15

El hombrecillo Grenouille empezó quitando el tapón de corcho de la bombona que contenía el alcohol. Le costó mucho levantar el pesado recipiente casi hasta la altura de su cabeza, porque así de alto estaba el matraz con el embudo de vidrio en el cual, sin ayuda de una probeta graduada, vertió el alcohol directamente de la bombona. Baldini se estremeció ante semejante torpeza: el sujeto no sólo invertía el sistema tradicional de la perfumería, empezando con el disolvente y no con el concentrado, ¡sino que era apenas físicamente capaz para este trabajo! Temblaba por el esfuerzo y Baldini temía que en cualquier momento dejase caer la pesada bombona, destrozando todo lo que había sobre la mesa. ¡Las velas —pensó—, Dios mío, las velas! ¡Provocará una explosión, me quemará la casa…! Y ya se disponía a intervenir y arrebatar la bombona a aquel demente, cuando Grenouille la bajó sin ayuda, la dejó en el suelo intacta y la tapó con el corcho. El líquido claro y ligero se balanceó en el matraz… no se había derramado ni un gota. Grenouille tomó aliento unos instantes, expresando en el rostro una gran satisfacción, como si ya hubiera realizado la parte más difícil de su tarea. Y de hecho, lo que siguió se desarrolló a una velocidad tal, que Baldini pudo acompañarlo apenas con la vista, y todavía menos reconocer una fase reglamentada del proceso.

Grenouille eligió como al azar entre los frascos de esencias, les quitó el tapón de vidrio, se los pasó un segundo bajo la nariz, echó en el embudo unas gotas de uno, luego de otro y un chorrito de un tercero y no tocó ni una sola vez la pipeta, los tubos de ensayo, la probeta graduada, la cucharilla, el batidor, ninguno de los utensilios imprescindibles para el perfumista durante el complicado proceso de la mezcla. Parecía estar jugando, disfrutando como un niño que cuece un horrible caldo con agua, hierba y fango y luego afirma que es una sopa. Sí, igual que un niño, pensó Baldini, y además tiene el aspecto de un niño, a pesar de sus manos toscas, de su rostro lleno de surcos y cicatrices y de la bulbosa nariz de viejo. Le he atribuido más edad de la que tiene y ahora lo veo más joven, como un niño de tres o cuatro años, como una de esas criaturas inasequibles, incomprensibles, obstinadas que, supuestamente inocentes, sólo piensan en sí mismas, llevan su despotismo hasta el extremo de pretender subordinar al mundo y no cabe duda de que lo harían si no se pusiera coto a su megalomanía con las severas medidas pedagógicas encaminadas a imbuirles disciplina y autodominio para su existencia como hombres maduros. Uno de estos niños fanáticos se ocultaba en este muchacho de ojos ardientes que trabajaba ante la mesa, ajeno a todo cuanto le rodeaba, al parecer ignorante de que en el taller hubiera algo más que él y estos frascos que acercaba al embudo con temeraria torpeza a fin de mezclar su descabellado caldo del que después afirmaría —¡totalmente convencido!— que era el selecto perfume Amor y Psique. Horrorizaba a Baldini ver, a la vacilante luz de las velas, a aquel hombrecillo atareado con tan horrible dedicación y tan horrible seguridad en sí mismo y pensó, de nuevo triste, desgraciado y colérico como por la tarde, cuando contemplaba la ciudad encendida por el crepúsculo, que seres como éste no existían en sus tiempos, se trataba de un nuevo ejemplar de la especie que sólo podía surgir en esta época enferma y desorganizada… ¡Pero este prepotente muchacho recibiría su lección! Al final de la ridícula representación le daría un buen rapapolvo para que se marchara tal como había venido, como un insignificante don nadie. ¡Sabandijas! Hoy en día era imposible fiarse de nadie, las ridículas sabandijas pululaban por doquier.

Tan ocupado estaba Baldini con su cólera interna y su aversión del tiempo en que vivía, que no comprendió del todo el significado de que Grenouille tapara de repente todos los frascos, sacara el embudo del matraz, agarrara éste del cuello con una mano y lo apretara contra su pecho para taparlo con fuerza y agitarlo enérgicamente con la mano izquierda. Hasta que el matraz no hubo dado varias vueltas en el aire, precipitando su valioso contenido, como si fuera limonada, del fondo al cuello y viceversa, no prorrumpió Baldini en un grito de rabia y de espanto.

—¡Alto! —chilló—. ¡Ya basta! ¡Para inmediatamente! ¡Se acabó! ¡Deja ahora mismo el matraz sobre la mesa y no toques nada más, me oyes, nada más! He debido estar loco para escuchar por un solo momento tus disparatadas explicaciones. Tu modo de hacer, tu forma de manejar las cosas, tu tosquedad, tu ignorancia primitiva me demuestra que eres un chapucero, un burdo chapucero y un mocoso pícaro y descarado por añadidura. Ni siquiera sirves para mezclar limonadas, ni para vender agua de regaliz sirves tú, ¡y pretendes ser perfumista! ¡Ya puedes estar contento y agradecido de que tu amo te permita remover sus adobos de curtidor! No te atrevas nunca más, ¿me oyes?, ¡no te atrevas nunca más a poner los pies en el umbral de un perfumista!

Así habló Baldini y, mientras hablaba, la habitación se fue impregnando de Amor y Psique. Hay en el perfume una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, los sentimientos y la voluntad. La fuerza de persuasión del perfume no se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella.

Grenouille había dejado el matraz sobre la mesa y secado su mano impregnada de perfume con el borde de la levita. Uno o dos pasos hacia atrás, el torpe encorvamiento de su cuerpo bajo la filípica de Baldini bastaron para dispersar por el aire oleadas de perfume recién creado. No hizo falta nada más. Ciertamente, Baldini todavía gritaba, clamaba y escarnecía, pero con cada aspiración disminuía en su interior la ira que alimentaba su locuacidad. Se dio cuenta de que sus argumentos eran refutados y su discurso terminó en un silencio patético. Y cuando hacía ya largo rato que se había callado, no necesitó la observación de Grenouille: «Ya está listo». Lo sabía antes de oírlo.

No obstante, aunque estaba rodeado por todas partes de un ambiente pletórico de Amor y Psique, se acercó a la vieja mesa de roble para tomar una muestra. Extrajo del bolsillo izquierdo de la levita un pequeño pañuelo de encaje blanco como la nieve, lo desdobló y lo humedeció con un par de gotas que sacó del matraz mediante la larga pipeta. Agitó el pañuelo con el brazo extendido, para airearlo, y se lo llevó después a la nariz con el habitual movimiento delicado a fin de aspirar la fragancia. Mientras la olía a breves intervalos, tomó asiento en un taburete. De repente —el arrebato de cólera había arrebolado su rostro—, palideció.

—Increíble —murmuró en voz baja—, por Dios que es increíble.

Y llevándose una y otra vez el pañuelo a la nariz, aspiraba, meneaba la cabeza y volvía a murmurar: «Increíble». Era Amor y Psique sin lugar a dudas, el Amor y Psique odioso y genial, copiado con tanta precisión que ni siquiera el propio Pélissier habría podido distinguirlo de su producto. «Increíble…»

El gran Baldini se veía pequeño, pálido y ridículo sentado en el taburete con el pañuelo en la mano, que apretaba contra la nariz como una doncella resfriada. Había perdido completamente el habla. Incapaz de repetir «increíble» una vez más, permaneció moviendo la cabeza de arriba abajo, mirando fijamente el contenido del matraz y musitando un monótono «Hm, hm, hm, hm…, hm, hm, hm…, hm, hm, hm…» Al cabo de un rato Grenouille se acercó sin ruido a la mesa, como una sombra.

—No es un buen perfume —dijo—, es una mezcla muy mala. —Baldini continuó farfullando su «Hm, hm, hm» y Grenouille continuó—: Si me lo permitís, maestro, la perfeccionaré. ¡Dadme un minuto y os lo convertiré en un perfume decente!

—Hm, hm, hm —dijo Baldini, asintiendo, no porque estuviera de acuerdo, sino porque se hallaba en un estado de apatía tal, que habría contestado «Hm, hm, hm» y accedido a cualquier cosa. Y siguió musitando «Hm, hm, hm» y asintiendo, sin dar muestras de comprender nada cuando Grenouille se dispuso a elaborar una mezcla por segunda vez y por segunda vez vertió alcohol de la bombona en el matraz, ahora sobre el perfume recién mezclado, y echó en el embudo el contenido de los frascos por un orden y en cantidades al parecer casuales.

Hasta casi el final del proceso —esta vez Grenouille no agitó el matraz, sino que lo inclinó despacio como si fuera una copa de coñac, quizá en atención a la sensibilidad de Baldini o porque esta vez el contenido le parecía más valioso—, o sea hasta que el líquido se balanceó, ya listo, en el recipiente, no se despertó Baldini de su estado letárgico y se levantó, con el pañuelo todavía apretado contra la nariz, como si quisiera defenderse de un nuevo ataque personal.

—Ya está listo, maître —anunció Grenouille—. Ahora sí que es un perfume bueno.

—Sí, sí, está bien, está bien —respondió Baldini, agitando la mano libre.

—¿No queréis tomar una muestra? —urgió Grenouille—. ¿No lo deseáis, maître? ¿Ninguna prueba?

—Después, ahora no estoy dispuesto para otra prueba… Tengo otras cosas en la cabeza. Ahora vete ¡Sígueme!

Y, tomando un candelero, cruzó el umbral en dirección a la tienda. Grenouille le siguió. Llegaron al estrecho pasillo que conducía a la puerta de servicio. El anciano arrastró los pies hasta el umbral, descorrió el cerrojo y abrió. Entonces se hizo a un lado para dejar pasar al muchacho.

—¿Puedo trabajar ahora con vos, maître? ¿Puedo? —preguntó Grenouille en el umbral, otra vez encorvado y con mirada vigilante.

—No lo sé —contestó Baldini—. Meditaré sobre el asunto. ¡Vete!

Y Grenouille desapareció de improviso, tragado por la oscuridad. Baldini se quedó allí, mirando la noche como embobado. En la mano derecha llevaba la palmatoria y en la izquierda el pañuelo, como alguien a quien le sangrara la nariz, aunque en realidad sólo tenía miedo. Cerró de prisa la puerta con cerrojo y entonces se apartó el pañuelo de la cara, lo guardó en el bolsillo y volvió al taller a través de la tienda.

La fragancia era tan maravillosamente buena que a Baldini se le anegaron de repente los ojos en lágrimas. No necesitaba hacer ninguna prueba, sólo colocarse delante del matraz y aspirar. El perfume era magnífico. En comparación con Amor y Psique era una sinfonía comparada con el rasgueo solitario de un violín. Y mucho más, Baldini cerró los ojos y evocó los recuerdos más sublimes. Se vio a sí mismo de joven paseando por jardines napolitanos al atardecer; se vio en los brazos de una mujer de cabellera negra y vislumbró la silueta de un ramo de rosas en el alféizar de la ventana, acariciado por el viento nocturno; oyó cantar a una bandada de pájaros y la música lejana de una taberna de puerto; oyó un susurro muy cerca de su oído, oyó un «Te amo» y sintió que los cabellos se le erizaban de placer, ¡ahora, ahora, en este instante! Abrió los ojos y gimió de gozo. Este perfume no se parecía a ningún perfume conocido. No era una fragancia que emanaba buen olor, no era una pastilla perfumada, no era un artículo de tocador. Se trataba de algo totalmente nuevo, capaz de crear todo un mundo, un mundo rico y mágico que hacía olvidar de golpe todas las cosas repugnantes del propio entorno y comunicaba un sentimiento de riqueza, de bienestar, de libertad…

Los pelos erizados del brazo de Baldini se posaron y una serenidad maravillosa se apoderó de él. Cogió el cuero, el cuero de cabra que estaba en el borde de la mesa y lo cortó con un cuchillo. Después metió los trozos en el barreño de vidrio y los roció con el nuevo perfume. Cubrió el barreño con una placa de cristal y vertió el perfume restante en dos frascos que proveyó de sendas etiquetas en las que escribió el nombre: Nuit napolitaine. Entonces apagó la vela y salió.

No habló a su mujer arriba, durante la cena. Sobre todo, no le dijo nada de la sacrosanta decisión que había adoptado aquella tarde. Tampoco su mujer dijo nada, porque observó que estaba alegre y esto la puso muy contenta. No subió tampoco a Notre-Dame para agradecer a Dios su fuerza de voluntad. Aquella noche se olvidó incluso por primera vez de rezar a la hora de acostarse.