12

Jerónimo, simplemente un nombre, era el extremo cenagoso de un cenagoso sendero. Como en cierta ocasión se había desbrozado y ahora la vegetación había vuelto a crecer, los arbustos y las malas hierbas eran más espesos que en cualquier jungla. Aparte de eso, no se diferenciaba de cualquiera de los cincuenta lugares cubiertos de arbustos por los que habíamos pasado en nuestro camino desde la orilla del río de los zambu, al que Mr. Haddy llamaba Cubo-de-Pescado. Era un lugar caluroso, húmedo, maloliente, lleno de bichos, y las hojas colgaban fláccidas y eran color verde oscuro, «como billetes de dólar viejos», en palabras de Padre.

Jerónimo me recordaba una ocasión en que pescábamos en Massachusetts. Padre había señalado un palo, pequeño y negro, clavado en el suelo, y había dicho: «Es la divisoria entre dos Estados». Miré aquel palo podrido. ¡La divisoria entre dos Estados! Jerónimo era igual. Nos tuvieron que contar lo que era. No lo habríamos tomado por un pueblo. Tenía un árbol gigantesco, un tronco como una columna sustentando un dirigible de ramas frondosas donde se posaban unos arrendajos diminutos. Era un conacaste, y daba una sombra de medio acre. Los restos de la choza de Weerwilly y su fracaso seguían allí, y tenían un aspecto triste y transitorio. Pero, aquella tarde, las ruinas abandonadas sólo hacían que Jerónimo pareciera aún más salvaje.

Había también una silla humeante en la hierba, un sillón, inmóvil e hirviente. Tenía el relleno carbonizado y algunos de los muelles salidos, y su mal olor flotaba hasta los arbustos. El sillón quemado, inútil y humeante, era tan poco importante como el lugar en sí, y la única persona que estaba segura de que habíamos llegado a nuestro destino era Padre.

Las gemelas se sentaron, con dolor de tripa Jerry tenía la cara roja del calor húmedo.

—Apuesto a que te hace trepar a ese árbol Charlie —dijo—. Apuesto a que no te atreves.

Pero Padre se había metido en los arbustos que le llegaban al pecho. Llevaba la gorra de béisbol de lado y gritaba.

—¡Nada… nada! Justo lo que yo soñaba… ¡nada! Mira, Madre.

—Tienes razón. No veo nada —dijo Madre.

—¿Lo ves tú, Charlie?

Dije que no.

Seguía abriéndose camino a puñetazos entre los arbustos.

—Aquí veo una casa —dijo—. Aquí una especie de cobertizo, con un taller, un verdadero taller de herrero, con su forja. Allí la letrina y la planta Cortando y quemando toda la zona, tendremos cuatro o cinco acres de buena tierra de cultivo. Pondremos el depósito de agua en esa elevación y desviaremos parte del arroyo para llevar agua a los cultivos. Habrá que perder algunos árboles, pero hay más que suficientes, y en cualquier caso necesitaremos madera para un puente. Supongo que la casa debe dar al Este… así veremos esas colinas con el sol de la mañana. Allí abajo veo un amarre y una pasarela a una casa-barca. Haremos un par de saledizos a derecha e izquierda de la casa principal a prueba de chaparrones. El terreno es suficientemente alto, pero, para mayor seguridad, levantaremos la casa y utilizaremos la parte de abajo para cocina. Me gustaría algo de drenaje ahí detrás, huelo a pantano. Pero será fácil. Unas cuantas alcantarillas de tres pies se encargarán de ello, y una vez que controlemos el agua, podremos cultivar arroz y pensar en un sistema hidráulico serio. Lo más difícil es la planta. La veo en aquel hueco, un poco a sotavento. Podemos aprovechar el combustible que crece ahí. Parece madera dura. Será facilísimo bajarla por la pendiente.

Mientras tanto, los zambus y Mr. Haddy ponían sus respectivas cargas en el suelo, debajo del conacaste. Mr. Haddy se quitó los zapatos y frunció el ceño al oír la voz de Padre. Padre seguía hablando, marcando la casa, señalando los futuros senderos y dividiendo la tierra entre campos de judías y alcantarillas. Habíamos llegado hacía diez minutos.

Pero ni siquiera la voz tonante de Padre podía hacer que Jerónimo significara algo más que unos arbustos de agrios aromas en un claro cubierto de hierbas.

Los zambus lo veían a su manera. Había colinas detrás, y un arroyo lo atravesaba de lado a lado. Los zambus llamaban montañas —las Esperanzas— a las colinas y río —el Bonito— al arroyuelo, y Jerónimo, para sus ojos inyectados en sangre, era una finca —la estancia—. Todos aquellos nombres altisonantes eran falsos e imaginarios, pero eran como los nombres de los mismos zambus. El hombre semidesnudo que parloteaba señalando el arroyuelo y llamándolo Río Bonito se llamaba a sí mismo John Dixon. El que nos dio el nombre de las montañas fue el feroz de pelo lanudo y pantalones desgarrados —Francis Lungley—, y el que llamaba estancia a la desvencijada cabaña era el más tonto, Bucky Smart.

Lo llamaran lo que lo llamaran, yo sabía que Jerónimo no era más que una cabaña de techo de latón en un terreno lleno de arbustos, un cultivo de bananos arruinado bajo las barbas del tizoncillo marrón. Por aquí un bote de remos roto y por allá unos troncos de árbol que nadie se había ocupado de aserrar como cuerdas. Cuantos postes de cerca hubo una vez se habían transformado de nuevo en árboles, una fila de arbolillos bajos que pudo haber sido una pocilga, y barro y hierbajos, y aquel sillón destilando veneno. Padre regresó y dijo:

—Es precioso.

En ese preciso instante, un cerdo negro y tiñoso galopó ruidosamente entre la hierba, pasando por delante de nosotros. El zambu Bucky se levantó y le hizo una horrible mueca, como si se dispusiera a asesinarlo con los dientes delanteros. Lo siguió con la mirada, moviendo la cabeza, para después encogerse de hombros y ponerse de nuevo en cuclillas. Debía estar cansado, había llevado todo el camino desde Cubo-de-Pescado primero a Clover y después a April.

—Eso es un pécari de labios blancos —dijo Mr. Haddy.

—Guarra —dijo Francis Lungley.

—Yo no soy guarra —dijo Clover.

—Así los llaman estos chicos, guarras. Es un nombre. Una por aquí significa unos cincuenta o cien más en el bosque.

—Weerwilly debía vivir en esa choza —dijo Padre—. Menudo agujero. A mí no me encuentran ni muerto en un basurero como éste.

—En cualquier caso —dijo Mr. Haddy, adoptando su mejor aspecto de rana al volverse hacia Padre—, ya hay unos cuantos muchachos dentro, así que no tiene nada que temer.

Por la ventana de la mohosa cabaña nos miraban unas caras redondas como pelotas de fútbol, ojos blancos tras los tallos de las flores trepadoras.

—Dondiego de día —dijo Padre, y corrió a la cabaña.

Las caras se retiraron ligeramente cuando Padre cogió una flor en forma de trompeta y dijo:

—¿Cómo te llamas?

—Maywit —fue la temblorosa respuesta.

—Le está diciendo el nombre de la flor —dijo Mr. Haddy—. Esa es la flor, Maywit, no el muchacho. Probablemente el muchacho se llama Jones. Jones de la jungla. Jones el hombre-gallina —Mr. Haddy se rascó el cuero cabelludo—. Ojalá estuviera en mi lancha.

Pero Padre fue y le abrió un agujero en el culo. Padre seguía intentando obtener respuestas del interior de la cabaña, pero las caras habían desaparecido de la ventana.

Plantamos nuestras tiendas bajo las extensas ramas del conacaste y encendimos un fuego muy humeante, siguiendo instrucciones de Padre, para espantar a los mosquitos. Madre ordenó nuestras pertenencias y las bolsas de comida y las colgó de unas ramas, fuera del alcance de las ratas; ya habíamos visto dos. Las mochilas y las tiendas recordaron a Padre las compras de Springfield. Hizo a Jerry contar la historia del equipo norteamericano de camping fabricado por niños esclavos en China y en Japón. Padre le interrumpió para pronunciar su discurso sobre la guerra-en-América, pero los zambus se reían a destiempo.

Cuando nos disponíamos a comer, Mr. Haddy dijo:

—Aquí viene Jones, el hombre-gallina.

Eran los Maywit, y traían fuentes de fruta —limas, plátanos, aguacates— y manojos de mandioca, y una calabaza de algo que llamaban wabul. Lo presentaron todo tímidamente a Padre, que lo distribuyó entre nosotros, diciendo:

—¡Esto os mantendrá los intestinos abiertos!

Mostró un aguacate a Mr. Haddy y dijo:

—¡Dos pavos en el centro comercial! ¡Dos lempiras cada uno!

—Pero de mantequilla —dijo, nervioso, Mr. Maywit.

—¿Cómo le va? —dijo Mr. Haddy.

—Bien aquí —dijo Francis Lungley.

—No estoy hablando contigo —dijo Mr. Haddy. Y, dirigiéndose a Mr. Maywit—: ¿Cómo te va?

Pero estaba demasiado asustado para hablar.

—Quiero presentaros —dijo Padre— a nuestros amigos y vecinos, los Maywit.

Les miramos boquiabiertos, nos miraron boquiabiertos. También esa familia consistía en un padre, una madre y cuatro hijos. Pero la hija menor iba desnuda, y una de las chicas la transportaba como si fuera una mochila. Eran nuestro reflejo, nuestras sombras encogidas. El hombre era de baja estatura y tenía la piel oscura y áspera como una corteza, y la mujer tenía ojos de gallina, y los hijos las piernas sucias.

—¿Se llama de verdad así, Maywit? —preguntó Mr. Haddy.

—Por favor, no hagan ningún caso a este entrometido —dijo Padre.

El hombre dijo «Ow» para significar su acuerdo. Después, parpadeó para quitarse las moscas de los ojos y dijo:

—Ahora mismo nos íbamos de su casa, Padre —pronunciaba cassa.

—Ustedes no van a ningún lado —dijo Padre—. Se quedan donde están. Tengo trabajo para ustedes.

—Más sperimentos —dijo Mr. Haddy, para tímido regocijo de los zambus.

—¿Quiere trabajo?

El hombre dijo que no le importaba. Se miraba con ojos de loco los dedos de los pies, vueltos hacia arriba.

—Ésta es su casa. Pueden quedarse mientras hagan algo útil —dijo Padre—. Yo ya tengo una casa ahí, al otro lado de las alcantarillas y las zanjas, un poco más arriba del amarre y a la izquierda del cobertizo, donde se junta con los campos de frijoles.

«No veo ninguna cassa», dijo alguien en voz baja. Los zambus y los Maywit y Mr. Haddy recorrieron rápidamente con la vista los arbustos, buscando las cosas que Padre había mencionado. No había alcantarillas, no había zanjas. No había cobertizo, no había ni casa ni campos de frijoles. Entonces le miraron el dedo.

—El que no lo veáis —dijo Mr. Haddy— no quiere decir que no esté ahí —y le dio un ataque de risa.

Padre seguía sonriendo a los mismos arbustos cuando Clover dijo:

—Papá, estas hormigas están tratando de entrar en mi tienda.

—Aquí hay hormigas por todos lados —dijo Mr. Haddy—. También tigres. Algunos babuinos mayores que un hombre adulto. Y en el sendero he pisado cagada de mono.

—Son ui-uis —era la mujer de ojos de gallina, la Señora Maywit.

—Sí, son ui-uis —Mr. Maywit cogió una hormiga entre los dedos y la echó a un lado. No lo hizo con asco, sino cuidadosamente y como si lo lamentara.

—Hagan caso a esta gente —dijo Mr. Haddy—. Saben lo que dicen. Viven aquí. Pregúntenme lo que quieran sobre la costa, pero no me pregunten sobre junglas.

Y era verdad. Mr. Haddy era un pez gordo en la costa, y su voz se volvía despreciativa y burlona en la jungla. Fuera de su elemento, hacía el payaso.

—Se llevan las hojas —dijo Mr. Maywit—, pero te comen.

—Mañana —dijo Padre—, haré una plataforma para esas tiendas y unas cuantas trampas para insectos. No quiero ver hormigas y arañas paseándose por encima de mis chavales.

—¿Usted de Nicaragua, Padre? —preguntó Mr. Maywit.

—No es de ninguna Nicaragua —dijo Mr. Haddy—. ¿Qué te hace decir eso?

—Allí tienen problemas. Los últimos que pasaron. Llevaban cabuces. Eran de Nicaragua —hablaba despacio y confusamente, como si acabara de despertarse y luchara por interesarse por sus propias palabras.

—Somos de los Estados Unidos —dijo Padre.

La Señora Maywit suspiró complacida, y Mr. Maywit dijo:

—Ése es otro sitio, eso seguro.

Padre palmoteo el suelo esponjoso.

—Pero éste es ahora nuestro hogar —dijo—. ¿Creen que es un país extraño?

Mr. Maywit negó con la cabeza. No, no lo creía así.

El aire era a nuestro alrededor como una sopa verdosa, como el agua de una pecera, y, a medida que el sol bajaba, subían unas sombras verdes.

—¿Pasa por aquí mucha gente, como esa gente de Nicaragua? —preguntó madre.

—Algunos predicadores, Mamá —dijo la Señora Maywit, mirando fijamente a Madre con sus ojos de gallina—. Iglesia de Dios. Testigos de Jehová. Gritones.

—Inmersionistas —dijo Mr. Maywit.

—También Inmersionistas.

—Si aparece alguno de ésos —dijo Padre—, les daremos puerta. ¡Cuando tengamos puerta!

—No importa —dijo Mr. Maywit.

El sol había bajado ya tras las colinas, y, aunque el cielo estaba todavía iluminado, las sombras verdes se habían arrastrado hasta ascender por nuestro árbol. Jerónimo tenía más sustancia en la oscuridad. Tenía sonidos —crepitar de insectos, gruñidos de aves, el murmullo acuoso del río— y esos sonidos le daban volumen, y los olores, forma. En el extremo más apartado, un pájaro de Jerónimo cantó dulcemente en un árbol.

Padre pronunció un pequeño discurso en la oscuridad que iba llenándolo todo.

—Llegamos hasta aquí de tres saltos —dijo.

Les contó cómo nos habíamos marchado de casa a toda prisa para llegar a Baltimore, después a La Ceiba, después en la Little Haddy. Lo contaba como una aventura, aunque, cuando ocurrió, parecía involuntario, y no muy divertido.

—¿Qué andábamos buscando? Se lo voy a decir —dijo—. Les buscábamos a ustedes.

Mencionó por su nombre a todos los presentes, incluidos los silenciosos zambus que habían transportado los sacos de semillas y los tubos metálicos desde Cubo-de-Pescado. De alguna forma sabía todos sus nombres. Lo que más me sorprendía era que no había dormido en dos días. Había cargado la Little Haddy y hecho setenta y cinco flexiones de brazos en el muelle y pilotado a lo largo de la costa y río arriba y después nos había conducido a todos en fila india por el sendero a Jerónimo. Cuando no dormía, se ponía extrañamente enérgico y hablador.

Jerry y las gemelas estaban dormidos. Madre daba cabezadas. Pero Padre caminaba arriba y abajo a la verde luz del fuego y golpeaba el aire lleno de humo y decía que estaba contento, y tenía planes, y le encantaba que hubiera tanta gente allí para atestiguar aquel momento histórico.

Dijo que no creía en la casualidad.

—Les estaba buscando —dijo—. ¿Y qué hacían ustedes? ¡Me estaban esperando! Si no hubieran estado esperando, habrían estado en algún otro lugar. Pero estaban aquí cuando llegué. Les necesito, buena gente, y tengo la impresión de que ustedes me necesitan a mí.

Todo el mundo expresó su acuerdo.

—Yo bajo ese río —dijo Francis Lungley—. No sé por qué. Pero tengo que bajar. Entonces veo esa vieja lancha tumbada.

—Por eso miro por la ventana —dijo Mr. Maywit, con el mismo tono de perplejidad—. No sé por qué. Veo a este hombre de los Estados Unidos. De pie sobre la hierba. Por eso.

—Tengo un sueño —dijo Mr. Haddy—. Sueño con un hombre. Y éste es el hombre, con la misma ropa que el hombre del sueño y un sombrero picudo. Nos encontramos en mi sueño.

Pero yo sabía que las palabras de Mr. Haddy no eran sinceras. Él mismo me había dicho que había conocido a Padre en el muelle de La Ceiba y que le había tomado por misionero de la iglesia morava. No le llevé la contraria, porque el ambiente era solemne alrededor de la fogata de Jerónimo.

—He sido enviado aquí —dijo Padre—. No les voy a decir quién me envió ni por qué. Tampoco les voy a decir quién soy, ni cuáles son mis designios. Eso no son más que palabras. Les voy a demostrar por qué estoy aquí. Ustedes fíjense. Y, si no les gusta lo que ven, pueden matarme.

El cansancio le había endurecido la voz. Siseó una vez más sus últimas palabras («pueden matarme») y dejó que calaran hondo. Se oyeron murmullos. Mr. Haddy se rascó el dedo gordo del pie y dijo que no se atrevería a matar a Padre, aunque desde luego esperaba poder arreglar la lancha lo antes posible.

—No he venido aquí —prosiguió Padre— a mangonearles. He venido a trabajar para ustedes. Si no trabajo lo bastante, díganmelo, y trabajaré más. Ustedes vienen y me dicen: «Mister, tendrá que hacer las cosas mucho mejor que hasta ahora». Estoy trabajando para ustedes, y van a ver cosas que no han visto nunca. ¿Por dónde quieren que empiece? Depende de ustedes.

Nadie dijo nada.

—¿Quieren comida? —preguntó Padre—. ¿Quieren un puente y frijoles y una bomba de palas y un gallinero?

Mr. Maywit se aclaró la garganta.

—Les he oído —dijo Padre—. Obedeceré. Y esos indios de las colinas van a asomarse a mirar y no se lo van a creer. Se van a quedar paralizados de asombro.

Todos le escuchaban atónitos. Sólo se oían los ruidos de la jungla, y de vez en cuando una palmada que aplastaba un mosquito. Más allá de nuestras tiendas y nuestro pequeño fuego, la jungla era negra. La negrura chirriaba, gruñía. Se había levantado y nos envolvía en su ruido y sus pliegues agridulces. Los insectos ocultos estaban nerviosos y los árboles oscurecidos sonaban como escobas.

—Ahora vamos a la cama —dijo Padre— antes de que nos coman vivos.

Pero se quedó junto al fuego.

—¿No va a dormir? —dijo Mr. Haddy.

—¡Yo nunca duermo! —dijo Padre.

Al día siguiente plantamos los frijoles mágicos. Padre organizó una ceremonia. Alineó a los hombres y les hizo cavar, con palas caseras, tablones que había aplanado hasta hacerles filo. Mr. Haddy no cavó. «Yo no soy campesino», decía, «soy marinero». «No quiere mancharse sus dedos prensiles», decía Padre. Los hombres estaban hombro con hombro, apuñalando la tierra. No era difícil. El alemán Weerwilly había tenido un huerto allí mismo; la mayor parte de las estacas para los frijoles seguían en pie.

A media tarde habíamos limpiado un acre de malas hierbas. Padre sacó a rastras sus semillas de fríjol. Dijo que se llamaban semillas mágicas porque eran una variedad de cuarenta días. Dio nombre a las primeras que plantó.

—Este es el capitán Haddy —decía, exhibiendo un fríjol—. Este es Francis —y exhibía otro. Después las metía a presión en los agujeros—. Este es Mr. Maywit. Este es Charlie. Este es Jerry…

Asentaba las piernas a ambos lados de los surcos y, cuando se le acabaron los nombres, sembró más aprisa. La mitad del campo se dedicó a frijoles mágicos, el resto a maíz milagroso y tomates y pimientos. Las semillas que habíamos comprado en Florence, Massachusetts. Por la tarde llovió. Padre dijo que lo estaba esperando. Dijo que también eso era parte de la ceremonia.

Esa noche, cuando estábamos a solas, Madre le dijo:

—Allie, ¿no te estás pasando un poco?

Pero Padre se limitó a reír y dijo que su intención había sido sacarnos de los Estados Unidos para salvarnos. No había pensado que también podía salvar a otra gente. Pero así había ocurrido. De no ser por nuestra llegada, aquella gente habría seguido ociosa, alimento para los buitres.

—Quiero dar a esa gente la oportunidad de hacer lo que saben —dijo.

Al día siguiente, preguntó a Mr. Maywit a qué se dedicaba.

—En mis buenos tiempos fui sacristán. Allá arriba, en Limón —dijo Mr. Maywit. Y explicó lo que hacía—. Pulir altares, bien relucientes. Preparar vestimentas. Colgar los números en el tablón. Limpiar los bancos.

Padre parecía desalentado.

—También puedo hacer algo de barbería.

—¿Cortar el pelo?

—Cortar y peinar. Y planchar el pelo. Y rizarlo. Alisarlo al calor. Y sé encerar suelos.

Unas pequeñas ratas nocturnas, llamadas pacas, roían las esquinas de las tiendas de nylon. Nos las comíamos. Sabían bien, y Padre decía que aquello era justicia poética. Hicimos una plataforma de madera para mantener las tiendas secas y derechas, porque las piquetas no se fijaban en el suelo húmedo. Más abajo, en el río, montamos una trampa que conducía a los peces a una jaula de alambre, y con un techo sencillo y un marco y parte de la tela de mosquitero construimos un mirador a prueba de mosquitos donde podíamos reunimos. Eran dispositivos ingeniosos, no inventos, pero hacían la vida más cómoda, y en el plazo de muy pocos días pude ver el esqueleto de la colonización de Jerónimo.

Al caer la noche, los zambus nos daban la espalda y se metían en la jungla. Por la mañana reaparecían, con aspecto arrugado y húmedo. Padre decía que tenían un campamento en la jungla. A fines de la primera semana, Mr. Haddy abandonó Jerónimo con algunos de los zambus. Mr. Haddy no regresó inmediatamente, pero los zambus sí, remolcando balsas de troncos con arneses que Padre les había fabricado. En las balsas llegaba el resto de nuestros suministros de la Little Haddy.

Las calderas, los depósitos y el resto de la chatarra fueron arrastrados y almacenados. Padre utilizó algunos tubos para su primer invento de verdad en Jerónimo, una simple rueda de palas que subía una cinta de cáscaras de coco a una torre en la orilla del río y llenaba un barril de agua. La altura del barril le daba fuerza suficiente para canalizar el agua adonde quisiéramos, pero la mayor parte iba a un cobertizo cerrado que adquirió el nombre de casa de baños. Allí lavábamos la ropa, allí nos duchábamos y hervíamos el agua de beber; mejoró nuestro nivel de vida.

El agua sobrante fluía a través de una alcantarilla de piedra, por debajo de la casa de baños, hasta una caseta situada en el borde del claro, donde teníamos la letrina. La caseta estaba siempre limpia, pero la letrina de los Maywit estaba tan sucia y llena de moscas que Padre decía:

—Quien use ese trono es el Señor de las Moscas.

El primer invento, una bomba fabricada sobre el terreno, fue un ejemplo de tecnología primitiva. Los Maywit y los zambus quedaron muy impresionados por sus aleteos y salpicaduras, pero dijeron que no comprendían por qué Padre había hecho aquella cosa en la estación de lluvias, cuando había agua por todas partes.

—Construimos para el futuro, la estación seca —dijo Padre—. Es la forma civilizada de hacerlo —añadió— y ¿saben por qué es un invento perfecto?

—Porque uno no tiene que hacerse todo el camino con un cubo —dijo Mr. Maywit.

—Esto está más claro que el agua —dijo Padre—. No, es perfecto porque es autopropulsado, usa energía disponible y no poluciona. Si fabricas uno de estos en Massachusetts, te meten en un manicomio. Pero a ellos no les interesa la perfección.

Unos días más tarde, tras una fuerte lluvia, el río creció, arrancando la rueda de palos de sus soportes y varillas. Padre la reforzó con tiras metálicas y siguió suministrándonos agua y limpiando la letrina.

Cada vez que hacía algo nuevo, Padre decía:

—Para esto estoy aquí.

La política de Padre era que no hubiera nadie ocioso. «Si me veis sentado, podéis hacer lo mismo», decía. Pero hasta comía de pie. Parte del campo de frijoles se dividió en terrenos, uno para cada niño, que tenía que mantener su parte limpia de malas hierbas. También se nos asignaron otras labores, como recoger leña y mantener limpia la trampa de los peces. Y, una vez terminada nuestra labor, teníamos que recoger piedras del tamaño de un huevo de gallina y usarlas para empedrar los senderos. Así que siempre había algo que hacer, lo que probablemente nos favorecía, porque nos hacía olvidar el calor y los insectos. Y también la incertidumbre, pues, aunque Padre decía confiado «para esto estoy aquí», nosotros no sabíamos para qué estábamos allí, y nos daba demasiado miedo preguntarlo.

El trabajo de las primeras semanas fue en su mayor parte de limpieza del terreno. Al quitar los arbustos y los arbolitos, descubrimos más actividades de Weerwilly y destapamos algunos aperos que había abandonado. Encontramos un arado y balas de tela metálica y numerosas herramientas pequeñas, una linterna que funcionaba bastante bien y un barril de petróleo con combustible suficiente para varios meses. Estos descubrimientos entusiasmaron a Padre y le convencieron de que Weerwilly había fracasado porque era descuidado, como esa gente de Norteamérica que tira madera y alambre en perfectas condiciones. Y dijo que, si los Maywit llegan a ser un poco más listos, habrían encontrado el material y lo habrían usado ellos mismos para mejorar el lugar en vez de jugar al Señor de las Moscas.

Un día, siguiendo a algunos zambus que limpiaban terreno, me tropecé con un pájaro atrapado en un ovillo de hierba. Pero no era la hierba lo que le sujetaba, sino una tela de araña, gruesa y húmeda, como una madeja de lana, me arrodillé, lo desenredé y lo solté antes de pensar en buscar la araña. Entonces la vi… del tamaño de mi mano, marrón y peluda, del mismo color que las raíces de los hierbajos. El zambu Bucky dijo que era una araña Hanancy, y que no sólo cazaba pájaros, sino que también se los comía y también me comería a mí si no me andaba con cuidado. El pájaro, de color gris melocotón, era, según Bucky, de una especie que sólo aparecía unas semanas al año. Supuse que era un ave migratoria, demasiado inocente para cuidarse de las arañas en la hierba de la jungla. Me preocupó pensar que nosotros éramos un poco como aquel pájaro.

En aquella hierba había de todo: escorpiones, serpientes, alambre, huesos de pollo, ratones, pacas, botellas de vino, nidos de hormigas y cabezas de palas. Cortábamos la hierba para que los mosquitos no tuvieran dónde criar, pero, al hacerlo, encontrábamos de paso otras cosas útiles. Por ejemplo, mientras la limpieza seguía su curso (supervisada por Madre, contagiada del deseo de Padre de afeitar todo Jerónimo y limpiarlo de bichos), Mr. Maywit y Padre cavaban agujeros para los pilares de nuestra nueva casa. Padre decía con frecuencia que lo que necesitaban era un aparato de cavar agujeros para postes. Ese mismo día, Francis Lungley golpeó con el machete un objeto metálico. Se lo llevó a Padre, que dijo que se trataba del lado interesante de un cavador de agujeros para postes.

Le arregló las cuchillas, que eran como mandíbulas, y dijo:

—Todo lo que necesita es un par de mangos.

Le tomó menos de una hora ponerlo en funcionamiento.

—Necesitaba un cavador de agujeros para postes y se encontró un cavador de agujeros para postes. Y yo os pregunto ¿fue por casualidad o fue parte de un designio más amplio?

El mejor hallazgo de la limpieza del terreno fue una pila de madera cortada en tablones. Padre dijo que era caoba de la mejor calidad, tan buena, dijo, que estaba pensando en transformarla en un piano. Era demasiado pesada para la casa, pero dijo que sabía perfectamente qué hacer con ella. La apartaron a un lado, la limpiaron de serpientes y la pusieron a secar.

—A ver si me encuentran más madera de ésa por ahí —dijo Padre, y ese mismo día se encontró más madera. Los zambus reían porque estaba justamente donde Padre había dicho que iba a estar.

Madre trabajaba al lado de los zambus, vestida con una camisa de Padre y con el pelo recogido en un pañuelo. Era idea de Padre; decía que ninguno de los zambus dejaría de trabajar mientras hubiera una mujer en pie cortando la vegetación. Pronto la mayor parte de Jerónimo estuvo cortada y quemada. Parecía como si se hubiera celebrado una batalla: tierra negra, estacas negras, vapor y humo saliendo de las grietas del suelo. La mohosa cabaña de Mr. Maywit seguía cubierta de dondiego de día en su propio islote de bananos. Lo que después sería nuestra casa era un corral rectangular de treinta postes que sobresalían seis pies del suelo. Una vez instalado el piso sobre los postes, trasladaron allí los utensilios de cocina instalados bajo el conacaste. Este sótano de la casa se convirtió en nuestra cocina.

Limpiando el terreno, se descubrieron varias chapas de hierro acanalado. Pero a Padre no le gustó su aspecto, y durante varios días remontó el río con tres de los zambus para cortar bambú. Se iba por la mañana temprano, y aproximadamente una hora más tarde aparecía el bambú, cortado en piezas de ocho pies, flotando río abajo hasta Jerónimo. Los demás zambus recogían las piezas con los Maywit y Madre. Pero la mayor parte del transporte la hacía el río, decía Padre. Tenía un gran ingenio para simplificar cualquier trabajo.

Los bambúes, de un diámetro de unas cinco pulgadas, se cortaban cuidadosamente por la mitad y se alisaban por dentro para hacer acanaladuras. Poniéndolos sobre las vigas del techo y ordenándolos como tejas —amarrándolos entre sí a lo largo y cubriendo la línea de surcos con otra línea colocada al revés— fabricaron un tejado perfectamente estanco. Padre estaba tan contento que cantó:

¡Bajo el bam!

¡Bajo el bú!

Hizo las paredes con el mismo sistema. Teníamos cuatro habitaciones y un porche que Padre llamaba la Galería. Todo ello con saledizos, como una enorme jaula para pájaros.

Padre estaba tan ocupado con la casa y el trabajo de Jerónimo que se suspendieron nuestras clases. Madre decía que no se ocupaban de nosotros. Decía que debían pasar algo de tiempo con los chicos, ¿qué pasaba con su educación?

—Esta es la verdadera educación que necesitan —decía Padre—. Deberían dársela a todo el mundo en Norteamérica. Cuando Norteamérica esté devastada y baldía, esta destreza salvará a los chavales. No la poesía, ni pintar con los dedos, ni cuál es la capital de Texas, sino la supervivencia, reconstruir una civilización partiendo de las ruinas humeantes.

Era su viejo discurso, Guerra-en-América, pero ahora sentía que tenía la solución.

Los Maywit y los zambus consideraban la casa como un milagro.

—No pintan cuadros —decía Padre—, no tejen cestos, ni esculpen rostros en cocos ni ahuecan cuencos para ensalada. No cantan, ni bailan ni escriben poemas. No son capaces de pintar una raya recta. Por eso me gustan. Esto es inocencia. Están un poco tocados por la religión, pero ya se les pasará. Madre, aquí hay esperanza.

Durante la construcción de la casa, Padre nos estimulaba a observarle acompañados por los chicos Maywit. Clover y April se llevaban bien con las niñas Maywit —aunque Clover las mangoneaba haciéndolas recitar el alfabeto una y otra vez— y Jerry jugaba con el niño llamado Drainy, que también tenía diez años. Ninguno de ellos era de mi edad, lo que me daba libertad para ayudar a Padre o jugar por mi cuenta.

Drainy era un niño con ojos de insecto, la cabeza rapada y los dientes separados. Tenía una colección de cochecitos y bicicletas de juguete fabricados con alambre de percha. En una ocasión en que jugaba con Jerry encontré unos cuantos de aquellos juguetes de alambre y los arrastré ruidosamente por el suelo. Padre me preguntó qué eran.

Se los enseñé. Estaban ingeniosamente hechos. Tenían partes móviles y uno de ellos parecía hasta en sus menores detalles un triciclo, con sus pedales y sus ruedas.

A Padre le fascinaba todo lo mecánico. Se sentó y los estudió. Tras meditar sobre ellos varios minutos y probarlos, dijo:

—Están hechos con instrumentos muy sofisticados. Fíjate cómo han retorcido y unido este alambre. No hay ninguna soldadura, y los ángulos y curvas están perfectamente formados.

Me miró y me guiñó un ojo.

—Charlie —dijo—, creo que alguien nos está ocultando herramientas. No he juzgado bien a esta gente. Las herramientas de precisión que han hecho estas cosas me serían muy útiles.

Se las enseñó a Mr. Maywit, quien dijo que en efecto eran de Drainy. Drainy fue convocado a la Galería.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Padre.

—Los hago yo.

—Tómate tu tiempo, hijo —dijo Padre—. Quiero que me enseñes exactamente cómo lo haces. Te daré un poco de alambre. Ahora vete a buscar tus herramientas y hazme uno de éstos.

Padre entregó a Drainy unos pedazos de alambre fino, pero Drainy no se movió de donde estaba. Los cogió inexpresivamente con su sucia mano y se chupó los dientes.

—¿No quieres enseñarme tus herramientas?

Mr. Maywit golpeó el hombro del niño con un dedo.

—No tengo herramientas.

—Así que, después de todo, no puedes hacerlos —dijo Padre.

—Sí puedo —dijo Drainy. Se puso en cuclillas, cogió el alambre entre los dientes y, mordiendo y pasándolo entre los intersticios como si fuera seda dental, masticándolo como la médula de un hueso, lo convirtió en un piñón dentado y lo exhibió para que Padre lo admirase.

Mr. Maywit se puso tan nervioso que habló a trompicones:

—¡Lo hace con los dientes!

—Cuídate esos trituradores y lávatelos todos los días —dijo Padre a Drainy—. Más adelante te voy a necesitar.