11
Julia condujo por calles oscuras y resbaladizas con los limpiaparabrisas batiendo con ruido sordo, por lo que ella sabía que era el lado incorrecto de la carretera. Debería ir por la derecha porque estaba conduciendo por las afueras de una ciudad como Boston, que le era familiar de una forma surrealista, como en un sueño; sin embargo, los demás coches circulaban por la izquierda, y también eso le resultaba familiar como en sueños. Julia siguió adelante con inercia, experimentando un leve placer por el conocimiento que tenía de aquella extraña ciudad, y algo fastidiada por no conducir por el lado debido. Advirtió una mancha de sangre en la uña del pulgar y, llevada por un movimiento reflejo, se la limpió en la costura de los pantalones.
Su desvío, la entrada a la autopista, quedaba algo más adelante; desde allí estaba a sólo dos horas de New Hampshire. Lo sabía porque nunca en la vida había estado a más de dos horas en coche del valle donde vivía su familia; Julia podía ver todas las carreteras, las autovías, las autopistas, las pistas de firme aterciopelado del condado y los caminos de grava utilizados por los granjeros. Todos ellos formaban una intrincada red de conexiones desde donde ella se encontraba y el valle. Y podía ver con toda claridad la última curva antes de entrar en el valle, la vista desde la salida de la autopista sobre oscuras colinas, con unas pocas y misteriosas luces brillando en profundas hondonadas, lejos del resplandor de una ciudad. Podía ver cada centímetro de aquel oscuro acceso al valle, y sabía dónde estaba el río, a pesar de no haberlo visto nunca. Ahora quería verlo, tenerlo delante.
Estaba conduciendo por una ciudad americana, una ciudad como Boston, orientada en general hacia el sur. A ambos lados de las angostas calles se levantaban edificios del siglo diecinueve, construidos con ladrillo rojo que ahora era de un sucio color marrón. La fría lluvia repiqueteaba sobre la capota del coche.
Conducía por una ciudad americana, estaba conduciendo en los Estados Unidos. Londres era una mancha borrosa en su memoria, Londres no existía. Ella estaba en Boston y no existía Londres. Pronto llegaría a Berkshires, y a la hermosa autopista entre las arboledas. Bosques espesos. Julia pisó con fuerza el acelerador y el coche patinó sobre el piso mojado de Pentonville Road, coleando en su carril. De no ser por aquellos coches, parecía estar en las inmediaciones de Boston. Ella ya sabía que allí la gente, circulaba por el lado equivocado, ya se había acostumbrado. ¿Por qué sería así? Dejó de pensar en ello.
Ella no tenía edad, se dirigía a casa, no le había ocurrido nada. Su padre la esperaba, vestido con un elegante traje gris oscuro; su abuelo acababa de morir y ella se había ausentado del Smith College para ir a casa por esa razón. Boston era un error, no debería estar en Boston; pero ella conocía el camino.
Ahora se encontraba cerca de Fens, pensó. Habría cambiado mucho, porque todo era diferente, y hacía muchos años que había dejado el Smith College. Dobló una esquina, sin mirar, aturdida. La visión del pecho de un hombre manando con fluidez… no significaba nada, a pesar de que sus pies hubieran patinado sobre la roja sangre. Nada. Julia se esforzó por sonreír a un joven que cruzaba la calle, andando sobre las anchas rayas blancas, y él le devolvió la sonrisa. Tenía una cara americana, redonda bajo el suelto cabello, mojado por la lluvia. Una cara huidiza, una cara que no dejaba huella.
El Rover salió disparado una vez hubo pasado el muchacho. Pronto encontraría el camino y entonces viajaría, sin esfuerzo mental alguno, por la autopista de peaje, dejando la ciudad a sus espaldas, en dirección al carril de salida, descendiendo por entre colinas, pasando ante lucecitas fantasmales en lo profundo de un valle donde la sinuosidad de la carretera brillaba bajo los árboles.
Al mismo tiempo, sabía adónde se dirigía, aunque a veces parecía que la cabeza se le separase del cuerpo y fuera flotando por Boston. Mientras circulaba por Marylebone Road, vio otra mancha de sangre en el dorso de su muñeca izquierda, y rápidamente se la frotó con asco contra el asiento.
Pero no pudo librarse de la sensación de encontrarse en Massachusetts hasta dejar aparcado el coche delante de una casa en Notting Hill. Corrió por el camino de acceso bajo la lluvia y descendió los seis escalones laterales de la casa. Era como si su mente volara por su cuenta, como una tela ligerísima arrastrada por pájaros. Llamó con insistencia al timbre. Un sótano, un valle. Se le cortó la respiración, atragantándose; tenía la boca abierta, seca como si fuera de trapo. Por fin se abrió la puerta, y Julia se abalanzó contra el hombre que tenía delante, tocándole el rostro mojado con las manos. El la abrazó con fuerza mientras pugnaba por quitarse el impermeable. Por la cara de ella corrían gotas de lluvia, y se apretujó contra el pecho del hombre, convulsa por lo que, sólo al cabo de un buen rato, reconoció como llanto.
Mark se quedó de pie junto al umbral, dejándola llorar. Tenía puesto el impermeable mojado, y mientras sostenía a Julia sacó primero un brazo de una manga y luego el otro. Dejó que cayera al suelo y estrechó a Julia con más fuerza. Ella temblaba apretada a él como un pájaro atrapado, golpeándole el pecho con los codos y los brazos.
—Oh, gracias a Dios que estás en casa —logró articular al fin—. Tenía tanto miedo de no encontrarte y tener que… —su voz se tornó demasiado quebradiza para poder seguir hablando.
—Acabo de llegar en este mismo instante —dijo él con el rostro junto a la húmeda corona de pelo de ella partida en dos por una línea natural—. Dios mío —prosiguió—, no te he dado las gracias por el dinero. No debía haberlo aceptado, pero la verdad es que lo necesitaba y…
El distorsionado rostro de Julia se echó hacia atrás para mirarle con expresión confusa. Era evidente que se había olvidado del cheque.
—No importa —dijo él con precipitación, y volvió a apretarla contra sí—. ¿Qué te ha pasado?
Ella apoyó la mejilla sobre su hombro y respiró hondo por un momento.
—Me ha ocurrido de todo —dijo por fin—. Va a matarme. Vi… He visto… —Julia le miró directamente a los ojos, con expresión confusa y sin llegar a verle.
—¿Qué has visto? —Mark le acarició la mejilla, pero ella no respondió.
—Durante todo el trayecto hasta aquí he creído que estaba en los Estados Unidos, que iba en coche por Boston; buscaba la autopista para ir a New Hampshire. Me dirigía a casa de mi abuelo, en el valle. Es curioso, ¿no?
—Estás sufriendo una gran tensión —dijo Mark.
—Me va a matar —repitió ella—. No hay nadie que la pueda detener y yo no quiero morir. ¿Puedo quedarme contigo esta noche? Estás muy mojado —le tocó la cara—. ¿Por qué estás mojado?
—He salido —replicó Mark—. He estado hablando con Lily sobre ti —sonrió a Julia—. He llegado justo antes de que tú aterrizaras de este modo. Pasa adentro.
La condujo a su habitación, la ayudó a sentarse sobre un almohadón y le quitó los zapatos. Luego le secó los pies y las manos con una toalla, para acabar pasándosela por la cara.
—Tienes otro morado.
—Me caí en la calle, cuando ella estaba divirtiéndose conmigo.
—¿Y qué es eso que tienes en la muñeca? —preguntó mirándole el abultado y sucio vendaje que llevaba debajo del puño de la blusa.
—Me corté sin querer. Fue después de que la viera y entonces te llamé —Julia miraba al frente, como si ahora que por fin se encontraba junto a él, Mark no pudiera hacer nada para ayudarla—. Lo que ella quería era que me atropellara un coche; igual que a mistress Fludd. No le importa asesinar, le gusta; y también hace que les guste a otras personas.
—Un momento —dijo él, cogiéndole las manos y frotándoselas, con la vista fija en los extraviados ojos de ella—. ¿Quién es esa «ella»? ¿La niña de la que me hablaste? ¿Olivia Rudge?
Los ojos de Julia recobraron la lucidez.
—Yo no te dije su nombre —dijo ella, mirándolo al tiempo que empezaba a retirar las manos.
—Me lo ha dicho Lily —replicó él—, hace un rato.
—Lily no me cree. No puede hacerlo, debido a Magnus.
—No te preocupes por Lily. ¿Qué pasa con esa niña?
Julia observó fascinada cómo una hormiga emergía de debajo de la camiseta de Mark y atravesaba una de las solapas del cuello. La hormiga, pequeña y roja, corrió a toda prisa cuello abajo y, pasando por el pecho de Mark, desapareció en el interior de la camisa.
—Te quiere matar.
—Sí.
—Sabe que has descubierto lo de ese niño, quienquiera que sea, al que mataron hace veinte años.
—Geoffrey Braden —Julia se imaginaba la hormiga abriéndose camino con dificultad por entre el pelo del pecho de Mark. Se sentía sorprendentemente aturdida.
—Y ahora te quiere matar.
—Ya ha matado a otros dos hombres; Paul Winter y David Swift. Vengo de casa de Swift —Julia hablaba con voz neutra, con la vista puesta en el pecho de la camisa de Mark—. ¿Puedo echarme en tu colchón?
—Es lo que te conviene —dijo él, y, alzándola, la ayudó a cruzar la habitación hasta el colchón. Al pie de éste, sábanas y mantas estaban hechas un revoltijo, y Mark tiró de ellas cubriéndole las piernas a Julia. Luego se sentó en el suelo, a su lado apartando ropas y platos.
—Voy a darte un somnífero —dijo él—. Te ayudará a descansar, Julia.
—No necesito dormir —dijo ella.
—Tienes que descansar —replicó Mark. Le levantó la cabeza y acercó la sucia almohada para colocársela debajo. Después la dejó con la mirada fija en el techo y se fue a la cocina en busca de un frasco de pastillas y un vaso de agua—. Sólo es Valium —dijo él.
—Tomo demasiadas pastillas —refunfuñó Julia, pero se tragó una. Fijó entonces sus ojos en los de Mark, que pudo ver cómo se contraían las pupilas de Julia y dijo—: He descubierto que Magnus es su padre. Por eso me pasa a mí todo esto; por eso desde el principio ella quiso que fuera yo.
—Anda, cierra los ojos, Julia —dijo él—, y ya hablaremos de todo esto mañana. Tenemos muchas cosas de que hablar, ya verás.
Ella cerró obedientemente los ojos.
—Me he lavado las manos porque tenía sangre en ellas. —Volvió la cabeza hacia Mark y abrió los ojos para mirarle—. Quiero que me protejas. Sólo por esta noche, por favor.
Contra su voluntad, Mark estaba mirando el contorno de los muslos de Julia bajo los pantalones. Advirtió una mancha de una sustancia oscura y parduzca a lo largo de la costura, y sintió que se le estremecía todo el cuerpo como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—Me parece que voy a vomitar —oyó decir a Julia—. Me siento tan rara. No quiero morir. No quiero morir, Mark.
Después de apagar la luz, Mark se quitó la ropa en la oscuridad, sin saber muy bien dónde dormir. Julia yacía inconsciente y totalmente vestida a lo ancho del colchón, y él no se atrevía a moverla. Le parecía que el estado de Julia era peligroso, después de todo lo que le había dicho Lily. Era como si sólo con tocarla ella pudiera acabar por volverse definitivamente loca. Y la sugerencia que le había hecho sobre Magnus le había afectado, al recordarle que era la mujer de su hermano adoptivo, a pesar de los acontecimientos de las dos últimas semanas. Mark sabía muy bien que Magnus era más fuerte que él, y que no vacilaría en pegarle una paliza de muerte si sospechaba que se acostaba con Julia. Magnus le había pegado en dos ocasiones en su juventud, y Mark tenía un amargo recuerdo de tales experiencias. Sacó del armario un tapiz indio que hacía tiempo le había regalado una chica cuyo nombre ya no recordaba y, sentándose en un sillón, se tapó con aquella cosa tiesa y rasposa.
Magnus parecía estar en todas partes, detrás de cada piedra y a la vuelta de cada esquina. Según Julia, Magnus había engendrado a Olivia Rudge, el fantástico espectro de Julia. A pesar de tener aproximadamente la misma altura, Mark consideraba siempre a Magnus mucho más alto que él, el doble de grande y el doble de fuerte. ¿Era posible que Lily lograra controlarle? El ofrecimiento de ella había sido una clara recompensa por servicios prestados, pero esa oferta sólo se haría realidad si Magnus reconocía que sus esfuerzos por persuadir a Julia merecían ser recompensados. Mark sabía que Magnus le consideraba un inútil, un hombre casi insignificante, pero no creía que Magnus fuera capaz de engañarle. Desde luego ninguno de ellos podía permitir que Julia abandonara Inglaterra.
Mark se recostó en el sillón, dejando caer la cabeza y con el tapiz raspándole la piel como si fuera papel de lija. Julia seguía inmóvil bajo la sábana. Magnus y Lily tenían razón respecto a que necesitaba un largo reposo, bajo control. Todo cuanto él había hecho era animarla a seguir cualquier dirección que la distanciara de Magnus, pero tal vez había llegado el momento de ser más juicioso. La verdad era que profesionalmente se encontraba en su punto más bajo; Mark sabía que no aguantaría por mucho más tiempo el aburrimiento de dar clases. Su libro era un fantasma, algo muerto que sólo había existido en su imaginación. Los dos únicos ingresos se los proporcionaba la docencia, aparte de la miserable cantidad que le había legado Greville Lofting. En la cabeza de ese viejo bastardo no hubo cabida para tonterías tales como una herencia equitativa. Y aun en ese caso no habría tenido gran cosa, en comparación con Julia.
Ésta gimió desde el colchón, y murmuró algo. Mark esperaba que el dolor de cabeza, que había empezado a sentir al salir de Plane Tree House y que no le había abandonado por espacio de cuatro horas, le volvería con la llegada de Julia, pero para su sorpresa estaba libre de él. Esto se debía, pensó, al estado de ella; una Julia tan necesitada, tan dependiente, no podía provocarle dolor de cabeza (que en los últimos días se manifestaba como si una bala, una incandescente sustancia desconocida, le perforara el cerebro).
Oyó la voz de Julia.
—¿Mark?
—Aquí —gruñó él—, en el sillón.
—¿Por qué no estás a mi lado?
—Estaba pensando.
—Uh, uh —invitó Julia, medio dormida de nuevo.
¿Le solía hablar por la noche a Magnus en un murmullo? ¿Deseando que se metiera en la cama con ella? Esta idea excitó a Mark, que se incorporó en el sillón y contempló a Julia tendida bajo la sábana, con la cara hundida en la almohada y el cabello desparramado sobre ésta. El pelo en desorden y despeinado le daba un aspecto mucho más parecido al de la mayoría de las mujeres que habían descansado su cabeza sobre aquella almohada.
Julia pronunció su nombre con gran claridad mientras dormía.
Involuntariamente, Mark se imaginó de repente el pesado y serio cuerpo de Magnus cabalgando sobre el de Julia, el vientre de Magnus comprimiendo el de ella, a Magnus separándole las piernas, poseyéndola. Ella le pertenecía. Mark pudo ver cómo Magnus la rodeaba con sus brazos y las piernas de ella se abrazaban a las caderas de él. El pene se le agitó contra la aspereza de la tela y Mark echó la manta a un lado, atravesando la habitación para ir a instalarse en el colchón junto a Julia. Algo después, tras una breve pelea con botones y elásticos, sintió viajar su mente a distancias enormes al mismo tiempo que se hundía en la mente de su hermano. Era como hacer el amor bajo los efectos del LSD, pero incluso aquélla había sido una experiencia irrisoria al lado de ésta, ya que el resto de la noche, vivió y se sintió inspirado, por alucinaciones y visiones; era un pájaro de un erotismo espléndido, que fecundaba el aire. La atmósfera irradiaba candor eliminando el olor a sudor y a guiso rancio.
Por la mañana Mark salió a comprar huevos, tocino y pan, y Julia, sola en la sucia habitación, empezó a llorar. Se sentía abandonada y sin esperanza, varada en una playa gris. Ni siquiera Mark podía devolverla al mundo de la gente corriente o salvarla de la desolación. Lloró durante unos pocos minutos, y luego arregló las sábanas sobre el colchón. Tenía surcos de suciedad y manchas secas, en las que Julia no reparó casi voluntariamente. Se preguntó si la policía habría descubierto el cuerpo de David Swift; y en tal caso, si saldría la noticia en los periódicos. Swift no era hijo de un general. Habría que decirle a alguien lo que había sucedido; Mark sólo había simulado creerla; y ella se había sentido demasiado perturbada y cansada para contar en detalle los acontecimientos de la noche. Se dio cuenta de que no podía telefonear más que a una sola persona.
Lily descolgó el teléfono a la primera llamada, con la idea de que Magnus habría descubierto lo que se debía hacer para hospitalizar a su mujer.
—¿Diga? —contestó, y lanzó una rápida mirada alrededor de la habitación hacia el caballo firmado por Stubbs, los jarrones y el biombo persa. La voz de Julia le llegó cansada y débil, haciendo que cada uno de sus objetos parecieran afianzados en su sitio.
—¿Lily? Lily, tengo qué contarte algunas cosas. Escúchame.
—¿Dónde diablos te has metido? —preguntó Lily con rapidez—. Magnus y yo intentamos hablar contigo ayer por la noche, y no estabas en casa.
—Bueno, pues ahora sí estoy —mintió Julia—. Ayer estuve fuera de casa.
—¿Te parece que es prudente, querida? Todos pensamos que necesitas descansar tanto como sea posible. Me gustaría ayudarte a traer algunas de tus cosas aquí, para que no estuvieras sola…
—Ya es demasiado tarde para eso, Lily —replicó Julia con voz desfallecida.
—Querida, habla más cerca del auricular.
—Lily, tienes que creerme; nadie más puede hacerlo. No puedo hablar con nadie más —se la oía distante y desesperada, y por un momento Lily se la imaginó viajando en dirección oeste, una figura en un avión que se hacía cada vez más pequeño en el cielo.
—Has estado atormentándote otra vez —dijo ella—. ¿Por qué no vienes aquí y me lo cuentas?
—Lily, Magnus es el padre de Olivia; lo sé. Se veía con Heather Rudge… en mi casa. Hay una fotografía de ellos dos, aquí, tomada poco menos de un año antes del nacimiento de Olivia. Es el padre de Olivia; Lily, por eso ella me escogió a mí. Ayer la vi matar a una persona, a David Swift, que la conocía y había hablado demasiado, igual que Paul Winter. Ella hizo que alguien les matara. Yo llegué inmediatamente después, cuando Swift estaba agonizando. Yo soy la próxima, Lily, no queda nadie más que yo. Soy la siguiente.
Lily casi no oyó lo último. Cuando Julia había dicho que Magnus era el padre de la niña, Lily sintió de inmediato que estaba diciendo la verdad. La ira provocada por el engaño y las mentiras de Magnus pareció explotar en su interior. Se sentía totalmente traicionada.
—¿Estás segura de lo de Magnus? —alcanzó a pronunciar.
—Estoy segura —dijo Julia con voz herida—. Por eso ella me escogió. Esa es la explicación.
—Dios mío —dijo Lily, viendo en seguida el asunto de otra manera—. ¿Sabes lo que estás diciendo? Julia, si lo que dices es cierto, hay una razón para que Olivia te eligiera. Magnus…
—Magnus y Kate —murmuró Julia—. Magnus y Olivia. La diferencia es que Olivia es perversa, y puede influir en la mente de las personas.
—Julia, esto es importante —dijo Lily, mientras su mente consideraba diversas posibilidades.
—Busca el nombre de ese individuo en la prensa —dijo Julia sin escucharla—, Swift. Pertenecía a su pandilla. Me contó lo del asesinato de Geoffrey Braden, y ella hizo que le mataran. Vi su cuerpo… lleno de sangre.
—Ju…
Pero Julia ya había colgado. Lily marcó su número y, con la cabeza aún llena de ideas, oyó cómo el teléfono sonaba en la casa de Julia. «¡Contesta! —la apremió—. ¡Contesta, contesta!». Al fin, acabó por apretar el botón con un dedo y, tras oír de nuevo la señal de la línea, llamó a Magnus en el número de Gayton Road.
—Lily —dijo él—, no es tan fácil como accionar un interruptor, compréndelo. Hay un par de alternativas. Ya se arreglará, esta noche te pondré al corriente.
—No te he llamado por eso —dijo ella colérica. Quiero preguntarte una cosa, y quiero que me contestes la verdad, Magnus.
—¿Qué pasa ahora? —El hastío de su voz la puso furiosa.
—¿Eras el padre de esa criatura degenerada? ¿La niña Rudge? Acabo de hablar con Julia, y dice que tiene pruebas de que tú eras el padre.
—Sintaxis, Lily —dijo Magnus—. ¿Has dicho pruebas? —Su voz tenía un tono de divertida incredulidad que equivalía a una confesión.
—Sabe que lo eras… Creo que ésas fueron sus palabras. Quiero que me digas la verdad, Magnus.
—No la sé —dijo él.
—¿Qué quieres decir?
—No sé si yo era el padre. Podría haberlo sido, lo mismo que dos o tres más. Nos sacó dinero a todos; puede que la niña fuera el producto de un esfuerzo conjunto. Algunos fines de semana casi se tenía que coger número.
—Eres un tonto, Magnus. Podías habérmelo contado hace una semana, y quizá se habría evitado el desastre. Me parece que vas a tener mucha suerte si vuelves a ver a Julia alguna vez.
—¿No podrías hacer algo tú mientras yo me ocupo del papeleo? Yo no lo puedo hacer todo.
—Estúpido presuntuoso —refunfuñó ella—. Para empezar, voy a ver si puedo encontrar algo en los periódicos de la mañana sobre un individuo llamado Swift. Tu mujer dice que vio cómo le mataban.
—Santo cielo, ahora tú también te estás volviendo loca.
—Adiós —Lily colgó con delicadeza el auricular y fue hacia el sofá, sobre uno de cuyos brazos había dejado doblados el Times y el Daily Telegraph. Los cogió precipitadamente y los extendió sobre la alfombra. Luego hojeó el Times, leyendo los titulares de cada página. Al llegar a la información deportiva, volvió a pasar las páginas ahora en sentido contrario, para mayor seguridad. No se hacía mención alguna de David Swift, ni de muertes inexplicadas.
Con gran alivio, cogió el Daily Telegraph. Se trataba de una alucinación de Julia, otro motivo para encerrarla. Nada en la primera página, como era de esperar, y nada en la segunda. Lily revisó la tercera página con la creciente certeza de que se había dejado llevar por el pánico; tendría que encontrar el modo de excusarse ante Magnus. Un título en la quinta página, a cuatro centímetros sobre el pie de ésta, puso fin a estos pensamientos. MUERE APUÑALADO, decía.
El cuerpo de David Swift, de 37 años, fue descubierto en su piso de Islington por la policía en la madrugada del jueves. La policía estaba investigando el portal abierto de la vivienda cuando encontraron el cuerpo de míster Swift, que al parecer murió a causa de múltiples cuchilladas. Testigos localizados por la policía de Islington han declarado que vieron salir del domicilio de míster Swift a una mujer no identificada, aproximadamente una hora antes de que se descubriera el cadáver.
Lily releyó con rapidez el párrafo, y, poniéndose de pie, dejó caer el periódico al suelo. Era verdad, Julia había sido vista cuando salía corriendo del piso de aquel hombre. Magnus era el padre de Olivia. La trama que había visto cuando hablaba con Julia se volvía cada vez más clara. Julia era incapaz de verla, y por eso se había inventado otra que sí podía comprender y que encajaba con los hechos. Lily había desechado las historias de Julia porque no existía una razón de peso para que a ésta se le apareciera un espíritu. Ahora dicha razón resultaba obvia, tan evidente que no alcanzaba a entender cómo se le podía haber pasado por alto. (Pero, para su vergüenza, era consciente de lo mucho que su propio orgullo había influido en no dar crédito a Julia). Con el rostro sonrojado, Lily fue hacia la ventana y miró el desierto parque; el cielo estaba oscuro y llovía.
Ahora era más urgente que nunca sacar a Julia de aquella casa. ¿Y si Olivia se le apareciese aquí…? Lily se estremeció y volvió junto al teléfono. Tenía miedo, reconoció, temía por todos ellos. Si Julia estaba en lo cierto, nadie se encontraba a salvo. «¿Y si Rose hubiera visto realmente algo, y murió por esa razón?», gruñó Lily, y descolgó el teléfono para llamar a Mark.
Julia sabía que Lily la telefonearía al número equivocado. Y entonces, ¿qué haría? Ojalá buscara en el periódico. Seguro que un hombre no podía morir de forma violenta en Londres sin que apareciera una reseña en la prensa. «Alguien tiene que creerme —pensó Julia—, y ahora sólo queda Lily». La actitud de Mark, cuando no estaba en la cama era distante, paternal, tranquilizadora; Julia había visto que él no la creía, y se sorprendió porque, incluso perturbada como estaba, no se había sentido herida por su incredulidad. Era una prueba del aislamiento en que ella se encontraba; ¿qué otra cosa era el mundo de Olivia sino esto? El mundo del sueño de la azotea.
Se sentó en el borde del colchón con las ideas vagas, sin saber qué hacer. Los huevos y el tocino habían sido ocurrencia de Mark; para Julia, la idea de comer era de una lejanía casi antropológica. Lo que quería, a pesar de que le latía la vagina, era volver a abrazarse a Mark, rodearle con sus brazos y acurrucarse junto a él sin pensar en nada, en un profundo vacío.
Se permitió pasear la mirada por el indescriptible apartamento. El suelo estaba repleto de prendas de vestir, platos y turbias botellas de leche; los libros se amontonaban en extraños lugares. Junto con el olor a cigarrillos Gauloise flotaba un raro tufillo a grano semejante al de una jaula de pájaros sucia.
Julia se levantó vacilante, con el propósito de poner un poco de orden. Al inclinarse para recoger un montón de platos, la sangre se le agolpó en la cabeza y vio moverse unas manchas negras y rojas delante de sus ojos; volvió a sentarse con pesadez sobre el colchón hasta que se le aclaró la vista. La habitación parecía tambalearse a su alrededor. Tocó los platos. Una sustancia parda se había endurecido sobre la cara superior de ellos y los mantenía pegados unos con otros, convirtiéndolos en una sola pieza. Julia se los apoyó sobre el regazo hasta que la habitación cesó de moverse y luego los llevó a la cocina. El fregadero ya estaba repleto de platos y vasos sumergidos en agua fría y grasosa, así que Julia los dejó sobre el pequeño frigorífico y regresó a la habitación para seguir recogiendo cosas. Al entrar de nuevo en la cocina, con dos vasos y dos botellas de leche, descubrió dos docenas de botellas de leche cubiertas de telarañas, alineadas sobre la repisa de detrás del fregadero. Estaban unidas por redecillas vellosas e hilillos verdes; Julia colocó las dos botellas, empujando las demás hacia el fondo.
En la otra habitación sonó el teléfono y Julia dudó antes de salir de la cocina y quedarse de pie ante el aparato. Quizá Lily había adivinado que ella se encontraba allí. ¿Acaso tenía importancia seguir ocultándolo? Indiferente, descolgó el auricular. Una bonita susurrante voz femenina resonó en su oído.
—Mark, ¿qué has estado haciendo últimamente? Annis dice que estuviste muy grosero con ella, y ha mencionado algo sobre meditación. Mira, nosotras, lo que creemos es que le estás dedicando todo tu tiempo a algún gran amor, y ése no es tu estilo. ¿Por qué no nos encontramos todos a alguna hora en el Sol Naciente para…?
—No está en casa —dijo Julia y colgó mientras oía un ataque de risa sorprendida que hizo que se le cayera el aparato al suelo. Cuando éste golpeó contra el piso, la base de plástico se partió como la concha de un caracol.
Julia paseó por la habitación y se acercó al escritorio de Mark. Se sentó en su silla y abrió la cortina. La lluvia caía dentro del pozo gris que se veía ante la ventana, aplastando las pocas briznas de hierba que luchaban por abrirse paso entre el cemento. Por la esquina superior de la ventana se veía un fragmento de cielo gris, que parecía estar fuera de la perspectiva, ladeado de forma rara. Julia pasó un dedo por la máquina de escribir de Mark y luego se lamió el polvo que había quedado en él. No podía comprender el sentido de aquella llamada; de repente, a su espalda, el teléfono roto empezó a zumbar con intervalos como una abeja enfurecida. ¿Gran amor? ¿Annis? ¿Era ése un nombre femenino? Julia no lograba entender las palabras que la muchacha le había dicho por teléfono. Sintió como si hubiera sido objeto de una burla, como si se hubiesen mofado de ella con aquel ataque de risa. Incluso ésta tenía acento de Knightsbridge. Inclinó la cabeza hasta apoyarla sobre las teclas de la máquina de escribir.
El escritorio, los libros, los papeles de él. Estaba trabajando en algo. Sintió una inmensa gratitud por el trabajo que él realizaba, por formar parte de esa consoladora clase de hombres que hacen cosas; que construyen puentes, escriben libros y toman decisiones. Acarició el montón de cuartillas colocado junto a la máquina de escribir. Mark. El nombre parecía latir dentro de su pecho. No le podía reprochar su incredulidad. Más tarde, ese mismo día, le enseñaría el periódico para demostrarle que la muerte de David Swift no había sido una invención suya.
La tarde parecía estar a una distancia imposible; incluso pensar en ella requería un esfuerzo absurdo. Estaba segura de que la susurrante mujer del teléfono se había reído de ella. Pensó de nuevo en marcharse a los Estados Unidos.
Se dejó caer sobre el colchón, con la esperanza de que Mark volviera pronto. La puerta del armario estaba abierta, y Julia contempló distraída la escasa ropa de Mark que pendía de perchas de alambre. Por lo visto sólo tenía una corbata de casi doce centímetros de anchura, de color plateado y con un resplandeciente sol anaranjado. Julia pensó en los centenares de corbatas a rayas dispuestas en ordenadas filas que tenía Magnus, y consiguió sonreír. Mark poseía un traje de lana verde que pertenecía con toda claridad a los años cincuenta y tenía aspecto de no haber sido utilizado desde entonces. Magnus no parecía preocuparse por la ropa, pero la había tenido siempre en gran cantidad. Tenía, por ejemplo, siete pares de zapatos, todos exactamente iguales y hechos por el mismo zapatero de Cork Street, el mismo que le hacía los zapatos a su padre. Mark parecía tener sólo botas y ningún par de zapatos; botas negras y botas marrones, un par de cada color, con cremallera al costado, y un par de sandalias. Le llamó la atención algo de color pardo, medio oculto por una bolsa, y que estaba en el fondo del armario, y lo miró con atención. El tono como de madera le resultaba familiar, y mientras lo recordaba, sintió un despuntar de inquietud, como si hubiera empezado a sonar una alarma.
Desde el borde del colchón alargó la mano y con los dedos apartó de un tirón la bolsa. Estaba viendo las suelas de un par de zapatos con gruesos tacones bajos y una marca estampada discretamente sobre el cuero justo al pie de la costura trasera. Era una pequeña D, que correspondía a David Day, el fabricante de calzado. Los había comprado ella cuatro años antes, y todavía recordaba lo que le habían costado. Eran los zapatos que había perdido al entrar por la ventana, la primera noche que pasó en Ilchester Place.
Julia se quedó mirándolos por un momento, con la respiración alterada, incapaz de creer lo que veía, y los sacó del armario como si en el interior de éste hubiera una serpiente de cascabel. El cuero estaba manchado y en mal estado debido al tiempo que habían permanecido a la intemperie. Era Mark, y no Magnus, quien se los había llevado.
«Espera», se dijo a si misma mientras tocaba los zapatos; el corazón le había empezado a latir con violencia. Se miró la muñeca derecha, en la que llevaba el pequeño brazalete verde que Mark le había regalado. «Te quitan algo y te dan algo», había dicho mistress Fludd. Julia se sacó el brazalete y lo dejó caer sobre la sucia sábana. Mark había aparecido en relación con Olivia varias veces; ella había pensado entonces que se trataba de magia por simpatía. Pero él había aparecido siempre.
¿Podía ser que simplemente hubiera encontrado los zapatos? Si era así, ¿por qué los había escondido en el armario?
«Receptivo —había dicho mistress Fludd—. Quiere ser llenado como una botella.»
Julia se dio cuenta de que estaba emitiendo un ruido gutural, pero fue incapaz de controlarlo o de detenerlo. El corazón parecía retumbar, golpeándole la caja torácica como un ruidoso tambor. Tiró del vendaje de la muñeca y se lo arrancó. Era consciente de que se estaba rompiendo por dentro, como si fuera un fino huesecillo. La larga herida en la muñeca, hinchada, era un verdugón desigual a lo largo de la piel, y con los dedos de la mano derecha Julia separó la herida, reabriéndola. Del corte brotó un hilo de sangre de sorprendente brillo.
«El entenderá», le dictó su mente. Tiró de la herida y el hilo de sangre cayó ondulante, resbalando por la mano, sobre la cama de Mark. Frotó los zapatos contra la sangre y los dejó sobre el colchón. Sintió que el brazo empezaba a latirle. El ruido que hacía con la garganta había disminuido para convertirse en un gorgojeo ahogado, mitad ronquido. Imprimió la marca de su herida sobre las sábanas de Mark.
Cuando se irguió en medio del lío que había formado, volvió a vendarse la muñeca, sin reparar en las manchas frescas de los pantalones, y luego corrió hacia la puerta. Debía irse antes de que Mark regresara. La vagina le latía al mismo ritmo que la muñeca. Heridas. Respiró con dificultad, dándose cuenta de que cinco minutos antes había estado pensando en la seguridad. La seguridad no existía, era sólo una ilusión.
Julia abrió la puerta y miró con ansiedad hacia lo alto de los escalones, como si esperase ver a Mark Berkeley sonriéndole desde allí arriba. La lluvia le caía sobre la cara. Julia subió los seis escalones y se encontró en la calle. En unos segundos, el fino tejido de la blusa se le había adherido a la piel. Corrió calle abajo, perseguida por la burlona sonrisa de Olivia y la imagen de Mark. Sólo existía una escapatoria, una seguridad; Kate estaba allí, delante de ella. En su precipitación y su miedo, no se acordó del Rover hasta llegar al final de la manzana.
Su casa parecía tan calurosa como el Ecuador. Julia cerró la puerta de un portazo y corrió el pestillo, sabiendo que Hazel Mullineaux la había visto llegar cojeando por la acera, con el pelo chorreando y la ropa empapada. La vecina se había quedado de pie en la puerta lateral de su casa, con la cara pálida y brillante bajo el amplio paraguas negro. Parecía un anuncio de crema facial. Jadeando, Julia aguardó detrás de la puerta a que ocurriera lo que tenía que ocurrir. Antes de que hubieran transcurrido treinta segundos, el timbre sonó en el vestíbulo.
—Váyase —murmuró Julia.
Hazel Mullineaux llamó con los nudillos a la puerta y luego volvió a tocar el timbre.
—Estoy bien —dijo Julia, un poco más fuerte.
Tras golpear de nuevo la puerta, Hazel Mullineaux se agachó para alzar la tapa del buzón y gritó:
—¿Mistress Lofting? ¿Necesita ayuda?
—Váyase —dijo Julia—. No necesito que me ayude.
—¡Oh! —Julia sabía que Hazel estaba arrodillada al otro lado de la puerta. «Probablemente está encantadora así», pensó Julia.
—Me pareció que tenía un aspecto… en fin, perturbado —la voz llegó amortiguada a través de la ranura.
—Déjeme tranquila —dijo Julia—. Váyase de mi casa.
—No tenía intención de entrometerme.
—Me alegro de saberlo. Váyase, por favor. —Julia permaneció apoyada contra la puerta hasta oír los pasos de la vecina que se alejaba a regañadientes por la acera. Luego se dirigió a la oscura sala y arrancó el hilo telefónico de la pared. Con el mutilado teléfono en las manos, Julia se dio cuenta de que las semanas de calor excesivo habían provocado algún cambio químico en las paredes, ya que el papel se había abombado en varios puntos; del techo colgaba una tira como la lengua de un perro. La habitación entera parecía haber envejecido durante aquellas semanas de calor, volviéndose arrugada y deslucida. Los muebles habían perdido su aspecto de sólida obesidad, y ahora se desconchaban como piel quemada por el sol. El barniz de una de las sillas del comedor estaba cuarteado. La alfombra se levantaba en uno de los extremos de la habitación.
Julia dejó caer el inutilizado teléfono al suelo. Le dolía todo, la muñeca herida, los músculos de las pantorrillas, la vagina. Sentía la carne de la cara como si fuera grasa, desbordando los huesos. No podía confiar en nadie.
Una vez arriba, se sentó sobre el borde de la cama, esperando. La casa gravitaba vacía a su alrededor; ahora nadie podía telefonearla, y ella no abriría la puerta. Los demás ya sabían lo que necesitaban saber. Era Mark o Magnus, uno de los dos. Uno de ellos había sido utilizado por Olivia Rudge, y eso lo había visto mistress Fludd semanas antes. Mark la había engañado. Era Mark. Podía ser Mark.
Julia se levantó, fue hacia el escritorio y sacó una hoja de papel y un lápiz del cajón. Alguien tendría que saberlo, de lo contrario Olivia nunca seria detenida, seguiría introduciéndose en la mente de las personas, utilizándolas, yendo de una a otra como una enfermedad.
Si se me encuentra muerta —escribió con rapidez— no será por causa accidental. Si se me encontrara muerta en esta habitación o en cualquier otro lugar, sea cual sea la causa aparente de mi muerte, habré sido asesinada. El asesino habrá sido mi marido o su hermano, Mark Berkeley. Uno de los dos tiene la intención de matarme. Esa misma persona habrá sido la causante de la muerte de Rosa Fludd, y probablemente habrá matado también al capitán Paul Winter y a David Swift (pero tal vez no sea así). Esto se debe… esto está relacionado con una niña muerta llamada Olivia Rudge, que murió del mismo modo que mi hija. Magnus, mi marido, era también el padre de Olivia Rudge. Infórmense acerca de ello en los periódicos del año 1950. Pero dejando a un lado el aspecto sobrenatural, ya que éste podría perjudicar la opinión de quien sea que lea esto, le ruego que tenga presente que no soy una suicida, y que mi muerte no será de ningún modo un accidente. POR FAVOR, TENGALO PRESENTE.
Sin releer lo que había escrito, Julia dobló la hoja y la metió entre las páginas de su agenda, y luego colocó ésta entre los jerseys, dentro de un cajón. Después se echó en la cama y se quedó con la mirada fija, envuelta en calor, viendo dibujos que se desplazaban por la superficie del techo. Estaba esperando. De todas partes de la casa parecían ascender alegres ruidos. A su alrededor hubo una explosión de aire caliente y hedor a fiera. Al final se tomó tres somníferos.