6
Cuando, al día siguiente, Padre me dijo «vamos de compras», yo estaba seguro de que íbamos al basurero. Rara vez íbamos a comprar a las tiendas. Casi no lo necesitábamos; cultivábamos prácticamente cuanto consumíamos. En la finca de Tiny Polski había suficiente trabajo como para tenernos muy ocupados sobre el terreno, y además era peligroso ir de tiendas de día: los Controladores de Novillos o la policía podían pescarnos lejos del colegio.
—Tú acabarías en la escuela —decía Padre—, y yo en su equivalente aproximado, la cárcel. ¿Qué hemos hecho para merecer semejante castigo?
Yo deseaba secretamente ir a la escuela. Cuando veía a otros niños, me sentía como un viejo, o un monstruo. Y, también en secreto, prefería los pasteles de fábrica, como los Perros del Diablo y los Twinkies, al pan de plátano de Madre. Padre decía que los pasteles que vendían en las tiendas eran basura y veneno, pero yo sabía que en el fondo se oponía a ellos porque, las pocas veces que me cazó comiendo a escondidas, tuve que decirle que lo había pagado con dinero obtenido de Polski a cambio de pequeños trabajitos. Y Polski me decía que Padre era raro, lo que era otro secreto que tenía que guardar. Comprábamos sal, harina integral, fruta, cordones de zapatos y otras cosas pequeñas en Hatfield o en Florence, pero ir de compras significaba por lo general un viaje a los basureros y depósitos de chatarra de alrededor de Northampton, donde ayudábamos a Padre a husmear entre los venenosos montones de basura en busca del cable y el metal que usaba en sus inventos.
En el basurero había gaviotas. Eran gordas, sucias y chillonas, se posaban en las bolsas de plástico llenas de basura e intentaban abrirlas a picotazos. Se perseguían unas a otras, combatían por pedazos de botín y organizaban un gran tumulto a la llegada del camión de la basura. Padre las odiaba. Las llamaba carroñeras. Le chillaban y él les respondía a chillidos. Sin embargo, viéndole remontar las inestables colinas de bolsas y cajones con una horca en la mano y gritando a los pájaros que saltaban a su alrededor y reñían sobre su cabeza, a veces parecía que Padre y aquellas gaviotas atrevidas y perezosas se peleaban por los mismos restos.
—Vaya, un juego de ruedas en condiciones —decía Padre, espantando a las gaviotas, pescando con su horca un viejo coche de niño y sacudiéndole las peladuras de naranja que lo cubrían.
Otra gente llevaba cosas al depósito. Padre repescaba los desechos sumergidos y se los llevaba consigo.
—Algún asno lo habrá tirado.
Pero hoy, un día laborable normal, dejamos rápidamente atrás los invernaderos y rosaledas de Hadley, atravesamos apresuradamente Northampton y corrimos hacia la carretera principal. Madre iba en la cabina con Padre, y yo encogido detrás con las gemelas y Jerry.
—Voy a mirar las bicis de diez marchas —dijo Jerry.
—Podemos comprar helados —dijo Clover.
Y April añadió:
—Yo quiero chocolate.
—Papá no os dejará —dije yo—. Y además no vamos de compras… no se va por aquí.
—Sí que se va —dijo Jerry—, es el atajo de Papá.
No, ya estábamos lejos de Northampton, en campo abierto. Llegamos al río Connecticut y lo seguimos. Era ancho y grasiento y menos azul que cerca de Hatfield. Al otro lado, había edificios de ladrillos y, poco después, la ciudad de Springfield. Cruzamos el puente y tuvimos que agarrarnos a los lados de la camioneta debido al fuerte viento que reinaba a mitad del río. En el río había retazos de espuma de plástico, amarillentos como rebanadas de sebo de cerdo.
Pero era la primera vez que íbamos de compras a Springfield. Era como si la gente de las aceras lo supiera. Nos observaban con curiosidad cuando pasábamos, de pie en la trasera de la camioneta, agarrados al techo de la cabina. Seguimos hasta llegar al aparcamiento de un centro comercial… y la gente seguía mirando. Padre se bajó y nos indicó que le siguiéramos y no nos separáramos. Aunque estaba de buen humor, tan pronto entramos en el hipermercado empezó a murmurar y maldecir.
—¿Seguro que necesitan sombreros? —preguntó Madre.
—¿Bromeas? Hace cien grados a la sombra. Si no llevan la cabeza cubierta, cogerán una insolación.
Nos probamos sombreros ventilados de pescador y sombreros para el sol y gorras de marinero. Los precios sacaban a Padre de sus casillas.
—Bastará con gorras de béisbol —dijo, y nos las compró.
Le seguimos, con las gorras puestas, como patitos en fila. En aquel almacén vendían de todo: maíz hinchado, neumáticos, rifles, tostadores, chaquetas, libros, aceite de motor, palmeritas en maceta, escaleras y papel de carta. Padre cogió un tostador de pan eléctrico.
—Mira esto. Ni siquiera le han puesto la toma de tierra correctamente. Te electrocutarías antes de hacer una sola tostada. Con esos cables mal puestos te tostarías tú mismo…
Hablaba en voz alta, atrayendo la atención. «¡Kyanize! ¡Congoleum!» —decía. Me daba la impresión de que la gente que se nos quedaba mirando sabía que no íbamos mucho de compras. Padre era muy desconcertante en público. No prestaba la menor atención a los extraños. Unos días antes, en la ferretería de Northampton, cuando preguntó si trabajaban para los japoneses, yo quise que me tragara la tierra. Esta vez estaba aún más alborotador.
—¿Llaman abrelatas a esta cosa? —decía—. Con esto pierdes un dedo, o te cortas y te desangras. ¡Madre, esto es un arma mortífera!
Marchamos en tropel hasta el Departamento de Camping y Excursiones. Un hombre en mangas de camisa se nos aproximó. Tenía un rostro sin relieve, el pelo liso, y no parecía un excursionista, pero nos saludó a todos y les guiñó el ojo a las gemelas y comentó cuánto se parecían, como hacía todo el mundo.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó, agachando la cabeza y proporcionándome una mejor perspectiva de su pelo.
Estaba peinado desde una oreja y pegado en ordenadas hebras por encima de la cabeza, lo que le hacía a uno fijarse, no en el pelo, sino en la calva.
Padre dijo que le gustaría ver cantimploras.
Jerry musitó la palabra «camping» moviendo los labios, pero yo le hice burla arrugando la nariz.
El vendedor le entregó una cantimplora. Padre la tocó con los pulgares y dijo que era tan endeble que podía aplastarla si se lo proponía. La miró de cerca y rompió a reír.
—Made in Taiwan…, pues sí que saben mucho de cantimploras. Perdieron la guerra.
—Sólo cuesta un dólar cuarenta y nueve —dijo el vendedor.
—No vale ni cinco centavos —dijo Padre—. En cualquier caso, ando buscando algo más grande.
—¿Qué le parecen estos odres? —el vendedor le mostró uno, enganchándolo por la abertura.
—Me lo podría hacer yo mismo con un trozo de lona, aguja e hilo. ¿De dónde viene este elemento? ¡Corea! Sí, eso es, tienen campos de trabajos forzados y obreros esclavizados en Corea y Taiwan. Esto lo hacen los chinitos. En pie al alba, a trabajar todo el día, sin pizca de aire fresco. Estas cosas las hacen los niños. Encadenados a las máquinas, casi no les llegan los pies a los pedales.
Nos estaba dando una conferencia, pero el vendedor escuchaba y fruncía el ceño.
—Están tan desnutridos que apenas ven. Tracoma, raquitismo. No saben qué están fabricando. Lo mismo podían ser alfombras de baño. Por eso nos metimos en guerra en Corea del Sur, para luchar por industrias de labor intensiva, lo que significa niños escuálidos agujereando odres y fabricando tazas de latón para nosotros. Que no se os caiga el alma a los pies. Eso es progreso. Para eso están los orientales. Todo el mundo tiene que tener un chinito, ¿no?
El odre había adquirido un aspecto maligno en las manos del vendedor. Lo guardó y se alisó el pelo, y nosotros —Madre, las gemelas, Jerry y yo— seguimos callados, mientras Padre gruñía. Yo me había levantado el cuello de la camisa para tapar el sarpullido.
—¿Qué viene después en la lista?
—Sacos de dormir —dijo Madre.
—En el estante —dijo el vendedor.
Padre se acercó.
—Ni siquiera son impermeables. Sí que iban a servir de algo en una lluvia monzónica.
—Son para usar en caso de que haya tienda.
—¿Y en el caso de que haya lluvia? ¿De dónde viene esto? ¿El desierto de Gobi, Mongolia, algún sitio de ésos?
—Hong Kong —dijo el vendedor.
—¡No me equivocaba de mucho! —dijo Padre, con una mueca de satisfacción—. En Hong Kong hacen mucho camping. Ya se ve. Mira qué puntadas… se desbaratan en dos días. Uno estaría mejor con una manta vieja.
—Las mantas están en Objetos Domésticos.
—¿Y dónde las fabrican? ¿En Afganistán?
—No puedo decirle, caballero.
—¿Qué le pasa a este país? —dijo Padre.
—Es mejor que algunos otros lugares que podría usted mencionar.
—¡Y mucho peor que otros, maldita sea! —dijo Padre—. Podríamos fabricar estas cosas en Chicopee y tendríamos pleno empleo. ¿Por qué no lo hacemos? No me gusta la idea de obligar a niños orientales famélicos a fabricar porquerías para nosotros.
—No se obliga a nadie —dijo el vendedor.
—¿Ha estado alguna vez en Corea del Sur?
—No —dijo el vendedor, y adoptó la expresión abatida que la gente tomaba cuando Padre hablaba con ellos. La misma que tenía Polski la noche pasada.
—Entonces, no sabe de qué habla, ¿no es así? —dijo Padre—. Enséñeme las mochilas. Si son japonesas, se las puede quedar.
—Estas son chinas… República Popular. Seguro que no le interesan.
—Déjeme ver —dijo Padre y, blandiendo la mochilita verde como un harapo, se volvió hacia Clover—. Hace unos años estábamos prácticamente en guerra con la República Popular. Chinos Rojos, eso les llamábamos. Rojos, ojos fruncidos, chinatas. Pregúntaselo a quien quieras. Ahora nos venden mochilas… supongo que para la próxima guerra. ¿Dónde está la trampa? Son mochilas de tercera, no sirven ni para bocadillos. ¿Crees que vamos a ganarles esa guerra a los chinos?
Clover tenía cinco años. Escuchó a Padre y se rascó la tripa con dos dedos.
—Bollito, me da igual lo que pienses. No ganaremos esa guerra.
El vendedor esbozó una sonrisa.
Padre le vio y dijo:
—Ya se le quitarán las ganas de sonreír, amigo. La próxima guerra va a ser aquí mismo, no le quepa la menor duda.
Era lo que había dicho el invierno pasado, las mismas palabras, aunque entonces yo pensé que deliraba. Hoy estaba del mismo humor. Casi pensé que le diría al vendedor «seré el primero al que maten… siempre matan primero a los listos».
Dejó la mochila a un lado.
—¿Venden algo que se parezca a una brújula, o me he equivocado de sitio?
—Tengo un surtido completo de brújulas —dijo el hombre.
Alisó la mochila con la palma de la mano y la dobló como si fuera ropa blanca, gimiendo ligeramente mientras la guardaba. Puso una caja sobre el mostrador.
—Es una de las mejores que tengo —dijo, sacando una brújula—. Tiene todas las características de mis modelos más caros, pero sólo cuesta dos y cuarto.
—Debe ser una brújula china —dijo Padre—. Apunta permanentemente al Este.
—Una de sus características es un control estabilizador. Cuando se suelta… así… —soltó rápidamente un pestillo en la funda—, la aguja queda liberada. Ve, éste es el norte, donde la Automoción. De hecho, esta brújula se fabrica aquí mismo, en Massachusetts.
—Pues entonces envuélvamela —dijo Padre—. Acaba de vender algo —rodeó a Madre con el brazo—. ¿Qué aspecto tiene la lista?
—Tela de algodón, agujas e hilo, tela de mosquitero…
—Géneros —dijo el vendedor—. Siguiente pasillo. Buenos días.
—Estaríamos mejor en el basurero —dijo Padre mientras nos alejábamos.
En el pasillo siguiente cogió una pieza de material con aspecto de velo nupcial y dijo:
—Esto es.
—Setenta y nueve la yarda —dijo la vendedora, chasqueando las tijeras.
Era vieja y temblaba mucho, y su forma de blandir las tijeras en el aire le daba un aspecto maligno.
—Me lo llevo.
—¿Cuántas yardas?
Clic-clac. Estaba impaciente. Tenía algunos pelillos claros en la cara y una sombra de bigote.
—Denos toda la pieza —dijo Padre—. Y, si de verdad quiere hacernos un favor —añadió, cogiendo un puñado de pelo de Jerry—, dele un corte de pelo a este chaval. Libérele de su pesar.
Pero la anciana no sonrió, porque tuvo que desenrollar toda la pieza para medirla y calcular el precio.
Salimos en busca de otros artículos. Jamás había visto a mis padres comprar tanto en una mañana, ni siquiera por Navidad. Salimos del centro comercial y fuimos a Sears y al Almacén Ejército-Marina. Compramos linternas y cantimploras, cuchillos de caza, sacos de dormir impermeables y zapatos nuevos, todo fabricado en América, para cada uno de nosotros. Padre se había enfadado porque gastábamos dinero. Regateaba con los vendedores y protestaba, alegando que le robaban.
—Yo puedo permitirme el lujo de que me roben —decía—, pero, ¿y los pobres desgraciados que no pueden?
Yo no tenía ni idea de por qué compraba aquellas cosas, y era embarazoso oírle discutir. Hasta Madre empezaba a inquietarse.
En la droguería, mientras llenaba una cesta de alambre con cosas como gasas y ungüento («Para nuestro equipo de primeros auxilios»), se puso a comparar los precios de la aspirina y se acercó al estante de revistas para coger un ejemplar del Scientific American. Le molestó verlo expuesto junto a las revistas de chicas y dijo:
—Esto es un insulto. Fíjate —añadió, señalando la estantería—, la mitad de eso es porno duro. Hay hombres casados que no han visto cosas así en su vida. ¡Novedades hasta para estudiantes de Medicina! ¿Te parece posible? Los niños entran a comprar Tigretones y se encuentran con esto. Pero pregunta a cualquier maestro de escuela y te dirá que es justo lo que ha prescrito el médico. Charlie, ¿qué estás mirando?
Yo estaba mirando una portada de revista con una mujer desnuda, de rodillas, que exhibía un trasero suave y reluciente, como una pera de primera calidad.
—En dos palabras, dejándote los ojos en un desnudo —dijo, sin darme tiempo a responder—. Pero échale un último vistazo… échale un último vistazo. Madre, la gente se entierra en esta porquería y finge que no pasa nada. Me dan ganas de vomitar. Me saca de quicio.
—Supongo que te gustaría que lo prohibieran —dijo Madre.
—Nada de prohibirlo. Creo en la libertad de expresión. Pero ¿hay que ponerlo precisamente aquí, con los tebeos y los Tigretones? ¡Me ofende! Y ¡qué diablos! ¿Por qué no prohibirlo, o quemarlo? Es basura, denigra el cuerpo humano, retrata a la gente como pedazos de carne. Sí, librarse de ello, y de los tebeos también… todo es nocivo. ¿Cómo va el negocio?
Había llegado a la caja y hablaba a la cajera.
—Bien —dijo ésta—. No me puedo quejar.
—No me extraña —dijo Padre—. Debe hacer un gran negocio con la pornografía. Dicen que el comercio de porno al detalle es la nueva industria en crecimiento, eso y los papeles de mierda. Debe dar mucho gusto recoger así los cuartos…
—Yo sólo trabajo aquí —dijo la cajera, pulsando botones de la registradora.
—Claro, claro —dijo Padre—. ¿Y por qué no iba a venderlo? Estamos en un país libre. Usted no cree en la censura. En cierta ocasión, leyó un libro. Era verde, ¿verdad? ¿O era azul?
Acosada, parecía un animal acosado. Como un conejo nervioso olisqueando el cañón de una escopeta.
Padre le pagó el equipo de primeros auxilios y dijo:
—Se le olvidó decir «que pase un buen día».
Una vez fuera, Madre dijo:
—Jamás te rindes, ¿verdad?
—Madre, este país se ha ido al garete. A nadie le importa, y eso es lo peor. La actitud de la gente ha cambiado. «Yo solo trabajo aquí», ¿la oíste? Vendiendo basura, comprando basura, comiendo basura…
—Queremos un helado —dijo Clover.
—¿Has oído? Hambrientos de basura… nuestros propios chavales. ¡Es culpa nuestra! Muy bien, chavales, venid conmigo.
Nos llevó al supermercado y, nada más entrar, en la sección de frutas, cogió un manojo de plátanos.
—¡Dos dólares! —dijo. Hizo lo mismo con un par de pomelos envueltos en celofán—. ¡Noventa y cinco centavos! —y una piña—. ¡Tres dólares! —y unas naranjas—: ¡Treinta y nueve centavos cada una!
Caminando por delante del mostrador de fruta fresca, cantando los precios a voz en grito, parecía un subastador.
—¿No vamos a comprar nada? —pregunté, al ver que salíamos con las manos vacías.
—No. Solo quiero que recuerdes esos precios. Tres dólares por una piña. Prefiero comer lombrices. Las lombrices se comen, ¿sabes? Son todo proteína.
Entró con Madre en la cabina de la camioneta, y los demás subimos a la trasera. Mientras cruzábamos Springfield, oía una voz vibrando en la ventanilla posterior. Cuando nos detuvimos en la carretera para echar gasolina, seguía hablando. Se veía el río, lleno y veloz, las orillas cubiertas de árboles inclinados. Pero era tan gris como el agua del baño, y en la espuma de las fábricas había peces muertos de vientre blanco.
La puerta de la cabina se cerró ruidosamente.
—Un pavo, diez centavos el galón —decía Padre al empleado de la gasolinera, que le miraba sin salir de su asombro.
El empleado tenía una vela húmeda en cada orificio nasal y un letrero en la camiseta que decía «Fred».
—En un año ha doblado el precio. Así que dos veinte al año que viene y probablemente cinco un año más tarde, si hay suerte. Pues, qué bien. ¿Sabe cuánto cuesta producir un barril de crudo? Quince dólares, eso es todo. ¿Cuántos galones por barril? ¿Treinta y cinco? ¿Cuarenta? Calcúlelo usted mismo. Oh, se me olvidaba, usted solo trabaja aquí.
—No me eche a mí la culpa. Culpe al Presidente —dijo el empleado, y siguió echando gasolina en nuestro depósito.
—Fred —dijo Padre—, no culpo al Presidente. Él hace lo que puede. Culpo a las compañías petrolíferas, la industria de automóviles, las grandes empresas. Los árabes. Palestinos. ¿Sabe lo que en realidad son? Filisteos. Es la misma palabra, compruébelo. Y, Fred, me culpo a mí mismo por no haber dado con un método más barato para extraer petróleo de pizarra. En este país tenemos trillones de toneladas de depósitos de pizarra.
—No hay nada que hacer —dijo Fred, e inhaló las velas de la nariz—. Tendremos que seguir pagando.
—Yo sí puedo hacer algo —dijo Padre—. No pienso pagar más.
—Son ocho dólares y cuarenta centavos —dijo Fred.
Por un instante me pareció que Padre no iba a pagar, pero sacó su billetera y fue contando el dinero y depositándolo en la sucia mano de Fred, mientras nosotros observábamos desde la trasera de la camioneta.
—No, señor, no pienso volver a pagar —dijo Padre—. Voy a hacerle una pregunta. Viendo cómo están las cosas, ¿nunca se pregunta qué va a ocurrir en el futuro?
—A veces. Oiga, estoy bastante ocupado.
Bizqueó, se encogió de hombros y se alejó de espaldas. Acosado.
—Yo me lo pregunto todo el tiempo. Y me digo que no puede seguir así. Un dólar vale veinte centavos.
—Peor están en Nueva Jersey —dijo Fred—. Tengo un primo ahí. Tienen racionamiento desde enero.
—¡Ahí fuera hay todo un planeta! —exclamó Padre, señalando con el dedo cortado.
El empleado dio otro paso atrás, asustado por el dedo.
—Hay zonas del mundo que siguen vacías —dijo Padre—. La mayor parte está deshabitada. ¿Usted come espárragos alguna vez?
—¿Cómo dice?
—¿Sabe por qué están tan caros los espárragos, todas las verduras, en definitiva? Porque los granjeros acumulan la producción hasta que suben los precios. Entonces, la sacan al mercado. Cuando saben que tienen cogidos por la garganta a los consumidores. Podían venderse a mitad de precio y aún hacerse ricos. No lo sabía, ¿verdad? Los tipos que lo cortan ganan un dólar por hora, trabajadores no sindicados, simplemente salvajes y cazadores con lanza que los sacan del suelo de un tirón. Cultivarlo es facilísimo. Dios hace la mayor parte del trabajo. La próxima vez que se coma un espárrago, acuérdese de lo que acabo de decirle. Las compañías petrolíferas hacen lo mismo, acumular el producto hasta que el precio sube. No quiero nada de ellos. ¿El trigo? ¿Los cereales? ¿El grano? Se lo regalamos a los rusos para mantener altos los precios locales, cuando podríamos con la misma facilidad convertirlo en alcohol para gasohol. Mientras tanto, pagar, pagar, y que los niños coreanos nos fabriquen sacos de dormir, y equipar al ejército con mochilas chinas. Nadie pregunta dónde…
Al mencionarse las mochilas chinas, Fred dijo:
—Oiga, tengo clientes esperando.
—No le quito más tiempo, Fred —Padre le dio un apretón de manos—. Pero acuérdese de lo que acabo de decirle.
Una vez en la carretera, Padre asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
—¿Le puse en su sitio? ¡Vaya si le puse!
Había capullos en algunos árboles, diminutas hojas pálidas en otros, y un dulce suspiro de primavera en el aire. En algunos pastizales, las vacas estaban inmóviles como estatuillas, y, bajando hacia la carretera, se veían unos manzanos pequeños y redondos rebosantes de flores blancas. Yo notaba que Padre seguía enfadado por su forma de conducir, pero entre tanta belleza —los delicados árboles rodeados de un aire con dulce aroma de flores, el sol en los prados— no comprendía qué pasaba, ni por qué gritaba tanto. Atajó por una carretera vecinal justo antes de llegar a Northampton. Vimos manojos de flores silvestres amarillas y el color sangre brillante de un cardenal, como un corazón latiendo en las costillas de un arbusto.
—Cuando vayamos de camping —dijo Jerry—, tendré mi tienda y no te dejaré entrar.
—Papá no ha comprado tiendas —dije.
—Yo también voy a ir de camping —dijo Clover.
—No te gustará ir de camping —dijo Jerry—. Llorarás. Y April también.
—No creo que vayamos de camping —dije yo.
—Entonces ¿para qué son todas esas cosas? —preguntó Jerry. Estábamos agazapados en la trasera de la camioneta, rodeados de bolsas de papel y de cajas—. ¿«Dónde» vamos?
—Nos vamos de aquí, eso es todo —después que lo dijera, me lo creí.
—Esto me gusta —dijo April—. No quiero irme. Lo que más me gusta es el verano.
—Charlie no sabe nada —dijo Jerry—. Es un burro. Por eso le picó la hiedra.
—Le he visto rascarse —dijo Clover.
—Es como una enfermedad —dijo April—. ¡Apártate… no quiero coger tu enfermedad!
No soportaba tener que ir allí sentado con aquellos niños tontos e ignorantes, y la disparatada forma en que Padre conducía entre las hermosas colinas, y los prados, sembrados con flores tan relucientes que no habían perdido un solo pétalo, me hacía pensar que en cualquier momento nos aplastaríamos contra un muro de ladrillo. Esperaba algo repentino y doloroso, porque en los últimos días todo había sido muy extraño. Los niños no lo sabían, pero yo había estado con Padre, le había oído hablar sin que él lo supiera y había visto cosas que no concordaban con lo que yo sabía. Incluso cosas familiares, como aquel espantapájaros… lo habían levantado como un demonio y me había aterrorizado.
—Nos va a pasar algo —dije.
—Me siento rara cuando dices eso —dijo Clover.
No les conté lo que se me había ocurrido mientras Padre compraba en Springfield. Padre era un hombre decepcionado. Estaba furioso y asqueado. Pero, si se proponía hacer algo drástico, se ocuparía de nosotros. Siempre entrábamos en sus planes.
Cuando llegamos al pueblo llamado Florence, paró a un lado de la carretera y gritó:
—Charlie, ven conmigo. Los demás quedaos donde estáis.
Ya habíamos estado allí, hacía poco más de un mes, comprando semillas. Hoy volvimos al mismo almacén de semillas. Dentro del almacén, la atmósfera era seca y sutil. Olía a bolsas de arpillera. Y el polvo de las semillas y las vainas se insertaba en mi sarpullido y despertaba el picor.
—Ustedes otra vez.
La voz venía de detrás de una fila de gruesos sacos. Salió un hombre, sacudiéndose el polvo del delantal. Tenía arrugas profundas en la cara y su mirada se posó de inmediato en mi sarpullido.
—Mr. Sullivan —dijo Padre, entregándole un papel—, necesito cincuenta libras de cada una de éstas. Híbridos, las variedades de mayor rendimiento que tenga y, si están tratadas contra el mildiú, mejor que mejor. Las quiero selladas en bolsas impermeables, de las robustas. Las necesito hoy. Es decir, ahora mismo.
—Sí que va usted al grano, Mr. Fox —el hombre sacó unas gafas del bolsillo del delantal, sopló en los cristales y, tras ponerse las lentes, examinó el papel—: Puedo hacerlo —miró a Padre por encima de las lentes—. Pero usted y Polski van a tener mucho trabajo si pretenden sembrar toda esta semilla. ¿No le parece un poco tarde?
—En Australia es invierno —dije Padre—. En Mozambique están recogiendo calabazas, y en Patagonia recogen las hojas con rastrillo. En China se están poniendo el pijama.
—No sabía que los chinos llevasen pijama.
—No llevan otra cosa —dijo Padre—. Y, en Honduras, están todavía labrando.
—¿Cómo dice?
Pero Padre hizo caso omiso de él. Estaba escogiendo sobres en un estante de semillas de flores marcado Burpee.
—Dondiego de día —dijo—. Les encanta el sol, y me recordarán Dogtown.
Entre sacos de semillas, bolsas y cajas de equipo para camping nos quedaba muy poco sitio a los niños en la trasera de la camioneta. Me espantaba la carga que nos esperaba, pero, al llegar a casa, Padre dijo:
—Dejadlo todo donde está. Le echaré una lona impermeable encima por si llueve.
—Papá, ¿vamos a algún lado? —preguntó Clover.
—Claro que sí, bollito.
—¿De camping? —preguntó Jerry.
—Más o menos.
—Entonces, ¿por qué no estamos haciendo las maletas? —preguntó April.
—El hecho de que no hagamos las maletas no significa que no vayamos a ningún lado. ¿Has oído hablar alguna vez eso de viajar ligeros? ¿Alguna vez eso de dejarlo todo y largarse?
Yo estaba en la cocina, con Madre, escuchando. Pregunté:
—Mamá, ¿de qué habla? ¿Adónde vamos?
Se acercó a mí, me cogió la cabeza y la apoyó en la pechera de su delantal.
—Pobre Charlie —dijo—, cuando algo te ronda por la cabeza pareces un viejito. No te preocupes, todo irá bien.
—¿Adónde? —pregunté otra vez.
—Papá nos lo dirá cuando esté preparado —dijo.
¡No tenía ni idea! Sabía tan poco como nosotros. En ese momento me sentí muy cerca de ella; en mi sangre había una solución de amor y tristeza. Pero había algo más, porque ella estaba perfectamente serena. Su lealtad a Padre me dio fuerzas. Aunque no eliminó nada de mi tristeza, su fe me hizo creer y me ayudó a compartir su paciencia. Y, sin embargo, la compadecí, porque me compadecía a mí mismo por no saber realmente más de lo que sabía.
Por la tarde, Padre parecía relajado. No hizo el menor ademán de trabajar. Se pasó dos horas al teléfono, cosa muy rara (no su forma de catequizar, sino el tiempo).
—¡Le hablo desde Hatfield, Massachusetts! —gritaba al teléfono, como si estuviera pidiendo auxilio.
Normalmente habríamos estado en la camioneta, recorriendo la granja, pero esa tarde estábamos libres. Nos mandó a jugar y a montar en bicicleta y, cuando acabó en el teléfono («¡Estamos de suerte!»), se metió en su taller y recogió sus herramientas, sin parar de silbar un instante.
A eso de las cuatro entró en la casa. Al poco rato salió con un sobre en la mano. Seguía silbando. Me dijo que se lo llevara a Polski.
Cuando llegué, Polski estaba regando su jeep con la manguera, las manos protegidas por manoplas de goma.
—Tu sarpullido tiene mejor aspecto —dijo—. ¿Tienes algo para mí?
Le entregué la carta. Cerró la manguera y dijo:
—Pensaba darte veinticinco centavos por lavar el jeep, pero esta mañana no te he visto por ningún lado.
Abrió el sobre y extendió el brazo para leer la carta. Vi en ella las audaces curvas de la hermosa escritura de Padre, un mensaje corto. Me dolía que Padre, al no permitirme asistir a la escuela, impidiera que aprendiese a escribir como él. Yo sabía que había aprendido su elegante caligrafía en la escuela, y cada vez que la veía me sentía débil y estúpido.
Polski había empezado a escupir y suspirar.
—¡Maldita sea! —dijo—. Conque esas tenemos…
El color de su rostro era gris de carne vieja. Yo quería marcharme, pero él me dijo:
—Ven aquí, Charlie. Quiero decirte algo. ¿Quieres una galleta? ¿Y un buen vaso de leche?
Dije que bueno, aunque habría preferido los veinticinco centavos por lavar el jeep o simplemente permiso para marcharme, porque la actitud amistosa de Polski, como la de Padre, siempre llevaba aparejada una pequeña conferencia. Subimos al porche. Me hizo sentarme en la mecedora y dijo:
—Ahora mismo vuelvo.
Miré por encima de los campos de espárragos, y vi el río y los árboles bajo la dorada luz de la tarde. Nuestra casa, pequeña y solemne, reposaba en su rectángulo de jardín. Tenía el techo de oro, y el techo del porche era una ceja y la pintura tan blanca como la sal.
Polski apareció con un vaso de leche y un plato de galletas de chocolate cortadas como patatas fritas. Bebí un poco de leche y cogí una galleta.
—Coge otra —dijo—. Coge todas las que quieras.
Entonces, supe que la conferencia iba a ser larga.
Me observó mientras me comía dos galletas. Parecía hacerle gracia la forma en que las masticaba, y sentí como si el crujido me saliera por las orejas.
—Hace tiempo que quería decirte algo, Charlie —dijo. Se detuvo y se acercó a mí, también sentado en la mecedora, tan cerca que tuve que dejar el vaso de leche—. Tu padre cree que soy tonto —dijo.
Yo no dije nada. Lo que él decía era una verdad a medias, y la verdad entera era peor.
Respondió a mi silencio asintiendo con un movimiento de cabeza, como si lo tomara por una afirmación, adoptó un gesto de boca entre la sonrisa y la admonición, y dijo:
—Mucho antes de que tú nacievas, en Massachusetts, ahorcaban a los asesinos convictos. Suena hovible, pero la mayovía lo mevecía. Había por aquí un hombre, de nombre Mooney. Le llamaban Avaña Mooney, supongo que te figurarás por qué…
Yo no me figuraba por qué le llamaban así, pero tenía en la cabeza la imagen de un hombre peludo a cuatro patas, con los ojos negros y saltones. Polski seguía hablando.
—… vivía con su padre. Nunca fue a la escuela. No era mucho mayor que tú cuando empezó a robar, primero cosas pequeñas en la tienda de baratillo, después cosas más grandes. Se acostumbró a ello. Se convirtió en un ladrón. ¿Te he dicho ya que su padre estaba un poco tocado de la cabeza? Pues sí, lo estaba. Completamente chiflado. Shock de bombardeo, según decían. Si le gritabas o metías mucho vuido, se caía Se desplomaba como un ladrillo. Y tenía unas ideas muy locas. Menudo padre, ¿verdad? Cuando Avaña tenía unos veinte años, mató a un hombre. No sólo le mató, le cortó el cuello con una navaja de afeitar. Casi le cortó la cabeza a aquel tipo, un tipo de color, sólo le colgaba de un pedacito de piel. La policía le pescó enseguida, ¡sabían dónde buscar! En la casa de su padre, ¡cómo no! Mooney fue condenado a muerte. A la horca.
Polski levantó de repente la cabeza y dijo:
—Me parece que la lluvia viene hacia aquí.
Permaneció completamente inmóvil, mirando al espacio, durante todo un minuto antes de reemprender su historia. Ahora, miraba fijamente hacia nuestra casa, y la casa parecía devolverle la mirada.
—El día de la ejecución, a Mooney le ataron las manos y le condujeron al patio de la prisión. Era la vieja prisión de la calle Charles, en Boston. Las seis de la mañana. Ya sabes lo mal que se siente uno a las seis de la mañana. Pues así se sentía Mooney, peor, porque sabía que en unos minutos estaría bailando de la cuerda. Le llevaron caminando hasta el patíbulo. Se detuvo al pie de las escaleras y dijo: «Quiero decirle algo a mi padre».
—¿Su padre estaba ahí?
—Sí, señor —Polski volvió hacia mí sus ojos color molusco—. Su padre estaba presente. Era una especie de testigo, pariente cercano, ya sabes. Y Mooney dice: «Traerle aquí, quiero decirle algo». Y tuvieron que concederle su última voluntad. Tenían que conceder lo que quisiera el condenado, fuera lo que fuera. Si pedía pastel de frambuesas y estaban en enero, tenían que conseguirle una vebanada, aunque hubiera que mandarlo desde Florida. Mooney pidió hablar con su padre. El padre se acercó. Mooney le mivó. Le dijo: «Acércate un poco más». El padre se acercó unos pasos más. «Quiero decirte algo al oído», dice Mooney. El padre se puso a su lado, y Mooney se agachó y acercó la cabeza a la de su padre, como haces cuando le hablas al oído a alguien. Entonces, de repente, el padre soltó un grito capaz de despertar a un muerto y se echó atrás tambaleando, con las manos en la cabeza y sin pavar de gritar.
Polski dejó que aquello calara hondo, aunque yo esperaba oírle gritar para enseñarme cómo había sonado.
—¿Qué le había dicho el hijo? —pregunté.
—Nada.
—Pero entonces, ¿por qué gritaba el padre?
Polski se pasó la lengua por los dientes.
—¡Porque Mooney le había avancado la oreja de un mordisco! —dijo—. Todavía la tenía en la boca. La escupió y entonces dice: «Eso es por haberme hecho lo que soy».
Vi los labios húmedos de Mooney, la sangre resbalando sobre su barbilla, la orejita arrugada en el suelo.
—Le avancó la oreja de un mordisco a su viejo —dijo Polski.
Se puso en pie.
—«Eso es por haberme hecho lo que soy.»
No me moví de la temblorosa mecedora. Polski había terminado, pero yo quería oír más. Quería una conclusión. Pero la historia había llegado a su fin. Me quedé con la imagen del viejo arrodillado sujetándose la cabeza, y Mooney esperando al pie del patíbulo, y la oreja gris en el suelo como una lámina de cartílago marchito.
—Tu padre es el hombre más intolerable que he visto en mi vida —dijo Polski—. Es un constante dolor de cabeza de la peor especie, un sabelotodo que a veces acierta.
Después, mientras le temblaba todo el serrín que llevaba dentro, añadió:
—Me he dado cuenta de que es peligroso. Díselo, Charlie. Dile que es un hombre peligroso, y que un día de éstos va a conseguir que os matéis todos. Dile que te lo dije. Ahora termina la leche y lárgate.
Cuando llegué de vuelta a casa, Padre estaba sentado en su silla hidráulica. Fumaba un puro a grandes bocanadas. Una nube de humo flotaba como si fuera satisfacción sobre su rostro sonriente. Apartó el humo con la mano.
—¿Qué ha dicho? —Nada.
Padre siguió sonriendo. Negó con un movimiento de cabeza.
—De verdad —dije.
—Mientes —dijo en voz baja—. No importa. Pero ¿a quién tratas de proteger? ¿A él o a mí?
Me ardía la cara. Miré fijamente al suelo.
—En veinticuatro horas nada de esto importará —dijo Padre.