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Después de la primera mirada que dirigió a monsieur Grimal o, mejor dicho, después del primer husmeo con que absorbió el aura olfativa de Grimal, supo Grenouille que este hombre sería capaz de matarle a palos a la menor insubordinación. Su vida valía tanto como el trabajo que pudiera realizar, dependía únicamente de la utilidad que Grimal le atribuyera, de modo que Grenouille se sometió y no intentó rebelarse ni una sola vez. Día tras día concentraba en su interior toda la energía de su terquedad y espíritu de contradicción empleándola solamente para sobrevivir como una garrapata al período glacial que estaba atravesando; resistente, frugal, discreto, manteniendo al mínimo, pero con sumo cuidado, la llama de la esperanza vital. Se convirtió en un ejemplo de docilidad, laboriosidad y modestia, obedecía en el acto, se contentaba con cualquier comida. Por la noche se dejaba encerrar en un cuartucho adosado al taller donde se guardaban herramientas y pieles saladas. Allí dormía sobre el suelo gastado por el uso. Durante el día trabajaba de sol a sol, en invierno ocho horas y en verano catorce, quince y hasta dieciséis; limpiaba de carne las hediondas pieles, las enjuagaba, pelaba, blanqueaba, cauterizaba y abatanaba, las impregnaba de tanino, partía leña, descortezaba abedules y tejos, bajaba al noque, lleno de vapor cáustico, y colocaba pieles y cortezas a capas, tal como le indicaban los oficiales, esparcía agallas machacadas por encima y cubría la espantosa hoguera con ramas de tejo y tierra. Años después tuvo que apartarlo todo para extraer de su tumba las pieles momificadas, convertidas en cuero.
Cuando no enterraba o desenterraba pieles, acarreaba agua. Durante meses acarreó agua desde el río, cada vez dos cubos, cientos de cubos al día, pues el taller necesitaba ingentes cantidades de agua para lavar, ablandar, hervir y teñir. Durante meses vivió con el cuerpo siempre húmedo de tanto acarrear agua; por las noches la ropa le chorreaba y tenía la piel fría, esponjada y blanda como el cuero lavado.
Al cabo de un año de esta existencia más animal que humana, contrajo el ántrax maligno, una temida enfermedad de los curtidores que suele producir la muerte. Grimal ya le había desahuciado y empezado a buscar un sustituto —no sin lamentarlo, porque no había tenido nunca un trabajador más frugal y laborioso— cuando Grenouille, contra todo pronóstico, superó la enfermedad. Sólo le quedaron cicatrices de los grandes ántrax negros que tuvo detrás de las orejas, en el cuello y en las mejillas, que lo desfiguraban, afeándolo todavía más. Aparte de salvarse, adquirió —ventaja inapreciable— la inmunidad contra el mal, de modo que en lo sucesivo podría descarnar con manos agrietadas y ensangrentadas las pieles más duras sin correr el peligro de contagiarse. En esto no sólo se distinguía de los aprendices y oficiales, sino también de sus propios sustitutos potenciales. Y como ahora ya no era tan fácil de reemplazar como antes, el valor de su trabajo se incrementó y también, por consiguiente, el valor de su vida. De improviso ya no tuvo que dormir sobre el santo suelo, sino que pudo construirse una cama de madera en el cobertizo y obtuvo paja y una manta propia. Ya no le encerraban cuando se acostaba y la comida mejoró. Grimal había dejado de considerarle un animal cualquiera; ahora era un animal doméstico útil.
Cuando tuvo doce años, Grimal le concedió medio domingo libre y a los trece pudo incluso disponer de una hora todas las noches, después del trabajo, para hacer lo que quisiera. Había triunfado, ya que vivía y poseía una porción de libertad que le bastaba para seguir viviendo. Había terminado el invierno. La garrapata Grenouille volvió a moverse; oliscó el aire matutino y sintió la atracción de la caza. El mayor coto de olores del mundo le abría sus puertas: la ciudad de París.