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—¡Chénier! —gritó Baldini desde detrás del mostrador, donde había pasado horas inmóvil como una estatua, mirando fijamente la puerta—. ¡Poneos la peluca!

Y entre jarras de aceite de oliva y jamones de Bayona colgados del techo, Chénier, el encargado de Baldini, algo más joven que éste pero también un hombre viejo, apareció en la parte elegante del establecimiento. Se sacó la peluca del bolsillo de la levita y se la encasquetó.

—¿Salís, señor Baldini?

—No —respondió el interpelado—, me retiraré unas horas a mi despacho y no deseo ser molestado bajo ningún concepto.

—¡Ah, comprendo! Pensáis crear un nuevo perfume.

Dicho lo cual salió, arrastrando los pies, ya no como una estatua, sino como correspondía a su edad, encorvado, incluso como apaleado, y subió despacio la escalera hasta el primer piso, donde estaba su despacho.

Chénier se colocó detrás del mostrador en la misma posición que adoptara antes el maestro y se quedó mirando fijamente la puerta. Sabía qué ocurriría durante las próximas horas: nada en la tienda y arriba, en el despacho, la catástrofe habitual. Baldini se quitaría la levita impregnada de agua de franchipán, se sentaría ante su escritorio y esperaría una inspiración. Esta inspiración no llegaría. Entonces se dirigiría a toda prisa al armario donde guardaba centenares de frascos de ensayo y haría una mezcla al azar. Esta mezcla no daría el resultado apetecido. Con una maldición, abriría de par en par la ventana y tiraría el frasco al río. Haría otra prueba, que también fracasaría, y entonces empezaría a gritar y vociferar y acabaría hecho un mar de lágrimas en la habitación de ambiente casi irrespirable. Hacia las siete de la tarde bajaría desconsolado, temblando y llorando, y confesaría: «Chénier, ya no tengo olfato, no puedo crear el perfume, no puedo entregar el cuero español para el conde, estoy perdido, estoy muerto por dentro, quiero morirme, ¡Chénier, ayudadme a morir!» Y Chénier le propondría enviar a alguien por un frasco de Amor y Psique y Baldini accedería con la condición de que nadie se enterase de semejante vergüenza; Chénier lo juraría y por la noche perfumarían el cuero del conde Verhamont con la fragancia ajena. Así sería y no de otro modo y el único deseo de Chénier era que toda la escena ya se hubiera desarrollado. Baldini ya no era un gran perfumista. Antes, sí; en su juventud, treinta o cuarenta años, había creado la «Rosa del sur» y el «Bouquet galante de Baldini», dos perfumes realmente grandes a los que debía su fortuna. Pero ahora era viejo y se había consumido; ya no conocía las modas de la época y los gustos nuevos de la gente y cuando lograba componer una fragancia inédita, era una mezcla pasada de moda, invendible, que al año siguiente diluían en una décima parte y malvendían como agua perfumada para surtidor. Lo siento por él, pensó Chénier, arreglándose la peluca ante el espejo, lo siento por el viejo Baldini y también por su bonito negocio, porque lo arruinará, y lo siento por mí, que ya seré demasiado viejo para remontarlo cuando lo haya arruinado…