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Al cabo de poco tiempo era un especialista en el campo de la destilación. Descubrió —y en ello le ayudó más su olfato que todas las reglas de Baldini— que el calor del fuego ejercía una influencia decisiva sobre la calidad del producto destilado. Cada planta, cada flor, cada madera y cada fruto oleaginoso requería un tratamiento especial. A veces era necesario provocar mucho vapor, otras, acelerar la cocción y muchas flores daban mejores resultados si exudaban con la llama muy baja.

De importancia similar era la preparación. La menta y el espliego podían destilarse en ramitos enteros, mientras otras necesitaban ser picadas finamente, troceadas, trituradas, raspadas, machacadas o incluso maceradas antes de añadirse a la caldera de cobre. Y muchas otras plantas no se dejaban destilar, lo cual era una amarga frustración para Grenouille.

Baldini, al ver la seguridad con que Grenouille manejaba el aparato, le dejó en plena posesión del mismo y Grenouille aprovechó al máximo esta libertad. Durante el día mezclaba perfumes y preparaba otros productos y condimentos aromáticos y por las noches se dedicaba exclusivamente al misterioso arte de la destilación. Su plan era producir nuevas y perfectas sustancias odoríferas a fin de convertir en realidad por lo menos algunas de las fragancias que llevaba en su interior. Al principio logró pequeños éxitos. Consiguió obtener un aceite de flores de ortiga y otro de semillas de berro, un agua con corteza de saúco recién arrancada y otra con ramas de tejo. Los productos destilados apenas guardaban algún parecido con las sustancias originales, pero aun así eran lo bastante interesantes para servir de base a elaboraciones ulteriores. En cambio, había sustancias que hacían fracasar por completo el experimento. Por ejemplo, Grenouille intentó destilar el olor del vidrio, el olor arcilloso y frío del vidrio liso, imperceptible para las personas normales. Se procuró cristal de ventana y de botella y lo partió en grandes trozos, en cascos gruesos y finos y, por último, lo pulverizó… todo en vano. Destiló latón, porcelana y cuero, grano y guijas; destiló tierra, sangre, maderas y pescado fresco, incluso sus propios cabellos. Al final destiló agua, agua del Sena, cuyo olor singular le pareció digno de preservarse. Con ayuda del alambique, creía poder arrancar a estas sustancias su aroma característico, tal como era posible hacerlo con el tomillo, el espliego, y las semillas de comino. Ignoraba que la destilación no es más que un procedimiento para separar las partes volátiles y menos volátiles de las sustancias mezcladas y que sólo era útil para la perfumería en la medida en que aislaba el aceite etéreo y volátil de ciertas plantas de los restos parcial o totalmente inodoros. En el caso de sustancias carentes de este aceite volátil, la destilación no tenía, naturalmente, ningún sentido. Esto resulta muy claro para los hombres de la actualidad que poseemos nociones de física, pero Grenouille tuvo que aprenderlo a través de una larga y ardua cadena de intentos fallidos. Durante meses se sentó noche tras noche ante el alambique, intentando por todos los medios imaginables obtener fragancias radicalmente nuevas, fragancias todavía inexistentes en la tierra en forma concentrada, y aparte de algunas ridículas esencias vegetales, no consiguió el resultado apetecido. Del pozo profundo e inconmensurablemente rico de su imaginación no pudo extraer ni una sola gota de una esencia perfumada concreta, ni un átomo de lo que había captado con su olfato.

Cuando comprendió con claridad su fracaso, interrumpió los experimentos y cayó gravemente enfermo.