10

Siete pelícanos de plumas oscuras y moteadas volaban bajo sobre el verde mar, formados como un escuadrón de tijeras de podar.

—Detesto esos pájaros —dijo Padre.

También había gaviotas y buitres.

—En las costas algo hay que atrae a los carroñeros —añadió.

En la playa había una vaca y en el muelle vagonetas de ferrocarril. El pueblo de La Ceiba era bajo y tenía un aspecto amarillo y apiñado. Cientos de hombres recibieron nuestro barco, pero no para darnos la bienvenida, sino para discutir entre sí. Todo era anticuado. «Podéis pasar, chicos. Llevad vuestras mochilas», dijo Padre, pero estábamos tan alarmados por el ruido y el calor que esperamos a que acabara su conversación con el oficial portuario y cargara sus herramientas y sacos de semillas en la carreta de un negro. Entonces, le seguimos con Madre, quien parecía estar conteniendo el aliento.

Los Spellgood, siempre cantando sus himnos, fueron recibidos por una tropa de pequeñas coristas negras vestidas de rosa y cubiertas con sombreros de paja echados hacia atrás. Los Bummick se fundieron en abrazos con gente que tenía exactamente el mismo aspecto que ellos: un niño, una mujer y dos ancianos vestidos de caqui. Había lanchones de madera a motor amarradas al muelle, y en ellas cargaban cajas de sopa deshidratada y sacos de arroz. En lugar de cabinas tenían toldos de lona, y nombres como «Little Haddy» y «Lucy» y «Island Queen».

Nunca había visto a tanta gente sin hacer otra cosa que estar sentada o de pie llamando a nombres. Pero donde el muelle se unía a la carretera principal vendían cestos de fruta y bolas de grasa envueltas en hojas verdes. Había una negra gruesa, con un vestido desgarrado y una cacatúa blanca posada en el hombro. Calzaba zapatillas azules sucias y vendía naranjas. Padre compró seis naranjas y nos preguntó:

—¿Cuánto costaban éstas en el centro comercial de Springfield?

—Treinta y nueve centavos cada una —dijo Clover.

—Pues acabo de comprar seis por veinticinco. Me parece que no nos hemos equivocado.

Padre se introdujo entre el gentío, y Madre dijo:

—Me encanta verle feliz. Mirad cómo va.

Se encaminó rápidamente hacia la playa, y, cuando le alcanzamos dijo:

—No puedo imaginar a nadie invadiendo este pueblo. Realmente no puedo imaginar lanchones de desembarco en esta playa. ¿Puedes tú, Madre?

—¿Para qué iban a tomarse el trabajo de hacerlo?

—A eso me refiero.

Dijo que quería bajar y sentir la arena entre los dedos de los pies. El negro se quedó en la carretera, con nuestras pertenencias en la carreta. Tenía aspecto de estar acostumbrado a esperar. Pasamos junto a un edificio bajo y alargado, situado de cara al océano. Delante del mismo, en la playa, un muchacho armado de un rifle observaba a otros dos muchachos que cavaban un hoyo profundo en la arena. Padre dijo que los que cavaban eran presos: el edificio bajo era la Prisión Central.

—En los Estados Unidos, los que están entre rejas se pasan el tiempo viendo la tele, o sea que no me vengáis otra vez con la historia de que cavar es un tormento. Entierran sus agravios, eso es todo.

La vaca se aproximaba lentamente a unas chozas, hundiendo las pezuñas en la arena marrón. En mi vida había visto una vaca tan huesuda ¿y qué hacía allí una vaca? A poca distancia, un perro roía un cráneo que parecía originario de otro perro. El mar era marrón, las olas perezosas depositaban botellas de plástico, harapos y cocos cortados a machete en la arena negruzca. Apoyado en la barandilla del Unicorn, aquella playa me había parecido deslumbrantemente blanca, pero, cerca de los presos cavando, de la vaca y del perro que gruñía al cráneo, todo ello unido a un aire apestoso, la atmósfera era la de una plana selvática, costrosa y demente. Padre se había referido a ella como la Costa de los Mosquitos. Era un buen nombre. Algunas personas descalzas nos observaban, pero nadie nadaba en el agua. Playa abajo, un hombre lanzó a las pequeñas olas una red redonda y flexible. Después la sacó, agitó los plomos y la sujetó con los dientes mientras la desenredaba. Y volvió a lanzarla. Le vi hacerlo ocho veces, y no sacó ni un pececillo. Era más lavar que pescar. Oíamos voces en el muelle y el choque metálico de los aguilones del barco. El Unicorn descansaba amarilleando con el sol poniente. Lamenté no encontrarnos aún a bordo.

Caminamos pesadamente, por detrás del hombre de la red, hasta el lugar donde las chozas se amontonaban junto a la playa. Aunque no eran mejores que leñeras y no habrían servido de gallineros por tener las planchas de madera sueltas y unos techos con aspecto de dejar pasar el agua, en ellas vivía gente. Seres humanos, cocinando y durmiendo. Vi sus fuegos y sus hamacas. No era fácil caminar, debido a las chozas. De la puerta trasera de cada una de ellas salía un surco de agua negra que atravesaba la arena, limo, espuma y cosas peores depositadas en el mar. La playa era un basurero, y el mar su cloaca.

—Allie, ya he visto bastante —dijo Madre.

Pero, cuando regresábamos al crepúsculo hacia la carretera y nuestra carreta, oímos música. Vimos a un muchacho con una flauta que se acercaba tambaleándose a nosotros. Tocaba los trinos de una canción de anochecer. Proyectaba un dulce conjuro sobre la playa, tan azul púrpura como el cielo sobre el mar. Era una canción extraña, una melodía irregular que endulzaba el aire como las gotas de lluvia. El muchacho era una sombra, y su flauta no era mayor que una ramita, pero la canción nos invitaba a permanecer un poco más en la Costa de los Mosquitos. Había en ella una promesa y una súplica, licuada como la inundación de gorjeos de una oropéndola en un árbol frondoso.

Después, apareció y se oyeron voces agudas procedentes de la súbita oscuridad. Sentí miedo. Estábamos tan lejos de casa… Padre y Madre caminaban unos pasos más adelante, cogidos de la mano y hablando en susurros. Los chicos seguíamos. Yo pensé ¿y ahora qué?

—Es un asco —dijo Jerry—. Apesta, es una guarrada, creo que lo odio.

—Que no te oiga —dije yo.

Entramos en el pueblo de noche, bajo una luna brillante y ojerosa, y todo era mágico: los halos de las viejas farolas, los sólidos edificios, el refugio de los árboles, las calles semidesiertas y el suspiro del tráfico. Fuimos a un hotel, y el pueblo parecía de terciopelo desde nuestra habitación. Me imaginé el lugar entero hecho de almohadones verdes, tétricamente silenciosos y frescos. Soñé con prados de hierba y rodé sobre ellos, extendí los brazos y volé en una luz mantecosa sobre lugares que conocía. Volaba a menudo en sueños, no muy alto, pero lo bastante alto como para que la gente tuviera que levantar la cabeza para mirarme. Fue una hermosa noche y, como final del tormentoso viaje marítimo, igual que regresar a casa.

Pero por la mañana, unos pájaros cuyo nombre desconocía gimoteaban tras las ventanas, y, en la oscuridad de la polvorienta habitación, destacaban los rayos de sol penetrando por las persianas. Abrí las persianas y vi que la luz solar había reventado el pueblo. Estaba agrietado y descolorido y atestado de gente que gritaba más fuerte que los relinchos del caballo de la carreta. Ya no había magia, ni siquiera algo familiar. Los olores y los sonidos eran una discusión de idiotas que yo no podía solventar, y hacía tanto calor que se olía la vieja pintura de la repisa de la ventana. Me habían engañado y detestaba verlo. Nos había costado tanto llegar hasta allí. Aunque nos fuéramos de inmediato, pasarían días antes de estar de vuelta en nuestra propia casa.

Madre y Padre estaban en otra habitación. Los chicos mirábamos por nuestra ventana al pueblo repleto de tiendecillas. Al otro lado del parque de las palmeras, donde había hombres con sombrero, de pie, sin hacer nada, se veía una pesada iglesia encalada. La música de radio era tan fuerte en la calle (¡la calle!) que el ruido parecía calentar el aire. Recordé la miserable playa, los niños presos cavando en la arena con sus palas, uno de ellos metido hasta los hombros en el agujero. Yo esperaba árboles, jungla, silencio y pájaros fugaces. Padre nos había prometido algo mejor que nuestra casa, no ese lugar polvoriento. Era como una pesadilla de una ruina de verano, un pueblo deteriorado por la luz del sol.

Todo el hotel olía a sus alfombras y su cocina. Aunque la habitación donde habían embutido nuestras cuatro camas era una celda vacía, en una de las paredes había un cuadro de color, probablemente cortado de un calendario de estación de servicio, de una escena de Nueva Inglaterra: bosque, un estanque donde se reflejaba una montaña verde, una canoa roja en el estanque. Quien lo hubiera recortado y pegado al marco sabía que era más bonito que aquel pueblo.

—Parece el Lago Wyola —dijo Jerry.

Padre nos hizo levantarnos. Sopló humo de puro en la habitación y dijo que se moría de hambre.

—Sigue contento —dijo Clover.

Pero, al acercarnos al comedor del hotel para desayunar, oímos cantar «bendecid, Señor, los alimentos…». Eran los Spellgood, que también residían en el hotel, cantando con las cabezas inclinadas sobre sus platos. Emily paró de rascarse al verme. El comedor del hotel era como el comedor del Unicorn, los Spellgood en dos mesas, nosotros en la nuestra, y, en otras mesas, trabajadores de la compañía frutera, todos iniciando el desayuno.

—¡Usted por aquí, Mr. Fox! —dijo el Reverendo Spellgood—. Parece que el buen Dios pretende, después de todo, ponernos en el mismo equipo. Si se queda en la zona algún tiempo, recoja a su familia y háganos una visita. Nos encontrará en Guampu, trabajando para el Señor.

—El Señor no me ha dicho nada de Guampu —respondió Padre—. Y ojalá se pusiera en contacto conmigo. Podría darle algunos consejillos si está planeando otros mundos. La verdad es que en éste se hizo un lío.

—Amigo mío, queda mucho trabajo por hacer —dijo tristemente el Reverendo Spellgood.

—Ya me he dado cuenta.

—Hasta ahora no me ha dicho qué proyecta hacer aquí —dijo el Reverendo Spellgood.

—Tiene toda la razón, Gurney, hasta ahora no se lo he dicho.

Dicho lo cual, Padre se sentó y empezamos el desayuno, compuesto por puré de frijoles, como arcilla roja, un cubito de queso de cabra húmedo y un montón de tortillas calientes.

—Nos vamos de aquí.

—¿Del pueblo? —preguntó Madre.

—Del hotel. La mitad de la gente que hay aquí lleva pistola. Hasta el viejo Gurney la lleva, una pistola debajo de la camisa. Vestido de armadura por el Señor. He estado ahí fuera. No hay más que soldados y limpiabotas. No sé qué es peor, si ellos o los misioneros.

Emily Spellgood me miraba fijamente desde el otro lado de la habitación.

—No veo razón para demorarnos —dijo Madre—. Ya podíamos estar en la carretera.

—No hay ninguna carretera, eso es lo bonito de este país —dijo Padre—. Pero no somos los Robinsones suizos, y tampoco colonos usurpadores. Voy a comprar un pedazo de tierra, al contado. No quiero que ninguno de estos pistoleros me expulse por el fondillo de los pantalones o me robe el alma a punta de pistola. Así, estaremos solos, y no me importa si… Dios mío, ahí viene otra vez.

Era el Reverendo Spellgood conduciendo a su familia en su salida del comedor. Guiñó un ojo a Padre y dijo:

—Guampu.

Emily se situó disimuladamente detrás de mi silla y susurró:

—Charlie, voy al cuarto de baño.

—¡Charlie se ha puesto rojo! —dijo Jerry.

Nos cambiamos ese mismo día, bajo el azote de la lluvia, a un hotel llamado La Gardenia, situado en el extremo oriental de La Ceiba, en un camino arenoso próximo a la playa. La lluvia siguió cayendo violentamente, arrancando las hojas de los árboles. Era vertical, ruidosa, espesa y gris, y paró tan bruscamente como había empezado. Después, hubo sol y vapor, y retornaron los olores.

La Gardenia era un edificio de dos plantas y fachada de estuco, donde las grietas asomaban a través de la descolorida pintura verde. Tenía un porche alargado que daba al mar, proporcionándonos una buena vista del muelle, donde el Unicorn seguía amarrado. Aquel barco era mi esperanza. Las voces de los hombres y el estruendo de las cintas transportadoras y las vagonetas de cargas saltarinas nos llegaba por encima del agua. De día, éramos los únicos habitantes de La Gardenia, pero, por la noche, justo antes de irnos a la cama, varias mujeres se sentaban en los sillones de mimbre del porche y bebían Coca-Cola. Más tarde, se escuchaban música y risas, y, desde nuestra habitación, oía voces de hombres y gritos y portazos, y a veces ruido de cristales rotos. Nunca llegué a ver a aquella gente, aunque a menudo me despertaron fuertes pisadas, gritos y chillidos. Por la mañana, todo estaba callado. La única persona que se veía era una anciana que hacía una pila de escombros con su escoba y se la llevaba en un cubo.

El director del hotel era un italiano llamado Tosco. Llevaba una pulsera de plata y nos pellizcaba demasiado fuerte las mejillas. Había vivido en Nueva York. Decía que era un infierno.

—Le entiendo perfectamente —decía Padre.

A Tosco le gustaba Honduras. Era bonito y barato. Decía que allí podía hacerse lo que uno quisiera.

—¿Qué tal es el Presidente? —preguntó Padre.

—Es igual que Mussolini —dijo Tosco.

El rostro de Padre se ensombreció al oír aquel nombre; antes de que la sombra de la palabra se desvaneciera, preguntó:

—¿Y cómo era Mussolini?

—Duro —dijo Tosco—. Fuerte. Nada de bromas —cerró el puño y lo blandió bajo el mentón de Padre—. Así.

—Entonces más le vale no ponerse en mi camino —dijo Padre.

Padre pasaba parte del día en el pueblo, y, mientras tanto, Madre nos daba clases en la playa, bajo cielos tormentosos. Era como jugar. Escribía con un palo en la arena húmeda, poniéndonos a resolver problemas aritméticos o a deletrear palabras. Nos enseñaba los diferentes tipos de formaciones nubosas. Si tropezábamos con un pez muerto, lo abría con un palo y nos decía como se llamaban sus órganos. Bajo las palmeras crecían flores; ella las cogía y nos enseñaba cómo se llamaban sus diversas partes. En Hatfield estudiábamos en casa para no tropezar con el Controlador de Novillos, pero yo prefería aquellas lecciones al aire libre donde estudiábamos todo cuanto encontrábamos en la playa.

Ella no era como Padre. Padre nos daba conferencias, y ella jamás soltaba un discurso. Cuando él estaba presente, le prestaba toda su atención, pero, cuando estaba en el pueblo, era toda nuestra. Respondía a todas nuestras preguntas, incluso las más tontas, como ¿de dónde sale la arena? y ¿cómo respiran los peces?

Por lo general, cuando regresábamos a La Gardenia, Padre estaba en el porche con alguien del pueblo. «Este es Mr. Haddy» decía. «Es un tipo estupendo.» Y el hombre de piel de ciruela se levantaba y nos saludaba con voz gangosa. No había nada que Juanita Shumbo no supiera sobre la cría de pavos; era una anciana negra con ojos enrojecidos. Mr. Sánchez había chapoteado por todo el Patuca, arriba y abajo; era diminuto, marrón, y tenía el bigote torcido. Mr. Diego hablaba el zambu como un nativo, decía Padre, e instaba al hombre a escupir un saludo en zambu. Había muchos más, y todos escuchaban atentamente a Padre. Eran respetuosos, y todos, sentados y nerviosos en sus sillas puestas al sol, parecían mirarle admirados.

—Es maravilloso con los extraños —decía Madre.

Pero los extraños me inquietaban, pues no tenía una idea clara de los planes de Padre, ni de lo que aquella gente tenía que ver con ellos. Ojalá hubiera tenido el coraje de Padre. Como me faltaba, me colgaba de él y de Madre, pues cuanto había conocido de confortable me había sido arrebatado. Los otros niños eran demasiado jóvenes para darse cuenta de lo lejos que estábamos de casa. Todo el pasado, salvo el Unicorn, se había borrado.

Una tarde, al regreso de la playa, vimos a Tosco en el hotel, hablando con su Chevrolet. Le hacía preguntas y le llamaba cosas feas. Se ponía delante de la parrilla del radiador, lo abofeteaba, finalmente lo hizo tambalearse de una patada.

—Es idiota —dijo, moviendo el pie dolorido—. No quiere andar. Me odia.

—Mi marido lo arreglará.

Y, aquella noche, con uno de sus nuevos amigos —era Mr. Haddy—, Padre lo arregló. Dijo que las máquinas tenían cuerpo, pero no cerebro. Mr. Haddy le miró fijamente, como si Padre hubiera dicho algo muy sabio. Tosco quedó tan agradecido por la reparación que nos dijo que podíamos usar el coche siempre que quisiéramos. Al día siguiente, Madre dijo que quería darnos un paseo en coche, mientras Padre estaba ocupado en el pueblo. Tosco preguntó si íbamos a Tela. No, dijo Madre, íbamos hacia el Este, camino de Trujillo. Tosco se echó a reír. Al entregar las llaves a Madre, dijo:

—Volverán pronto.

—¿Qué camino cojo?

—No hay más que uno.

Atravesamos el pueblo, e inmediatamente me apercibí de que era por un lado más rico y por otro más pobre de lo que había pensado. Había corrales de gallinas como las chozas de la playa, pero también casas grandes y céspedes verdes. Las mejores casas estaban rodeadas de verjas. Eso fue lo que más me extrañó, porque el valle de Connecticut era una tierra sin más cercados que los utilizados para las vacas y los caballos. Me recordó lo que el capitán Smalls había dicho sobre Honduras, que era como un zoológico, sólo que los animales estaban fuera y la gente dentro de las jaulas. Pero de momento estábamos fuera.

Por el camino del pueblo llegamos a la carretera principal, aplanada, y doblamos a la izquierda. No habíamos recorrido media milla cuando la carretera empezó a llenarse de baches y piedras partidas. Más adelante, había un puente sobre un río. Era un puente ferroviario, pero no había otro. Los coches pasaban por turnos. Madre esperó y después cruzó por los tablones y raíles del puente, construido con vigas. Por debajo de nosotros, las mujeres lavaban ropa en el río, que allí era de color cacao.

Al otro lado del puente, la carretera desaparecía por completo. Era primero un vasto charco de barro que se filtraba por el marco de la portezuela, después una pista estrecha, y finalmente nada parecido a una carretera, simplemente el lecho seco de un río donde las rocas eran más altas que nuestro parachoques delantero.

—Fin del trayecto —dijo Madre.

Estábamos a una milla de La Gardenia.

Probamos otras carreteras. Una terminaba en la playa, otra en la orilla de un río —el mismo río de antes—, una tercera se transformaba en cantera, parte de una montaña. Al final de dos de las carreteras, unos perros famélicos y ladradores saltaban sobre nuestras ventanillas. Era un pueblo de caminos sin salida.

—No tengo intención de darme por vencida tan fácilmente —dijo Madre.

Nos dirigimos hacia Tela, por la carretera del Oeste. Las laderas de las montañas estaban cubiertas de esbeltas palmeras, y, más abajo, allí donde el terreno era llano, había plantaciones de bananos y toronjales y campos de puntiagudas piñas. Madre detuvo el coche para que pudiéramos estudiar el crecimiento de los plátanos, pero, al bajarnos, vimos un grupo de buitres en la hierba alta del arcén. Eran calvos y observaban a un perro que mascaba las costillas rosadas de una vaca muerta. El perro se había abierto camino a mordiscos por debajo de la superficie de piel plegada. Madre dijo que debía ser una vaca atropellada por un coche y después apartada a un lado de la carretera, sobre la hierba. A cada poco, un buitre salía a saltos del grupo —había veintitrés en la congregación— y picoteaba los pedazos de carne colgante tratando de arrancarlos. Pero el perro, gruñendo sin dejar de masticar, mantenía a los buitres a la expectativa, y aquellos pájaros de espantoso aspecto se limitaban principalmente a mirar fijos, como brujas con birrete. Sus alas eran como faldas arrastradas por el suelo.

Más adelante, en la misma carretera, vimos un perro muerto. Cinco buitres hurgaban ferozmente en un agujero en su barriga. Los buitres aletearon y brincaron a un lado para dejar pasar el coche. Después volvieron al cuerpo del perro. Clover y April dijeron que se estaban poniendo malas y preguntaron si no podíamos regresar. Eso hicimos, sin llegar a ver Tela.

Aquello era Honduras, al menos de momento. Perros muertos y buitres, una playa sucia y gallineros y carreteras que no llevaban a ningún lado. La vista desde el barco había sido como un cuadro, pero ahora estábamos dentro del cuadro. Era todo hambre y ruido y crueldad. Al lado de aquello, las toronjas apenas importaban, y la claridad del sol sólo empeoraba la situación. ¿Para eso nos había arrancado Padre de casa?

De vuelta en La Gardenia, encontramos a Padre sentado en el porche con otro hombre, uno que yo nunca había visto. Al ver a Madre, el hombre se levantó nervioso y, al hablar, escupió saliva.

—Estaba hablando con su esposo —dijo—. Está loco.

—Loco como un zorro —dijo Madre.

Se oyó un trueno y la lluvia cayó hirviente sobre el techo. Era inesperada y vertical, y al caer dejaba pequeñas marcas en la arena.

—Es la mujer más guapa que he visto en mi vida —dijo el hombre.

—No es usted muy viejo. Será por eso —dijo Madre, llevándose a los niños.

—Tú quédate —dijo Padre—. Te presento a Mr. Weerwilly. Estamos hablando sobre propiedad inmueble.

—Bien, bien —dijo el hombre.

—Éste es mi hijo mayor, Charlie.

Mr. Weerwilly me miró ladeando la cabeza y dijo:

—Pero yo soy alemán, así que te llamo Karl. ¿Sabes Karl? Este hombre está loco.

Miré a Padre. Sonreía. Dije que no.

—¡Sí! ¡Está loco! Le digo que éste es un país asqueroso. Dice que le gusta mucho. Eso es una locura. Mira, Karl, ésta es la última colonia del mundo, y yo soy en ella un campesino. ¿Cuántos alemanes hay? No más de veinte. Pero miles de norteamericanos ¡miles!

—No en Jerónimo —dijo Padre.

—Cree que Jerónimo es maravilloso —dijo Mr. Weerwilly—. Eso es una locura. No conoce Jerónimo. Jerónimo no es maravilloso. Es mejor que La Ceiba, eso sí. ¿Cuatrocientos dólares por acre? aquí sería mucho más.

—Ya le has oído, Charlie —dijo Padre, posando la mirada en Mr. Weerwilly.

—Cuando llega la carretera, el precio sube —dijo Mr. Weerwilly—. Yo no tengo dinero. Soy un campesino. Tengo que venderle mi tierra —se echó a reír—. Pero ¿qué piensa hacer en Jerónimo?

—Pienso hacer lo que quiera.

—No quiere gran cosa.

Aquel hombre y su voz estentórea me disgustaban. Su lengua espesa le llenaba la boca e interfería con sus palabras. Me puso la mano bruscamente en la rodilla, mientras la saliva volaba de sus labios balbucientes.

—Yo trabajo con las manos —dijo—. La compañía frutera tiene máquinas. Si quiero limpiar tierra o algo, tengo que usar un machete. La frutera tiene bulldozers. La frutera puede lanzar insecticidas con helicóptero. Yo todo lo que tengo es una pequeña bomba. La frutera paga demasiado al trabajador, dos lempira al día. ¿Qué puedo hacer yo? Por un racimo de bananas sólo me dan un lempira. Sólo un dólar. Un centavo por una naranja y una toronja, ¡un centavo! —hizo gárgaras con la cerveza—. Por eso me muero de hambre. Ptui —dijo.

—No se muere de hambre —me dijo Padre—. Tiene mi dinero en el bolsillo.

—Está usted loco —dijo Mr. Weerwilly.

—Creo que me voy para adentro —dije.

—Vete, Karl —dijo Mr. Weerwilly—. Adiós.

—Quédate donde estás —me dijo Padre—. Pregúntale si tiene mi dinero en el bolsillo.

Empecé a preguntar, pero Mr. Weerwilly me hizo una mueca fea y grotesca y me oprimió la pierna.

—¿Sabes por qué me gusta este hombre, Karl? Porque odia la frutera. Y porque no es un misionero. Y sabe hacer cosas.

—¿Cosas? —dije.

—¡Cosas! —insistió Mr. Weerwilly—. Me dice cómo puedo subir el agua a mis terrazas. Ni siquiera mis amigos me dicen eso. Así que me gusta. Y también porque paga al contado.

—Eres testigo, Charlie —dijo Padre—. Recuérdalo.

—Pero somos distintos —dijo Mr. Weerwilly—. Usted es un imperialista norteamericano. Me quita mi tierra. Yo soy un pobre comunista, sólo un pequeño campesino. Tengo que vendérsela. Ahora sólo me queda la casa y unos pocos árboles.

Mr. Weerwilly siguió hablando. Se repetía y balbuceaba y escupía y bebía cerveza. El tiempo pasaba despacio. ¿Por qué se empeñaba Padre en tenerme allí sentado, con la lluvia salpicando a nuestro alrededor?

—Ya oyó a la señora —dijo Padre—. Como un zorro.

—Y aquí puede usted comprar comida por nada. Para vestir sólo necesita una camisa. Puede conseguir una chica por cinco lempiras.

—Ojo con la lengua, Weerwilly —dijo Padre, haciéndole una mueca salvaje.

Padre apuntó rabiosamente con su dedo reventado y Mr. Weerwilly dio un respingo. Supongo que el hombre confundió el dedo romo de Padre asomando de su puño con el cañón de una pistola. Las manos de Mr. Weerwilly se acercaron a su camisa.

—Charlie —dijo Padre—, pregúntale a este hombre dónde tiene el contrato.

Hice la pregunta.

—Gracias —dijo Mr. Weerwilly—. Me ayuda a recordar esta cosa —sacó un sobre de debajo de la camisa y lo dejó caer ruidosamente sobre la mesa.

Padre lo abrió. Pero yo no le miraba. Miraba fijamente a Mr. Weerwilly. Cuando se abrió la camisa para sacar el sobre, su mano había rozado una pistolera de cuero negro que llevaba sujeta con una correa al pecho.

—Cuánta prisa tiene.

—Parece un diploma de Harvard —dijo Padre.

—En español —dijo Mr. Weerwilly.

—Sé leer —dijo Padre.

Yo no podía apartar los ojos del bulto de la pistolera en la camisa de Mr. Weerwilly.

—Cree que quiero engañarle.

Padre lo leyó cuidadosamente, pasando el muñón del dedo sobre la página. Después dijo:

—Ha sido un placer negociar con usted.

Mr. Weerwilly acabó su cerveza y eructó. Se levantó, me cogió por el pelo y me hizo girar la cabeza hasta que quedamos frente a frente. Me miró con su horrenda sonrisa y dijo:

—Puede que no esté tan loco.

Después, se echó a reír, acariciando el bulto de su camisa.

Cuando se marchó, Padre dijo:

—Gracias por quedarte, Charlie. Es un caso triste, ¿no te parece? Estaba borracho. Creo que no pensaba dármelo. Podía haberse marchado con mi dinero. —Padre dobló el papel y lo introdujo de nuevo en el sobre—. Estaba haciéndose el duro.

—Tenía una pistola —dije.

—En efecto. Creía que podía tomarme el pelo.

—¿No estabas asustado?

Me cogió la mano tiernamente. La suya estaba caliente y gomosa y temblaba en la mía.

—No —dijo.

Me soltó y cogió el sobre.

—Conseguí lo que quería.

—¿Un pedazo de tierra?

—Jerónimo —dijo Padre.

—¿Un pueblo?

—Bórrate esa sonrisa de la cara —dijo—. Es un pueblo pequeño.

La lluvia golpeaba en el techo y azotaba el seto de hibisco, moviendo las flores de arriba abajo. Ennegrecía la arena y tamborileaba en el techo del Chevrolet de Tosco, mientras los truenos retumbaban sobre el mar color de tinta.

—Aunque, eso sí —dijo Padre—, yo seré el alcalde.

Seguimos sentados hasta que cedió la lluvia, momento en que se nos unieron Madre y los chicos. Tosco nos sirvió la cena en el mismo porche.

—Hemos visto una vaca muerta —dijo Jerry, y le contó a Padre cómo se la comía el perro en el arcén, vigilado por buitres «con picos como peladores de patatas». Clover y April describieron al perro muerto en la carretera y a los buitres que se empujaban unos a otros para arrancar a picotazos pedazos del cadáver.

—Le picaban y le picaban hasta que me puse mala —dijo Clover.

—Padre no está muy impresionado —dijo Madre.

—No soporto esos pájaros.

Madre le describió las carreteras, cómo se pasaba sobre baches y zanjas, cómo había que cruzar un puente de ferrocarril sobre raíles resbaladizos y tablones sueltos, y cómo después había demasiadas rocas y no se podía seguir, cómo una carretera llevaba a una cantera y otra al mar, y cómo las carreteras no eran carreteras, y cómo en menos de una milla se tropezaba uno con árboles, o con un perro, generalmente muerto. Las carreteras no llevaban a ninguna parte.

—Brindo por eso —dijo Padre.

—Y la gente —dijo Clover— va al baño en la calle. Sí —protestó, porque April soltó una risita—. ¡Yo vi a uno!

—Es bueno para el ruibarbo —dijo Padre.

—No hemos visto más que plátanos —dijo Clover.

—Aún sonríe —dijo Madre.

—Dales la noticia, Charlie.

—Papá ha comprado un pueblo —dije.

—Un pueblo pequeño —dijo él.

—Estás bromeando —dijo Madre.

—Aquí tienes la escritura —dijo él—. Y puedo enseñarte el lugar en el mapa. Aquí mismo está el nombre, en blanco y negro, es como del tamaño de South Hadley. Me lo vendió un alemán borracho. Intentó cultivar bananos allí. Hay unos cuantos salvajes, pero, aparte de ellos, no hay más que sol.

—Apuesto a que hay un perro muerto —dijo Jerry.

—Quizá un perro vivo —dijo Padre—. Pero no hay perrero. No hay policías, ni teléfono, ni electricidad, ni aeropuerto, ni nada. Es lo menos importante que un lugar puede ser. El alemán lo maldecía, pero a mí sus maldiciones me sonaban a alabanzas. Hablamos de empezar de cero. Pues bien, Jerónimo es cero.

—¿Cómo llegamos allí? —preguntó Madre.

—No me liéis con preguntas triviales —dijo Padre—. Pero ya he dicho bastante. Aparte del alemán, no hay una sola persona de aquí al Registro de la Propiedad que sepa adonde vamos. Desde ese punto de vista es mejor que una isla desierta —levantó el muñón del dedo—. Punto en boca.

En ese preciso instante llegó un coche a La Gardenia, deteniéndose en un charco. De él bajaron cuatro mujeres con vestidos abigarrados. Tenían el pelo largo y negro y llevaban bolso. Atravesaron el porche hasta llegar al bar situado en un extremo. Reconocí sus risas.

—Aquí llegan las damas de la noche —dijo Padre—. Se levanta la sesión.

Tosco se acercó a Padre cuando nos dirigíamos a nuestras habitaciones. Le dio una vez más las gracias por arreglarle el coche y repitió que podíamos usarlo cuantas veces quisiéramos.

—Es usted un caballero —dijo Padre.

—Pero ahora —dijo Tosco— ya no necesitan coche, ¿verdad? He oído decir que han comprado Jerónimo —se besó las yemas de los dedos—. Un lugar hermoso, Jerónimo.

El ruido nocturno fue peor que de costumbre y duró casi hasta el alba. Entonces miré por encima de la reluciente bahía hacia el muelle y vi que el Unicorn había zarpado.

La desaparición del barco blanco me produjo una sensación de impotencia y semiceguera, como si me hubieran quitado de la cabeza algo muy útil. Era la esperanza. Hasta entonces me había sentido seguro porque el barco estaba allí. Podíamos regresar a casa. Ahora me sentía abandonado.

A partir de ese momento no me aparté de Padre. Recurrí a todo tipo de excusas para acompañarle al pueblo. Permanecí pacientemente sentado en almacenes y colmados mientras él compraba el equipo que decía necesitaríamos en Jerónimo. Ferretería, según sus palabras, tubos y empalmes. Decía que la compañía frutera lo vendía barato. Yo hacía lo que él me decía, y por lo general terminaba en cuclillas a la sombra de un árbol con el hombre llamado Mr. Haddy, mientras Padre —inspeccionando repisas de hilo de cobre o viejas calderas— pronunciaba su habitual discurso de traficante en chatarra, alegando que les estaba quitando aquellas porquerías de encima sin la menor idea de lo que iba a hacer con ellas.

—Da pena tirarlo —decía, como si les compadeciera por poseer aquello y les fuera a hacer el favor de llevárselo.

Aunque ya había oído lo mismo otras veces, no me separaba de su lado. Nuestro último eslabón de unión con Norteamérica se había roto con la partida del Unicorn. Padre tenía parte de razón al acusarme de ponerme del lado del capitán Smalls. Había tenido la sensación de que aquel anciano se ocuparía de nosotros, y lo mismo había sentido a veces con Tiny Polski.

Pero ahora Padre estaba a cargo de todo. Nos había traído a este lugar distante y nos había sorprendido con sus artes de mago comprando un pueblo y medio almacén de hilo de cobre y un acre de calderas viejas.

—Esta es la materia prima de la civilización —decía.

Pero eso no me importaba. Lo único que quería era estar cerca de él. Temía el atolondramiento de su valor y recordaba al alemán y su pistola. «Si él muere», pensaba, «estamos perdidos». Cada vez que le perdía de vista empezaba a preocuparme y seguía preocupado hasta que le oía silbar, o cantar «Bajo el bam, bajo el bú». Él se daba cuenta de que le seguía. A menudo se inclinaba sobre mí y decía:

—¿Qué tal lo estoy haciendo?

Yo decía que muy bien. Pero no sabía qué hacía, ni por qué. Sólo sabía que, fuera lo que fuera, lo estaba haciendo entre los salvajes.