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Cuando volvió en sí, estaba acostado en la cama de Laure Richis. Sus reliquias, ropas y cabellos, habían sido retirados. Sobre la mesilla de noche ardía una vela. A través de la ventana entornada, oyó la lejana algarabía de la ciudad jubilosa. Antoine Richis, sentado en un taburete junto a la cama, le velaba. Tenía la mano de Grenouille entre las suyas y se la acariciaba.

Aun antes de abrir los ojos, Grenouille revisó la atmósfera. En su interior había paz; nada bullía ni ejercía presión. En su alma volvía a reinar la acostumbrada noche fría que necesitaba para que su conciencia estuviera clara y tersa y pudiera asomarse hacia fuera: allí olió su perfume. Había cambiado. Las puntas se habían debilitado un poco, de ahí que la nota central de la fragancia de Laure dominara con magnificencia todavía mayor, como un fuego suave, oscuro y chispeante. Se sintió seguro. Sabía que aún sería inexpugnable durante horas. Abrió los ojos.

La mirada de Richis estaba fija en él, una mirada que expresaba una benevolencia infinita, ternura, emoción y la profundidad hueca e insulsa del amante.

Sonrió, apretó más la mano de Grenouille y dijo:

—Ahora todo irá bien. El magistrado ha anulado tu sentencia. Todos los testigos se han retractado. Eres libre. Puedes hacer lo que quieras. Pero yo quiero que te quedes conmigo. He perdido una hija y quiero ganarte como hijo. Te pareces a ella. Eres hermoso como ella, tus cabellos, tu boca, tu mano… Te he retenido la mano todo el tiempo y es como la de ella. Y cuando te miro a los ojos, me parece que la estoy viendo a ella. Eres su hermano y quiero que seas mi hijo, mi alegría, mi orgullo y mi heredero. ¿Viven todavía tus padres?

Grenouille negó con la cabeza y el rostro de Richis enrojeció de felicidad.

—Entonces, ¿serás mi hijo? —tartamudeó, levantándose del taburete de un salto para sentarse en el borde del lecho y apretar también la otra mano de Grenouille—. ¿Lo serás? ¿Lo serás? ¿Me aceptas como padre? ¡No digas nada! ¡No hables! Aún estás muy débil para hablar. ¡Asiente sólo con la cabeza!

Grenouille asintió. La felicidad de Richis le brotó entonces como sudor rojo por todos los poros e, inclinándose sobre Grenouille, le besó en la boca.

—¡Duerme ahora, mi querido hijo! —exclamó al enderezarse—. Me quedaré a tu lado hasta que te duermas. —Y después de contemplarle largo rato con una dicha muda, añadió—: Me haces muy, muy feliz.

Grenouille curvó un poco las comisuras de los labios, como había visto hacer a los hombres cuando sonreían. Entonces cerró los ojos. Esperó un poco antes de respirar profunda y regularmente, como respira la gente dormida. Sentía en su rostro la mirada amorosa de Richis. En un momento dado, notó que Richis volvía a inclinarse para besarle de nuevo, pero se detuvo por temor a despertarle. Por fin apagó la vela de un soplo y salió de puntillas de la habitación.

Grenouille permaneció acostado hasta que no oyó ningún ruido ni en la casa ni en la ciudad. Cuando se levantó, ya amanecía. Se vistió, enfiló despacio el pasillo, bajó despacio las escaleras, cruzó el salón y salió a la terraza.

Desde allí se podían ver las murallas de la ciudad, la cuenca de Grasse y, con tiempo despejado, incluso el mar. Ahora flotaba sobre los campos una niebla fina, un vapor más bien, y las fragancias que llegaban de ellos, hierba, retama y rosas, eran como lavadas, limpias, simples, consoladoramente sencillas. Grenouille atravesó el jardín y escaló la muralla.

Arriba, en el Cours, tuvo que luchar otra vez para soportar los olores humanos antes de alcanzar el campo abierto. El lugar entero y las laderas parecían un enorme y desordenado campamento militar. Los borrachos yacían a miles, exhaustos tras el libertinaje de la fiesta nocturna, muchos desnudos y muchos medio cubiertos por ropas bajo las que se habían acurrucado como si se tratara de una manta. El aire apestaba a vino rancio, a aguardiente, a sudor y a orina, a excrementos de niño y a carne carbonizada. Aquí y allá humeaban aún los rescoldos de las hogueras donde habían asado la comida y en torno a las cuales habían bebido y bailado. Aquí y allí sonaba todavía entre los miles de ronquidos un balbuceo o una risa. Es posible que muchos aún estuvieran despiertos y siguieran bebiendo para nublar del todo los últimos rincones sobrios de su cerebro. Pero nadie vio a Grenouille, que sorteaba los cuerpos tendidos con cuidado y prisa al mismo tiempo, como si avanzara por un campo de lodo. Y si alguien le vio, no le reconoció. Ya no despedía ningún olor. El milagro se había terminado.

Cuando llegó al final del Cours, no tomó el camino de Grenoble ni el de Cabris, sino que fue a campo traviesa en dirección oeste, sin volverse a mirar ni una sola vez. Hacía rato que había desaparecido cuando salió el sol, grueso, amarillo y abrasador.

La población de Grasse se despertó con una espantosa resaca. Incluso aquellos que no habían bebido tenían la cabeza pesada y náuseas en el estómago y en el corazón. En el Cours, a plena luz del día, honestos campesinos buscaban las ropas de que se habían despojado en los excesos de la orgía, mujeres honradas buscaban a sus maridos e hijos, parejas que no se conocían entre sí se desasían con horror del abrazo más íntimo, amigos, vecinos, esposos se encontraban de improviso unos a otros en penosa y pública desnudez.

Muchos consideraron esta experiencia tan espantosa, tan inexplicable y tan incompatible con sus auténticas convicciones morales, que en el mismo momento de adquirir conciencia de ella la borraron de su memoria y después realmente ya no pudieron recordarla. Otros, que no dominaban con tanta perfección el aparato de sus percepciones, intentaron mirar hacia otro lado, no escuchar y no pensar, lo cual no resultaba nada sencillo, porque la vergüenza era demasiado general y evidente. Los que habían encontrado a sus familias y sus efectos personales, se marcharon de la manera más rápida y discreta posible. Hacia el mediodía, la plaza estaba desierta, como barrida por el viento.

Los ciudadanos que salieron de sus casas, lo hicieron al caer la tarde, para atender a los asuntos más urgentes. Se saludaron con prisas al encontrarse, y sólo hablaron de temas banales. Nadie pronunció una palabra sobre los sucesos de la víspera y la noche pasada. El desenfreno y el descaro del día anterior se había convertido en vergüenza. Y todos la sentían, porque todos eran culpables. Los habitantes de Grasse no habían estado nunca tan de acuerdo como en aquellos días. Vivían como entre algodones.

Muchos, sin embargo, por la índole de su profesión, tuvieron que ocuparse directamente de lo ocurrido. La continuidad de la vida pública, la inviolabilidad del derecho y el orden exigían medidas inmediatas. Por la tarde se reunió el concejo municipal. Los caballeros, entre ellos el Segundo Cónsul, se abrazaron en silencio, como si con este gesto conspiratorio quedara constituido un nuevo gremio. Decidieron por unanimidad, sin mencionar los hechos, ni siquiera el nombre de Grenouille, «ordenar el desmantelamiento inmediato de la tribuna y el cadalso del Cours y restablecer el orden en la plaza y los campos circundantes». Y acordaron desembolsar ciento sesenta libras para este fin.

A la misma hora celebró una sesión el tribunal de la Prévôté. El magistrado acordó sin discusión considerar cerrado el «Caso G.», archivar las actas y abrir un nuevo proceso contra el asesino, hasta ahora desconocido, de veinticinco doncellas de la región de Grasse. El teniente de policía recibió orden de iniciar sin tardanza las investigaciones.

Al día siguiente ya lo encontraron. Basándose en sospechas bien fundadas, arrestaron a Dominique Druot, maître perfumeur de la Rue de la Louve, en cuya cabaña se habían descubierto al fin y al cabo las ropas y cabelleras de todas las víctimas. El tribunal no se dejó engañar por sus protestas iniciales. Tras catorce horas de tortura lo confesó todo y pidió incluso una ejecución rápida, que se fijó para el día siguiente. Se lo llevaron al alba, sin ninguna ceremonia, sin cadalso y sin tribunas, y lo colgaron sólo en presencia del verdugo, varios miembros del tribunal, un médico y un sacerdote. El cadáver, después de que la muerte se produjera y fuese constatada y certificada por el médico forense, fue enterrado sin pérdida de tiempo. Con esto se liquidó el caso.

De todos modos, la ciudad ya lo había olvidado y, por cierto, tan completamente, que los viajeros que en los días siguientes llegaron a Grasse y preguntaron de paso por el famoso asesino de doncellas, no encontraron ni a un hombre sensato que pudiera informarles al respecto. Sólo un par de locos de la Charité, notorios casos de enajenación mental, chapurrearon algo sobre una gran fiesta en la Place du Cours a causa de la cual les habían obligado a desalojar su habitación.

Y la vida pronto se normalizó del todo. La gente trabajaba con laboriosidad, dormía bien, atendía a sus negocios y era recta y honrada. El agua brotaba como siempre de los numerosos manantiales y fuentes y arrastraba el fango por las calles. La ciudad volvió a ofrecer su aspecto sórdido y altivo en las laderas que dominaban la fértil cuenca. El sol calentaba. Pronto sería mayo. Ya se cosechaban las rosas.