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Al principio la gente no creyó en el comunicado oficial. Lo consideraron un ardid de las autoridades para ocultar la propia incapacidad y tranquilizar los ánimos peligrosamente excitados. Aún recordaban demasiado bien el tiempo en que se afirmó que el asesino se había trasladado a Grenoble. Esta vez el miedo había hecho demasiada mella en las almas de los ciudadanos.
La opinión pública no cambió hasta el día siguiente, cuando las pruebas fueron públicamente exhibidas en la plaza de la iglesia, delante de la Prévôté; era una visión terrible contemplar en hilera ante la catedral, en el lado noble de la plaza, las veinticinco túnicas con las veinticinco cabelleras, como espantapájaros montados en estacas.
Muchos centenares de personas desfilaron ante la macabra galería. Parientes de las víctimas prorrumpían en gritos al reconocer las ropas. El resto del gentío, en parte por afán sensacionalista y en parte para convencerse del todo, exigía ver al asesino. Las llamadas fueron pronto tan insistentes y la inquietud reinante en la pequeña y atestada plaza tan amenazadora, que el presidente resolvió hacer salir de su celda a Grenouille para presentarlo desde una ventana del primer piso de la Prévôté.
Cuando Grenouille se asomó a la ventana, el clamor cesó. De repente el silencio fue total, como al mediodía de un caluroso día de verano, cuando todos están en los campos o se cobijan a la sombra de las casas. No se oía ningún paso, ningún carraspeo, ninguna respiración. Durante varios minutos, la multitud fue sólo ojos y boca abierta. Nadie podía comprender que aquel hombre pequeño, frágil y encorvado de la ventana, aquel hombrecillo, aquel desgraciado, aquella insignificancia hubiera podido cometer más de dos docenas de asesinatos. Sencillamente, no parecía un criminal. Era cierto que nadie hubiese sabido decir cómo se imaginaba al asesino, a aquel demonio, pero todos estaban de acuerdo: ¡así no! Y sin embargo… aunque el asesino no respondía en absoluto a la imagen que la gente se había hecho de él y, por lo tanto, su presentación con buena lógica habría tenido que ser poco convincente, la sola presencia de aquel hombre en la ventana y el hecho de que sólo él y ningún otro fuera presentado como el asesino, causó, paradójicamente, un efecto persuasivo. Todos pensaron: ¡No puede ser verdad!, sabiendo en el mismo instante que tenía que serlo.
Pero cuando la guardia se retiró con el hombrecillo hacia las sombras del interior de la sala, cuando ya no estaba, por lo tanto, ni presente ni visible y era sólo, aunque por una brevísima fracción de tiempo, un recuerdo, existiendo, casi podríamos decir, como un concepto en los cerebros de los hombres, como el concepto de un horrible asesino, entonces remitió el aturdimiento de la multitud para dar paso a una reacción natural: las bocas se cerraron y los millares de ojos volvieron a animarse. Y de pronto estalló un grito atronador de venganza y de cólera: «Entregádnoslo!» Y se dispusieron a asaltar la Prévôté para estrangularlo con sus propias manos, para despedazarlo, para desmembrarlo. Los centinelas pudieron a duras penas atrancar la puerta y hacer retroceder a la multitud. Grenouille fue devuelto a su mazmorra a toda prisa. El presidente se acercó a la ventana y prometió una sentencia rápida y ejemplarmente severa. A pesar de ello, pasaron horas antes de que la muchedumbre se dispersara, y días, antes de que la ciudad se tranquilizara un poco.
Y en efecto, el proceso de Grenouille se desarrolló con la máxima rapidez, ya que no sólo eran las pruebas de una gran contundencia, sino que el propio acusado se confesó sin rodeos durante los interrogatorios autor de los asesinatos que se le imputaban.
Sólo cuando le preguntaron sobre sus motivos, no supo dar una respuesta satisfactoria. Sólo repetía una y otra vez que necesitaba a las muchachas y por eso las había matado. No respondía a la pregunta de por qué las necesitaba y para qué. Entonces le interrogaron en el potro del tormento, le colgaron cabeza abajo durante horas, le llenaron con siete pintas de agua, le aprisionaron los pies con tornillos a presión… todo sin el menor resultado. Parecía insensible al dolor físico, no exhalaba ningún grito y sólo repetía al ser preguntado: «Las necesitaba». Los jueces lo tomaron por un demente, interrumpieron las torturas y decidieron poner fin al procedimiento sin más interrogatorios.
La única demora que se produjo se debió a una discrepancia jurídica surgida con el magistrado de Draguignan, en cuyo prebostazgo se hallaba enclavado La Napoule, y con el parlamento de Aix, pues ambos querían que el proceso tuviera lugar ante sus tribunales. Pero el tribunal de Grasse no se dejó arrebatar el caso. Ellos habían detenido al autor de los hechos, la gran mayoría de asesinatos se habían perpetrado en su jurisdicción y si entregaban al asesino a otro tribunal el pueblo se les echaría encima. La sangre del culpable tenía que derramarse en Grasse.
El 15 de abril de 1766 se falló la sentencia, que fue leída al acusado en su celda: «El oficial de perfumista Jean-Baptiste Grenouille —rezaba— será llevado dentro de cuarenta y ocho horas ante la Porte du Cours de esta ciudad donde, con la cara vuelta hacia el cielo y atado a una cruz de madera, se le administrarán en vida doce golpes con una barra de hierro que le descoyuntarán las articulaciones de brazos, piernas, caderas y hombros, tras lo cual se levantará la cruz, donde permanecerá hasta su muerte». La habitual medida de gracia, que consistía en estrangular al delincuente después de los golpes por medio de un hilo, fue expresamente prohibida al verdugo, a pesar de que la agonía podía prolongarse durante días enteros. El cuerpo sería enterrado de noche en el desolladero, sin ninguna señal que marcara el lugar.
Grenouille escuchó la sentencia sin inmutarse. El alguacil le preguntó por su último deseo. «Nada», contestó Grenouille; tenía todo lo que necesitaba.
Entró en la celda un sacerdote para confesarle, pero salió al cabo de un cuarto de hora sin haberlo conseguido. El condenado, al oír la mención del nombre de Dios, le había mirado con una incomprensión tan absoluta como si oyera el nombre por primera vez y después se había echado en el catre y conciliado inmediatamente un sueño profundo. Cualquier palabra ulterior habría carecido de sentido.
En el transcurso de los dos días siguientes fueron muchos curiosos a ver de cerca al famoso asesino. Los centinelas les dejaban aproximarse a la mirilla de la puerta y pedían seis sous por cada mirada. Un grabador que deseaba hacer un bosquejo tuvo que pagar dos francos. Pero el modelo más bien le decepcionó. Con grilletes en manos y pies, estuvo todo el rato acostado en el catre, durmiendo. Tenía la cara vuelta hacia la pared y no reaccionaba a los golpes en la puerta ni a los gritos. La entrada en la celda estaba estrictamente prohibida a los visitantes y los centinelas no se atrevían a desobedecer esta orden, a pesar de las tentadoras ofertas. Se temía que el prisionero fuese asesinado a destiempo por un pariente de sus víctimas; por el mismo motivo no se le podía ofrecer comida, para no correr el riesgo de que fuese envenenado. Durante todo su cautiverio, Grenouille recibió los alimentos de la cocina de la servidumbre del palacio episcopal, que antes tenía que probar el director de la prisión. Por otra parte, los dos últimos días no comió nada, se limitó a dormir. De vez en cuando sonaban sus cadenas y, al acudir a toda prisa el centinela, le veía beber un sorbo de agua, volver a echarse y continuar durmiendo. Daba la impresión de ser un hombre tan cansado de la vida que ni siquiera deseaba vivir despierto las últimas horas de su existencia.
Entretanto se preparaba el Cours para la ejecución. Los carpinteros construyeron un cadalso de tres metros de anchura por tres de longitud y dos de altura, con una barandilla y una sólida escalera; en Grasse no se había visto nunca uno tan regio. Edificaron asimismo una tribuna de madera para los notables de la ciudad y una valla para contener a la plebe, que debía mantenerse a una distancia prudencial. Las ventanas de las casas que se encontraban a izquierda y derecha de la Porte du Cours, así como las del cuartel, se habían alquilado hacía tiempo a precios exorbitantes. Incluso en el hospital de la Charité, que estaba un poco de costado, había conseguido el ayudante del verdugo desalojar a los enfermos de una sala y alquilarla con pingües beneficios a los curiosos. Los vendedores de limonada se aprovisionaron de agua de regaliz en grandes latas, el grabador en cobre imprimió centenares de ejemplares del bosquejo que había dibujado en la prisión y adornado con su fantasía, los vendedores ambulantes acudieron a docenas a la ciudad y los panaderos cocieron pastas conmemorativas.
El verdugo, monsieur Papon, que no había descoyuntado a ningún delincuente desde hacía años, se hizo forjar una pesada vara de hierro de forma cuadrada y fue con ella al matadero para practicar con las reses muertas. Sólo podía asestar doce golpes, con los que debía romper las doce articulaciones sin dañar las partes valiosas del cuerpo, como el pecho o la cabeza; una tarea difícil que requería mucho tino.
Los ciudadanos se preparaban para el acontecimiento como para una gran festividad. Se daba por descontado el hecho de que nadie trabajaría. Las mujeres se plancharon el vestido de las fiestas y los hombres desempolvaron sus levitas y se hicieron lustrar las botas. Quienes ostentaban un cargo militar o civil o eran maestros de gremio, abogados, notarios, directores de una hermandad o cualquier otra corporación importante, sacaron su uniforme o traje oficial, condecoraciones, fajines, cadenas y blancas pelucas empolvadas. Los creyentes pensaban reunirse, post festum, en un oficio divino, los hijos de Satán en una burda misa negra de acción de gracias en honor de Lucifer, la nobleza culta en una sesión de magnetismo en las casas de Cabris, Villeneuves y Fontmichels. En las cocinas ya se horneaba y asaba, se subía vino de las bodegas y se compraban flores en el mercado y tanto organista como coro ensayaban en la catedral.
En casa de Richis, en la Rue Droite, reinaba el silencio. Richis había desdeñado cualquier preparativo para el «Día de la Liberación», como llamaba el pueblo al día de la ejecución del asesino. Todo aquello le repugnaba. Le había repugnado el temor súbito y renovado de la población, así como su febril alegría posterior. La plebe en sí le repugnaba. No había participado en la presentación del asesino y sus víctimas en la plaza de la catedral, ni asistido al proceso, ni desfilado con los curiosos, ávidos de sensaciones, ante la celda del condenado a muerte. Para la identificación de los cabellos y ropas de su hija había recibido en su casa al tribunal, pronunciado su declaración de manera concisa y breve y pedido que le dejaran las pruebas como reliquia, petición que fue atendida. Las llevó a la habitación de Laure, colocó el camisón cortado y el corpiño sobre su lecho, extendió los cabellos rojizos sobre la almohada, se sentó delante y no abandonó más el dormitorio, ni de noche ni de día, como si quisiera, con esta innecesaria guardia, reparar la que no hiciera la noche de La Napoule. Estaba tan lleno de repugnancia, de asco hacia el mundo y hacia sí mismo, que no podía llorar.
También el asesino le inspiraba repugnancia. No quería verle más como hombre, sólo como víctima que va a ser sacrificada. No quería verle hasta el día de la ejecución, cuando estuviera atado a la cruz y recibiera los doce golpes; entonces sí que quería verle, y bien de cerca, para lo cual ya había reservado un lugar en la primera fila. Y cuando el pueblo se hubiera dispersado al cabo de unas horas, subiría al cadalso, se sentaría delante de él y haría guardia noches y días enteros, los que hicieran falta, mirando a los ojos al asesino de su hija para que viera en ellos toda su repugnancia y para que esta repugnancia corroyera su agonía como un ácido cáustico hasta que reventara…
¿Después? ¿Qué haría después? No lo sabía. Quizá reanudaría su vida anterior, quizá se casaría, quizá engendraría un hijo, quizá no haría nada, quizá moriría. Sentía una indiferencia total. Pensar en ello se le antojaba tan insensato como pensar en lo que haría después de su propia muerte. Nada, claro. Nada que pudiera saber ahora.