuchara como si quisiera producirle una conmoción cerebral.

—Papá por lo menos no nos hace cantar —dijo.

Pero él entró cantando. La puerta del comedor se abrió, y Padre entró siempre con su gorra de béisbol. Tenía el rostro pálido y sin afeitar, y en su nariz había manchas de dedos grasientos. Cantó:

—¡Bajo el bam,

bajo el bú,

bajo el árbol de bambú!

—Amén hermano —dijo el Reverendo Spellgood.

—Puede usted llamarlo el poder de la oración, Gurney, pero yo lo llamo hidrostática. ¡Sería capaz de comerme un caballo!

Nos contó lo que había hecho. Trabajó hasta medianoche reparando una bomba. «Los cojinetes destrozados», dijo. Después sacaron el agua del compartimiento. Pero con ello sólo se corrigió ligeramente la escora. La tripulación, bajo su supervisión («fue divertido, como estar de vuelta a lo de Polski murmurando con los salvajes»), había variado la dirección de la bomba para vaciar un depósito de lastre y después había movido con un torno los containers de carga desplazados. «En uno de ellos había un Toyota nuevo, un Landcruiser, enorme y estúpido, una de esas pesadillas niponas.» No terminaron el trabajo hasta el alba, pero el barco ganó velocidad y dejó de guiñar.

—Tu amigo el capitán se fue a la cama a eso de las cuatro, cuando todavía había dificultades —Padre me guiñó un ojo—. No pudo soportar la tensión. ¿Qué te había dicho yo sobre su coraje de madrugada?

El camarero le trajo café y huevos. Padre se dirigió a él en español. El hombre le escuchaba rechinando los dientes. Después, padre nos dijo:

—Le he dicho que no tiene nada de qué preocuparse. Lo he arreglado todo ahí abajo. A partir de ahora supongo que navegaremos bien. Por lo que a mí respecta, me voy al catre. Sonríe, Madre.

—Estaba pensando en el pobre capitán. La verdad es que a veces te pones muy prepotente.

Padre apoyó los codos en la mesa y susurró:

—Era maravilloso ver cómo los hombres obedecían mis órdenes. En cuanto arreglé la bomba se pusieron de mi lado. Madre —dijo, y la palidez de su rostro me asustó—, ¡podía haberse organizado un motín ahí abajo!

Dormido Padre, el barco se quedó más tranquilo. A lo largo del día se suavizaron las nubes, la tormenta perdió fuerza y la voz del Reverendo Spellgood predicando superó en volumen el canto del viento en los obenques. Cuando salió el sol, era un sol tropical que abrasó toda la humedad del barco. Padre apareció bien entrada la tarde. Estaba afeitado y bien vestido, y salió a pasear por la cubierta de popa. Tanto los Spellgood como los Bummick le preguntaron cuándo llegaríamos. Padre comentó varias posibilidades. Disfrutó de sus elogios, se dirigió a los tripulantes llamándoles por sus nombres y bromeó con ellos en español.

El capitán Smalls no bajó del puente. No invitó a nadie a cenar con él. De hecho, no volvimos a verle.

—Está avergonzado —dijo Padre—. Es natural. Supongo que cree que tengo educación universitaria.

Emily Spellgood me perseguía de cubierta en cubierta. Me dio un sedal que había robado a uno de sus hermanos. Padre había logrado impresionar hasta a aquella muchacha presumida. Me pasé el resto del tiempo pescando, con ella a mis espaldas. Pesqué unos cuantos de los planos y huesudos, y uno con aletas rígidas y erguidas, parecidas a alas, y otro purpúreo como un pensamiento.

—Tengo que ir al baño —dijo Emily.

La sangre se me agolpó en el rostro. Fingí dificultades con mi aparejo de pesca y me puse a manipularlo.

—¿Tienes novia, Charlie?

Dije que no.

—Yo podría ser tu novia.

Tenía un aspecto triste, vulgar y solitario. Y era unas pulgadas más alta que yo. Le dije que bueno, pero tenía que guardar el secreto.

Me puso una mano en la pierna y apretó. Era la primera vez en mi vida que me tocaba una chica, y mi pierna dio tal respingo que creí que se iba a desarticular. Ella abrió mucho los ojos y susurró:

—Ahora voy al baño a pensar en ti.

Se fue corriendo, y yo esperé. La piel me picaba tanto que temí me hubiera vuelto el sarpullido de la hiedra. Apenas veía lo suficiente para pescar. Pero, cuando volví a verla, estaba rezando cerca de la plataforma del torno.

Eso fue el día en que llegamos a La Ceiba. El mar era plano y verde, y la tierra que se veía detrás de una cordillera, negra y azul, coronada de nubes como rollos de humo. A medida que nos acercábamos al muelle, las nubes se hundieron más en las montañas y en las hileras de árboles, revelando una cordillera almenada por picos, unos como los puntiagudos lomos de monstruosos lagartos, otros parecidos a molares.