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Cuando los pájaros empezaron a gritar —es decir, bastante antes del alba—, se levantó y terminó su trabajo. Desenrolló el paño, apartándolo del cuerpo como un emplasto. La grasa se separó muy bien de la piel; sólo quedaron algunos restos en los lugares angulosos, que recogió con la espátula. Secó las últimas huellas de pomada con el propio corpiño de Laure, con el cual frotó el cuerpo de pies a cabeza, tan a fondo que incluso la grasa de los poros se desprendió de la piel en diminutas láminas y con ella los últimos efluvios y vestigios de su fragancia. Ahora sí que estaba realmente muerta para él, marchita, pálida y desmadejada como los desechos de una flor.

Tiró el corpiño dentro del paño perfumado, el único lugar donde ella sobrevivía, añadió el camisón que envolvía sus cabellos y lo enrolló todo, formando un pequeño paquete que se puso bajo el brazo. No se tomó la molestia de cubrir el cadáver que yacía en el lecho. Y aunque las tinieblas de la noche ya se habían teñido del gris azulado de la aurora y los objetos de la habitación empezaban a perfilarse, no se volvió a mirar hacia la cama para verla con los ojos por lo menos una sola vez en su vida. Su figura no le interesaba; no existía para él como cuerpo, sólo como una fragancia incorpórea y ésta la llevaba bajo el brazo y se marchaba con ella.

Saltó con cuidado al antepecho de la ventana y bajó por la escalera. Fuera volvía a soplar el viento y el cielo estaba despejado y derramaba una luz azul oscura sobre la tierra.

Media hora después, la sirvienta bajó a encender el fuego de la cocina. Cuando salió al patio a buscar leños, vio la escalera apoyada, pero aún estaba demasiado soñolienta para extrañarse de ello. El sol salió poco antes de las seis. Gigantesco y de un rojo dorado, se elevó sobre el mar entre las dos islas Lerinas. En el cielo no había ni una nube. Empezaba un esplendoroso día de primavera.

Richis, cuya habitación daba al oeste, se despertó a las siete. Por primera vez desde hacía meses había dormido a pierna suelta y, en contra de su costumbre, permaneció acostado un cuarto de hora más, se desperezó, suspiró de placer y escuchó los agradables rumores procedentes de la cocina. Cuando se levantó, abrió la ventana de par en par, contempló el espléndido día, aspiró el fresco y perfumado aire matutino y oyó el susurro del mar, su buen humor no conoció límites y, frunciendo los labios, silbó una alegre melodía.

Siguió silbando mientras se vestía y también cuando abandonó su dormitorio y, con pasos ágiles, cruzó el pasillo y se acercó a la puerta del aposento de su hija. Llamó. Llamó dos veces, muy flojo, para no asustarla. No recibió ninguna respuesta. Sonrió. Comprendía muy bien que todavía durmiera.

Metió con cuidado la llave en la cerradura y le dio la vuelta, despacio, muy despacio, decidido a no despertarla y casi anhelando encontrarla todavía dormida porque quería despertarla con besos una vez más, por última vez antes de entregarla a otro hombre.

Abrió la puerta, cruzó el umbral y la luz del sol le dio de pleno en la cara. El aposento parecía lleno de plata brillante, todo refulgía y el dolor le obligó a cerrar un momento los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, vio a Laure acostada en la cama, desnuda, muerta, calva y de una blancura deslumbrante. Era como en la pesadilla que había tenido la noche pasada en Grasse, que ya había olvidado y cuyo contenido le volvió ahora a la memoria como un relámpago. De repente todo era exactamente igual que en aquella pesadilla, sólo que muchísimo más claro.