19

En el sendero descendente, a la luz de un crepúsculo color concha de tortuga, pensé en la mentira de Padre. Esperaba que él mismo no la creyera, pero ¿cómo rescatarle de su reiteración?

Quizá así: quizá durante nuestra ausencia de dos días no todo había ido bien en Jerónimo, quizá había surgido algún ligero problema, suficiente para interrumpirle, no un desastre, sólo un inconveniente que le impidiera pronunciar un sonoro discurso diciendo que nuestro fracaso había sido un éxito.

¡Los indios no se habían asombrado! Sólo nos habían mirado de soslayo, a nosotros y a los dedos mojados de Padre, para mandarnos después a sus esclavos.

Su mentira me hizo sentirme más solo que ninguna otra que hubiera oído en mi vida.

Y, sin embargo, había hablado confiado, había dicho que la expedición había sido un éxito y que estaba impaciente por contárselo a Madre. Una y otra vez, traté de recordar el hielo en las manos de Padre y el asombro en los rostros de los indios. Pero no lo había, ni hielo ni sorpresa. Todo había sido peor y más extraño que en su mentira. Nos habían dicho que nos fuéramos, y después los esclavos escuálidos nos miraron y los perros trataron de mordernos los pies.

—¡Rediez, cómo me gusta regresar a casa cansado, después de un buen día, con el sol en los ojos!

Más adelante, ya en el sendero, Padre seguía hablando a los zambus y a Jerry.

—Se puede meter a un hombre en hielo y ponerlo tan crujiente como el apio y salvarle de una insolación. Esa podría ser una aplicación útil por estos lugares. ¿Les he hablado alguna vez de los avances de la criogenia?

Su voz tronaba entre los árboles y me agotaba. Su confianza era lo que menos deseaba sentir en aquel momento. Me aterraba pensar que Padre iba a repetir su historia en Jerónimo. Y su mentira me asustaba. «¿Vieron las caras de esos indios?» Pero las caras de los indios eran confusas, estaban arrugadas, y habían tratado de asustarnos enseñándonos sus dientes negros, como los perros. Hacía tiempo, yo había pensado que, como Padre era mucho más alto que yo, veía cosas que a mí se me escapaban. Excusaba a los adultos que no estaban de acuerdo conmigo y me echaba yo mismo la culpa, porque era muy bajito. Pero esto último era algo que podía juzgar. Lo había visto. Las mentiras me incomodaban, y la mentira de Padre, que era también una jactancia ciega, me enfermaba y me alejaba de él.

—¡Ahí detrás va Charlie, haciéndolo lo mejor que puede, gente!

Yo amaba a aquel hombre y él me estaba llamando idiota y falsificando el único mundo que yo conocía.

Recé por un inconveniente. Mis plegarias obtuvieron respuesta. Las cosas no iban bien en Jerónimo. Era lo que había deseado, aunque, como casi siempre ocurre con los deseos satisfechos, más de lo que yo pretendía.

Jerónimo estaba envuelto en silencio y un ligero roce de hojas. Siempre se dulcificaba hasta el colapso en el crepúsculo. Era debido a la forma en que el sol pasaba a la fuerza entre los árboles, la forma en que lanzaba débiles destellos desde el río. Era el polvo agitándose. Era la forma en que la gente se cargaba de espaldas tras un largo día de luz sin nubes.

Pero, aquella tarde, Jerónimo estaba muerto. Una atmósfera de desaparición y oculta alarma decía que algo acababa de ocurrir, como el silencio después de un aullido. Había una ligera agitación de lagartos observando desde la maleza, y pájaros en las ramas, buscando la percha nocturna con su cortés pavoneo crepuscular.

Padre nos detuvo y dijo:

—Alguien ha venido y se ha ido.

«Niño Gordo» no estaba encendido. La casa de los Maywit estaba oscura —ninguna de sus habituales lámparas—, ventanas abiertas, porche vacío, ni rastro de humo.

—Allie…

Era Madre, su rostro blanco y paciente en la Galería. Padre caminó hacia ella y le preguntó qué ocurría.

—Pensé que también a ti te había ocurrido algo —dijo ella.

—¿También?

—Los Maywit… se han ido. No pude impedirlo.

—Lo sabía —dijo Padre, y sonrió a Francis Lungley.

Pero yo me sentí culpable. Había rezado para que ocurriera algo, y algo había ocurrido. Cualquier cosa para impedir que Padre entrara impetuosamente en Jerónimo mintiendo sobre indios estupefactos y hielo y si hubieras visto la cara que pusieron.

Ahora Padre sonreía a Clover. Había corrido hasta él desde debajo de la casa y le estaba dando explicaciones.

—Vino una motora y se llevó a los Maywit. El hombre te llamó cosas feas. Era el misionero que echaste aquel día. Mamá Kennywick le gritó y Mr. Peaselee reventó la bomba y Mamá dijo que te ibas a poner como una fiera cuando te enterases. Pero no te vas a enfadar, ¿verdad? Papá, ha sido horrible.

Padre miró a todos por turno e hinchó la boca, satisfecho.

—¿Por qué me iba a enfadar? —dijo—. Sabía que iba a pasar.

—¿Y Drainy y los otros? —preguntó Jerry.

—Se fueron —dijo Clover—. Todos ellos, en la motora del hombre.

—¿Qué os había dicho? —dijo Padre. Sonreía a los zambus y éstos le devolvían la sonrisa.

Madre había bajado de la Galería con April, quien tenía un aspecto melancólico.

—Hice lo que pude —dijo Madre—, pero no quisieron escucharme. Estaban tan asustados que no me oían, no me reconocían.

—No me lo cuentes —dijo Padre firmemente—. Lo sé todo. Los Maywit se escaparon con ese depravado moral en un asqueroso barco contaminador. Amigo de Meloncete. No hace falta que me des los detalles. Eché un vistazo al claro y lo supe.

Al oír Meloncete, Mr. Haddy dio un paso adelante y dijo:

—Marionetas. Esa gente salta por todas partes y no tenemos un momento de condenada paz. Mamá Kennywick más asustada que un ratón y desde entonces le duele la tripa. Peaselee él también berrea sobre un condenado idiota con cabuces. Hombre, nos alegramos que haya vuelto, Padre.

Padre esperó y después dijo:

—Y también sé algo más.

Sonrió y absorbió una bocanada de silencio y se la tragó.

—Padre sabe —era Francis Lungley hablando con Bucky.

Si lo sabía todo, ¿por qué no sabía su verdadero nombre?

—No se llaman Maywit —dije—. Se llaman Roper. Todos son Roper.

—¿Quién lo dice?

Le conté lo que habían dicho los niños, pero no mencioné El Acre ni dije que le tenían miedo. Jerry, Clover y April no dijeron nada… me dejaron cargar con la culpa de saberlo. Padre seguía sonriendo.

—Debías habérnoslo contado antes, Charlie —dijo Madre.

—Creí que Papá lo sabía.

—¿Qué más sabes? —dijo Padre.

Iba a decir «esos hombres que llamaste esclavos no parecían esclavos, y los indios parecían asustados. El hielo se derritió antes de que pudieran verlo. No nos dejaste descansar, hiciste llorar a Jerry hablando del Holiday Inn y fue un viaje terrible, peor que los viajes fluviales y probablemente un fracaso».

Pero dije «nada más».

—Entonces, todavía sé más que tú —dijo (¿es que yo lo había puesto en duda alguna vez?)—, porque sé que van a volver.

Bajamos a la casa de baños y nos desnudamos. Padre abrió las duchas… ¡qué maravilloso invento! Era como una máquina de lavado de coches, con chorros de agua que salían de tuberías en las paredes. Estábamos todos dentro, brincando bajo la fina lluvia, en semioscuridad. Padre, Jerry, los zambus y yo. Como el fuego de «Niño Gordo» estaba apagado, no había agua caliente, pero a nadie le importaba. La insistente e inofensiva picadura de las duchas nos quitó el polvo de la montaña y los malos recuerdos.

—Yo no estaría tan segura, Allie —dijo Madre.

—No me cree —dijo Padre—. Pasad el jabón.

Estaba orgulloso de su jabón. Lo habíamos hecho nosotros mismos con grasa de cerdo obtenida a cambio de hielo. Era un jabón amarillo grasiento con el tacto de un puñado de tocino. «Sin aditivos», decía Padre. «¡Es un jabón comestible!»

—Tú no estabas aquí.

—No me hace falta estar.

—Fue horrible —dijo Madre—. Ese misionero, Struss.

—Ya sé —dijo Padre.

Gritando a través de las paredes de la casa de baños, Madre dijo:

—Parece que subió hasta Sevilla en su barco. No sé qué vio allí, pero debió ser a aquella gente ridícula rezando. Volvió acusándonos de blasfemia y de propagar las mentiras de la ciencia.

—Enjabónense —dijo Padre a los zambus.

Siempre se bañaban en cuclillas, jamás de pie. Y tampoco se quitaban sus pantalones cortos para bañarse. En la oscuridad de la casa de baños, no les veía, pero oía el agua golpeando sus cabezas y sus escupitajos y resoplidos.

—¿Crees que estarían de rodillas, rezando a la nevera? —preguntó Madre—. Sea como sea, tu Reverendo Struss estaba muy disgustado. Entró violentamente. Decía que estamos haciendo daño, llevando a su gente por el mal camino. Gritaba sobre todo a los Maywit, les llamaba Roper. Los hizo bajar a la orilla y les salpicó agua por encima. Dijo que era un servicio de purificación, lavarles los pecados que nosotros les habíamos enseñado. La Señora Kennywick no sabía para dónde mirar, y Mr. Peaselee enloqueció.

—Era de suponer —dijo Padre.

—Le eché de la propiedad. Dije que ibas a volver en diez minutos y le ibas a hundir la barca.

—Bien pensado —respondió Padre; también gritando a través de la pared—. Y lo habría hecho.

—Empacaron sus cosas en bolsas, bolsas de papel. Y se fueron todos.

—Así que nos han abandonado —dijo Padre.

—Tenían miedo —dijo Mr. Haddy. Tenía la boca apoyada en la pared de la casa de baños, y sus dientes delanteros pasaban al otro lado—. El predicador grita sobre soldados y problemas y cabuces.

Padre cerró el agua.

—¿Qué soldados? —dijo mientras goteábamos.

—En las montañas. Otro lado de las colinas. Río abajo. En los árboles. Con cabuces. Rusos y lo que quiera. Peaselee les oye.

—Dijo que sois tan malos como los soldados —dijo Clover.

—¿Peaselee dijo eso?

—El hombre. El misionero. Dijo que eras comunista.

Padre nos sacó de la casa de baños. Los zambus danzaron y sacudieron los dedos para secarse. Padre llevaba un saco de harina arrollado a la cintura, su pelo goteaba y su cuerpo era tan blanco como el mármol. Levantó un brazo, como las estatuas de los tribunales.

—Nada de esto es nuevo para mí —dijo—. Pero voy a decirles algo que no saben. Volverán, no les quepa duda. Porque éste es un lugar feliz, y el mundo no lo es. El mundo está simplemente podrido. La gente es mala, es cruel, es falsa, siempre está fingiendo ser lo que no es. Son débiles. Se aprovechan. Un asqueroso hombrecillo que ve a Dios en una serpiente o al demonio en el trueno te hará prisionero si no lo impides. Dale media oportunidad a cualquiera y te hará su esclavo, contándote las más espantosas mentiras. Los he visto, corriendo de un lado a otro como locos, jugando a Dios. Y nuestros amigos, los Maywit… perdón, Charlie, los Roper, se sentirán solos ahí fuera. Tendrán miedo. ¡Porque el mundo apesta!

Tomó el sendero de la casa a largas y blancas zancadas.

—Volverán, ya lo verán. Recuerden dónde lo han oído. Recuerden quién se lo ha dicho.

—¿Qué tal os fue con el hielo? —preguntó Madre, adelantándose hasta ponerse a su lado.

Padre siguió andando. Gruñó. Agucé el oído, y le oí decir en voz baja:

—Se nos redujo. Sabía que era un error arrastrar tal cantidad hasta tan lejos.

Así que, después de todo, no mintió.

Y El Acre de la jungla era nuestro. Ya no era el mismo, sin Drainy predicando y Alicia cocinando y Peewee y León haciendo cestos, pero ahora, al ser menos, parecía más grande y podíamos dispersarnos. Cada uno de nosotros tenía su propio y robusto colgadizo. Llevamos una cuerda de Jerónimo y pusimos un columpio en un árbol haciendo un gran nudo en el extremo colgante como asiento. Padre no habría permitido una cosa así en Jerónimo. No era útil, porque, cuando nadie se estaba columpiando, se quedaba ahí colgada —por eso se habría opuesto— y significaba desperdiciar una buena cuerda.

Comíamos raíces de yautia y aguacates silvestres, y reparamos el camuflaje de todas las trampas para hombres: cuatro trampas, con agujeros profundos bien disimulados con ramas. Un día vimos en una de las trampas una serpiente comiéndose otra serpiente. Tenía la mitad embutida en el gaznate, y ambas serpientes meneaban sus respectivas colas. Como la devoradora no podía ni escaparse ni dejar de comer, pudimos estudiarlas con toda seguridad. Nos la llevamos a Jerónimo.

—Ahí tenéis un símbolo perfecto de la Civilización Occidental —dijo Padre.

Otro día un mono araña pasó por nuestro árbol-iglesia y se sentó allí a hurgarse en los dientes. Nos miró con curiosidad, como si quisiera jugar.

Después resopló, saltó del árbol, cayó cerca de un arbusto y arrancó una pequeña pelota de fruta. Subió de un brinco otra vez al árbol y se comió la fruta. Roía la piel y succionaba el interior. Después pasó por encima del arbusto y se fue dando tumbos colgado de las ramas.

Así descubrimos las guayabas. El mono nos había enseñado que, al otro lado del estanque, había varios arbustos repletos, y ese día llevamos una cesta llena a Jerónimo.

—Podemos hacer mermelada —dijo Madre.

Pero Padre dijo que eran demasiado pequeñas y agrias, porque crecían silvestres. Si se pusiera a ello, dijo, era capaz de conseguirlas dulces y del tamaño de una pelota de tenis, y «hablando de comida, más vale que empecéis a coger y pelar, o no habrá nada para comer».

En Jerónimo siempre hacíamos lo que se esperaba de nosotros, las labores habituales. Pero siempre volvíamos a El Acre a vivir como monos. Echábamos de menos a los Maywit —yo aún pensaba en ellos con ese nombre—, pero en su ausencia no necesitábamos ni escuela ni colmado. Teníamos páginas sueltas del libro de himnos de Drainy, pero ya no celebrábamos servicios religiosos. En cualquier caso, hacía demasiado calor para pensar en el Infierno.

En El Acre sabíamos que era la estación seca. En Jerónimo no lo sabía nadie, o no le daban importancia. Los huertos prosperaban, pero nosotros estábamos en contacto con la naturaleza, no teníamos inventos.

Aunque El Acre era primitivo, un simple refugio en la jungla, la hierba era suave, el estanque agradable, y nosotros teníamos todo cuanto necesitábamos. Para divertirnos podíamos nadar o columpiarnos en la cuerda. La sequía de la jungla no había afectado al estanque. Supuse que algún manantial lo alimentaba. Pero el resto de la zona estaba muy seco. Vimos hormigas ui-ui celebrar funerales: procesiones de hormigas con cadáveres y palios de hojas. En un rincón del campamento, en las raíces de un árbol muerto, vivían unas serpientes. Nos manteníamos a distancia del árbol, pero tratábamos de imaginar métodos para echarlas a las trampas y convertir estas últimas en fosos de serpientes. Las serpientes y los escarabajos del tamaño de una nuez no nos daban miedo. Aprendimos que hasta la más feroz de las criaturas tenía un comportamiento predecible, y, aunque el lugar nos había parecido peligroso al principio, ahora parecía más pacífico que Jerónimo.

Íbamos allí para escapar de Jerónimo. Desde la construcción de «Niño Gordo», Padre recibía visitas de gentes que querían hielo. Eran habladores. Habían oído hablar de Padre. Le colmaban de elogios. Padre les daba trabajos simples y luego se llevaban el hielo en canoas. Siempre había desconocidos en Jerónimo, admirando los inventos de Padre o buscando hielo.

—Sólo usan esos hielos para enfriarse la bunya —decía Mr. Haddy.

La bunya era una bebida de jugo agrio que la gente local hacía con mandioca.

—Eso no importa —replicaba Padre—. Por mí se lo pueden poner de sombrero. Una vez que se acostumbren a la idea del hielo, sus aplicaciones les serán reveladas. Cada uno hará algo distinto: unos conservarán carne, otros lo emplearán como anestésico, a otros se les ocurrirá refrigerar el pescado en vez de ahumarlo. ¿Cuántos se curarán una insolación? Puede llevarles toda una generación, desde luego, pero piense usted en el futuro… nadie más lo hace. «Niño Gordo» es para siempre. ¡No tiene piezas móviles, Meloncete!

Padre hablaba a menudo de cosas «reveladas». Decía que así era la verdadera invención, la revelación de la aplicación de algo y su ampliación, el descubrimiento de su imperfección, su mejora y su aprovechamiento. Para él, una guayaba silvestre era una imperfección. Había que mejorarla para hacerla comestible.

—Aceptar el mundo tal como se encuentra es una superstición propia de salvajes —decía—. ¡Hurguen en él y encuéntrenle aplicaciones!

Decía que la labor del hombre era comprender cómo funcionaba, remendarlo y terminarlo. Creo que por eso odiaba tanto a los misioneros, porque enseñaban a la gente a soportar sus cargas terrenales. Para Padre no había cargas a las que no pudiera adosarse un par de ruedas, o patines, o un sistema de poleas.

Pero, en vez de mejorar el mundo, decía, la mayoría de la gente sólo trataba de mejorar a Dios.

—Dios, el difunto Dios, era un inventor con prisa, de ésos que uno se encuentra en cualquier oficina de patentes. Sí, crear el mundo fue una gran idea, pero Él lo empezó y luego se fue antes de que funcionara correctamente. Dios es como esos niños que hacen girar su peonza de juguete y después se van de la habitación, dejándola tambalearse. ¿Cómo puede uno adorar a eso? Dios se aburrió —decía Padre—. Yo también conozco esa clase de aburrimiento, pero lo combato.

Padre había visto el río y había dicho: «Enderecémoslo». Mientras arrastrábamos el hielo montaña arriba, no paraba de hablar sobre el funicular para pasajeros y carga. Aún hablaba de hacer un agujero para aprovechar el calor del vapor del núcleo de la tierra. Y los mismos inventos revelaban cosas inesperadas que Padre llamaba «el truco insospechado». Ejemplo del mismo fue una tubería a la intemperie en la espinilla de «Niño Gordo». La tubería acumulaba gotas de humedad del aire. Padre añadió más tuberías y convirtió aquello en un condensador que goteaba en un depósito. Era el agua más pura que podía imaginarse, y desde entonces se jactaba de crear agua además de helarla ¡con fuego! No había previsto que la tubería fría se comportara de esa forma. La llamaba «La Corva».

Los niños comentábamos entre nosotros que, si Padre llegaba a ver El Acre, le daría un ataque o se reiría de nosotros. Él era un perfeccionista. Yo no podía olvidar la noche en la montaña en que había roto a patadas su colgadizo y se había sentado en el suelo toda la noche ventosa y había dicho: «¡Quiero dormir en mi propia cama!». Prefería sufrir a dormir en una choza mal hecha, y a menudo miraba la comida de los zambus o el wabul de la Señora Kennywick y decía «antes me muero de hambre que comer eso», y lo decía en serio.

No nos atrevíamos a decirle que uno puede comer cosas silvestres y dormir en el suelo. Sus trampas para mosquitos, «Cajas de Bichos», invitaban a los insectos a penetrar en laberintos sin salida y mantenían Jerónimo limpio de bichos voladores. Pero uno no necesitaba mosquiteros ni «Cajas de Bichos» si conocía el jugo de moras que actuaba como el limoncillo. «¿Tienes miedo a unos cuantos bichos?», decía a veces, y otras veces: «No es que no los quiera en la piel, es que no los quiero a menos de tres millas de distancia». Le habríamos dicho que la mayor parte del trabajo era inútil, y que una casa de baños no es necesaria cuando tienes un estanque o un río. Las zanahorias domésticas de Padre eran sabrosas, pero la yautia silvestre era igual de rica y no daba ningún trabajo. Había prohibido los bananos y la mandioca: «Te hacen perezoso, y no me gustan las implicaciones de la banana». Y el hielo… era una maravilla, pero, como ocurre con casi todas las maravillas, lo único que podías hacer con él era maravillarte.

Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que los niños nos quedábamos en Jerónimo debido a El Acre. Estaba en la jungla, entre las montañas y el río, en el final sin salida de un sendero que habíamos hecho con nuestros propios pies. Era invisible, era seguro.

Íbamos todas las tardes a El Acre, y lamentábamos no poder quedarnos a dormir. Queríamos probar a Padre que podía hacerse. Pero al final de cada día apartábamos los arbustos y caminábamos de vuelta a Jerónimo y oíamos las bombas, su traqueteo, antes de ver los edificios. Encontrábamos a Padre sonriente, pues en la tarde avanzada vaciaba a «Niño Gordo» y entregaba hielo a los criollos fluviales o zambus que habían trabajado para él. Ahí estaba, con sus tenazas y su polea, izando grandes bloques de hielo humeante de su monstruoso armario con el fogón ardiente.

Y siempre, cuando regresábamos, Padre decía:

—¿Dónde os habíais metido? ¿Haciendo el tonto entre los arbustos?

Le decíamos que habíamos estado nadando, o paseando.

—Mírenlos, gente. Los demás nos matamos a trabajar y ellos dan vueltas a la manzana.

La «gente» eran Mr. Haddy, los zambus, Mr. Peaselee y Mr. Harkins. Eran sus oyentes, y él jamás se cansaba de contarles sus planes. En aquellos días se trataba de congelar pescado y llevarlo rápidamente tierra adentro, donde nadie había visto nunca peces grandes de río.

—¡De seis pies! ¡Bagres! Podría cambiarles todo su sistema de vida. Especialmente si son de espíritu abierto y no están en manos de algún depravado moral que les asusta con el fuego del infierno.

Ésa era una de sus quejas más frecuentes. Los Maywit no habían regresado. Padre decía que le sacaba de quicio.

—Y lo gracioso del fuego infernal es que es imaginario. ¡Pero «Niño Gordo», no! Lleva dentro más veneno que un siglo de infiernos. ¡Rediez, podría enseñarles un par de cosas sobre combustión química a esos misioneros! ¡Si vieran hidrógeno y amoniaco sueltos, creerían en mí y no en ese fabricalocos difunto! Si «Niño Gordo» se saltara la tapa de los sesos…

El parloteo de Jerónimo hacía que El Acre pareciera un lugar más feliz. El campamento era nuestro secreto. Y allí habíamos aprendido cosas que ni siquiera Padre sabía.

Mi cumpleaños llegó y se fue, al menos el mes. Los meses tenían nombre, pero los días no tenían número. Yo tenía catorce años, pero era todavía más pequeño de lo que deseaba ser. Y la estación seca se había adueñado de Jerónimo. Polvo y hojas muertas.

El río había empezado a estrecharse y apestaba. Se transformó en un arroyo entre grandes capas de cieno con burbujas, pelo verde y moscas revoloteando por encima. Al pasar por el embarcadero roncaba y soltaba pequeñas explosiones. Un poco más arriba de nosotros se había convertido en una ciénega y no se podía remontar hasta Sevilla. Las cañas de nuestras barcas se incrustaban en el barro, nuestras bombas de la orilla del río se atascaban a menudo con el cieno y las algas que absorbían. Llevaba meses sin llover, y Padre decía que aún podía pasar un mes sin lluvia, si no más. Padre sólo hacía cantidades pequeñas de hielo, y toda el agua de beber procedía del condensador de la espinilla de «Niño Gordo», «La Corva».

Como no habíamos hablado a Padre de El Acre, no podíamos decirle que el agua de manantial de nuestro estanque lo mantenía lleno hasta rebosar sobre la hierba circundante.

El huerto de Jerónimo estaba verde y producía fríjoles y tomates y maíz, tallos de maíz a veces tan altos como algunos de los aleros. Pero las bombas seguían jadeando. Padre dijo que había sido imbécil al creer que el río seguiría fluyendo. Era tan poco de fiar como cualquier otra cosa de este mundo imperfecto. Habló otra vez de una perforación, no la geotérmica, sino una simple perforación hasta el subsuelo acuífero. A todo el que llegaba esos días se le ponía a cavar el agujero.

El trabajo era duro, y no mucha gente estaba dispuesta a mover tierra a cambio de un pequeño bloque de hielo o un saco de semillas híbridas. Padre predijo que los Maywit no tardarían en regresar y que Jerónimo funcionaría a toda máquina. Llevaba diciéndolo tres semanas.

Un día dijo a Madre:

—Querida, te vas a quedar a cargo de Jerónimo.

—¿Vas a algún lado?

—No. Pero tengo que pensar en mi Agujero.

Detestaba el río y su hedor, y no hablaba más que de su Agujero. «Voy a trabajar en mi Agujero», decía por la mañana temprano. Y a todos los visitantes les pregunta «¿Qué va usted a hacer por mi Agujero?». Siempre estaba dentro del Agujero o en el borde, la cara roja como un tomate, maldiciendo el río y el clima y tratando de imaginar la forma de construir una máquina para mover tierra.

—Digamos que el mismo principio de una aspiradora, pero que pueda cavar y chupar al mismo tiempo, ponerle dientes y pulmones, agarraderas…

Se quejaba de tener que trabajar con herramientas de hombre de las cavernas. ¡Si tuviera la ferretería…! Cavaba con los zambus. No hacía otra cosa. Si el maíz tenía tizoncillo o los tomates gusanos o los fríjoles se pudrían, nos decía a los niños que nos ocupáramos de ello. No había agua. Él seguía cavando. El trabajo se apoderó de él como una fiebre.

—Jamás me paro antes de llegar a mi destino —decía.

Cerró «Niño Gordo». El rugido y las gárgaras del hacedor de hielo nos eran tan familiares que, cuando una mañana apagó el fuego, sentí como si se me parara el corazón. Tuve que contener el aliento para oírlo. «Niño Gordo» ya no estaba mojado y goteando. Parecía muerto, y Padre se quedó un poco rígido, como su invento.

—¿Y el hielo? —dijo Madre.

—¿Y mi Agujero?

El Agujero se iba haciendo más profundo. Tenía anchura suficiente para cuatro hombres de pie trabajando con palas. Parecía la apertura del agujero del volcán de Padre, y a su lado había una pirámide de tierra y roca.

—Lo que demuestra, si es que necesita demostrarse, que hasta con herramientas primitivas y un poco de músculo se puede hacer algo constructivo con este chapucero mundo que hemos heredado.

Pero no había llegado al agua. Dejamos de recibir visitas. El trabajo era demasiado duro. Padre cavaba su agujero y prácticamente no comía y decía «si al menos tuviera la ferretería…».

Las bombas ya no sacaban más que un hilillo verde del exprimido río. Teníamos que regar el huerto a mano, echando cubos de agua a la represa que alimentaba las zanjas de riego. Madre se metía hasta las rodillas en el barro del río y los cuatro niños, componentes de lo que Padre llamaba la «Brigada del Cubo», hacíamos una cadena de cubos de agua desde la orilla.

Un día, poco después de amanecer, cuando la «Brigada del Cubo» se entregaba a su trabajo, Madre levantó la vista y dijo:

—Mr. Haddy tiene una prisa tremenda.

Salía corriendo de la jungla en dirección al agujero de Padre. En Jerónimo nadie corría nunca. Algo grave había ocurrido.

—¡Peaselee dice que algunos tipos en el sendero!

Lo dijo a gritos, asomado al agujero.

Se quedó mirando. Padre salió y echó la pala a un lado.

—¿Qué les había dicho? Son los Maywit.

Corrió a decírmelo.

—¿Dónde está?

—Sigue corriendo. Tal vez en Boca-del-Pantano ya.

Padre vio que le observábamos.

—Que nadie diga una palabra. No podemos culparles de haberse marchado. Nos alegramos de que estén de vuelta. Haremos como si nunca se hubieran ido… lo habrán pasado mal. ¿Piensan que esto está seco? Comparado con la sequía que tienen ahí fuera, está empapado. Miren, para cualquiera que haya probado Jerónimo, el mundo es terrible. Esta pobre gente va a necesitar toda la simpatía que pueda dárseles. Sean amables con ellos. ¡Tenemos más manos para mi Agujero!

—Podría ser gente en busca de hielo —dijo Madre.

—Sé que son los Maywit —dijo Padre.

Pero esta vez Padre se equivocaba. Los que venían por el sendero no eran los Maywit.

—Hombres —dijo Madre, levantando la vista. Nos apiñamos detrás de ella—. Son tres, Allie.

—También a ellos les esperaba —dijo Padre, pero su voz se había enfriado—. Son esclavos.

—Entonces, ¿por qué llevan armas, Papá? —preguntó Clover.

Los zambus parecían aterrados.

—Cabuces —oí decir.