20
En ese momento, supe cómo se sentían la gente de Sevilla, los criollos del río y los indios de la montaña o cualesquiera otros que nos vieran a los Fox salir de la jungla. Entrábamos así en sus poblados, grandes y extraños y no requeridos. Así que nos merecíamos aquella visita, aunque ello no hacía las cosas más fáciles.
Los tres espantapájaros no iban vestidos como en el poblado indio de Olancho. Llevaban camisas manchadas de sudor y pantalones sucios y botas. No los habíamos elegido nosotros, nos habían elegido ellos. Eso mismo veían los salvajes. Venían directamente hacia nosotros, sin mirar a derecha ni izquierda. Vestidos, tenían peor aspecto que semidesnudos, como los habíamos visto en el poblado. Uno de ellos llevaba un rifle en bandolera y los otros dos empuñaban pistolas. Escuchaban y parpadeaban, entre estúpidos y rabiosos, como si estuvieran cazando gatos.
La cara de Padre se torció en una mueca. No era de preocupación. Estaba haciendo un rápido cálculo mental, sumando, restando, calculando posibilidades, despejando las ecuaciones de lo que podían querer. Reconocí las ropas de los hombres: eran las que las mujeres indias lavaban en el río. Los zambus los observaban desde el borde del agujero con sus ojos redondos de mirlo.
—Diles que dejen sus armas, Allie.
—Déjame ocuparme de esto.
Padre se adelantó para recibirles y les dijo en castellano.
—¿Cómo les va?
Los hombres le sonrieron, pero sus manos no se movieron. Echaron un vistazo a Jerónimo, manteniéndonos en silencio con sus armas. No llevaban insignias, pero su ropa era toda igual y parecía de uniforme. El pelo largo y la barba les daba aspecto de hermanos. Yo los recordaba altos, pero allí ya no lo parecían; eran de la altura de Madre. Uno de los que llevaba pistola llevaba también un cinto con una gran hebilla de bronce. Parecía más inteligente, menos violento que los otros dos, pero quizá era porque a los otros les faltaban varios dientes. Y el del rifle llevaba una mano vendada; era un vendaje asqueroso que sólo podía cubrir una infección.
Entre los indios del poblado parecían nerviosos, casi apocados. Nos hablaron en susurros y nos trajeron comida y nos advirtieron sobre los indios que acechaban en cuclillas. Pero en Jerónimo no se comportaban con solapada astucia. Parecían fuertes, como si estuvieran acostumbrados a entrar en poblados y tomarlos. Se tomaban su tiempo. Ni siquiera respondieron a Padre hasta haber murmurado algo entre ellos.
—No pensábamos que les íbamos a encontrar.
Hablaba el de la hebilla de bronce. Los dientes le quedaban grandes en la boca, y ahora vi que no sonreía. Lo que ocurría era que sus dientes largos y amarillos le estiraban los labios.
—Pues aquí nos tiene —dijo Padre sin levantar la voz.
—¿Cuántos son?
—Miles…
Los hombres miraron rápidamente a sus espaldas.
—… contando las hormigas blancas. Estamos infestados.
—Estos hombres no me gustan —me susurró Mr. Haddy—. Eh, Lungley —añadió.
Pero los zambus habían desaparecido, saliendo del agujero y retrocediendo hasta el bosque.
—Llegan justo a tiempo para el desayuno —dijo Padre—. Madre, haz unos huevos revueltos para nuestros amigos —aún hablaba en castellano—. Tienen un largo viaje por delante.
Fuimos todos a la Galería, donde los hombres dejaron sus armas. Se sentaron en el suelo y comieron huevos con fríjoles, mientras Padre hablaba de las hormigas blancas. Las termitas, decía, se habían metido en todas partes: comida, plantas, hasta los techos y los suelos de las casas.
—¡Nos están comiendo vivos!
Era la primera vez que oíamos hablar de hormigas blancas, pero nadie le llevó la contraria en esa ocasión, porque nadie se la llevaba nunca. Los hombres escuchaban, devorando su comida. Cuando terminaron, se nos quedaron mirando con caras pálidas y escuálidas. La comida no les había dulcificado la expresión, sólo le dio más pinta de hambrientos y de peligrosos.
El hombre de los dientes que había hablado antes dijo que se habían quedado sin agua y después se habían perdido buscando agua. Habían acampado en la montaña.
—Ya sé cómo es —dijo Padre.
Madre recogió los platos y el mismo hombre —Dientes Grandes era el único que hablaba— dijo:
—Su marido nos dijo que tenía agua y comida. Nos invitó a venir. Nos dijo que tiene de todo. Ahí arriba, en la montaña, no tienen de nada.
—Es el final de la estación seca —dijo Padre—. Lo estamos notando. Todo está muerto o muriéndose. Hace semanas que no vemos lluvia. ¡Pero las hormigas blancas están engordando!
Nadie le recordó su baladronada de que Jerónimo era a prueba de termitas.
—Si seguimos así, tendremos que empezar a comer termitas.
El hombre de los dientes dijo «puaj». El solo pensamiento le daba asco.
—Chicos de ciudad —dijo Padre a Madre.
Los hombres seguían respirando con dificultad, como si aún tuvieran hambre.
—Ya ven, por aquí cuando no hay lluvia, no hay comida. Pregúntenselo a quien quieran. Estamos consumiendo nuestras últimas provisiones. Las hormigas nos han invadido. Nuestro río se ha convertido en un arroyuelo. La próxima vez que vengan será distinto.
—¿Dónde están sus zambus?
Padre arrugó la nariz.
—Probablemente pensaron que eran soldados… vieron sus cabuces.
—No le entiendo.
—Arcabuces… armas. Ahora están en Mosquitia —dijo Padre—. No tuve tiempo de decirles que son amistosos. Supongo que estarán mojando sus flechas en veneno, ¿verdad, Charlie?
Lo dijo sin darle importancia. Y yo supe por su voz lo que deseaba que dijera.
—Sí —respondí.
—¡Los han engañado bien! —se había puesto alegre. Les dio la espalda y miró hacia afuera de la Galería, hacia donde el río reposaba apestoso y casi inmóvil—. ¿Adónde se dirigen?
—Esto es muy bonito.
Padre les miró a la cara.
—¡Está repleto de hormigas!
—No vemos ninguna hormiga.
—Naturalmente. Si las vieran, podrían matarlas.
—¿Dónde está ese hielo del que nos habló?
—Ahora no hacemos hielo. Fíjese en el río… parece una cloaca. Necesitamos toda el agua que tenemos para los cultivos.
—Ahora no hace hielo —dijo claramente a sus compañeros el hombre que hablaba.
—No queda mucho río —dijo Padre—. Pero hay bastante para que flote un cayuco. Este es el Bonito. Lleva al Aguan. Puedo hacerles un mapa. Es más o menos un día hasta la costa. Aquello les gustará.
—Nos gusta esto.
—Me encantaría tener sitio para ustedes. Pero la mayoría de las casas están infestadas de hormigas. Ustedes tienen suerte, en la costa no hay hormigas.
—Hay una casa vacía ahí al lado.
La casa abandonada de los Maywit. La habían visto.
—Esa casa no tiene techo —dijo Padre.
—Se equivoca.
Padre se volvió hacia Mr. Haddy y dijo:
—Oiga, Meloncete, ya le dije que arrancase ese suelo y el techo. Así que agarre la palanca y hágalo. Quiero que me saque hasta la última viga podrida.
El siguiente ruido que oímos fue el que hacía Mr. Haddy destrozando la casa de los Maywit con su palanca. Los crujidos y chirridos de los tablones, como cerdos sacrificados.
—Les ruego nos perdonen —dijo Padre—. Tenemos trabajo. ¡Sí señor, no estamos de vacaciones!
Los hombres le siguieron al exterior.
—Mi Agujero —dijo Padre—. Tendrán que quedarse aquí, a ras del suelo. No admito armas en mi Agujero.
—Arcabuz… cabuces —dijo el hombre del rifle, sonriendo.
—Echaremos un vistazo por ahí —dijo Dientes Grandes.
—Vayan río abajo. Verán un cayuco. Quédenselo, bajen hasta la costa.
—No es necesario.
—Lo dicen las hormigas.
Los hombres se encogieron de hombros.
—Les diré un secreto —dijo Padre—. Somos autosuficientes. Podemos alimentarnos. Pero no podemos alimentar a nadie más. Por eso les sugiero que sigan viaje.
—Estudiaremos su sugerencia.
De pronto, me di cuenta de que los hombres hablaban castellano de una forma que no había oído antes. Era culto, algunas frases eran nuevas para mí y no se tragaban palabras. Eran hombres con educación, y en un sitio donde todos hablaban un castellano mezclado con idioma criollo e inglés, parecían fuera de lugar. Yo no podía oír a los hombres hablar su perfecto castellano sin sospechar al mismo tiempo que estaban mintiendo. Pero también lo sospechaba Padre; jamás se fiaba de la gente con educación, y yo sabía que no soportaba a aquellos hombres.
—Muy bien. Les haré otra —dijo Padre. Su paciencia empezaba a agotarse—. Guarden esos cabuces. Me ponen nervioso. No les pregunto de dónde los han sacado. Sólo les digo que yo no he venido aquí para mirar por el cañón de una pistola. Y no me hace falta otro agujero en la nariz, ¿está claro? ¿Ven ustedes algún cerrojo en las puertas? ¿Ven cercas? ¿No? Porque éste es el sitio más pacífico del mundo. Y quiero que siga así.
Los hombres se limitaron a sonreír, sujetando bien sus armas.
—Agarra una pala, Charlie, y entra.
Bajamos al agujero.
—Creí que esos caballeros eran prisioneros de los indios. Parece que era al revés. ¡Pégame una patada, Charlie, soy un imbécil! —me dijo en un susurro.
Unos treinta minutos más tarde se oyó un ruido sobre nosotros. Era Mr. Haddy introduciéndose en el agujero.
—Casa Maywit terminada —dijo—. La hice mierda. Parece esqueleto, pero no veo ninguna hormiga.
Padre estaba de espaldas. Tenía una azada en la mano. Cavaba y pensaba.
—No me gustan esos amigos, Padre —dijo Mr. Haddy.
—No tan alto, Melón.
—Están sentados debajo del conacaste.
—Muy bien —dio Padre—. Quite el techo y el suelo de su casa y dígale a Harkins que haga lo mismo. Si no encuentra a Peaselee, haga también su casa, techo y suelo. Estamos infestados. Vamos a arreglar esas casas. Charlie, busca a Jerry, coge una bolsa de estiércol de gallina y extiéndelo por el almacén refrigerado. Mójalo hasta que apeste. Atranca con tablones la bodega y el cobertizo. Dile a Madre lo que estás haciendo…
Nos dio más instrucciones y, cuando terminó, había mencionado todas las edificaciones de Jerónimo excepto una.
—¿Y «Niño Gordo»? —pregunté.
—No lo toquéis. Simplemente aseguraos de que el fuego está apagado.
Mr. Haddy miró a Padre con sonrisa de conejo.
—Porque las hormigas comen todo y tiramos las casas, no hay sito para que los amigos se queden.
—Más o menos —dijo Padre—. Quiero desactivar la situación pacíficamente.
A la hora de almorzar, Jerónimo había cambiado: casa Haddy sin techo ni suelo, casa Maywit ídem, escalinata de Peaselee arrancada y rota, otras casas destejadas, bodega atrancada, almacén refrigerado atrancado y cubierto de estiércol, casa de baños atascada y llena de estiércol, bombas desmontadas… todo arruinado, dijo Padre, «en bien de la fumigación». Nuestra casa seguía entera, y también «Niño Gordo», pero todo lo demás estaba a cielo abierto o atrancado.
—Es la guerra contra las hormigas.
Mr. Peaselee y Mr. Harkins no habían regresado, lo que fue probablemente una bendición, porque sus casas estaban en estado muy lamentable y les habría disgustado verlas así. Madre dijo que la Señora Kennywick había bajado a Boca del Pantano para quedarse allí con su hermana… el martilleo y los golpes eran demasiado para ella. Los zambus seguían ocultos, pero yo sabía que, aunque no los viéramos, ellos nos observaban entre los recovecos y grietas de la espesura.
La decisión de Padre de desmontar la mayoría de los edificios habitables había sido drástica. Pero no era sorprendente, y ninguno de nosotros se preocupó. Sabíamos a qué velocidad era capaz de construir una casa, le habíamos visto hacerlo. Él decía a menudo que la destrucción y la creación eran madre e hija. Había desmontado por completo la Little Haddy y la había montado de nuevo, dándole una forma más esbelta para que pudiera remontar el río. Confiábamos en su rapidez y en su ingenio. Pero, después de tantos meses para ponerlo en marcha, ¿quién podía haber sospechado que Jerónimo iba a ser silencioso y convertido en un barrio destartalado en una sola mañana?
Los tres hombres habían desaparecido en la jungla con sus armas. Volvieron a comer.
Padre ya estaba de buen humor. Los recibió cordialmente y les llenó los platos de comida.
—Si salen inmediatamente después del almuerzo —dijo—, pueden llegar hasta Bonito Oriental. Allí hay un colmado chino, Hermanos Ling. Todas las latas de carne que quieran, y probablemente algo de ron. Mishla y música de radio. Un buen lugar para chicos de ciudad como ustedes…
Yo me encontraba en un rincón de la Galería, con Clover, April y Jerry.
—¿Qué ha hecho Papá con las casas? —preguntó Clover.
—Las ha reventado —dijo Jerry—. Las ha hecho pedazos. Charlie y yo echamos caca de gallina en el almacén refrigerado.
—Tiene peor pinta que cuando llegamos —dijo April.
—Quiero ir a El Acre —dijo Clover.
—No podemos hacer eso —dije.
—Charlie es un miedica.
—No lo soy. Papá no nos dejará. Quiere que le ayudemos.
—No hay nada que hacer aquí. Está todo cacoide.
—Haddy cree que esos hombres son criminales —dijo Jerry— y que van a matar a alguien con sus pistolas.
—Si estuviéramos en nuestro campamento, no podrían matarnos —dijo Clover—. No nos encontrarían.
—Y si lo intentasen —dijo April—, caerían en una de las trampas.
Era un día perfecto para nuestro campamento, y en nuestro estanque había más agua que en todo Jerónimo. Habría dado cualquier cosa por pasarme la tarda nadando allí. Quería irme de Jerónimo y después volver y encontrarme con que los hombres se hubieran ido y las casas estuvieran reconstruidas.
Pero, cuando se lo estaba diciendo a los chavales, Madre interrumpió:
—Cuchichear es de mala educación.
Padre hablaba con los hombres. Inesperadamente, se puso de pie y dijo:
—Estos caballeros quieren saber cómo perdí el dedo. ¡Una historia interesante!
Se inclinó sobre los hombres y empezó a ladrar en castellano:
—Era nuestra primera noche en Jerónimo. Estábamos recluidos en estas soledades, convencidos de que estábamos bien preparados. Teníamos mosquiteros, sacos de dormir, tiendas de campaña, éramos verdaderos guerrilleros. Nos fuimos todos a la cama y nos dormimos. Pero yo tuve mi sueño del timbre de la puerta, mi pesadilla de tocar el timbre. Estaba en la puerta del infierno y trataba de entrar. Oprimía el timbre y, aunque al despertarme, traté de sacarlo. ¡Sólo que ya no había un dedo, sino un muñón! Algo se había zampado mi dedo por la noche… una rata, un murciélago, un armadillo, un pécari. Aquí hay bichos.
Enseñó el muñón a los hombres.
—¡Esto es lo que me quedaba! Menos mal que no había sacado la mano entera… ahora llevaría un garfio.
Los hombres examinaron el muñón. Yo no podía determinar si le habían creído, pero Padre había contado su historia vigorosa y correctamente.
—¡Fíjense en las marcas de los dientes! Desde que oscurece, este lugar se llena de bichos. Ya no están en las montañas, muchachos… esto es la jungla.
—Hemos estado en la jungla.
—No tan salvaje. Esto no es Olancho, ni Teguci. La gente de aquí desciende de piratas y de caribes caníbales. ¿Arañas del tamaño de un perrito? ¿Buitres que te pelan los huesos? ¡Esto es la Costa de los Mosquitos! Por eso les aconsejo que vayan río abajo, donde pueden cerrar las puertas y las ventanas. Si alguien durmiera aquí a la intemperie, por la mañana no quedaría nada de él, ni siquiera los huesos.
El dentudo se volvió hacia sus amigos.
—Por ejemplo —preguntó Padre—, ¿dónde piensan dormir esta noche?
No respondieron.
—Más les vale que sea bajo techo y lejos de aquí. ¡Podrían perder algo más que un dedo!
Trabajamos toda la tarde cavando el agujero y sellando las casas y lamentando no estar en El Acre. Los tres hombres hablaban entre sí. Estaban inquietos, nos miraban mientras trabajábamos. Sus ojos destacaban, ardientes y nerviosos, en sus rostros enfermos, y se movían bruscamente, como los lagartos, agachándose cada vez que miraban a su alrededor.
Cada vez que miraban a Padre, éste levantaba el muñón del dedo y decía:
—¡No tardará en oscurecer!
Se alejaban arrastrando los pies, sin hacerle caso, y su indiferencia irritaba a Padre.
—Les estoy dando una oportunidad —decía, casi suplicante—. Les estoy ofreciendo mi cayuco. Sería mejor que se marchasen. Aquí oscurece muy aprisa.
Los hombres jugaban con Clover y April bajo el conacaste.
—¿Dónde duermo yo, Padre? —preguntó Mr. Haddy.
—Tengo una cama para usted —dijo Padre, y al punto gritó a los hombres:
—¡Apártense de esas niñas!
Cogió un martillo de orejas y se acercó a ellos, pasando junto a las casas desgarradas o atrancadas.
—No me importa que se queden ahí, pero no les pongan las manos encima a mis hijos.
—Son unos niños muy inteligentes.
—Tienen a padres inteligentes.
—Sí. Nos han estado contando las maravillas que sabe usted hacer.
—Yo no les dije nada, Papá —dijo Clover—. Ha sido April.
—Clover presumía —dijo April— de tu perforación para sacar energía geotérmica de los volcanes.
—Eso es un agujero para agua —dijo Padre—. Esta estación seca nos ha convertido en zambus. Lo único que hacemos es luchar por conseguir agua. Cerrad el pico, niñas, y hacer algo útil.
Los hombres se alejaron furtivamente en dirección al río. Les perdimos de vista y pensamos que se habían ido, pero al anochecer regresaron. Era la hora en que los mosquitos y los murciélagos despertaban y echaban a volar. Los hombres se palmoteaban la cabeza, se frotaban los tobillos y se hacían agujeros en las camisas de tanto rascarse.
El humor de Padre había cambiado en su ausencia. Refunfuñaba mordiendo su cigarro. No nos dirigió la palabra, limitándose a caminar murmurando. Llevó sus herramientas a «Niño Gordo» y se subió a una escalera de mano, desde la cual martilleó las paredes superiores, cerca de la escotilla. Pero, cuando vio otra vez a los hombres, se echó a reír. Ya había oscurecido. Mr. Haddy trajo una lámpara del barco. Unos frágiles insectos se deslizaban por el tubo de cristal de la lámpara. Yo miraba, con Jerry a mi lado.
Padre seguía riéndose.
—Soy tonto —dijo—. Me dijeron que esto les gustaba y no les creí. Pero ahora me he convencido del todo. Hablaban en serio. Piensan pasar aquí la noche, ¿no es así?
—Sí.
—No me sorprendería que decidieran quedarse dos noches, o más. Tal vez hasta que lleguen las lluvias y empecemos a plantar… ¡para lo que aún faltan semanas!
—Nos quedaremos hasta que estemos preparados. Entonces, nos iremos.
Al decirlo, el hombre ponía cara de insecto, de ésos que se instalan en una vaina de fríjol y excavan hasta hartarse de comida. Los insectos hacen pequeños movimientos tentativos, pero no tienen más expresión que unos alicates. Aquellos hombres eran así… labios como pinzas y ojos como remaches. Insectos.
—Yo no soy un salvaje —dijo Padre—. No voy a cogerles y hacerles mis prisioneros. Se han quedado porque han querido. Pero ya es de noche —cogió la lámpara y la acercó a sus rostros, guiando a los insectos a las proximidades de sus ojos de insectos—. Ya no pueden ir a ningún lado.
Los hombres miraban fijamente los mosquitos y las polillas saltarinas.
—Sería idiota irse ahora. No tenemos gran cosa, pero lo que tenemos es suyo. Esta invasión… miren, una termita en la hierba, ¿ven sus mandíbulas?… nos han dejado sin apenas casas. Pero podemos proporcionarles alimento y refugio.
—Es un hombre muy sensato.
—Hago lo que puedo.
—Comprende la situación.
—Cuando les vi ahí arriba en ese… ¿era un poblado twakha?, pensé que eran prisioneros.
Los hombres sonrieron, golpeándose las mejillas y las orejas para ahuyentas los insectos. Padre les estaba torturando con la lámpara al lado de sus rostros.
—¡Esclavos!, pensé.
Los hombres rieron, sin dejar de espantar insectos.
—Pero eran huéspedes de aquellos indios —dijo Padre—. Y ahora son nuestros huéspedes. Miren…
Un mosquito se había instalado en el brazo de Padre. Lo dejó quedarse ahí un momento y lo aplastó con la mano. Enseñó a los hombres el mosquito aplastado, la mancha de sangre.
—¡Muerto! Pero no me da lástima. Esa sangre no es suya, ¡es mía!
Los hombres dieron un paso atrás. Padre se había limpiado la sangre con el muñón del dedo.
—¡Esto es Mosquitia! —exclamó.
—Tiene usted razón. Aquí hay más bichos que en las montañas de Olancho.
—La Costa de los Mosquitos está llena de sorpresas —dijo Padre—. Por eso nos gusta, ¿verdad, Mr. Haddy?
—Yo duermo en mi lancha, Padre.
—Hágalo, Meloncete. Charlie, llévate a Jerry a casa u os comerán vivos.
Nos encaminamos hacia la casa, único edificio que quedaba entero en todo Jerónimo. Jerry me cogió de la mano. Estaba preocupado, tenía la mano húmeda. Movía la cabeza de lado a lado para espantar a los mosquitos.
—Y ustedes, caballeros, pueden usar la caserna.
—¿De qué caserna habla? —preguntó Jerry. Padre había dicho la palabra en inglés—. No tenemos ninguna caserna.
La lámpara oscilaba. Padre conducía a los hombres hacia «Niño Gordo». En mitad del círculo de luz y polillas, levantó la escalera hasta la escotilla de entrada.
Unos minutos más tarde, Padre entraba hablando por la puerta corrediza de la Galería.
—Quieren comida. Ponía en este balde, Madre, y yo se la llevaré.
Dejó caer el balde ruidosamente y Madre echó wabul con un cucharón. Después, hizo paquetes de fríjoles y arroz, los envolvió en una hoja de banano y los metió en una cesta.
—Se nos han colgado —dijo.
El rostro de Padre era inexpresivo. Su larga nariz estaba pelada del sol. Fijó los ojos en el suelo donde comíamos. Era como si hubiera recorrido todos los posibles humores de aquel confuso día y no le quedara ninguno. Levantaba los pies y los dejaba caer planos, moviéndose por la habitación como un ganso.
—¿«Colgados» de nosotros? No se nos ha colgado nadie. Si yo creyera cosas como ésa, aún seguiríamos en Hatfield —hablaba en voz baja y cruzaba de un lado a otro la habitación a grandes pasos—. A una persona con un mínimo de chispa no se le cuelga nadie, ni tiene por qué soportar un solo minuto de opresión. Lo hemos demostrado, Madre. Todos elegimos nuestras jarras de truenos y nos sentamos en ellos y acechamos con las consecuencias.
Madre sonreía.
—Jarras de truenos —dijo Padre—. Así llamábamos en Maine a los orinales.
Era pasada la medianoche y aún hacía tanto calor que la hierba y los árboles estaban repletos de insectos chillones. Las ranas croaban en el río, y se oía la corriente chupando las hierbas. Esos fueron los ruidos que oí unos segundos después de despertarme. Padre me tapaba la cara con las manos. En la oscuridad, pensé que era uno de los hombres que venía a estrangularme.
—Ponte los zapatos y sígueme.
Aunque no llevábamos luz, el reflejo de la luna en el claro me permitía ver las casas vacías y los montones de madera arrancada de techos y suelos. Jerónimo había estado igual hacía unos meses, cuando lo estábamos construyendo… estacas violáceas en un cráter vacío y el poderoso crepitar de la jungla.
Padre llevaba un grueso tablón bajo el brazo y nada más. Era un arma muy incómoda, suponiendo que fuera un arma. Nos acercamos al almacén refrigerado. El olor a estiércol húmedo de gallina lo cubría todo. Padre se arrodilló en la hierba y respiró hondo varias veces, como si las estuviera contando.
—Les di todas las oportunidades para irse. Hasta les ofrecí mi cayuco —aplastó un mosquito y me enseñó la mancha negra del dedo, como había hecho antes—. No compadezcas a los mosquitos. Esa sangre es mía.
Asentí con un movimiento de cabeza. Me asustaba el posible sonido de mi voz.
—Pero se negaron. Ya les oíste. Pretenden agarrarse a nosotros como se agarraron a aquellos indios. ¿Recuerdas esos hombres patéticos, en cuclillas sobre el polvo y con cara de locos? Charlie, eran los indios quienes estaban prisioneros.
—Parecían asustados.
—¿De veras? —Padre bajó la cabeza—. No me equivoco a menudo, pero, cuando lo hago, la meto hasta el fondo.
Era una confesión. No se me ocurrió nada que decir para hacérsela más fácil.
—No suelo cometer errores. Tú lo sabes. Pero éste ha sido de cuidado.
Tenía los ojos fijos en «Niño Gordo». Encorvó los hombros y, con la voz rasposa y burlona que siempre había utilizado para ponerme a prueba, dijo:
—¿Puedes subir por esa escalera y meter esta viga por las agarraderas de la escotilla sin hacer el menor ruido?
—Supongo que sí.
—Más vale que estés bien seguro, Charlie, porque, si les despiertas, esos tipejos van a empezar a disparar.
Me entregó la viga. Era pesada, pero despedía un olor dulce, un aroma de nuez asada. Estaba recién aserrada.
—Y podrían matarnos a todos —dijo.
Me entraron ganas de tirar la viga y salir corriendo.
—Arriba.
Gateamos hasta la escalera y la sujetó. Cuando pasé a su lado, recibí una ola de calor de su cuerpo, el calor enrojecido de su inquietud, como un vapor de sangre en el aire. Después, me enfrió la ligera brisa del sector central de la escalera. Me alegré de que estuviera oscuro; no veía el suelo con claridad, sólo los reflejos blancos de la luna, como palomas picoteando la hierba, y puntos de color de masilla en los árboles. Los dedos de mi mano libre estaban pálidos. Temblaban en los escalones.
Cuando me acercaba a la escotilla, imaginé oír a los hombres roncando justo en el interior de «Niño Gordo», en la plataforma superior, entre la maraña de tuberías. Meses antes había visto aquellas espirales y me pareció haber tenido una fugaz visión de la mente de Padre. No podía separarlos, y ahora parecía horrible que aquellos intrusos estuvieran allí, esperando, apestosos y dispuestos a no marcharse. Unos hombres que él odiaba habían penetrado en aquel lugar íntimo.
Había agarraderas de hierro fijadas a la jamba. Padre las debía haber clavado esa misma tarde. Era la primara vez que las veía. En Jerónimo no había cerraduras. Aquélla era la primera.
Levanté la viga de madera, la apoyé en la puerta encima de las agarraderas y la deslicé hacia abajo. Ajustaba perfectamente. Pero tan pronto lo hube hecho, me di cuenta de lo definitivo de mi acción. Había sellado la puerta, una barricada, como diría Padre. Sentí que mis piernas se debilitaban y empezaban a temblar. Bajé la escalera rápidamente, esperando oír en cualquier momento un choque y el estampido de las armas de fuego.
—Apártate.
Padre apartó la escalera de «Niño Gordo» y la tumbó cuidadosamente en la hierba. Me acercó la boca a una oreja.
—Tú no has subido por esa escalera.
Su aliento me abrasaba la oreja.
—Tú no has atrancado esa puerta.
Me cogió por un brazo y apretó.
—En Jerónimo, no tenemos cerraduras.
Me aferraba el brazo con tal fuerza que creí que me iba a romper el hueso. Me llevaba hacia el fogón. No teníamos sombra.
—Te quería aquí para poner tus ojos a prueba. Supongo que son tan buenos como los míos. Apuesto a que puedes ver las mismas cosas que yo veo. Mira esto.
Sin soltarme el brazo, con su mano izquierda, señaló con la otra.
Más allá de la punta roma del muñón estaba el fogón.
—Alguien se ha dejado el fuego encendido —dijo.
Pero no había fuego.
—No veo nada —dije.
La mano se me durmió. Me estaba apretando fuerte.
—Mira —dijo, mientras encendía una cerilla y la acercaba a unas ramitas ya preparadas. Todo estaba listo: ramitas, palos, ramas pequeñas, ramas grandes y troncos cortados y partidos por la mitad encima de todo—. Alguien ha encendido un fuego aquí y les dije que no lo hicieran.
—Sí.
Me soltó el brazo, pero no sentí la mano. Era como si me la hubiera robado la oscuridad.
—Dije que no hicieran fuego —la expresión de su rostro era salvaje.
La madera para encender debía estar empapada en petróleo, porque sonó wishhh al estallar en llamas y encendió inmediatamente los palos y los troncos partidos, crepitando más alto que el susurro de Padre. Rugió contra los ladrillos, y, cuando Padre cerró la puerta del fogón, la oí en la chimenea, así como los casi ridículos glups del líquido agitándose en las tuberías de «Niño Gordo», tragos y eructos, tan tristes en aquella noche.
—No hay más remedio que dejarlo arder. Está repleto de troncos.
No podemos hacer nada para pararlo.
Su voz era más débil que el rumor que nos circundaba.
—Algún demonio ha hecho esto.
—Los hombres… —pero ¿qué podía decirle que él no supiera ya?
Sabía que los hombres de dentro se iban a congelar como un bloque de hielo. Pero quería decir algo, porque los veía claramente, yacentes y grises, el rostro cubierto de escarcha.
—Empieza a contar, Charlie. Cuando llegues a trescientos, ahí dentro ya no habrá ningún hombre.
No dijo más. Me condujo hasta la casa en silencio. Tragaba hondo, como si también él estuviera contando. El crepitar del fuego, la dilatación de las tuberías de «Niño Gordo», el crujido de las juntas, todo era como el tic-tac acelerado del tiempo medido.
Antes de que llegáramos a la casa, oímos un golpeteo, un martilleo dentro de «Niño Gordo»… culatas de armas contra las paredes. Padre siguió tragando saliva y miró fijamente a «Niño Gordo».
—Si se tumban, estarán bien.
El martilleo se hizo desesperado.
—Tratan de romperlo —Padre no estaba alarmado.
Lo había construido él mismo con tablones de caoba sobre una estructura asegurada con pernos. Sabía lo fuerte que era «Niño Gordo».
Se oyó el ruido de cuatro disparos en su interior, después más. Pero las dobles paredes los apagaban tanto que ni siquiera estuve seguro de que eran tiros hasta que Padre dijo que los hombres estaban disparando sus armas.
—¿Estás bien, Allie?
Era Madre, de pie en la Galería, con su bata blanca.
Padre respondió, pero un ruido muy fuerte procedente del interior de «Niño Gordo» ahogó sus palabras. Era como barriles cayendo por una escalera una y otra vez. Los hombres atrapados trataban de forzar una salida golpeando la puerta. Disparaban sus armas, y el metal cantaba cuando las balas pegaban en las tuberías, mientras el ruido de barriles seguía retumbando en las gruesas paredes.
—Sigue contando, Charlie.
Clover, April y Jerry se unieron a Madre en la Galería. April lloraba y los demás decían «¿dónde está Papá?» y «¿qué le ha pasado a Charlie?».
—¿Qué tanta marioneta ruidosa? —Mr. Haddy estaba detrás de nosotros con su ropa de dormir, camiseta y pantalones cortos a rayas. Danzaba de un lado a otro, atemorizado.
—Váyase a dormir, Meloncete. Todo irá bien. Unos minutos más…
—¿Qué cruje?
—Grillos.
Pero el ruido crecía y se oía un eco de chillidos, como de hombres enterrados vivos gritando en la tierra. Eso y el repicar de las tuberías. Yo conocía esas tuberías. Si las tocabas, el frío te arrancaba la piel de los dedos. Todo el edifico se estremecía. El techo de latón traqueteaba. El ruido en la oscuridad hacía que «Niño Gordo» pareciera más grande que nunca. Los ecos estrangulados del frenético martilleo horadaban el aire como los disparos. El combate era infernal, como en un inmenso ataúd donde hubieran encerrado a personas medio vivas.
—Lo están estropeando —dijo Padre. No estaba asustado, sino dolido y furioso—. No se quieren tumbar. Le van a hacer un agujero.
Hablaba como si algo se estuviera rompiendo en su cabeza.
Los niños estaban llorando, y Mr. Haddy aún danzaba en sus pantalones a rayas.
—¡No! —gritó Padre y corrió hacia adelante.
Entonces sobrevino la explosión. Llenó el claro de una luz que me abrasó la cara. Tiñó de color todas las hojas, no verde, sino dorado rojizo, e iluminó las edificaciones cercanas —el almacén refrigerado, la incubadora, la bodega de vegetales—, cubriéndolas con una llama pálida y harinosa para después tirarlas como si fueran de papel. Levantó a «Niño Gordo» del suelo, lo rompió y lo soltó, reventando sus tablones como pétalos, a medida que la bola de fuego del gas inflamado ascendía como un globo.
Padre se había puesto de espaldas a la explosión. Un lado de su cara era ardiente, el otro negro. Tenía un ojo rojo. Estaba fijo en mí, y brillaba tanto que parecía a punto de reventar en un chorro de sangre. Tenía la boca abierta. Tal vez gritaba, pero el otro ruido era más fuerte.
Aunque el estallido había pasado, su poder aún hacía a los árboles oscilar como azotados por una tormenta, agitando las ramas. Los pájaros se despertaron y maullaron. Los tablones desprendidos de las paredes se habían prendido, y el fuego se adhería a las tuberías, que soltaban chorros de llama azul como un quemador de gas y, desde dentro, un siseo de grasa de plancha y un asfixiante hedor de amoniaco de urinario que me atenazaba la nariz y me picaba en los ojos.
Padre se lanzó hacia las llamas, y después se cubrió la cara con las manos y corrió de nuevo hasta nosotros. Tenía la boca negra. Ahora le oía.
—¡Seguidme!
Se quedó rígido. No movió un solo músculo.
—¡Seguidme! —chilló.
Madre y los niños le agarraban y le abrazaban y le suplicaban. Creí que le iban a tirar. «¡Papá!, ¡Allie!», gritaban. Sollozaban y trataban de obligarle a moverse, y todos nos ahogábamos en las emanaciones de amoniaco.
—Morimos todos —gimió Mr. Haddy.
—Vamos a huir de este veneno —dijo Padre, pero siguió sin moverse.
Me pregunté si estaría herido. Tenía la cara rayada y sucia.
—Hay más hidrógeno en los depósitos, el amoniaco nos va a inundar. ¡Cubrios la cara!
Al otro lado del claro, iluminando lo que quedaba de Jerónimo, ardía «Niño Gordo». Nunca me hubiera imaginado que un fuego tan brillante pudiera ser tan silencioso. Las casas ardían como cestos, pero eran los pájaros los que hacían casi todo el ruido. El fuego prendió en los bordes y en los árboles del mismo claro. El fuego se extendía rápidamente. El olor a cloaca del amoniaco, no las llamas, ni la luz, daban a todo un aspecto de fin del mundo. Otro depósito de gas estalló, creando un poderoso viento de calor y veneno.
Graznando espantosamente, Padre se frotó los ojos y nos suplicó que le siguiéramos. Pero no se movió. Al verle así, con los ojos tan rojos, me eché a llorar.
—Conozco un lugar… —dije.
Me puse en marcha. Me siguieron, y al punto estaban todos detrás de mí, empujándome en el fresco sendero.
Todo ocurrió en menos de cinco minutos… aún no había terminado de contar.
Y entonces se oyeron varios golpes en la oscuridad, como de puertas golpeando en una noche ventosa de verano.