14

¡El cuero de cabra para la piel española! Baldini lo recordó. Había encargado las pieles a Grimal hacía un par de días, el cuero más fino y flexible para la carpeta del conde Verhamont, a quince francos la pieza. Ahora, sin embargo, ya no las necesitaba, podía ahorrarse aquel dinero. Aunque, por otra parte, enviar al muchacho con las pieles devueltas… Quizá causaría un efecto desfavorable, desencadenaría rumores de que Baldini ya no era de fiar, Baldini ya no recibía ningún encargo, Baldini ya no podía pagar… y esto no era nada bueno, nada en absoluto, porque podría rebajar el precio de venta del negocio. Sería mejor quedarse con las inútiles pieles de cabra. No convenía que nadie supiera antes de tiempo que Giuseppe Baldini había cambiado su vida.

—¡Entra!

Dejó pasar al muchacho y subieron a la tienda, Baldini delante con el candelero y Grenouille con sus pieles. Era la primera vez que Grenouille entraba en una perfumería, un lugar donde los olores no eran secundarios, sino el centro mismo del interés. Conocía, por supuesto, todas las perfumerías y droguerías de la ciudad, había pasado noches enteras ante los escaparates y apretado la nariz contra las rendijas de las puertas. Conocía todos los aromas que allí se vendían y en su imaginación los había transformado a menudo en los perfumes más deliciosos, de ahí que ahora no esperase nada nuevo. Sin embargo, del mismo modo que un niño dotado para la música ansía ver de cerca una orquesta o subir un día al coro de una iglesia para contemplar el oculto teclado del órgano, Grenouille anhelaba ver el interior de una perfumería y cuando supo que debían entregarse cueros a Baldini, decidió hacer lo imposible para que le enviaran a él.

Y ahora se encontraba en el establecimiento de Baldini, el lugar de París donde se almacenaba el mayor número de fragancias profesionales en el espacio más reducido. No pudo ver mucho a la trémula luz de la vela, sólo brevemente, la sombra del mostrador con la balanza, las dos garzas sobre la pila, un asiento para los clientes, las oscuras estanterías de las paredes, el rápido destello de los utensilios de latón y las etiquetas blancas en frascos y tarros; ni olió nada más de lo que ya había olido desde la calle, pero sintió en seguida la formalidad que reinaba en aquellas estancias, casi podría decirse la sagrada formalidad, si la palabra «sagrada» hubiera tenido algún sentido para Grenouille; sintió la fría gravedad, la seriedad profesional, el sobrio sentido comercial que emanaba de cada mueble, de cada utensilio, de cada tarro, frasco y matraz. Y mientras caminaba detrás de Baldini, a la sombra de Baldini, porque éste no se tomaba la molestia de alumbrarle el camino, se le ocurrió la idea de que pertenecía a este lugar y a ningún otro, de que se quedaría aquí y desde aquí conquistaría el mundo.

Semejante idea era, por supuesto, de una inmodestia decididamente grotesca. No había nada, nada en absoluto que justificara la esperanza de que un aprendiz de curtidor de dudosos orígenes, sin conexiones ni protección, sin la menor categoría profesional, llegara a encontrar empleo en la perfumería más renombrada de París; con tanta menor razón cuanto que, como sabemos, la liquidación del negocio era ya una cuestión decidida. Pero el caso es que aquí no se trataba de una esperanza concebida por la inmodesta mentalidad de Grenouille, sino de una certidumbre. Sabía que sólo abandonaría esta tienda para ir a recoger sus cosas a la tenería de Grimal y volver después definitivamente. La garrapata había husmeado sangre. Durante años había esperado dentro de su cápsula y ahora se dejaba caer sobre la exuberancia y el desperdicio sin ninguna esperanza. Y por ello su seguridad era tan grande.

Habían atravesado el establecimiento. Baldini abrió la trastienda, que daba al río y servía a la vez de almacén, taller y laboratorio, donde se cocían los jabones, removían las pomadas y mezclaban las aguas aromáticas en panzudos recipientes.

—Ahí —dijo, indicando una gran mesa colocada ante la ventana—. ¡Déjalas ahí!

Grenouille salió de la sombra de Baldini, dejó el cuero sobre la mesa y retrocedió de un salto para situarse entre Baldini y la puerta. El perfumista se quedó quieto un momento, con la vela un poco apartada para que no cayeran gotas de cera sobre la mesa y acarició con las yemas de los dedos la lisa superficie del cuero. Luego dio la vuelta a la piel de encima y pasó los dedos por el dorso aterciopelado y tosco a la vez. Era un cuero muy bueno, como hecho ex profeso para la piel española. Se encogería apenas después del secado y, bien tratado con la plegadera, volvería a ser flexible, se notaba en seguida al apretarlo entre el índice y el pulgar; retendría el perfume durante cinco o diez años; era un cuero muy, muy bueno, quizá incluso podría hacer guantes con él, tres pares para sí mismo y tres para su mujer, que usarían durante el viaje a Mesina.

Retiró la mano. Emocionaba ver la mesa de trabajo con todos los utensilios a punto: el barreño de cristal para el baño oloroso, la placa de cristal para el secado, los rascadores para la impregnación de la tintura, el pistilo y la espátula, el pincel, la plegadora y las tijeras. Daba la sensación de que todas estas cosas dormían porque era de noche y mañana volverían a cobrar vida. ¿Y si se llevara la mesa consigo a Mesina? ¿Y tal vez una parte de sus utensilios, sólo las piezas más importantes…? Era una mesa muy buena para trabajar; estaba hecha con tablones de roble, al igual que el caballete y, como los refuerzos se habían puesto de través, nunca temblaba ni se tambaleaba, aparte de que era resistente al ácido y los aceites e incluso a los cortes de cuchillo. ¡Pero costaría una fortuna mandarla a Mesina, aunque fuera en barco! Lo mejor era venderla, venderla mañana mismo junto con todo lo que tenía encima, debajo y alrededor. Porque él, Baldini, poseía sin duda un corazón sentimental, pero también un carácter fuerte y llevaría a cabo su decisión por mucho que le costara; se desprendería de todo con lágrimas en los ojos, pero lo haría porque estaba convencido de que así tenía que ser; al fin y al cabo, había recibido una señal.

Se volvió para irse y casi tropezó con el hombrecito contrahecho que seguía ante la puerta y al cual ya había olvidado.

—Es bueno —dijo Baldini—. Di al maestro que el cuero es bueno. Dentro de unos días pasaré para pagárselo.

—Está bien —contestó Grenouille sin moverse del sitio, cerrando el paso a Baldini, que se disponía a abandonar el taller. Baldini titubeó un poco, pero en su ignorancia no atribuyó la conducta del muchacho al descaro, sino a la timidez.

—¿Qué quieres? —preguntó—. ¿Has de hacerme algún encargo? ¡Habla!

Grenouille continuó encorvado, mirando a Baldini con ojos que parecían llenos de miedo pero que en realidad brillaban por la tensión de una rara vigilancia.

—Quiero trabajar con vos, maître Baldini. Quiero trabajar en vuestro negocio.

No lo dijo en tono de ruego, sino de exigencia, y tampoco con voz normal, sino como disparado a presión, con un sonido sibilante. Y Baldini confundió de nuevo la inquietante seguridad de Grenouille con una timidez juvenil. Le sonrió amistosamente.

—Eres aprendiz de curtidor, hijo mío; no tengo trabajo para ti. Ya dispongo de un ayudante y no necesito ningún aprendiz.

—¿Queréis que huelan estos cueros de cabra, maître Baldini? Estos cueros que os he traído… ¿Queréis que huelan? —silabeó Grenouille como si no hubiese oído la respuesta de Baldini.

—Pues claro —respondió éste.

—¿Al Amor y Psique de Pélissier? —inquirió Grenouille, encorvándose todavía más.

Un pequeño estremecimiento de susto recorrió el cuerpo de Baldini. No porque se preguntara la razón de que el muchacho conociera aquel detalle, sino por la simple mención del nombre de aquel aborrecido perfume cuya composición no había sabido descifrar.

—¿Cómo se te ocurre la absurda idea de que yo utilizaría un perfume ajeno para…?

—¡Vos oléis a él! —silabeó Grenouille—. Lo lleváis en la frente y en un pañuelo empapado que guardáis en el bolsillo derecho de la levita. Este Amor y Psique no es bueno, es malo, contiene demasiada bergamota y demasiado romero y le falta esencia de rosas.

—Vaya —dijo Baldini, totalmente sorprendido por el giro y los detalles de la conversación—. ¿Y qué más?

—Azahar, lima, clavel, almizcle, jazmín, alcohol y otra cosa cuyo nombre no conozco, ¡mirad, ahí está, en esa botella! —Y señaló con el dedo hacia la oscuridad. Baldini dirigió el candelero hacia el lugar indicado, siguió con la mirada el índice del muchacho y se fijó en una botella de la estantería que estaba llena de un bálsamo gris amarillento.

—¿Estoraque? —preguntó.

Grenouille asintió con la cabeza.

—Sí, eso es lo que contiene. —Y se encogió como si sufriera un calambre y murmuró por lo menos doce veces la palabra «estoraque»: «Estoraquestoraquestoraquestoraque…»

Baldini sostuvo el candelero ante el hombrecillo que graznaba «estoraque» y pensó: o está poseído o es un estafador o ha recibido la gracia del talento. Porque las sustancias mencionadas podían componer el perfume Amor y Psique en las proporciones debidas; era incluso muy probable que así fuera. Esencia de rosas, clavel y estoraque… aquella misma tarde había buscado como loco estos tres componentes, junto a los cuales las otras partes de la composición —que también creía haber reconocido— eran los fragmentos que redondeaban el todo. Ahora sólo quedaba la cuestión de averiguar la proporción exacta en que debían mezclarse. A fin de resolverlo él, Baldini, tendría que hacer experimentos durante días y días, un trabajo agotador, casi peor que la simple identificación de las partes, porque ahora se trataba de medir, pesar, anotar y ceñirse a estos cálculos sin la menor desviación, ya que un descuido ínfimo —un temblor de la pipeta, un error en la cuenta de las gotas— podía estropearlo todo. Y cada intento fallido era terriblemente caro, cada mezcla inservible costaba una pequeña fortuna… Quería poner a prueba al hombrecillo, quería preguntarle la fórmula exacta de Amor y Psique. Si la conocía con exactitud, en gramos y gotas, significaría que era sin lugar a dudas un estafador que se había apoderado de algún modo de la receta de Pélissier con objeto de conseguir la entrada y una colocación en casa de Baldini. Si, en cambio, la adivinaba de forma aproximada, se trataría de un genio del olfato y como tal despertaría el interés profesional de Baldini. ¡No era que Baldini se retractara de su decisión de cesar en el negocio! El perfume de Pélissier no le interesaba como tal; aunque el muchacho se lo mezclara a litros, Baldini no pensaba ni en sueños perfumar con él la piel española del conde Verhamont, pero… ¡pero uno no era perfumista durante toda la vida, uno no se pasaba la vida entera mezclando fragancias para perder en una hora toda su pasión profesional! Ahora le interesaba conocer la fórmula de este condenado perfume y, más aún, poner a prueba el talento de este misterioso muchacho que le había olido un perfume en la frente. Quería saber qué se ocultaba detrás de aquello. Sentía simplemente curiosidad.

—Por lo visto tienes una nariz muy fina, muchacho —dijo cuando Grenouille hubo terminado sus graznidos, volviendo hacia la mesa y dejando sobre ella el candelero con movimientos pausados—, muy fina, no cabe duda, pero…

—Tengo la mejor nariz de París, maître Baldini —interrumpió Grenuille con voz gangosa—. Conozco todos los olores del mundo, todos los de París, aunque no sé los nombres de muchos; pero puedo aprenderlos. Todos los olores que tienen nombre no son muchos, sólo algunos miles y yo los aprenderé. Jamás olvidaré el nombre de este bálsamo, estoraque, el bálsamo se llama estoraque, se llama estoraque…

—¡Cállate! —gritó Baldini—. ¡No me interrumpas cuando hablo! Eres descarado y presuntuoso. Nadie conoce mil olores por el nombre. Ni siquiera yo conozco mil nombres, sino sólo algunos centenares, porque en nuestro negocio no hay más de varios cientos, ¡todo lo demás no son olores, sino hedores!

Grenouille, que durante su larga e impetuosa intervención casi se había desdoblado físicamente y en su excitación había llegado a hacer girar los brazos como aspas de molino para prestar más énfasis a sus «todos, todos», volvió a encorvarse de repente ante la réplica de Baldini y permaneció en el umbral como un sapo negro, acechando sin moverse.

—Como es natural —continuó Baldini—, hace tiempo que estoy enterado de que el Amor y Psique se compone de estoraque, esencia de rosas y clavel, además de bergamota y extracto de romero, etcétera. Para averiguarlo sólo se necesita, como ya he dicho, una nariz muy fina y es muy posible que Dios te haya dado un buen olfato, como a muchísimos otros hombres, sobre todo a tu edad. Sin embargo, el perfumista —y aquí Baldini levantó el índice y sacó el pecho—, el perfumista necesita algo más que un buen olfato. Necesita un órgano olfativo educado a lo largo de muchas décadas, que le permita descifrar los olores más complicados sin equivocarse nunca, incluyendo los perfumes nuevos y desconocidos. Una nariz semejante —y se dio unos golpecitos en la suya con el índice— ¡no se tiene, jovencito! Una nariz semejante se conquista con perseverancia y aplicación. ¿O acaso podrías tú decirme ahora mismo la fórmula exacta de Amor y Psique? ¿Qué me contestas? ¿Podrías?

Grenouille guardó silencio.

—¿Podrías al menos adivinarla aproximadamente? —inquirió Baldini, inclinándose un poco para ver mejor al sapo que estaba junto a la puerta—. ¿Sólo poco más o menos, a ojo? ¿Podrías? ¡Habla, si eres la mejor nariz de París!

Pero Grenouille continuó callado.

—¿Lo ves? —dijo Baldini, irguiéndose, entre satisfecho y desengañado—. No puedes. Claro que no. ¿Cómo ibas a poder? Eres como una persona que adivina por el sabor de la sopa si contiene perifollo o perejil. Está bien, ya es algo, pero no por eso eres un cocinero. En todas las artes, como en todas las artesanías, ¡aprende bien esto antes de irte!, el talento sirve de bien poco si no va acompañado por la experiencia, que se logra a fuerza de modestia y aplicación.

Iba a coger el candelero de la mesa cuando la voz a presión de Grenouille graznó desde la puerta:

—No sé qué es una fórmula, maître, esto no lo sé, ¡pero sé todo lo demás!

—La fórmula es el alfa y omega de todo perfume —explicó Baldini con severidad, porque ahora quería poner fin a la conversación—. Es la indicación, hecha con rigor científico, de las proporciones en que deben mezclarse los distintos ingredientes a fin de obtener un perfume determinado y único; esto es la fórmula. O la receta, si comprendes mejor esta palabra.

—Fórmula, fórmula —graznó Grenouille, enderezándose un poco ante la puerta—; yo no necesito ninguna fórmula. Tengo la receta en la nariz. ¿Queréis que os haga la mezcla, maestro, queréis que os la haga? ¿Me lo permitís?

—¿Qué dices? —gritó Baldini, alzando bastante la voz y sosteniendo el candelero ante el rostro del gnomo—. ¿Qué mezcla?

Por primera vez, Grenouille no retrocedió.

—Todos los olores que se necesitan están aquí, todos aquí, en esta habitación —dijo, señalando hacia la oscuridad—. ¡Esencia de rosas! ¡Azahar! ¡Clavel! ¡Romero…!

—¡Ya sé que están aquí! —rugió Baldini—. ¡Todos están aquí! ¡Pero ya te he dicho, cabezota, que no sirven de nada cuando no se tiene la fórmula!

—¡… Y el jazmín! ¡El alcohol! ¡La bergamota! ¡El estoraque! —continuó graznando Grenouille, indicando con cada nombre un punto distinto de la habitación, tan sumida en tinieblas que apenas podía adivinarse la sombra de la estantería con los frascos.

—¿Acaso también puedes ver de noche? —le gritó Baldini—. No sólo tienes la nariz más fina, sino también la vista más aguda de París, ¿verdad? Pues si también gozas de buen oído, agúzalo para escucharme: Eres un pequeño embustero. Seguramente has robado algo a Pélissier, le has estado espiando, ¿no es eso? ¿Creías, acaso, que podías engañarme?

Grenouille se había erguido del todo y ahora estaba todo lo alto que era en el umbral, con las piernas un poco separadas y los brazos un poco abiertos, de ahí que pareciera una araña negra aferrada al marco de la puerta.

—Concededme diez minutos —apremió, con voz bastante fluida— y os prepararé el perfume Amor y Psique. Ahora mismo y en esta habitación. Maître, ¡concededme cinco minutos!

—¿Crees que te dejaré hacer chapuzas en mi taller? ¿Con esencias que valen una fortuna? ¿A ti?

—Sí —contestó Grenouille.

—¡Bah! —exclamó Baldini, exhalando todo el aire que tenía en los pulmones. Entonces respiró hondo, contempló largo rato al arácnido Grenouille y reflexionó. En el fondo, es igual, pensó, ya que mañana pondré fin a todo esto. Sé muy bien que no puede hacer lo que dice, es imposible, de lo contrario, sería aún más grande que el gran Frangipani. Pero ¿por qué no permitirle que demuestre ante mi vista lo que ya sé? Si no se lo permito, a lo mejor un día en Mesina —con la edad uno se vuelve extravagante y tiene las ideas más estrambóticas— me asalta el pensamiento de no haber reconocido como tal a un genio del olfato, a un ser superdotado por la gracia de Dios, a un niño prodigio… Es totalmente imposible; todo lo que me dicta la razón dice que es imposible, pero tampoco cabe duda de que existen los milagros. Pues bien, cuando muera en Mesina, en mi lecho de muerte puede ocurrírseme esta idea: Aquel anochecer en París cerraste los ojos a un milagro… ¡Esto no sería muy agradable, Baldini! Aunque este loco eche a perder unas gotas de esencia de rosas y tintura de almizcle, tú mismo las habrías malgastado si el perfume de Pélissier no hubiera dejado de interesarte. ¿Y qué son unas gotas —a pesar de su elevadísimo precio— comparadas con la certidumbre del saber y una vejez tranquila?

—¡Escucha! —exclamó con voz fingidamente severa—. ¡Escúchame bien! He… A propósito, ¿cómo te llamas?

—Grenouille —contestó éste—, Jean-Baptiste Grenouille.

—Ajá —dijo Baldini—. Pues bien, ¡escucha, Jean-Baptiste Grenouille! He reflexionado. Te concedo la oportunidad, ahora, inmediatamente, de probar tu afirmación. También es una oportunidad para que aprendas, después de un fracaso rotundo, la virtud de la modestia —tal vez poco desarrollada a causa de tus pocos años, lo cual podría perdonarse—, imprescindible para tu futuro como miembro del gremio y tu condición de marido, súbdito, ser humano y buen cristiano. Estoy dispuesto a impartirte esta enseñanza a mis expensas porque debido a unas circunstancias determinadas hoy me siento generoso y, quién sabe, quizá llegará un día en que el recuerdo de esta escena alegrará mi ánimo. ¡Pero no creas que podrás tomarme el pelo! La nariz de Giuseppe Baldini es vieja pero fina, lo bastante fina para descubrir en el acto la más pequeña diferencia entre tu mezcla y este producto —y al decir esto extrajo del bolsillo el pañuelo empapado de Amor y Psique y lo agitó ante la nariz de Grenouille—. ¡Acércate, nariz más fina de París! ¡Acércate a esta mesa y demuestra lo que sabes! ¡Cuida, no obstante, de no volcar ni derramar nada! ¡No cambies nada de sitio! Ante todo, necesitamos más luz. Queremos una gran iluminación para este pequeño experimento, ¿no es verdad?

Y mientras hablaba, cogió otros dos candeleros que estaban al borde de la gran mesa de roble y los encendió, hecho lo cual los colocó en hilera en el borde posterior, apartó el cuero y dejó libre el centro de la mesa. Entonces, con movimientos a la vez reposados y ágiles, reunió los utensilios del oficio, que guardaba en un pequeño anaquel: el matraz grande y barrigudo para las mezclas, el embudo de vidrio, la pipeta, las probetas grande y pequeña, y los puso por orden sobre la mesa.

Entretanto, Grenouille se había desprendido del marco de la puerta. Durante el pomposo discurso de Baldini había ido perdiendo la expresión tensa y vigilante; sólo oyó el consentimiento, el sí, con el júbilo interior de un niño que ha conseguido sus propósitos porfiando con insistencia y se ríe de las condiciones, restricciones y exhortaciones morales vinculadas a la concesión. Inmóvil, por primera vez más parecido a un hombre que a un animal, dejó que le resbalara la verborrea de Baldini, sabiendo que ya había subyugado al hombre que acababa de ceder a su pretensión.

Mientras Baldini seguía atareado encendiendo las velas, Grenouille se deslizó hacia el lado oscuro del taller, donde estaban los estantes con los valiosos aceites, esencias y tinturas, y eligió, siguiendo las seguras indicaciones de su olfato, los frascos que necesitaba. Eran nueve: esencia de azahar, esencia de lima, esencia de clavel y de rosa, extracto de jazmín, bergamota y romero, tintura de almizcle y bálsamo de estoraque, que fue cogiendo y colocando sobre el borde de la mesa. Por último, arrastró una bombona que contenía alcohol de elevada graduación y entonces se situó detrás de Baldini —todavía ocupado en ordenar con lenta pedantería los utensilios para la mezcla, adelantando uno y retirando un poco el otro para que todo guardase el orden establecido y recibiera la mejor luz de las velas— y esperó, temblando de impaciencia, a que el viejo retrocediera para hacerle sitio.

—¡Ya está! —exclamó por fin Baldini, apartándose—. Todo lo que necesitas para tu… llamémoslo, benévolamente, experimento, se encuentra a tu alcance. ¡No rompas ni derrames nada! Porque, escúchame bien: estos líquidos cuyo empleo te está permitido durante cinco minutos, son tan valiosos y raros, que en tu vida volverás a tenerlos en las manos en forma tan concentrada.

—¿Qué cantidad deseáis que os haga, maestro? —preguntó Grenouille.

—¿Qué… has dicho? —murmuró Baldini, que aún no había terminado su discurso.

—¿Qué cantidad de perfume? —graznó Grenouille—. ¿Cuánto queréis? ¿Debo llenar esta botella grande hasta el borde? —Y señaló el matraz para mezclas, capaz para tres litros como mínimo.

—¡No, claro que no! —gritó, horrorizado, Baldini, impulsado por el temor, tan arraigado como espontáneo, de que se derrochara algo de su propiedad. Y como si le avergonzase aquel grito revelador, añadió casi en seguida—: ¡Y tampoco deseo que me interrumpas cuando estoy hablando! —Entonces, en tono más tranquilo y un poco irónico—: ¿Para qué necesitamos tres litros de un perfume que no gusta a ninguno, de los dos? En realidad, bastaría con media probeta, pero como mezclar cantidades tan pequeñas da siempre resultados imprecisos, te permitiré llenar una tercera parte del matraz.

—Bien —dijo Grenouille—. Llenaré un tercio de esta botella con Amor y Psique, pero lo haré a mi manera, señor Baldini. No sé si será a la manera del gremio, porque no la conozco, así que será a mi manera.

—¡Adelante! —accedió Baldini, sabiendo que en esta cuestión no cabía «mi» manera ni la «tuya», sino solamente una, la única posible y correcta, que consistía en conocer la fórmula, hacer el cálculo correspondiente a la cantidad deseada, mezclar con la más rígida exactitud el extracto de las diversas esencias y añadir la proporción de alcohol también exacta, que oscilaba a lo sumo entre una décima y una vigésima parte, para volatilizar el perfume definitivo. Sabía que no existía otra manera. Y por esto, lo que ahora vio y observó, primero con burlona indiferencia, después con gran confusión y por último con un inmenso asombro, debió parecerle un puro milagro. Y la escena quedó grabada de tal modo en su memoria, que no la olvidó nunca hasta el fin de sus días.