27

Durante tres días, como castigo, Jerry y yo fuimos a remolque de la barca, metidos en la piragua. Comimos y dormimos en ella. Coleaba y daba tumbos como un corcho en el extremo de un sedal. Apenas había lugar para echarse. El barril estaba entre nosotros, y el olor a fruta agria de las emanaciones de gasolina se mezclaba con el hedor a ropa quemada del escape del fueraborda, produciéndome un punzante dolor de cabeza. Permanecíamos de rodillas en el agua que se filtraba por las grietas del tronco ahuecado y matábamos el tiempo arrastrando un anzuelo a popa, con la esperanza de atrapar un bagre.

Padre estaba sentado al otro extremo del cabo, de treinta pies de largo, en la barandilla de popa de la cabaña-casa, dándonos la espalda. Yo detestaba sus hombros, su pelo grasiento, la curva de su columna. Me imaginaba cómo sería clavar allí un puñal, justo debajo del harapiento cuello de su camisa. A veces me veía haciéndolo. En mi imagen no había sangre… ni un grito, ni lucha. Sólo un gruñido de aire liberado cuando la hoja penetraba y la empuñadura se aplastaba en la carne. Después desaparecía, como una cámara de neumático rasgada. Lo veía tan claramente que me dolía el brazo, como si ya lo hubiera hecho… pincharlo.

Escuché, pensando que él sabía lo que me pasaba por la cabeza y sintiéndome culpable. Pero sólo oí las airadas protestas de Madre tratando de convencerle de que nos dejara subir a bordo. No quería ni oír hablar de ello. Decía que nos merecíamos algo peor. Era difícil oírle por encima del rugido del motor. El se jactaba de no habernos dado nunca una azotaina, de no habernos puesto jamás la mano encima en un acceso de cólera. Pero para nosotros habría sido mejor que nos hubiera pegado la víspera. La piragua y los bichos y el calor dolían más que una paliza.

—Cortemos la cuerda —decía Jerry—. ¡Verá lo que es bueno!

Jerry quería que nos quedásemos a la deriva. Quizá Padre nos estaba probando para ver si teníamos arrestos para hacerlo. Pero no permití que Jerry tocara el cabo. Temía que se rompiera él solo, o que Padre lo cortara. A menudo, durante esos días, caí dormido y me desperté aterrado, pensando que bajábamos veloces el Patuca en la frágil piragua.

—Si tocas esa cuerda, Jerry —le dije—, saltaré al agua y nadaré hasta la orilla. Te quedarás solo, Jerry. Morirás.

Durante el corto período de la desaparición de Padre, cuando creía que se había ahogado tratando de recuperar la hélice, no había tenido miedo. Teníamos la barca, nuestras hamacas y a Madre. Pero cuando él subió a bordo trajo consigo todo el antiguo temor. Me vi obligado como por encanto a creer de nuevo que la tempestad había desvastado el mundo entero y que la muerte acechaba en la costa.

—Yo no me creo esa mierda —dijo Jerry cuando se lo conté.

Jerry estaba más violento en la piragua de lo que jamás había estado en la barca o en cualquier otra parte. Remolcado, al extremo de un cabo, decía cosas prohibidas. Hablaba continuamente de escaparse y volver a casa. Sus propósitos me daban pesadillas, porque ponía en palabras mis peores presagios. Yo pensaba que merecíamos estar castigados en la piragua. Era nuestro sitio.

—Le odio —decía Jerry—. Está loco.

Le dije a Jerry que sin mi ayuda jamás llegaría a la costa.

—No llegaremos al nacimiento del río —dijo—. Es imposible.

—¿Cómo lo sabes?

Dio dos patadas al barril de gasolina, dos golpes que sonaron a hueco como redoble de un timbal.

—Está casi vacío. Papá no puede hacer funcionar su fueraborda sin gasolina.

—Remará.

—¡Irá para atrás!

Jerry se rió solo de pensarlo. Dijo que se alegraba de que me preocupara.

—Voy a decirle que se está quedando sin gasolina. Verás cómo se pone.

—Cállate —dije.

—Le tienes miedo, Charlie. Eres mayor que yo y tienes miedo. Yo no tengo miedo.

Pero su voz no era firme al decirlo, y tuvo que tragar saliva dos veces para poder terminar sus palabras. Sufría con el castigo de la piragua. Apenas había dormido, y parecía enfermo. Cuando no estaba quejándose de Padre tartamudeaba sollozando como un niño de pecho. Sonaba muy joven cuando lloraba. Rompía a hacerlo en sus manos, con la cabeza baja, para que Padre no le viera.

Una noche, oyendo la risa de Padre en el Camarote Principal, Jerry dijo:

—Me gustaría matarle.

Su voz salió de la oscuridad. Jadeaba, como si hubiera realizado un gran esfuerzo para decirlo.

—No sería difícil matarle. —Jerry jadeaba—. Podríamos acercarnos sin que nos viera. Pegarle con un martillo. En los sesos…

—No digas eso, Jerry.

—Tienes miedo.

Sí, porque estás diciendo las cosas terribles que hay en mi mente, pensaba yo. Podía sentir el fresco mango del martillo. Podía oírlo caer con un crujido sobre su cráneo, y ver el cráneo abrirse como un coco… rezumando un agua blanca.

—No —dije.

—Ojalá se hubiera muerto —dijo Jerry. Se echó otra vez a llorar. Sus lágrimas me consolaban. Lloraba por mí.

Una mañana dijo que había visto un avión, un pequeño avión gris, de un solo motor, pasar por encima nuestro. Yo no lo vi. Le dije que estaba soñando. Era un gallinazo o una garza… o un loro. Allí cualquier pájaro en pleno vuelo tenía el mismo aspecto que una Cessna o una Piper Cub. Jerry lloró porque no quise creerle. Me ponía igual que Padre, dijo. Peor que Padre.

—Mr. Haddy te dio las bujías y la gasolina. ¡Y Padre se atribuyó todo el mérito! ¿Quién pescaba en la laguna? ¡Sólo nosotros! Él nos trataba como esclavos, pero ¿qué pasó con su huerto y todos esos inventos estúpidos? Se los llevó el agua. ¡Le salvamos la vida!

Una vez más, expresaba mis pensamientos y me daba miedo.

—Si le cuentas lo de Mr. Haddy —dije—, yo le contaré lo que me has dicho… que quieres matarle.

Jerry fue presa de pánico. Sabía que había ido demasiado lejos.

—De todas formas —dije yo—, él lo negaría.

—Porque es un mentiroso. Se equivoca en todo.

—Tú no lo sabes. No hay ninguna prueba. Probablemente tiene razón… ¡Mr. Haddy estaba de acuerdo! Tienes doce años y la cara sucia. Cuando la semana pasada Papá te soltó en esta piragua casi se te salen los ojos de tanto llorar. Te alegraste de que te recogiera.

—Me engañó. Ahora ya no lloraría. Me iría.

Pero tenía los ojos rojos y costrosos como heridas.

Padre miró hacia atrás, y al ver que discutíamos (el ruido del motor fueraborda no le permitía oír lo que decíamos), movió la cabeza de arriba abajo y sonrió como diciendo «Estáis en vuestro sitio, basura».

Madre había dicho que si tenía razón éramos la gente más afortunada del mundo. Si se equivocaba, estábamos cometiendo un espantoso error. Pero le obedecía. También ella tenía miedo.

—A lo mejor averiguamos si tiene o no razón —dije a Jerry—. Yo no quiero ir a la costa si es un cementerio. ¿Y para qué hablar de Norteamérica, si ya no existe? Papá dice que ya no existe… y también Mr. Haddy. ¡Qué sabrás tú, Espesoide!

—Tenemos una casa blanca en un campo verde —dijo Jerry— rodeada de árboles. En los árboles hay pájaros, pájaros gato y arrendajos. Brilla el sol. La sirena de mediodía pita en la Estación de Bomberos de Hatfield. La gente pasa por delante de nuestra casa y se asoma al sendero. Están diciendo «¿dónde andarán estos Fox?».

—No —dije. Pero lo veía claramente. Veía las nubes sobre el cobertizo de Polski, y las colinas del valle y el maíz. Olía las varas de San José y el simplocarpo, la resina de los pinos, la hierba cortada, la dulzura del rocío en el diente de león, alquitrán caliente de las carreteras vecinales.

—«¿Se los llevó su viejo?» Eso estarán diciendo. —Jerry me miró. Estaba sorprendido y un poco temeroso—. ¿Por qué lloras, Charlie? —dijo.

Me llevé las manos a la cara.

—No llores, por favor —dijo—. Me da miedo.

Finalmente, Padre nos dejó subir a la barca. Estábamos tan avergonzados de lo que habíamos hablado entre nosotros que nos fuimos directamente a proa a sujetar el escandallo. Estábamos quemados y llenos de picaduras y teníamos unos retortijones horribles. Jerry había estado muy obstinado en la piragua, pero allí sólo parecía triste y no dijo una sola palabra contra Padre. En vez de eso maldecía a las gemelas. Llegó incluso a morder a April en un brazo, y las marcas de los dientes se amorataron. Me alegré. Hacía mucho tiempo que yo mismo quería morderla, y a Clover también.

Todos los poblados por los que pasábamos estaban anegados o desiertos… palos de cabañas y unos cuantos frutales. Eran lugares verdes y fantasmagóricos, atestados de ratas mojadas. Todas las piraguas estaban hundidas, y las enredaderas empezaban a trepar por los postes de las chozas. Las raíces que asomaban eran como dedos de pies aplastados, negros, amoratados y abiertos, y de las curvas de las ramas pendían manojos de hierbas como si fueran cabelleras de brujas.

Pero una mañana, después de once días de ascender por el río Patuca, llegamos a un poblado que no estaba devastado, ni siquiera inundado. Se encontraba sobre una elevada orilla roja, en un recodo del río. En la orilla había un niño acuclillado haciendo sus cosas, la mirada abstraída, como un perro en un arbusto.

Padre estiró el cuello para ver mejor el poblado. Después sonrió. Pareció reconocerlo.

—Ya sé dónde estamos —dijo.

—¿Dónde, Allie?

—Ya lo verás.

El niño acuclillado oyó nuestro motor. Se tapó con el harapo que tenía en la mano y subió corriendo por la orilla. Padre paró el motor y amarró la barca a un árbol.

Ya había quince hombres en la parte más elevada de la orilla, donde habíamos visto el humo y los picos de paja de las cabañas. Vestían harapos y nos miraban fijamente, con ojos inexpresivos.

—Miskitos —dijo Padre—. Indios.

Eran negros, eran marrones, eran amarillentos, estaban escuálidos. Su delgadez era como una sospecha. No se movieron. Padre saltó a tierra y estiró un brazo.

—Hola, ustedes. ¡Naksaa!

Poco después estrechaba la mano a los hombres y hablaba a una milla por minuto como solía hacerlo cuando quería hechizar a un desconocido. Hacía mucho tiempo que no le veíamos lleno de energía y amigable. Cuando estaba de buen humor tenía la costumbre de pinchar el pecho de su interlocutor con el muñón del dedo y hacerle como cosquillas mientras hablaba con él. Le iba bien con los perros y las vacas salvajes. Le había ido bien con Mr. Haddy. Le fue bien con aquellos miskitos.

Hincándoles el dedo en las costillas, decía:

—Esta vez lo ha conseguido ¿eh? es usted un tío listo ¿verdad? Estará encantado consigo mismo. Paren ya de reír —dijo, haciéndoles cosquillas por turno—. ¿Qué les hace tanta gracia?

Los miskitos se reían y brincaban. Aunque al principio parecían hostiles, ahora ya hablaban amistosamente con Padre. Ya no parecían interesados en comernos, aunque no habían perdido su aspecto famélico. Nos invitaron a entrar en el poblado.

—No os separéis —dijo Madre—. Este sitio no me gusta. Dejad que sea Padre quien hable.

—Es para lo único que sirve —dijo Jerry.

—Cuidado con lo que dices —dijo Madre, dejando a Jerry todo enfurruñado.

—Este poblado es un desastre —dije yo—. La gente se muere de hambre.

—Papá sabe dónde estamos —dijo Madre—. Escuchad lo que dice.

Pero ¿qué iba a decir? Aquello era una tétrica colección de chozas hechas con hojas de banano rotas y nudos de enredaderas. El techo de las chozas era de paja. Detrás del poblado había sabana, y detrás de ésta jungla, como una mancha de moho. El terreno estaba todo embarrado por la reciente lluvia, y todo el lugar apestaba a suciedad y wabul viejo y humo de leña mojada. Ya habíamos visto poblados como aquel. Era la miseria de los indios. De algunas de las lamentables chozas pendían racimos de bananos ya negros, y cerca de ellas un perro cojo mascaba una asquerosa cabeza de pescado. Una mujer de rostro plano arrastraba en un trineo un montón de palos rotos. Murmuraba demencialmente mientras avanzaba. Habló a Madre —algo maligno le dijo— y dejó escapar una risa entre sus restos de dientes. Otra mujer desgreñada, que fregaba harapos en una palangana de latón, levantó la cabeza, hizo una mueca y siguió fregando.

—¿Qué os había dicho? —Padre se dirigía a nosotros.

Enjambres de ruidosas moscas zumbaban en torno a las caras de la gente y alrededor de sus pies grandes y sucios y sus tobillos cubiertos de costras. Encontraban los plátanos negros y se deslizaban por la superficie de las cacerolas de tres patas. No vi huertos, pero había algunos grupos de bananos y mandioca escuálida cerca de algunas de las chozas. Un cerdo suelto bufó y empujó con el hocico una cáscara de papaya. En medio de las chozas había un cobertizo con techo de latón, abierto por delante. Tenía arriba un cartel que decía La Bodega. Jerry y yo nos asomamos al interior, pero no vimos más que estantes vacíos, algunos sacos de harina colgados y una lámpara.

—¿Veis? —dijo Padre—. Tenía razón.

Dos miskitos pelaban la corteza de un tronco. Uno usaba una maza de madera y el otro un hacha pequeña. Dejaron su trabajo y miraron a Padre. Después se hizo un silencio, solo interrumpido por el cerdo y el monótono zumbido de las moscas.

—Éste es el sitio —dijo Padre.

Se había juntado una pequeña multitud. La gente miraba extrañada el pelo de Madre —el viaje por el río y tanto sol se lo habían puesto rubio veteado— pero escuchaban a Padre. Sus rostros eran secos y famélicos, envejecidos por el hambre. Dos de los hombres llevaban pieles de serpiente enrolladas en el cuello: coarlitos, rojas con anillos negros.

—¡Esto es el futuro!

Padre miró a su alrededor, haciendo ademanes de admiración. El suelo embarrado se evaporaba al sol. El humo y el olor de la paja podrida y el wabul me hacían arrugar la cara Junto a sus huesudas chozas, los harapientos miskitos respondían arrugándola también.

—Tengo que felicitarles a ustedes —dijo Padre—. Choquen esos cinco.

Los indios se extrañaron, pero le estrecharon de nuevo la mano y le sonrieron.

—Han acertado.

Parecían contentos, como si fuera la primera vez que alguien les decía semejante cosa. Sonrientes parecían menos hambrientos. Uno de los miskitos se aclaró la voz.

—Nosotros hacer cayuco nuevo —dijo, señalando a los dos hombres sentados a caballo sobre el tronco chamuscado.

—Eso está bien.

—¿Tú tener hacha para mí? —Era el miskito de la maza.

—No necesita un hacha. Como mucho un escoplo para acompañar a la maza. Yo tengo un escoplo. Podemos ponernos de acuerdo. Van a tener una bonita barca.

—Ella mucho trabajo, tío.

—Lo sé muy bien. Pero ¿qué prisa hay? Tienen todo el tiempo del mundo.

—¿Tu tener sierra, tío? —Esta vez era uno de los miskitos con una raída piel de serpiente al cuello.

—Para qué quieren una sierra. No encontrarán una sierra en ningún sitio. No queda ni una. Créame, hermano, se puede vivir sin sierra.

Un hombre con cara de caballo preguntó a Padre si tenía azufre para hacer goma de chicle.

—No me hable de azufre, amigo —dijo Padre.

Había una carretilla tumbada sobre un costado en una zanja. Padre la cogió y la puso de pie. La miró amorosamente, como en su momento había mirado a Niño Gordo. Dijo que era una muestra impecable de ingeniería, la rueda como punto de apoyo, los brazos que actuaban como palancas, el equilibrio interior. Un hombre podía levantar con ella cuatro veces su peso con el mínimo de esfuerzo.

Los miskitos oían a Padre alabar la vieja carretilla astillada y empezaban a mirarla como si estuviera encantada.

—¡No vender mi cartilla! —El hombre que lo dijo se escupió en un dedo y untó de saliva uno de los brazos.

—No me extraña. Esto va a ser muy útil ahora que medio mundo ha sido destruido.

Ya no miraban a la carretilla. Padre sonrió a las bocas abiertas.

—¿No se han enterado?

Los huecos de sus ojos dijeron que no.

—Pues sí, no queda casi nada —Padre agitó los brazos—. Sólo quedamos unos pocos. Ahí fuera —movió otra vez los brazos— están todos muertos o muy ocupados muriéndose.

Río abajo… eso era el mundo. Miraron cerrando los párpados.

—¿Por qué nosotros no muertos, tío? —preguntó el hombre de cara de caballo.

—Porque son demasiado listos. Y viven como es debido.

Padre les felicitó. Les dijo lo que nos había dicho a nosotros, que era el poblado del futuro y ellos la gente del futuro, los nuevos hombres. Tenían la suerte, dijo, de vivir una vida simple, mientras el resto del mundo se había ido al infierno. Al oírle decir que estaban en el cielo en aquel miserable poblado, con sus gallos raquíticos y su fruta negra y su cerdo solitario y sus chozas rotas, se ajustaron los harapos y le vitorearon.

—Creían que iban a ir a la luna. Escuchen, nadie va a ir a la luna.

Nos ofrecieron calabazas de wabul, y Padre comió un poco. Hacían su café con mazorcas quemadas y aplastadas, pero Padre lo bebió. Nos dieron plátanos. Padre dijo «no hay nada como un plátano». Le pasaron un puro apestoso. Padre se lo fumó y dijo «lo mejor que he visto en mi vida para ahuyentar a los bichos».

Y entonces nos dijeron que no era un poblado, sino una familia. Se llamaban Thurtle. Todos los miskitos del lugar eran Thurtle. Eran madres y padres, hijos y primos, todo muy complicado, todos Thurtle, los mayores y los pequeños.

Padre dijo que no le extrañaba. Las familias eran las únicas unidades sociales que quedaban. Nos presentó e hizo que Clover y April les cantaran una canción. Las gemelas les cantaron «Bye Bye, Blackbird». Los hombres miskitos danzaron lenta y pesadamente, pateando en círculo y aplaudiendo.

El poblado de la familia Thurtle era como otros veinte más que habíamos visto y despreciado. Pero eso era meses atrás, y ahora Padre era un hombre distinto. Aquello probaba que era distinto. Se mostraba enormemente paciente. No les pedía que cambiaran. No despreciaba su wabul agrio. No nos hizo fijarnos en su letrina zumbadora ni en su cerdo loco y flaco. Dijo que era un lugar muy notable. Era el poblado del futuro que nos había descrito hacía menos de una semana, en el río. Alabó la forma en que vivían los miskitos y dijo que los nudos en las enredaderas que sustentaban las chozas eran admirables.

Mientras él hablaba, las nubes se espesaron sobre nuestras cabezas y empezó a caer una ligera lluvia. Se oyó un trueno lejano. Los miskitos tenían miedo de los truenos. Aquella tormenta les inquietaba Padre dijo que el miedo les había salvado; habían olfateado el peligro, igual que él.

Encontró un barril de gasolina detrás del colmado. Los miskitos dijeron que era para el generador, pero el generador estaba estropeado. Se había oxidado. Estaban a la espera de recibir un chasis nuevo.

—No pierdan el tiempo —dijo Padre—. ¿Para qué quieren electricidad?

Dijeron que para las luces.

—¿Y qué harán cuando las bombillas se fundan? Necesitarán bombillas nuevas. Pero ya no se consiguen ni por todo el oro del mundo. No hay bombillas. ¡Nada!

Padre dijo que tenían lo que tenían, y que lo que no tenían ya no existía.

Los miskitos lo entendieron más deprisa que nosotros en la barca.

Les dijo que si querían aceite podían usar entrañas de pez o sebo de cerdo. Y él necesitaba la gasolina más que ellos, porque estaba escaso de combustible para el fueraborda. Estaba dispuesto a darles un escoplo y un asiento de retrete por ella, y podía añadir un espejo si realmente lo querían.

Dijeron que muy bien.

—Trueque —nos dijo, mientras cargaba el barril de gasolina en la piragua—. Así será todo a partir de ahora.

Dijo que podían alegrarse de que les quitase la gasolina de encima, porque no era más que un peligro de incendio.

—¡Reconozca —dijo, clavando el dedo en el pecho de uno de los hombres— que les he hecho un buen favor!

El hombre soltó una risita cuando Padre le clavó el dedo, y los demás miskitos se rieron a carcajadas.

—Me parece que has tenido un gran éxito, Allie —dijo Madre.

—No puedo evitarlo, Madre. Esta gente me gusta.

—Se están muriendo de hambre —me susurró Jerry—. Están sucios. Fíjate en sus casas. No tienen de nada. Se les ven los huesos. Les moquea la nariz. Son unos cerdos.

—Tal como dijo Padre que iba a ser —dije.

—Es horrible.

Jerry, tenía razón.

Y hasta Jerry tuvo que admitir que Padre había previsto aquello.

—¿Conocen el Up Jenkins? —decía en ese momento Padre.

Dijeron que en Mocorón había un tal Jenkins, pero se había muerto de una picadura de serpiente.

—Este Up Jenkins es un juego.

Era el que habíamos jugado en Jerónimo y en Laguna Miskita. Participaban dos grupos de personas. Un componente de uno de ellos escondía una moneda en la mano y el otro grupo trataba de averiguar quién la tenía. El segundo grupo gritaba «¡Ventana!», o «¡Portazo!» o «¡Arrastre!». El grupo que tenía la moneda escondida tenía que hacer determinados movimientos con las manos —abrirlas como ventanas—, aplaudir o arrastrarlas. Por lo general, la moneda se caía cuando lo hacían —antes de que nadie pudiera adivinar quién la había escondido— y todo el mundo se reía. Era un juego tonto, pero a los miskitos les gustó, y jugamos en el mostrador del colmado hasta que escampó.

Entonces Padre miró hacia el Patuca y dijo:

—Es hora de moverse.

Querían que nos quedáramos. Disfrutaban con el Up Jenkins y los golpecitos amistosos del dedo de Padre. Pero Padre dijo que no quería abusar de ellos. Cuando bajaron en grupo hasta el río para despedirse, pensé que la pavorosa predicción de Padre se había cumplido. Eran miskitos, pero se parecían a nosotros. Estaban cubiertos de picaduras y de barro, y sus harapos no eran distintos de los nuestros. Ese era el futuro que nos había prometido, y en ese futuro éramos salvajes.

—¿Va río arriba en la barca?

Padre dijo que sí.

—¿Mobilgasna?

—¿Cómo de lejos está Mobilgasna?

—Cuatro horas.

—Vamos más arriba.

—¿Wumpu?

—¿Cómo de lejos?

—Dos días.

—Entonces voy a subir un mes o un año. Voy a seguir hasta que se me gaste el río. No pienso parar hasta mi destino.

Una vez en el barco, Padre dijo:

—¿Han dicho Wumpu?

—Algo así —dijo Madre.

—Wumpu me suena. Significa algo. ¿Qué será?

Madre dijo que no lo sabía. Pero Padre tenía razón. Wumpu me sonaba a mí también.

Esa noche, tras atracar por debajo de Mobilgasna (el terreno era más escarpado, las márgenes tapizadas de pinos y rocas), tumbados en nuestras hamacas, oímos a Padre decirle presuntuosamente a Madre:

—Acabas de ver el futuro. No es tan malo. Sólo parece sucio…

En ese instante estuve a punto de caerme de la hamaca. Wumpu… Guampu… recordé lo que significaba.