7

Lo último que vi cuando nos alejamos de casa en la camioneta fue una masa de cintas rojas en el rocío de la mañana, colgadas de las ramas más bajas de nuestros árboles. Era justo la hora que sigue al amanecer. En la luz cálida y mortecina todo era gris peludo, menos aquellas cintas de color vivo. Los salvajes las habían puesto allí la noche anterior.

Estábamos sentados a la mesa, cenando, cuando oímos voces y el roce de pies sobre la hierba alta. Padre dijo «Hola» y acudió a la puerta. Cuando encendió la luz exterior, vi más de una docena de caras oscuras agrupadas en la escalera de entrada. Vienen a buscarle, pensé, van a llevárselo a rastras.

—Madre, son los hombres.

No dijo salvajes.

—Buen momento han escogido —dijo ella.

Padre se volvió hacia ellos y les indicó que entraran.

El primero, que era alto y resultó ser el más negro de todos, entró con andar inseguro, sonriendo, con un machete en la mano. Dios, pensé. Lo llevaba descuidadamente, como una llave inglesa, y, si quería, podía simplemente levantarlo y partir a Padre en dos. Los demás entraron detrás con pasos silenciosos, aunque sus zapatos eran enormes. Llevaban camisas blancas con remiendos aún más blancos, pero muy limpias y almidonadas. Murmuraban y reían y llenaban la habitación con lo que yo ya sabía era el olor a perro de su propia casa, sudor y excrementos de ratón y gasoil. Las gemelas y Jerry los miraban con los ojos como platos, estaban asustados, y Jerry estuvo a punto de vomitar su comida por el olor.

Pero también los hombres parecían algo asustados, incluso el del machete. Sus rostros eran máscaras retorcidas y cubiertas de moratones, su pelo negro, grasiento como la cola de la rata almizclera o dispuesto en mechones de rizos apretados como el relleno de un almohadón reventado. La mayoría eran indios oscuros de nariz aguileña, y el resto negros, o casi, de manos largas y sueltas. Algunos tenían unas caras tan negras que no me era posible distinguir sus narices o sus mejillas. Nos miraban y miraban la habitación, como si jamás hubieran pisado una casa como debe ser y estuvieran decidiendo si debían destrozarla o arrodillarse y clamar. Su silencio, aquella confusión, vibraba violentamente en la habitación.

Padre golpeó en el hombro al hombre grande y dijo:

—¿Qué quieren estos camorristas?

Los hombres se echaron a reír como niños, y entonces vi que miraban a Padre con espíritu obediente. Sus rostros irradiaban admiración y gratitud. Cuando me di cuenta de que estábamos seguros, los hombres me parecieron menos feos y amenazadores.

—Éste es Mr. Semper —dijo Padre. Se sirvió del apretón de manos para hacer avanzar al hombretón—. Habla inglés perfectamente, ¿verdad que sí, Mr. Semper?

—No —dijo Mr. Semper, casi gimoteando y mirando desamparado a Madre.

Yo conocía al tal Semper. El rostro que vi cruzar los campos a medianoche era el suyo. Era el que llevaba el espantapájaros en los brazos. Ahora observé que tenía el garabato de una pálida cicatriz, como una firma, junto a la boca. Me alegré de no haber visto la cicatriz aquella noche.

—Mira si encuentras un poco de cerveza, Madre. Estos caballeros están sedientos.

Al poco rato, cada hombre tenía una botella de cerveza en la mano. Mr. Semper avanzó la mandíbula y arrancó el tapón con las muelas. Los demás hicieron exactamente lo mismo, mordisqueando sus botellas y escupiendo el tapón con la lengua. Tomaron unos tímidos tragos de cerveza, sin perder de vista a Padre.

—¿Qué tiene para mí, hermano? —dijo Padre.

—Esto —dijo Mr. Semper, equilibrando el machete en la palma de la mano.

—Es una belleza —dijo Padre. Probó el filo con el pulgar—: Podría afeitarme con él.

Mr. Semper rompió a hablar muy deprisa en otro idioma.

¡Padre entendía! Se volvió hacia nosotros y dijo:

—Nos dan las gracias por la «Bañera de Gusanos». ¿No os dije que eran civilizados? Fijaos, son verdaderos caballeros —y les dijo unas palabras en su idioma.

Mr. Semper soltó una sarta de estentóreas carcajadas. Tenía unas encías maravillosamente moldeadas, como cera pulida alrededor de las raíces de los dientes. Miraba a Padre con ojos húmedos y semicerrados, y, cuando Padre hizo circular un cuenco con cacahuetes, Mr. Semper movió la cabeza de arriba abajo y abrió los labios para musitar su agradecimiento.

Lo que más me extrañaba era simplemente que aquel grupo de hombres estuviera en nuestra casa. Durante meses les había visto cruzar los cultivos en silencio, primero para plantar, después, cuando la cosecha de espárragos estaba madura, inclinados sobre ella y cortando. Estaba seguro de que eran los hombres que aquella noche llevaban antorchas en la ceremonia del espantapájaros. Los hombres me habían parecido salvajes, el hedor de su casa me había asustado, sus rostros me habían parecido hinchados y crueles. Pero ahí estaban, quince hombres, de los más extraños que jamás había visto. Sin embargo, de cerca, no parecían salvajes. Parecían pobres y obedientes. Los zurcidos de sus camisas hacían juego con los moratones de sus rostros, sus manos estaban agrietadas por el trabajo, su pelo cubierto de polvo. Sus zapatos, grandes y rotos, les daban un aspecto de hombres caídos, y sus harapientos pantalones les conferían una apariencia… no peligrosa, como había esperado, sino débil.

—Quieren conoceros —dijo Padre.

Nos presentó, gemelas, Jerry y yo, e hicimos una ronda de apretones de manos. Las palmas de las suyas estaban astilladas y húmedas, y la piel era escamosa. Tenían las uñas amarillas. Sus manos eran como patas de pollo, y después las mías me olieron.

—Tomé la precaución de comprar un buen mapa —dijo Padre, desplegándolo y aplanándolo a la luz de una lámpara. Los hombres se acercaron desordenadamente a mirarlo—. Un mapa es tan bueno como un libro, en realidad mejor. Llevo meses estudiándolo. Sé cuanto tengo que saber. Fíjense cómo en el medio está en blanco… ni carreteras, ni pueblos, ni nombres. ¡América fue una vez así!

—Mucha agua aquí —dijo Mr. Semper, siguiendo los azules ríos con el dedo.

El mapa mostraba un frente de territorio, una costa protuberante con un interior vacío. Las venas azules de los ríos, el verde de las tierras bajas, el naranja de las montañas, ni un nombre, sólo colores vivos. El dedo de Padre era muy adecuado para señalar, diciendo «aquí es adonde nos dirigimos», porque el dedo romo y cortado sólo apuntaba a un perfil vacío.

—¿Seguro que no quiere venir con nosotros, hermano?

Mr. Semper enseñó los dientes, y sus orificios nasales se abrieron como los de un caballo.

—Prefieren quedarse aquí y afrontar el concierto —dijo Padre—. Irónico, ¿no? En cierto modo, intercambiamos lugares, trueque de países.

Mr. Semper se echó a reír, batió palmas y dijo:

—¡Van ustedes muy lejos!

Padre le sonrió.

—Soy el americano evanescente.

A ambos lados de los ojos de Mr. Semper se hincharon unas venas negras, estirando la piel como lombrices atrapadas. Se acuclilló junto a nosotros y nos pasó los largos brazos por los hombros a las gemelas, a Jerry y a mí, uno por uno.

—Este padre gran hombre. Él mi padre, también —los gruñidos de Mr. Semper tenían un olor húmedo a cacahuetes digeridos—. Nosotros, sus hijos.

Me pareció una afirmación ridícula, pero recordé que Padre había sido bueno con aquellos hombres, porque eran pobres. Aquélla era la forma en que Mr. Semper daba las gracias por la caja de hielo que funcionaba con fuego.

Los demás hombres permanecieron en silencio. Padre les sonrió y les hizo unos pases con las manos. Después, murmuró algo, se volvió hacia Madre y dijo:

—Eso es «no hagas nada que yo no haría» en su idioma.

—Con una interpretación bastante generosa… —dijo Madre.

Cuando Mr. Semper estrechó los dedos de Padre y le murmuró algo cerca del rostro por última vez, mientras todos se movían rápidamente por encima de la hierba, Padre levantó el machete y, blandiéndolo como el alfanje de un pirata, dio unos golpes en el aire.

—Ten cuidado, Allie —dijo Madre.

—¡Estoy deseando ponerme en camino!

—Intercambiando lugares —dijo ella—, pobre gente.

—Es todo lo que tienen para cambiar, nada más. Y es precisamente lo que estamos haciendo. De no ser por ellos, jamás se me habría ocurrido. Ellos me inspiraron.

Hubo movimiento fuera. Los hombres se habían detenido bajo los árboles.

—Pero es una estafa —dijo Padre—. Siento como si les dejara en las garras de los buitres.

Hasta la mañana siguiente no vi las cintas que los hombres habían atado a las ramas. Eran cintas rojas baratas, pero, en la luz gris de la mañana, parecían ricas y festivas, y daban un toque de esplendor a los árboles.

Pronto dejé de distinguir los árboles y la casa. Nuestra heredad fue decreciendo y hundiéndose, seguida por las copas de los árboles. Después, todo quedó por debajo de la carretera.

Al pasar por la casa de Polski recordé lo que me había contado. Pero la historia de Mooney me confundía. ¿Significaba aquel desgarramiento de oreja que Mooney se había dado cuenta de que su padre fue cruel con él, o simplemente probaba que los criminales no cambian y son unos desalmados hasta al pie del patíbulo? Y por lo que tocaba a los otros delirios de Polski, eso de que Padre era un sabelotodo y peligroso, no podía transmitir semejante mensaje. Padre sabía que estaba mintiendo. Pero ¿a quién tratas de proteger? ¿A él o a mí? La respuesta era que a ninguno de los dos. Intentaba protegerme a mí mismo.

Ahora daba todo lo mismo. Nos íbamos a Hatfield. Padre había cogido su «Caja de los Truenos» y su «Aplastaátomos», la mayor parte de sus herramientas, algunos de sus libros y todo lo que habíamos comprado, el equipo de camping. Pero dejamos todo lo demás, la casa y todos sus pertrechos, hasta la última astilla de mobiliario, la vajilla, las camas, las cortinas, las plantas de Madre, la radio, las luces en los enchufes, la ropa en los cajones, el gato dormido en la silla hidráulica. Y habíamos dejado la puerta entornada. ¿Era ésa la forma en que Padre pretendía tranquilizarnos? Si tal era, tuvo éxito. Con la excepción de unas mudas que metimos en las mochilas, no hicimos ninguna maleta.

Padre se había despertado y había dicho: «Muy bien, vámonos». Corrió por la casa sin mirar a derecha e izquierda.

Nos largamos de aquí.

Más tarde, pensé que así obraban los verdaderos refugiados. Terminaban el desayuno y huían, dejando la vajilla en el fregadero y la puerta principal medio abierta. Así era más dramático que si hubiéramos envuelto cuidadosamente todas nuestras pertenencias y vaciado la casa.

La casa, en miniatura, resaltaba ahora en la distancia, entre los campos, a una milla de nosotros. Nunca había tenido un aspecto tan pacífico. Era nuestra ratonera. Y, como todas nuestras cosas seguían dentro y el reloj seguía haciendo tic-tac, sentí que podíamos regresar en cualquier momento y encontrarla como la habíamos dejado, y reclamarla.

Así que no me importaba marcharme. Pero ¿adónde nos dirigíamos? Como no lo sabía, el tiempo transcurría tan despacio que me enfermaba. Una vez pasado Springfield, Padre siguió por la carretera de peaje, y ciudades y pueblos se alzaron junto a las salidas. Vimos chimeneas e iglesias y edificios altos. Nos acostumbramos a los autobuses de ventanas sucias, al zumbido rápido de los camiones, con sus corrientes de viento con emanaciones de humo y la lona negra batiendo sobre las cargas. Los indicadores decían Connecticut, después Nueva York. Paramos a almorzar en un Howard Johnson’s. Padre dijo «desprecio todo cuanto este lugar representa» y se negó a comer. Dijo que las almejas fritas ni siquiera tenían estómago, y probablemente estaban hechas de cuerda. «¡Hamburguesas de queso!», exclamaba. Después, Nueva Jersey. Ahí estaban las chimeneas más altas y el aire más sucio que había visto en mi vida, y los pájaros eran pequeños y aceitosos. La gente que nos pasaba en sus coches, sobre todo las chicas, nos hacían muecas a Jerry y a mí. Nos bajamos las viseras de nuestras gorras de béisbol para que no se nos quedasen mirando. Cerré los ojos y recé por llegar. La velocidad a la que Padre conducía por aquella carretera rápida me hacía pensar que nos estábamos escapando, huyendo apresuradamente, perseguidos por truenos, recorriendo un camino largo y recto por un paisaje que parecía un lavabo grasiento. Jamás había visto llamas como aquéllas que escupían las chimeneas. Oíamos el flub-flub del aire ardiente a su agitada salida de los negros tubos.

«Baltimore» decía un indicador, «Próximas Siete Salidas». Tomamos la tercera, vimos un centro comercial exactamente igual al que dejamos atrás por la mañana en Springfield, atravesamos un barrio que me recordaba Chicopee y finalmente entramos en la ciudad propiamente dicha. Era una ciudad más accidentada que cualquier otra de Massachusetts. Las casas y los hoteles se agolpaban como ladrillos en calles inclinadas. El crepúsculo del temprano atardecer se reflejaba en las aguas cercanas, asistido por una curva de cielo azul rosado, nada parecido al acostumbrado espesamiento que solía observar en Hatfield, una puesta de sol verde moho con incrustaciones doradas. La lechosa luz oceánica de Baltimore y sus nubes color masilla eran una imagen pálida y ampliada, libre de la obstrucción de los árboles. Los pocos arbolitos que pude ver se debatían luchando contra el viento.

Unos cinco minutos más tarde se puso el sol, y todo cambió. Un sector del cielo se oscurecía en gris, otro deslumbraba en rojo, había un montón de nubes con forma de garras y color caparazón de langosta cocida, igualmente agrietadas y rotas. Aquel brillante cielo carmesí era una novedad para mí. Avisé a gritos a Padre para que lo mirara.

—¡Contaminación! —exclamó—. ¡Es la refracción de las emanaciones de gasolina!

Siguió delante, insertando la camioneta entre el tráfico, en dirección a la parte baja de la ciudad. Paró en un lugar ventoso, junto a un gran almacén.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Jerry.

Padre señaló con el nudillo por encima del almacén.

—Éste es nuestro hotel —dijo.

Era la proa, amarilla y blanca, de un barco, de cuyas gateras, semejantes a orificios nasales, manaban como sangre las manchas de óxido. Aunque no podíamos ver el resto del barco, a juzgar por las dimensiones de la proa debía ser enorme. Me abstuve de comentar lo contento que estaba de tener un lugar donde quedarnos. Ya era de noche. Había pensado que dormiríamos en un camping a un lado de la carretera.

Subimos la destartalada pasarela, y, una vez en cubierta, un marinero indicó a Padre adónde debíamos dirigirnos. Los cuatro niños ocupábamos un camarote, Madre y Padre otro contiguo.

Todo despedía un olor acre a pintura secándose. Entre los dos camarotes había un cubículo con ducha y lavabo. Introdujimos nuestras pertenencias bajo los camastros inferiores y esperamos a que ocurriera algo más. Por la mañana en Massachusetts, por la noche en un barco… a seiscientas millas de distancia. Parecía como si Padre supiera hacer milagros.

—¡Es un barco! —dijo Clover—. ¡Estamos en un barco de verdad!

Padre asomó la cabeza en nuestro camarote y dijo:

—Bueno, ¿qué os parece?

Estaban cargando el barco. Durante toda la noche, las grúas chirriaron y giraron, las correas transportadoras zumbaron por debajo de nosotros, y, a través de las particiones de acero de nuestro camarote desnudo, oí deslizar la carga en la bodega.

Permanecimos amarrados al muelle mientras cargaban: cajas rotuladas e incluso coches colgados del cable de una grúa. Comimos en un comedor vacío y, durante todo el día, observamos el movimiento pendular de las grúas. No vi que hubiera más pasajeros que nosotros. Y Padre seguía negándose a decirnos adónde íbamos. Eso me preocupaba y me hacía sentirme particularmente dependiente de él. No sabía el nombre del barco, y ninguna de las personas que había visto parecía hablar inglés. La tripulación nos ignoraba. Estábamos en manos de Padre.

La mañana antes de zarpar salimos del barco y recorrimos la ciudad en nuestra vieja camioneta, cruzando un puente y tomando la dirección del mar donde, al final de la carretera, había una playa. Madre se quedó leyendo en la cabina de la camioneta mientras los demás caminábamos por la playa, lanzando piedras a ras de agua y mirando los barcos de vela. En el fondo de la playa había un muelle arruinado, algunas rocas en el agua y otras inclinadas sobre la arena.

—Está subiendo la marea —dijo Padre. Tiró la colilla de su puro a la espuma—. ¿Quién me va a demostrar lo valiente que es?

Yo ya sabía lo que nos esperaba. Nos lo había hecho más de una vez. Nos desafiaba a sentarnos en una roca exterior y quedarnos allí hasta que la subida de la marea nos amenazara. Era un juego de verano al que habíamos jugado en Cape Cod. Pero estábamos en Baltimore y en primavera —demasiado frío para nadar— y con toda la ropa puesta. Como no podía creer que lo dijera en serio, le dije que lo intentaría, pensando que se echaría a reír.

—Te estamos esperando —dijo.

Una ola rompió y se retiró deslizándose y arrastrando arena y cantos rodados. Sin quitarme la ropa, ni siquiera los zapatos, corrí hasta una roca cubierta de algas, situada en la línea de espuma, y me subí a ella, esperando que Padre me llamara. Las gemelas y Jerry se echaron a reír. Padre seguía en la playa, más arriba, sin apenas mirar. Al principio no me perturbó ninguna ola. Subían por detrás de mí, pasaban a mis lados, se convertían en espuma y desaparecían.

—Charlie tiene miedo —chilló Jerry.

No dije nada. Estaba de rodillas, inestable, sujetándome a la roca con la punta de los dedos. Era como una silla sin estribos. No sabía si aceptaba el farol de Padre o si él aceptaba el mío. Una serie de olas me empapó las piernas y me mojó los zapatos. Delante de mi roca se formó una piscina. Las olas, cada vez más altas, me entumecían los dedos.

Cuando ya ensayaba una excusa para rendirme, vi la silueta de Padre en la luz cetrina del atardecer, el sol por debajo de sus hombros. Era oscuro, no le conocía, y él me observaba como quien observa a un extraño, antes con curiosidad que con afecto. Y yo me sentía un extraño para él. Éramos dos personas que esperaban, una de ellas en una roca, la otra en la arena, niño y adulto. No le conocía, ni él me conocía a mí. Tuve que esperar a ver quiénes éramos.

En ese preciso instante —Padre tan simple y oscuro como un paseante, dudando de mi existencia con su postura indiferente—, llegó la ola. Me golpeó con fuerza por detrás, me subió por la espalda y me acarició el cuello, empujándome hasta ponerme a flote, para después soltarme con la misma rapidez. Temblé de frío y me aferré con fuerza a la roca, temiendo que el alarido que estaba reteniendo me reventara el pecho.

—¡Lo hizo! —gritó Jerry, corriendo en círculos por la playa—. ¡Está todo mojado!

Ahora veía el rostro de Padre. Por él pasaba algo salvaje, como una memoria desesperada que le atenazara locamente la mandíbula. Entonces, sonrió y me gritó que regresara. Pero dejé que me rompieran encima dos olas más antes de rendirme y volver tambaleante a la playa, llorando de frío contra mi voluntad.

—Así está mejor —dijo Padre, mientras las gemelas me vitoreaban tocando mi ropa mojada. Pero más bien parecía que se estaba elogiando a sí mismo, no a mí—. Quítate los zapatos.

Padre cogió un zapato en cada mano y caminamos playa arriba hacia Madre y la camioneta.

—Eh, póngale los zapatos al crío —era una voz a nuestras espaldas—. En este sitio, aquí hay cristal y porquerías.

Nos volvimos y vimos a un hombre negro. Se apretaba una radio contra la oreja y llevaba un gorro de lana estrecho en la cabeza. Guiñó ambos ojos a Padre, que tenía dos veces su tamaño y seguía sonriendo.

—Es usted precisamente el hombre que andaba buscando —dijo Padre.

El hombre apagó la radio. Parecía realmente intrigado. Dijo que se llamaba Sidney Torch y que no vivía en la vecindad. Pero había visto a unos críos romper cristales en la playa y era peligroso andar descalzo porque uno podía cortarse. Pero no quería meterse con nadie, dijo, porque él no era nadie, iba a ver a su hermano y nunca nos había visto antes.

—Quería decirle algo —dijo Padre.

Lo dijo con amabilidad, y el negro, quien le miraba de reojo, emitió una risa ahogada.

—Nadie ama a este país más que yo —dijo Padre— y por eso me voy. Porque no soporto ver lo que pasa —dio unos pasos y enlazó por el hombro a aquel hombre, Sidney Torch—. Es como cuando murió mi madre. No era capaz de mirar. Siempre fue fuerte como un buey, pero se rompió la cadera y, después de una temporada en el hospital, pescó una pulmonía doble. Y ahí estaba, tendida en la cama, muriéndose. Me acerqué y le cogí la mano. ¿Sabes lo que me dijo? Me dijo: «¿Por qué no me dan matarratas?». No quería verla, no podía escucharla. Así que me fui. Según dicen, fue un combate feroz, implacable, pero estaba condenada. Cuando murió, regresé a casa. No faltará quien diga que es el colmo de la indiferencia. Pero jamás lo he lamentado. La amaba demasiado para verla morir.

Para entonces, Mr. Torch movía inquieto los mandos de su radio. Yo nunca había oído la historia de Padre, pero relatar detalles personales de su vida a un perfecto desconocido era algo típicamente suyo. Quizá era su forma de evitar traiciones, divulgar sus secretos a gente con quien se encontraba por casualidad y a quien jamás volvería a ver.

—Es una historia triste de verdad —dijo Mr. Torch.

—Entonces, es que no la ha entendido —dijo Padre.

Mr. Torch parecía confundido y, cuando Madre me vio todo mojado e increpó a gritos a Padre —«¿Qué pretendes demostrar?»—, Mr. Torch tragó grandes bocanadas de aire y se echó atrás.

Pero Padre se dirigió de nuevo a él. Tenía algo que proponerle:

—Mr. Torch —dijo—, estoy dispuesto a venderle esta camioneta por veintidós dólares, porque eso me costó registrarla.

—Sólo pensaba que su chaval tenía que calzarse —dijo Mr. Torch, muy suavemente.

—O me la puede cambiar por su radio —dijo Padre—. Hay una en la camioneta. No me sirve de nada —alargó un brazo y el negro le entregó mansamente la radio.

Regresamos al barco. Mr. Torch se sentó detrás, conmigo y con Jerry.

—Si que habla bien vuestro viejo —dijo—. Podría ser predicador. Os predicaría hasta que se os cayeran las orejas. Pero una cosa tengo que deciros. ¡No es precisamente un hombre de negocios! —se rió para sí y añadió—: ¿Adónde os vais?

Le dijimos que no lo sabíamos.

—¿No es vuestro viejo ése que va al volante? ¡Si fuera vosotros no estaría tan seguro!

—Mi padre es Allie Fox —dijo Jerry.

Mr. Torch se rascó los dientes con una larga uña.

—El genio —dije yo.

—Eso es —dijo Mr. Torch.

Llegados al barco, Padre le entregó las llaves y le dijo que podía quedarse con la radio también. Bien pensado, no la quería. Subimos por la pasarela, y eso fue todo.

—¡Al fin libres! —dijo Padre.

Estábamos en la estrecha cubierta que bordeaba nuestro camarote. Las luces de Baltimore cubrían la ciudad con un halo de nubes resplandecientes. La noche no era oscura, simplemente tenía una especie diferente de luz fangosa. Los ruidos del tráfico eran apagados y nerviosos. Una brisa acarició un costado del barco, y dio la impresión de que nada nos conectaba con la ciudad, de que ya nos habíamos hecho a la mar. Nos quedamos con los ojos fijos en la porción de muelle donde Mr. Torch se había marchado al volante de nuestra camioneta.

—Si la policía le coge —dijo Madre—, pensarán que la ha robado. Le meterán en chirona.

—¡A mí qué me importa! —dijo Padre. Estaba satisfecho consigo mismo—. Lo regalé, eso es todo. «¡Llévatelo!», dije. «A mí no me sirve para nada.» ¿Viste la cara que puso? ¡Una camioneta con la transmisión nueva y gratis! Como la «Bañera de Gusanos». ¡La regalé! Como el trabajo de Polski. ¡Despejen la cubierta!

Pero Madre dijo secamente:

—¿Qué has regalado? Una camioneta destartalada que no valía la pena ni llevar al chatarrero. Una heladera hecha en casa que apestaba los cielos. Un trabajo que para empezar no valía la pena.

—Eso quería decir.

—No finjas ser mejor de lo que eres.

Padre siguió mirando fijamente a Baltimore por encima de la estacha.

—¡Adiós, América! —dijo—. Si alguien pregunta, dile que naufragamos. ¡Adiós a tu basura y a tus espantos! ¡Y que lo pases bien!