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La noticia del asesinato de Laure Richis se propagó con tanta rapidez por la región de Grasse como si hubiera estallado el grito de «¡El rey ha muerto!» o «¡Hay guerra!» o «¡Los piratas han desembarcado en la costa!» y se desencadenó un pánico similar o todavía peor. De improviso reapareció el miedo cuidadosamente olvidado, virulento como en otoño, con todas sus manifestaciones secundarias: el pánico, la indignación, la cólera, las sospechas histéricas, la desesperación. La población permanecía de noche en sus casas, encerraba a sus hijas, vivía tras una barricada, desconfiaba de todos y ya no podía dormir. Todos pensaban que ocurriría lo mismo que entonces, que cada semana habría un asesinato. El tiempo parecía haber retrocedido medio año.
El miedo era aún más paralizante que hacía medio año, porque el súbito regreso del peligro que se creía conjurado hacía tiempo hizo cundir entre la gente un sentimiento de impotencia. ¡Si incluso fracasaba el anatema del obispo! ¡Si ni siquiera Antoine Richis, el hombre más rico de la ciudad, el Segundo Cónsul, un hombre poderoso y respetado que tenía a su alcance todos los medios de defensa, había podido proteger a su propia hija! Si la mano del asesino no se detenía ni ante la sagrada belleza de Laure… porque, de hecho, todos quienes la conocían la consideraban una santa y sobre todo ahora, que estaba muerta, ¿qué esperanza podía haber de burlar al asesino? Era más espantoso que la peste, porque de la peste se podía huir, y en cambio no se podía escapar de este asesino, como demostraba el caso de Richis. Por lo visto poseía facultades sobrenaturales. No cabía la menor duda de que estaba aliado con el demonio, si es que no era él mismo el demonio. Y por esto muchos, sobre todo las almas más sencillas, no encontraron otro consuelo que ir a rezar a la iglesia, cada uno ante el patrón de su oficio, los cerrajeros a san Luis, los tejedores a san Crispino, los jardineros a san Antonio, los perfumistas a san José. Y llevaban consigo a sus mujeres e hijas, rezaban juntos, comían y dormían en la iglesia, no las dejaban ni de día, convencidos de que el amparo de la desesperada comunidad y presencia de la Virgen eran la única seguridad posible ante aquel monstruo, si es que existía aún alguna clase de seguridad.
Otras cabezas más perspicaces, aduciendo que la iglesia ya había fracasado una vez, formaron grupos ocultos, ofrecieron mucho dinero a una bruja autorizada de Gourdon, se escondieron en una de las numerosas grutas de piedra caliza de la región de Grasse y celebraron misas negras para conquistar el favor de Satanás. Otros, distinguidos miembros de la alta burguesía y la nobleza educada, optaron por los más modernos métodos científicos, imantaron sus casas, hipnotizaron a sus hijas y organizaron círculos de silencio fluidal en sus salones con el fin de conseguir emisiones mentales colectivas que exorcizaran telepáticamente el espíritu del asesino. Las corporaciones organizaron una procesión de penitentes desde Grasse a La Napoule y viceversa. Los monjes de los cinco conventos de la ciudad oficiaban misas permanentes, y dirigían rogativas y letanías, de modo que pronto pudo oírse en todos los rincones de la ciudad un lamento ininterrumpido tanto de día como de noche. Apenas se trabajaba.
Así esperaba la población de Grasse, en febril inactividad, casi con impaciencia, el siguiente asesinato. Nadie dudaba de que se produciría y todos anhelaban en secreto conocer la espantosa noticia, en la única esperanza de que no les afectara a ellos, sino a los demás.
Las autoridades, por otra parte, tanto de la ciudad como rurales y provinciales, no se dejaron contagiar en esta ocasión por el histerismo de la población. Por primera vez desde la aparición del asesino de doncellas se organizó una serena y provechosa colaboración entre los gobernadores de Grasse, Draguignan y Tolón y entre prefecturas, policías, intendencias, parlamentos y la Marina.
El motivo de esta solidaridad de los poderosos fue por una parte el temor de una insurrección general y por otra el hecho de que desde el asesinato de Laure Richis se disponía de un punto de partida que permitía por primera vez una persecución sistemática del asesino. Éste había sido visto. Al parecer se trataba de aquel misterioso oficial de curtidor que en la noche del asesinato había pernoctado en el establo de la posada de La Napoule y desaparecido al día siguiente sin dejar rastro. Según las declaraciones concordantes del posadero, del mozo de cuadra y de Richis, era un hombre de baja estatura y aspecto insignificante que llevaba una levita marrón y una mochila de lino grueso. Aunque en todo lo demás el recuerdo de los tres testigos era extrañamente vago y no sabían describir ni su rostro, ni el color de sus cabellos, ni su voz, el posadero insinuó que, aunque podía equivocarse, le había parecido observar en la postura y el modo de andar del forastero algo torpe, semejante a un cojeo, como si tuviera un defecto en la pierna o un pie deforme.
Con estos indicios, dos secciones montadas de la gendarmería emprendieron hacia las doce del mismo día del asesinato la persecución del asesino en dirección a Marsella, una por la costa y la otra por el camino del interior. Un grupo de voluntarios se encargó de rastrillar los alrededores de La Napoule. Dos comisarios de la audiencia provincial de Grasse viajaron a Niza para iniciar investigaciones sobre los oficiales de curtidor. En los puertos de Frèjus, Cannes y Antibes se controlaron todos los buques antes de que zarparan y en la frontera de Saboya se procedió a la identificación de todos los viajeros. Para aquellos que sabían leer, apareció una detallada descripción del criminal en todas las puertas de las ciudades de Grasse, Vence y Gourdon y en las puertas de las iglesias de los pueblos, descripción que se pregonaba además tres veces al día. El detalle del pie deforme reforzó la opinión de que el asesino era el mismo diablo y contribuyó más a aumentar el pánico entre la población que a obtener pistas aprovechables.
Pero cuando el presidente del tribunal de justicia ofreció por encargo de Richis una recompensa de nada menos que doscientas libras a quien suministrara detalles que condujeran a la captura del autor de los hechos, las denuncias llevaron a la detención de varios oficiales de tenería en Grasse, Opio y Gourdon, entre los cuales uno tenía la desgracia de cojear. Ya se disponían a someterle a tortura, pese a la coartada defendida por varios testigos, cuando al décimo día después del asesinato, un miembro de la guardia municipal se presentó en la magistratura y declaró lo siguiente ante los jueces: Hacia las doce de aquel día, mientras él, Gabriel Tagliasco, capitán de la guardia, prestaba servicio como de costumbre en la Porte du Cours, fue abordado por un individuo cuyo aspecto, como ahora sabía, coincidía bastante con la descripción publicada, que le preguntó con insistencia y maneras apremiantes qué camino habían tomado por la mañana el Segundo Cónsul y su caravana al abandonar la ciudad. Ni entonces ni después atribuyó importancia al hecho y tampoco se habría vuelto a acordar del individuo en cuestión —que era muy insignificante— si no le hubiera visto otra vez por casualidad la víspera y precisamente aquí en Grasse, en la Rue de la Louve, ante el taller del maître Druot y madame Arnulfi, momento en que también le llamó la atención el claro cojeo del hombre cuando entró en el taller.
Una hora después detuvieron a Grenouille. El posadero y el mozo de La Napoule, que permanecían en Grasse para la identificación de los otros sospechosos, le reconocieron en seguida como el oficial de curtidor que había pernoctado en la posada: era él, no cabía duda, éste tenía que ser el asesino que buscaban.
Registraron el taller y registraron la cabaña del olivar que había detrás del convento de franciscanos. En un rincón, casi a la vista, encontraron el camisón cortado, el corpiño y los cabellos rojizos de Laure Richis. Y cuando cavaron en el suelo, encontraron las ropas y los cabellos de las otras veinticuatro muchachas. También hallaron la maza con que había golpeado a las víctimas y la mochila de lino. Los indicios eran abrumadores. Mandaron repicar las campanas. El presidente del tribunal anunció por bando y pregonero que el famoso asesino de doncellas a quien se buscaba desde hacía casi un año había sido finalmente apresado y estaba bajo estricta custodia.