3
La versión era que Tiny Polski, a cuyos oídos habían llegado noticias de sus inventos, fue a ver a Padre y le suplicó que viniera a Hatfield. Por aquel entonces, vivíamos en Maine, no en Dogtown, sino en los bosques. Padre ensayaba un año de autosuficiencia, cultivando verduras, construyendo paneles solares y manteniéndonos alejados del colegio. Polski prometió dinero y una participación en la finca. Padre ni se inmutó. Polski dijo que tenía problemas especiales porque pretendía alargar por medios mecánicos la estación de cultivo, logrando incluso que la finca tuviera dos temporadas. Era una buena zona para criar a los niños. Un valle seguro y cordial, a muchas millas de cualquier parte. Así que Padre aceptó. Esa fue la historia que me contó. Pero yo sabía lo que había pasado. Las cosas no nos fueron bien en Maine. Padre no había querido fumigar las verduras con insecticidas… los gusanos se las comieron antes de que madurasen. La lluvia y las tormentas echaron por tierra el negocio de los paneles solares. Padre se negó a comer durante un tiempo, y le llevaron al hospital. Lo llamaba «El Palacio de los Timbres», pero salió sonriente y diciendo:
—No me he enterado de nada.
Estaba otra vez sano, aunque a veces se olvidaba de nuestros nombres. Fuimos a Hatfield en coche, sin nada. Le gustaba empezar desde cero.
Era imposible pensar en Polski, o en cualquier otra persona, como patrono de Padre. Padre no aceptaba órdenes. Llamaba a Polski «el enano», «el regordete» y «Doctor Polski», aunque lo de doctor era un sarcasmo, para evitar aproximaciones amistosas. Consideraba a Polski, y a la mayor parte de la humanidad, inferiores a él.
—Posee personas —decía Padre—. Pero no me posee a mí.
Cuando llegamos, Polski nos esperaba en el porche. Tenía los ojos grises y duros como moluscos. Era de más edad que Padre, chiquito y regordete, y parecía relleno de serrín. Llevaba una camisa a cuadros, Dubbelwares limpios y un cinturón que dividía el mono con peto en dos bolsas. Su jeep estaba reluciente, sus botas jamás iban manchadas de barro, su sombrero no llevaba manchas de sudor. No fumaba. Siempre estaba vestido para trabajos sucios, pero jamás se ensuciaba. Nunca habíamos entrado en su residencia, pero no sé si era porque Padre se negaba en redondo a entrar o porque nunca nos invitó a hacerlo. Quizá Polski sabía demasiado para invitar a Padre a entrar y tener que oír uno de sus discursos sobre los papeles de mierda o las hamburguesas de queso. Yo había mirado por las ventanas, y había visto la mesa barnizada y el florero de cristal, los platos alineados en el aparador, la afanosa espalda de Mamá Polski agachándose a ordenar. Nada de ello daba sensación de bienvenida. Y Mamá Polski parecía parte de la habitación.
—Hermoso día —dijo Polski.
—Y usted que lo diga —respondió Padre.
—Espero que siga así todo el fin de semana. Tengo cosas que hacer el sábado.
Dijo c sas quacer el sabdo. Pero Padre no hizo el menor comentario. Estaba excitado. Había conducido con impaciencia, estaba deseando enseñar a Polski la tolva que había construido, su «Bañera de Gusanos». Fuera lo que fuera, estaba orgulloso de ello. Pero permanecía sentado en la camioneta, mascando el cigarro.
—¿Tiene una cerilla, Doctor?
Polski torció un ojo y se balanceó ligeramente sobre los talones. La pregunta le confundía.
—¿Ha hecho todo el camino hasta aquí por una cerilla, Mr. Fox? —dijo.
—Sí.
—Ahora mismo vuelvo.
Polski decía las erres como uves… vegreso, becuerdo, vobo, vealmente. Le tropezaba el labio inferior con los dientes de delante. Entró en la casa.
Padre examinó el sarpullido de mi cara y mis brazos.
—Estás sarnoso —dijo—. Espero que hayas aprendido la lección.
Salió de un brinco de la furgoneta e instaló la polea detrás.
—Se va a caer de la sorpresa —dijo.
Llevó la «Bañera de Gusanos» hacia la entrada de coches.
—Le vamos a poner los pelos de punta.
Polski regresó con una caja de grandes cerillas de cocina, miró la «Bañera de Gusanos» y dijo:
—Como ataúd es bastante pequeño.
—¿No le importaría hacerme otro pequeño favor? —dijo Padre—. Necesito un vaso de agua. Nada más que un vaso pequeño de agua del grifo.
Murmurando «un vaso de agua del gvifo», Polski entró en la casa. Por la forma en que lo dijo y el posterior portazo, me di cuenta de que se estaba exasperando. Cuando salió con el agua y se la entregó a Padre, dijo:
—Es usted un hombre misterioso, Mr. Fox. A ver si empezamos.
—Es usted todo un caballero.
Entonces, Polski me miró por vez primera.
—Hiedra venenosa. Por todas partes. Qué barbaridad.
Al oír toas prtes y brbridad, di un paso atrás y me llevé, avergonzado, la mano al rostro. Engañado por un espantapájaros. Y ahora lo comprendía. Era normal instalar los espantapájaros de noche, para que los pájaros no lo vieran. ¿Era ésa mi lección?
—Pero bueno, ¿qué es? —decía en aquel momento Polski a Padre.
—Le diré lo que no es —dijo Padre, abriendo la puerta de la caja de madera y mostrando el compartimiento metálico con su alerón articulado y la junta de goma que habíamos comprado en Northampton.
—No es un ataúd, ni un trozo de carne podrida. ¡Ja!
Abrió el alerón y dijo:
—Quiero que me diga si ve algo dentro.
—Nada.
—Tú eres testigo, Charlie.
Polski rió y dijo:
—Pero no puede ni abrir los ojos.
Padre derramó parte del agua del vaso, al parecer midiéndola a salpicones, hasta dejar aproximadamente una pulgada. Introdujo el vaso en el compartimiento metálico, cerró el alerón, la puerta, una manecilla, y encendió una cerilla.
—No me diga que va a hervir ese vaso de agua —dijo Polski.
—Tengo mejores cosas que hacer.
—¡También yo!
Polski agitó los labios. Estaba a punto de estallar.
—No le decepcionará —dijo Padre.
—¿Qué es esa peste? ¿Queroseno?
—Exacto. Petróleo. El combustible más barato de América.
—Y el más apestoso.
—Hay diversas opiniones —dijo Padre.
Polski tragó saliva.
—¿Seguro que no está cociendo nada?
—No exactamente.
Padre se estaba divirtiendo. Manipuló la parte posterior de la caja de madera, donde estaban las tuberías y el elemento calentador. A aquella jaula de juntas de tubo le iba bien el nombre de «Bañera de Gusanos». Había encendido una mecha humedecida y alimentada por un canal del depósito de combustible, y, al ajustar la llama, salieron de la chimenea varias nubes de hollín pringoso. Dentro, se oyó un gorjeo, un ruido de estómago hambriento, pero, aparte de esta expansión de chorros descontentos en las tuberías, nada más, nada de motor y no mucho calor.
—¿Eructos o pedos? —dijo Padre—. ¿Es eso lo que se está preguntando?
Polski gruñó cohibido, parpadeó y adoptó un aire impaciente, arrastrando los pies sobre las piedrecillas. Las intermitentes líneas de calor crecían, cada vez más negras, a la salida de la chimenea. Polski se echó atrás.
—Si esas tuberías están selladas, explotará —dijo—. Presión.
—Escóndase en su casa si quiere —dijo Padre—. Pero tiene un juego completo de válvulas de seguridad. Humea porque la tengo puesta a toda potencia. A efectos de demostración.
Echó mano a la visera de su gorra.
—Puede soportarlo.
Miró orgulloso al aparato, y parecía tan seguro del mismo, tan descuidadamente confiado, que no me habría extrañado que la máquina se abriera entre llamaradas y le explotara en plena cara. Ya habíamos tenido explosiones. «Probando, eso es todo», solía decir Padre. El techo del taller estaba chamuscado, y Padre no había perdido la punta del dedo abriendo una lata de atún, como a veces decía.
—Si alguna vez se me ocuvieva cocer un vaso de agua —dijo Polski—, lo pondría en el quemador de delante. Claro que, en vealidad, nunca se ma ha ocuvido asar un vaso de agua.
Polski me miró en busca de aprobación y pareció seriamente preocupado al ver la columna de humo grasiento. Metió la cabeza entre los hombros y entornó los párpados, esperando la explosión.
Padre me guiñó un ojo:
—¿Te gusta cómo ronronea?
—Vonca, vonca —dijo Polski.
—Ni un solo cable, por ningún lado —dijo Padre, caminando lentamente alrededor de la caja—. No está conectada a nada. No tengo ases en la manga. No hay piezas móviles, Doctor. Nada que se desgaste. Duración eterna.
—Justo lo que necesito para el gallinevo —dijo Polski, y me miró—. En invierno tendvía a las gallinas calientes como tostadas y poniendo con vegularidad, siempre que no las matase el humo.
—Muy gracioso —dijo Padre—. El humo puede rectificarse. Es simplemente cuestión de ponerla a punto. Sólo quiero enseñarle de lo que es capaz.
—Me pavece que es capaz de robarle el negocio a las mofetas.
Polski se aclaró la garganta, escupió y tapó el escupitajo moviendo el polvo con la punta del pie.
—¿Cómo va el espárrago? —preguntó Padre.
—Demasiados malditos espávagos. Es el tiempo seco. Con el calor salen vápido. Tengo más de lo que puedo almacenar.
Más dio gpuedo almcenar.
—Pues véndalo —dijo Padre.
—Ya les gustavía.
—A todo el mundo le gustan los espárragos.
—El mercado está satuvado —dijo Polski. Se llenó la boca de saliva y soltó un chorro al responder—. No quiero ni contarle lo que me dan por libva. Pvonto voy a tener que venderlo por toneladas. O regalarlo.
—De eso se trata.
—Tevminaré en el asilo de pobves.
—Seguro que sí —dijo Padre.
—Usted también, Mr. Fox.
—Ya he estado allí. Es instructivo.
—El almacén refrigerado está a tope —dijo Polski—. Quievo que más adelante eche usted un vistazo a los fusibles. No sé cuánto traeván hoy, pero, como sea más de un par de camiones, tendvé problemas. Quiero decir que todos tendvemos problemas. El año pasado no lo podía cortar lo bastante aprisa. Algunas semanas me daban un dólar por libva. Este año me está avuinando. Estoy entevado en hierba…
Siguió protestando y escupiendo y musitando palabras furibundas y mal pronunciadas y pateando el polvo hasta que finalmente, alzando la voz, casi gritando, exclamó:
—¡Supongo que ese vaso de agua estavá ya bien cocido!
—No me extrañaría lo más mínimo —dijo Padre con toda calma.
—¿No le importaría abrirlo, Mr. Fox? Tengo cosas que hacer. Enséñeme lo que quieve enseñarme.
Padre se volvió hacia mí.
—Quiere que lo abramos.
Polski volvió a tragar saliva.
—Díselo tú, Charlie. A mí no me hace caso —y dirigiéndose a Polski—: No toque mi instrumento —dijo Padre.
Con voz doliente, respirando honda y penosamente, Polski dijo:
—¿Me hace el favor de ver si esa cosa se ha emulsionado ya?
Padre dio una larga chupada a su cigarro. Saboreó el humo. Lo tragó. Sopló y lanzó un anillo de humo al aire inmóvil. Era un aro azul, le crecieron un manillar y pedales y un ciclista que se alejó pedaleando. Lo vimos deslizarse al sesgo hacia los campos, despedazándose, como una coma que se desvanece de una frase escrita en el cielo, impregnando de demora la pausa de Padre.
—Vamos allá —dijo.
Soltó la puerta y abrió de un tirón el alerón metálico. Después, sin agacharse ni mirar adentro, sacó el vaso de agua con un amplio ademán del brazo, como un mago. Se lo entregó a Polski, que se lo pasó de una mano a otra, soplándose en los dedos.
—Patata caliente —dijo Polski—. Quievo decir fría —sopló en las cuidadas yemas de sus dedos—. No está cocida. Demonios, no lo está.
—Vamos, derrámela —dijo Padre.
Polski lo intentó. Puso el vaso boca abajo y lo sacudió.
—No se cae —golpeó el fondo—. No sale.
—Hielo —dijo Padre.
Pronunció la palabra sonriendo y silabeando.
—¡Vaya, vaya! —Polski estaba impresionado, muy a pesar suyo.
La «Bañera de Gusanos» seguía gorjeando y trinando dulcemente por las entrañas, y el humo cargado de hollín seguía ascendiendo. Tenía un aspecto cómico, tripuda como un niño gordo, con la chaqueta abierta, fumando un puro barato.
Polski calentó el vaso con las manos hasta sacar el disco de hielo y lanzarlo en globo sobre los rosales.
—Debí darme cuenta de que era una heladera —dijo—. Debí espevar algo así de usted.
—Pero ¿dónde está el fluido? —dijo Padre en voz provocadora—. ¿Dónde está el cable eléctrico?
—Petróleo, eso dijo.
—¿Quiere decir que hice hielo en un fogón? —dijo Padre.
—Eso pavece.
—Y el petróleo es muy barato. Es un ahorro de energía.
—Tengo cosas que hacer. Estoy entevado en hierva —dijo Polski.
—¿No quiere saber cómo funciona?
—En otra ocasión.
—Meta la mano en ese cajón. Fíjese qué fría está. Puede arrancarle las huellas dactilares. En su vida ha visto algo así.
—No —dijo Polski—, pero he oído hablar de ellas. Ha inventado algo que lleva ya treinta años inventado —Polski empezó a alejarse—. Es como si me hubiese venido con un tostador. Mive, sin cables. Y la tostada sale sola. Muy bien, pero no deja de ser un tostador. Y eso no deja de ser una heladera. No puede inventar un invento.
—¡Es la perfección! —dijo Padre, y Polski pestañeó al oír la palabra. Prfcción—. Yo la he perfeccionado. Las otras eran pequeñas. Ineficientes. Refrigerantes de baja estofa. Hasta ayer por la tarde no se sabía una palabra sobre refrigerantes. Trabajan con gas. Incapaces de hacer un cubo de hielo, aunque las llenaras de nieve. Agua amoniacada, bromuro de litio. Salmuera. Pero este bebé —lo tocó con mayor ternura—, este bebé usa una nueva fórmula de líquido de alta expansión, amoníaco enriquecido e hidrógeno a presión. Es un modelo a escala. Mi idea es hacer uno enorme. ¿Qué le parece?
—Eso es otra cosa —dijo Polski—. Es un viesgo de incendio.
—No si tiene ventilación —Padre explicaba, no suplicaba—. No, si está bien sellada. Tengo una patente pendiente sobre las válvulas, lo demás no importa, no importa la idea original. Esto es poesía.
—Y un grave viesgo. —Polski no estaba escuchando—. Una grande sería un grave peligvo de incendio. Humo por todas partes. Como un alto horno. Si llegava a explotar, habría que recoger pedazos hasta en Pittsfield. ¿Sabe dónde hay que poner este tipo de cosas? En algún sitio apartado, donde prueban las bombas-A, donde no pueda hacer daño a nadie… eso es, muy lejos. No aquí, donde causaría daños y asustaría a los caballos. Con una cosa así, se está jugando la vida.
Miró de frente a Padre.
—No hay ningún riesgo —dijo Padre—. Le estoy pidiendo que considere el principio mismo de la cosa. Un fogón que hace hielo. ¡Sin ruido! ¡Sin fluido!
—La electricidad es barata.
Padre le sonrió.
—¿Cuántos años tiene, Doctor?
Polski avanzó el labio inferior y dejó caer un minúsculo escupitajo al suelo lleno de grumos.
—¿Y dentro de diez años? —dijo Padre—. ¿Entonces? ¿O veinte años? Piense en el futuro.
—En el futuvo, yo no estavé aquí.
—Eso es el epitafio de América. Eso es criminal. Habla como un animal.
—Podría haber incendios por todas partes —dijo Polski—. Me aveglo mejor sin incendios.
Al oír las últimas palabras, Padre derramó sobre él toda su risa.
—No es más que una llamita pequeñita —dijo, como si le estuviera explicando a Jerry cómo es una vela, midiendo las palabras, mitad burlándose, mitad enseñando—. Una llama piloto. Agáchese y mírela. Apenas se ve. ¡Pero si se necesita más fuego para encender un puro de diez centavos!
—Ya sé que es ingenioso —dijo Polski, mirando el reloj, enterrado en el vello de su muñeca—. Siempre he dicho que usted tiene el verdadevo ingenio yanqui. Pero ahova no tengo tiempo para eso. Dentro de un par de horas voy a estar hasta la covonilla de espárragos. Y eso sí que es serio.
—No le interesa, ¿verdad? —dijo Padre, golpeando la tapa con el muñón del dedo.
—Apuesto a que usted cree que es una mina de oro.
—Sólo una mina de oro es una mina de oro.
Polski se dirigía ruidosamente al porche. Se dio la vuelta, equilibrándose sobre la grava, y dijo:
—No se havá rico con ese artefacto. Mr. Fox.
Padre apuntó una risa con la lengua, pero sus ojos estaban oscurecidos por la sombra de la visera. Miró a Polski alejarse.
—Si alguna vez quisiera ser rico, que no quiero, cultivaría espárragos.
—Eso no le havía rico —Polski no se volvió—. Le davía una úlcera.
Padre enganchó los pulgares en los bolsillos y separó las piernas… una postura de policía.
—Le dejaremos con su úlcera, Doctor.
—No se vaya enfadado, Mr. Fox —dijo Polski desde el pórtico, pero aún sin mirar—. Ya le he dicho que es un buen artefacto, pero no le veo aplicación.
Entró en la casa y pronunció el nombre de su mujer, «Shovel»… se llamaba Cheryl.
—Cultivaría espárragos —dijo Padre— y contrataría a cincuenta salvajes emigrantes para cortarlos. Eso es lo que haría. Y entonces, Charlie, tendrías un par de zapatos nuevos y los mejores pantalones que puedan comprarse con dinero.
Apagó la llama de la «Bañera de Gusanos», la miró afectuosamente, como si fuera un ser viviente, y dijo:
—Ese pavo cegato la llamó artefacto.
Sonrió, ensanchando su rostro luminoso.
—No podía pedirse mejor reacción que ésa.
—Pero si no le gustó mucho —dije.
—Menudo eufemismo —Padre se echó a reír y, marcando bien cada palabra, dijo—. ¡Le pareció detestable! —bufó—. El desprecio del ignorante… la reacción más estúpida posible. «Es un gran viesgo.» Pero es de agradecer. Por eso estoy aquí. Este tipo de cosas me hacen carburar de verdad, Charlie. Piensa lo que habría pasado si le llega a gustar. Sí, me habría preocupado mucho. Avergonzado de mí mismo. Me habría ido directamente a la cama.
Polski salió de la casa por la puerta de atrás. Se montó en su jeep, aceleró y metió la marcha atrás.
—Ahí queda eso —dijo Padre—. Ahí va… el viejo Dan Beavers. Dales a estos tipejos un catálogo de L. L. Bean y se creerán aventureros de frontera.
Polski cruzaba apresurado los badenes en dirección a los terrenos de arriba.
—Ese pedazo de carne podrida que él llama jeep es un artefacto —dijo Padre, señalando con su dedo cortado—. Pero esto es una creación. Esto no se puede comprar con dinero.
Estaba tan completamente seguro de sí que no pude decir nada. Ni me preguntó nada. Así que subimos en silencio la «Bañera de Gusanos» a la camioneta.
—Parece un niño gordo —dije.
—Este es un recién nacido. Pero, cuando hagamos el grande, le daremos ese nombre… Niño Gordo —me miró el sarpullido y dijo—. Rediez, tienes un aspecto horroroso.
Tomamos la carretera.
—Niño Gordo —dijo otra vez Padre, mascando las palabras como si fueran de chiclé.
Mientras avanzábamos, le miré furtivamente y vi que sonreía. ¿Por qué?